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miércoles, 23 de septiembre de 2015

Discurso del Papa Francisco Encuentro con los Obispos de los Estados Unidos de América en la Catedral de San Mateo, en Washington, DC


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Queridos Hermanos en el Episcopado:
Me alegra tener este encuentro con ustedes en este momento de la misión apostólica que me ha traído a su País. Agradezco de corazón al Cardenal Wuerl y al Arzobispo Kurtz las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos. Muchas gracias por su acogida y por la generosa solicitud con que han programado y organizado mi estancia entre ustedes.
Viendo con los ojos y con el corazón sus rostros de Pastores, quisiera saludar también a las Iglesias que amorosamente llevan sobre sus hombros; y les ruego encarecidamente que, por medio de ustedes, mi cercanía humana y espiritual llegue a todo el Pueblo de Dios diseminado en esta vasta tierra.
El corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Ensanchar el corazón para dar testimonio de que Dios es grande en su amor es la sustancia de la misión del Sucesor de Pedro, Vicario de Aquel que en la cruz extendió los brazos para acoger a toda la humanidad. Que ningún miembro del Cuerpo de Cristo y de la nación americana se sienta excluido del abrazo del Papa. Que, donde se pronuncie el nombre de Jesús, resuene también la voz del Papa para confirmar: «¡Es el Salvador!». Desde sus grandes metrópolis de la costa oriental hasta las llanuras del midwest, desde el profundo sur hasta el ilimitado oeste, en cualquier lugar donde su pueblo se reúna en asamblea eucarística, que el Papa no sea un nombre que se repite por fuerza de la costumbre, sino una compañía tangible destinada a sostener la voz que sale del corazón de la Esposa: «¡Ven, Señor!».
Cuando echan una mano para realizar el bien o llevar al hermano la caridad de Cristo, para enjugar una lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar el camino a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a quien tiene sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo encuentro con Dios… sepan que el Papa los acompaña y los ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada pero, gracias a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.
Mi primera palabra es de agradecimiento a Dios por el dinamismo del Evangelio que ha hecho que la Iglesia de Cristo crezca con fuerza en estas tierras y le ha permitido ofrecer su aportación generosa, en el pasado y en la actualidad, a la sociedad estadounidense y al mundo. Aprecio vivamente y agradezco conmovido su generosidad y solidaridad con la Sede Apostólica y con la evangelización en tantas sufridas partes del mundo. Me alegro del firme compromiso de su Iglesia a favor de la vida y de la familia, motivo principal de mi visita. Sigo con atención el enorme esfuerzo que realizan para acoger e integrar a los inmigrantes que siguen llegando a Estados Unidos con la mirada de los peregrinos que se embarcan en busca de sus prometedores recursos de libertad y prosperidad. Admiro los esfuerzos que dedican a la misión educativa en sus escuelas a todos los niveles y a la caridad en sus numerosas instituciones. Son actividades llevadas a cabo muchas veces sin que se reconozca su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente sostenidas con la aportación de los pobres, porque esas iniciativas brotan de un mandato sobrenatural que no es lícito desobedecer. Conozco bien la valentía con que han afrontado momentos oscuros en su itinerario eclesial sin temer a la autocrítica ni evitar humillaciones y sacrificios, sin ceder al miedo de despojarse de cuanto es secundario con tal de recobrar la credibilidad y la confianza propia de los Ministros de Cristo, como desea el alma de su pueblo. Sé cuánto les ha hecho sufrir la herida de los últimos años, y he seguido de cerca su generoso esfuerzo por curar a las víctimas, consciente de que, cuando curamos, también somos curados, y por seguir trabajando para que esos crímenes no se repitan nunca más.
Les hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios –siendo ya mayor– desde una tierra también americana, para custodiar la unidad de la Iglesia universal y para animar en la caridad el camino de todas las Iglesias particulares, para que progresen en el conocimiento, en la fe y en el amor a Cristo. Leyendo sus nombres y apellidos, viendo sus rostros, consciente de su alto sentido de la responsabilidad eclesial y de la devoción que han profesado siempre al Sucesor de Pedro, tengo que decirles que no me siento forastero entre ustedes. También yo vengo de una tierra vasta, inmensa y no pocas veces informe, que como la de ustedes, ha recibido la fe del bagaje de los misioneros. Conozco bien el reto de sembrar el Evangelio en el corazón de hombres procedentes de mundos diversos, a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido antes de llegar. No me es ajeno el cansancio de establecer la Iglesia entre llanuras, montañas, ciudades y suburbios de un territorio a menudo inhóspito, en el que las fronteras siempre son provisionales, las respuestas obvias no perduran y la llave de entrada requiere conjugar el esfuerzo épico de los pioneros exploradores con la sabiduría prosaica y la resistencia de los sedentarios que controlan el territorio alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas fuertes e incansables», pero también la sabiduría de quien «conoce las montañas»1
No les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad con la de mis Predecesores. Desde los albores de la «nación americana», cuando apenas acabada la revolución fue erigida la primera diócesis en Baltimore, la Iglesia de Roma los ha acompañado y nunca les ha faltado su contante asistencia y su aliento. En los últimos decenios, tres de mis venerados Predecesores les han visitado, entregándoles un notable patrimonio de magisterio todavía actual, que ustedes han utilizado para orientar programas pastorales con visión de futuro, para guiar a esta querida Iglesia.
