lunes, 2 de noviembre de 2015

EL EVANGELIO DE HOY: LUNES 2 DE NOVIEMBRE DEL 2015 - DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS



Si uno come de este Pan, vivirá para siempre
Solemnidades y Fiestas


Juan 6, 51-58. Fieles Difuntos. En este día estamos llamados a recordar a todos, incluso aquellos de los que no se acuerda nadie.




Te adelantamos las Reflexiones del Evangelio de la Semana 31o. del Tiempo Ordinario, del domingo 1 al sábado 7 de octubre 2015.
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Del santo Evangelio según san Juan 6, 51-58
Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre. 

Oración introductoria
Señor, gracias por recordarme que estoy de paso en esta vida, y que este paso debe ser ágil, comprometido, responsable, entusiasta, animado y fortalecido por tu gracia.

Petición
Que a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, y al meditar en la muerte, nos ayude a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas materiales y efímeras.

Meditación del Papa Francisco
La Iglesia, peregrina en la historia, se regocija por la intercesión de los santos y beatos que apoyan la misión de anunciar el Evangelio; por otro, que, como Jesús, compartiendo las lágrimas de los que sufren la separación de sus seres queridos, y por Él y gracias a Él, da las gracias al Padre que nos ha sacado del dominio del pecado y de la muerte”.
Entre ayer y hoy muchos hacen una visita al cementerio, que, como dice la misma palabra, es el ‘lugar de descanso’, esperando el despertar final. Es agradable pensar que el mismo Jesús nos despertará. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del que Él nos despierta.
Con esta fe nos detenemos - incluso espiritualmente - en las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos han deseado el bien y han hecho el bien.

En este día estamos llamados a recordar a todos, incluso aquellos de los que no se acuerda nadie.
Recordamos a las víctimas de la guerra y la violencia; muchos mundos ‘pequeños’ aplastado por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos que reposan en el osario común. Recordamos a nuestros hermanos y hermanas muertos porque son cristianos; y aquellos que han sacrificado la vida para servir a los demás. Encomendamos al Señor especialmente a cuantos nos han dejado en el último año”.
La tradición de la Iglesia siempre ha instado a rezar por los difuntos, en particular, ofreciendo por ellos celebración Eucarística: esa es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a los más abandonados”.
La memoria de los muertos, el cuidado de las tumbas y los sufragios son evidencia de confiada esperanza, enraizada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre el destino del ser humano, ya que el hombre está destinado a una vida sin límites, que tiene sus raíces y su realización en Dios.
Con esta fe en el destino último del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen María, que sufrió bajo la Cruz el drama de la muerte de Cristo y ha participado en la alegría de su resurrección.  Y para poder comprender cada vez más el valor de las oraciones de sufragio por los muertos. ¡Están cerca de nosotros!. Ella nos apoya en nuestra peregrinación diaria en la tierra y nos ayuda a no perder de vista el objetivo final de la vida que es el Paraíso. Y nosotros con esta esperanza que no defrauda, ¡vamos a seguir adelante!. (P Francisco Ángelus, 2 noviembre 2014)
Reflexión
Amigo lector: permíteme que te haga una confidencia personal. ¿Sabes? A mí me gusta mucho meditar sobre la muerte. Y no por ser un tipo melancólico, pesimista o lunático, ni de carácter fúnebre o taciturno. Francamente no. Más bien, me considero una persona alegre y optimista, amante de la vida y de la aventura. Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a considerar la muerte como algo tétrico y negativo, y cuyo pensamiento debemos casi evitar a toda costa. Y, sin embargo, si tenemos una certeza absoluta en la vida es, precisamente, que todos vamos a morir.

Pero a mí, en lo personal, esta certeza no me atemoriza, para nada. Al contrario. Me hace pensar con inmenso regocijo y esperanza en el “más allá”, en lo que hay después de la muerte. Y también me ayuda a aprovechar mejor esta vida. Pero no para “pasarla bien”, sino para tratar de llenar mi alforja de buenos frutos para la vida eterna.

