miércoles, 16 de septiembre de 2015

UN CRIMINAL ENTRE 56 INOCENTES



Un criminal entre 56 inocentes 
Se cuenta que en el antiguo reino de Nápoles...

Necesito tu valioso auxilio para re­solver una compleja materia: ser severo y misericordioso al mismo tiempo






Se cuenta que en el antiguo reino de Nápoles, mucho antes de la invasión de las tropas francesas, había muerto el gran consejero, en cuya sabiduría se apoyaba el soberano para gobernar la nación, y ahora este último vacilaba en nombrar al que debía sustituirlo.

Se inclinaba por un amigo suyo llamado Jenaro, un juez experimen­tado y hombre íntegro que no titu­beaba en dar público testimonio de su fe. Pero el importante cargo era codiciado también por otros persona­jes de la corte, y el rey debía evitar los choques entre partidos. Buscando la manera de nombrar a Jenaro sin he­rir susceptibilidades, tuvo por fin una idea brillante: “Jenaro es sin duda el magistrado más competente de todo el reino. Voy a plantearle un caso muy in­trincado, y doy por hecho que lo resol­verá. Con una demostración pública de su capacidad, nadie podrá discutir su nombramiento…”

Una vez tomada la decisión, el so­berano envió una carta a Jenaro:

“Necesito tu valioso auxilio para resolver una compleja materia. A menudo llegan hasta mí quejas de la justicia napolitana, a la que se acusa de dura e inflexible. Con el propósito de verificar si estas quejas tienen fundamento, quiero que se examine el procesamiento de algunos condenados. Para ello, he elegido la prisión de Castel dell'Ovo, donde están confinados los peores criminales de Nápoles.

“Por lo tanto, te envío a dicho lugar para revisar el proceso de cada reo. Me confío a la agudeza de tu inteligencia y a tu amplio conocimiento jurídico. Sé que ofrecerás una pública demos­tración de misericordia, sin lastimar la justicia ni la ley que imperan desde ha­ce siglos en nuestro reino".

“Acompaña a esta carta un Decre­to Real que te otorga facultades pa­ra administrar justicia en nombre mío ante los encarcelados de Castel dell'Ovo”.

* * *

La lectura de la carta dejó al ma­gistrado sumido en graves pensa­mientos. ¡Qué difícil encargo le ha­cía el rey! Ser severo y misericordioso al mismo tiempo, ¡y para colmo en la prisión de Castel dell'Ovo! Pero Je­naro no era hombre que huyera de los problemas. Invocó la protección de San Ivo, patrono de los abogados, se despidió de su esposa y partió a la fortaleza-prisión.

Los medios de transporte de aquel tiempo no eran tan rápidos como los actuales; y cuando Jenaro llegó al mal afamado presidio, ya ha­bía corrido por todas partes la noti­cia del desafío jurídico que lo aguar­daba.

Las reacciones eran dispares: mientras algunos consideraban im­posible emplear misericordia con al­guno de tales criminales, otros te­mían que el juez, en un arranque de liberalidad, dejara la justicia a un la­do para soltar a unos pocos. Pero to­dos concordaban en la complejidad del caso, que ponía en juego la com­petencia profesional de Jenaro tanto como la bondad que se espera de un magistrado católico.

* * *

La primera medida tomada por Jenaro fue reunir en el patio a todos los reclusos, un total de 57. ¡Qué as­pecto! Cada rostro era una estampa del vicio.

Sobre su mesa se acumulaban los procesos: asesinatos, robos, secues­tros y otros crímenes tan viles que no cabe mencionarlos. Los reclusos ha­blaban entre sí en un dialecto propio. Un bandido con un ojo con un parche y la nariz torcida comentó:

– Mo'… Este juez es un beato… ¡Si sigue lo que dice la Biblia tiene que soltarnos!

Otro delincuente, con el rostro mar­cado por una gran cicatriz, agregó:

–¡Miren!, no hay nada más que ver su cara para saber que esta tarde es­taremos en la calle.