Alguien dijo: “Morir es sólo morir; morir es una hoguera fugitiva; es sólo cruzar una puerta y encontrar lo que tanto se buscaba. Es acabar de llorar, dejar el dolor y abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor de toda la vida”.
Es verdad. Lo importante de la muerte no es lo que ella es en sí, sino lo que ella nos trae; no es el instante mismo del paso a la otra vida, sino la otra vida a la que ella nos abre paso. Para quienes tenemos fe, la muerte es sólo un suspiro, una sonrisa, un breve sueño; y para los que vivimos de la dichosa esperanza de una felicidad sin fin, que encontraremos al cruzar el umbral de la otra vida, ésta no es sino un ligero parpadeo y, al abrir los ojos, contemplar cara a cara a la Belleza misma; es exhalar el más exquisito perfume –el de nuestra alma, cuando abandone el cristal que la contiene— para iniciar la más hermosa aventura y gozar del Amor en persona… ¡ahora sí, para toda la eternidad! La muerte no debería llamarse “muerte”, sino “vida” porque es el inicio de la verdadera existencia.

El libro del Apocalipsis nos dice hermosamente que allí, en el cielo, después de la muerte “ya no habrá hambre, ni sed, ni calor alguno porque el Cordero que está en medio del trono, Jesús, los apacentará –a los que han entrado en la gloria— y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 16-17). Ya no habrá tristeza, ni dolor, ni sufrimiento, sino amor completo y dicha sin fin. ¿No es emocionante y apetecible?

Nuestra Madre, la Iglesia, nos ha enseñado a ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo –si es viva nuestra fe— porque aquel bendito día será el más glorioso de toda nuestra existencia: el de nuestro encuentro personal con Dios, el Amor que nuestro corazón reclama.

¡Claro!, sólo es posible hablar así cuando tenemos fe. Por eso, los santos se expresaban de ella –de la muerte— con un lenguaje desconcertante para el mundo. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”, y deseaba que llegara pronto. San Pablo afirmaba que para él la muerte era una ganancia porque así podría estar ya para siempre con el Señor (Fil 1, 21-23); y santa Teresa de Jesús también se consumía por el anhelo de que ésta no se demorara tanto en venir: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero” –decía en uno de sus poemas místicos— que, en nuestro lenguaje común, podríamos traducirlo con un “me muero de ganas de morirme”. Y hallamos la misma experiencia en tantos otros santos y mártires, que veían en la muerte no precisamente un castigo o una maldición, sino el momento dichoso de su definitivo y eterno encuentro con el Señor.

Fue Jesucristo quien nos enseñó a ver así las cosas. Durante su vida pública muchas veces nos habló de este tema, y en el Evangelio encontramos páginas muy bellas que robustecen nuestra fe y alimentan nuestra esperanza. Como aquella parábola de las diez vírgenes, en la que nos exhorta a vivir “esperando la llegada del esposo” –o sea, de Cristo el Señor—. La parábola de los talentos, de las minas, de los invitados a la boda, del rico epulón y del pobre Lázaro y muchas otras enseñanzas tienen esta misma temática.

Y es que, si nos tomamos en serio esta meditación, la muerte nos enseña a vivir mejor y a valorar el poco tiempo del que disponemos para hacer méritos que perduren. Nos educa en la justa consideración de las cosas y de los bienes terrenos: a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, accidental y caduco; y nos ayuda, en consecuencia, a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas tan baladíes y efímeras. Nos da, en definitiva, la auténtica sabiduría, esa que no engaña y que nos hace vivir según la Verdad, que es Dios mismo.

Entonces, es muy saludable pensar de vez en cuando en la muerte. Y si la tenemos siempre presente en nuestra vida, tanto mejor. Ahora sí nos damos cuenta de que celebrar a los fieles difuntos tiene mucho sentido y de que, en vez de temer a la muerte, de rehuirla o de reírnos de ella, es mucho más provechoso aprender las lecciones de vida que ella nos ofrece.