Viéndolos a todos reunidos, Jena­ro los llamó uno a uno, debidamente escoltados, para tomarles declaración. Al llegar el primero le preguntó:

–Y bien, ¿por qué estás aquí?

El criminal, mejorando su cara has­ta donde podía, se declaró inocente, víctima de calumnias y de tribunales injustos, para concluir con cinismo:

–Estoy seguro que ahora recibiré la libertad que merezco por derecho, como hombre honesto que soy.

El juez escuchó con atención y pidió al escribano registrar la declaración en su libro. A continuación vino el segun­do, luego el tercero, el cuarto… hasta llegar a 56 reos. Todos declaraban su inocencia alegando los más variados motivos, y Jenaro se mostraba com­padecido por las injusticias que aque­llos hombres decían haber sufrido. Los guardias comentaban entre sí: “¿Será posible que el juez crea las mentiras de estos bandidos? ¡Ni el hombre más in­genuo les daría crédito!”

Por fin llegó el último. Era un mu­chacho flaco e imberbe, que no supe­raba los 19 años. No tenía la arrogan­cia del resto, más bien se acercaba tí­mido y cabizbajo. Sentía vergüen­za de presentarse ante el juez, repre­sentante de la justicia y del rey. Tan­to desentonaba con los demás, que el magistrado consultó al respecto con el comisario de policía.

–¿Ése? El pobre chico es huérfa­no, un labrador sin empleo. Fue cap­turado ayer robando legumbres y fru­tas en la feria. Si está aquí es porque cometió el delito en las cercanías, pe­ro en breve será trasladado a una cár­cel de baja peligrosidad, antes que le den aquí la “bienvenida”…

El juez frunció el ceño, miró fija­mente al muchacho y le preguntó:

–Y tú, joven bellaco, ¿qué me di­ces a tu favor?

Inclinando todavía más la cabeza, el pobre muchacho dijo con un hilo de voz:

–Nada señor… Robé, y eso es pe­cado. Manché el nombre de mi difun­to padre y desobedecí la enseñanza de mi madre sobre los mandamien­tos. Merezco pagar en la cárcel lo que hice, porque fue malo.

El magistrado se mostró todavía más serio y sentenció:

–¡Basta! Con este caso conclu­yo mi misión en nombre del rey. En cuanto a los 56 declarantes anterio­res, todos afirmaron su más comple­ta inocencia. Cosa muy admirable en una sociedad tan corrupta como la nuestra.

Y dando un fuerte golpe con el martillo de madera, proclamó:

–En nombre de Su Majestad, de­claro inocentes a los otros 56.

Los criminales sonrieron satisfe­chos mientras los guardias se mira­ban de reojo, incrédulos y abismados. El juez prosiguió:

–Decido también que el Estado napolitano ha de asumir la custodia de vuestra inocencia contra la mal­dad imperante allá afuera. Así pues, todos habréis de seguir en esta cárcel por tiempo indefinido bajo protec­ción policial.

Se volvió de inmediato hacia el chico que había prestado la última declaración:

–Y tú, pérfido, que tan descara­damente reconoces tus crímenes, yo te expulso de aquí para evitar que tu malicia contamine a 56 inocen­tes. Huérfano, hambriento y des­empleado… te condeno a ser con­tratado como jardinero en el Tribu­nal de Nápoles. Búscame después para concertar el cumplimiento de tu pena. ¡Guardias! Llévenselo has­ta la iglesia más cercana por si quie­re confesarse, y castíguenlo con una buena merienda antes de nuestra partida.

* * *

¡Vaya giro! Estupefactos, los cri­minales quedaron sin habla mien­tras los guardias sonreían de satis­facción.

La noticia del espectacular jui­cio corrió por todo el reino, y Jena­ro fue nombrado gran consejero. El rey se mostró muy complacido al ver que su amigo no lo había decepciona­do y, naturalmente, nadie se atrevió a cuestionar el nombramiento de un juez tan justo y sagaz.

En cuanto al “pérfido” muchacho, fue contratado como jardinero del Tribunal, bendiciendo al magistrado que lo consideró el único criminal en­tre 56 inocentes…

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