Propósito
Ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo a través de la fe.
Rezar por nuestros difuntos para que estén disfrutando de la gloria de Dios.

lunes 02 Noviembre 2015



San Victorino de Pettau

Leer el comentario del Evangelio por
San Braulio de Zaragoza : «Al ver a la viuda, el Señor Jesús...le dijo: 'No llores'» (Lc 7,13)

Sabiduría 3,1-9.
Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento.
A los ojos de los insensatos parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia
y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz.
A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su esperanza estaba colmada de inmortalidad.
Por una leve corrección, recibirán grandes beneficios, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él.
Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto.
Por eso brillarán cuando Dios los visite, y se extenderán como chispas por los rastrojos.
Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor será su rey para siempre.
Los que confían en él comprenderán la verdad y los que le son fieles permanecerán junto a él en el amor. Porque la gracia y la misericordia son para sus elegidos.

Salmo 27(26),1.4.7.8.9.13-14.
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?

Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo.

¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
Mi corazón sabe que dijiste:
“Busquen mi rostro”.

Yo busco tu rostro, Señor,
no lo apartes de mí.
No alejes con ira a tu servidor,
tú, que eres mi ayuda;

no me dejes ni me abandones,
mi Dios y mi salvador.
Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.

Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.


San Pablo a los Romanos 6,3-9.
Hermanos:
¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.
Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección.
Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado.
Porque el que está muerto, no debe nada al pecado.
Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.
Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él.

Mateo 25,31-46.
Jesús dijo a sus discípulos:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.
Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos,
y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: 'Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo,
porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver'.
Los justos le responderán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?'.
Y el Rey les responderá: 'Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo'.
Luego dirá a los de su izquierda: 'Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles,
porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber;
estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron'.
Estos, a su vez, le preguntarán: 'Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?'.
Y él les responderá: 'Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo'.
Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna".


Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.



Leer el comentario del Evangelio por :

San Braulio de Zaragoza (c. 590-651), obispo
Carta 19; PL 80, 665

«Al ver a la viuda, el Señor Jesús...le dijo: 'No llores'» (Lc 7,13)

   Cristo, esperanza de los creyentes, no da el nombre de muertos a los que han dejado ya este mundo sino dormidos, cuando dice; «Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido» (Jn 11,11); el apóstol Pablo, a su vez, no quiere que estemos «afligidos a causa de los que se han dormido» (1Tes 4,13). Por eso, si nuestra fe cree que «todos los que creen» en Cristo, según dice el Evangelio «no morirán jamás» (Jn 11,26), sabemos que él mismo no ha muerto y que nosotros tampoco moriremos. Porque «a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, el mismo Señor bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán» (1Tes 4,16). Así pues, que la esperanza de la resurrección nos llene de valentía, puesto que volveremos a ver a los que hemos perdido. Es importante que creamos firmemente en él, es decir, que obedezcamos sus preceptos, porque pone todo su supremo poder en levantar a los muertos lo que hace más fácilmente que nosotros despertar a los que duermen.


   Esto es lo que decimos, y sin embargo, yo no sé por qué sentimiento, nos refugiamos en las lágrimas, y el sentimiento de dolor debilita nuestra fe. Desgraciadamente ¡cuán penosa es la condición del hombre, y cuán vana nuestra fe sin Cristo! Pero tú, muerte, que eres cruel hasta llegar a romper la unión de los esposos y separar a los que la amistad ha unido, desde ahora tu fuerza ha sido aplastada. Desde ahora tu yugo despiadado ha sido roto por aquel que te amenazó por las palabras del profeta Oseas: «Oh muerte, yo seré tu muerte» (Os 13,14 Vulg). Por eso, con el apóstol Pablo lanzamos este desafío: «Oh muerte ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón venenoso?» (1C 15,55). Nos ha rescatado el que te ha vencido, entregó su amada alma a manos de los impíos, para hacer de ellos sus amados.


    Sería demasiado largo recordar lo que en las santas Escrituras nos puede traer a todos la consolación. Que nos sea suficiente esperar en la resurrección y levantar nuestras miradas hacia la gloria donde está nuestro Redentor, porque es en él que estamos ya resucitados, que es como nos lo hace pensar nuestra fe, según la palabra del apóstol: «Si hemos muerto con Cristo creemos que también viviremos con él» (2Tes 2,11). 

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