No es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No he venido para juzgarles o para impartir lecciones. Confío plenamente en la voz de Aquel que «enseña todas las cosas» (cf. Jn 14,26). Permítanme tan sólo, con la libertad del amor, que les hable como un hermano entre hermanos. No pretendo decirles lo que hay que hacer, porque todos sabemos lo que el Señor nos pide. Prefiero más bien realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de preguntarnos por los caminos a seguir, los sentimientos que hemos de conservar mientras trabajamos, el espíritu con que tenemos que actuar. Sin ánimo de ser exhaustivo, comparto con ustedes algunas reflexiones que considero oportunas para nuestra misión.
Somos obispos de la Iglesia, pastores constituidos por Dios para apacentar su grey. Nuestra mayor alegría es ser pastores, y nada más que pastores, con un corazón indiviso y una entrega personal irreversible. Es preciso custodiar esta alegría sin dejar que nos la roben. El maligno ruge como un león tratando de devorarla, arruinando todo lo que estamos llamados a ser, no por nosotros mismos, sino por el don y al servicio del «Pastor y guardián de nuestras almas» (1 P 2,25).
La esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch 20,28-31).
No una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde poder encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos dirige a todos: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc3,32). Y poderle responder serenamente: «Señor, aquí está tu madre, aquí están tus hermanos. Te los encomiendo, son aquellos que tú me has confiado». La vida del pastor se alimenta de esa intimidad con Cristo.
No una predicación de doctrinas complejas, sino el anuncio gozoso de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que el estilo de nuestra misión suscite en cuantos nos escuchan la experiencia del «por nosotros» de este anuncio: que la Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento de su vida, que los sacramentos los alimenten con ese sustento que no se pueden proporcionar a sí mismos, que la cercanía del Pastor despierte en ellos la nostalgia del abrazo del Padre. Estén atentos a que la grey encuentre siempre en el corazón del Pastor esa reserva de eternidad que ansiosamente se busca en vano en las cosas del mundo. Que encuentren siempre en sus labios el reconocimiento de su capacidad de hacer y construir, en la libertad y la justicia, la prosperidad de la que esta tierra es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar que es necesario buscar no «el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna» (Jn 6,27).
No apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse, descentrarse, para alimentar con Cristo a la familia de Dios. Vigilar sin descanso, elevándose para abarcar con la mirada de Dios a la grey que sólo a él pertenece. Elevarse hasta la altura de la Cruz de su Hijo, el único punto de vista que abre al pastor el corazón de su rebaño.
No mirar hacia abajo, a la propia autoreferencialidad, sino siempre hacia el horizonte de Dios, que va más allá de lo que somos capaces de prever o planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar la tentación del narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace irreconocible su voz y su gesto estéril. En las muchas posibilidades que se abren en su solicitud pastoral, no olviden mantener indeleble el núcleo que unifica todas las cosas: «Lo hicieron conmigo» (Mt 25,31.45).
Ciertamente es útil al obispo tener la prudencia del líder y la astucia del administrador, pero nos perdemos inexorablemente cuando confundimos el poder de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido. Es necesario que el obispo perciba lúcidamente la batalla entre la luz y la oscuridad que se combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en bandera de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria duradera es dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf. Flp 2,1-11).
No nos resulta ajena la angustia de los primeros Once, encerrados entre cuatro paredes, asediados y consternados, llenos del pavor de las ovejas dispersas porque el pastor ha sido abatido. Pero sabemos que se nos ha dado un espíritu de valentía y no de timidez. Por tanto, no es lícito dejarnos paralizar por el miedo.
Sé bien que tienen muchos desafíos, que a menudo es hostil el campo donde siembran y no son pocas las tentaciones de encerrarse en el recinto de los temores, a lamerse las propias heridas, llorando por un tiempo que no volverá y preparando respuestas duras a las resistencias ya de por sí ásperas.
Y, sin embargo, somos artífices de la cultura del encuentro. Somos sacramento viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos del abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el amor incluso nuestra primera respuesta.
El diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt 20,1-16).
Por tanto, la vía es el diálogo entre ustedes, diálogo en sus Presbiterios, diálogo con los laicos, diálogo con las familias, diálogo con la sociedad. No me cansaré de animarlos a dialogar sin miedo. Cuanto más rico sea el patrimonio que tienen que compartir con parresía, tanto más elocuente ha de ser la humildad con que lo tienen que ofrecer. No tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De lo contrario no se puede entender las razones de los demás, ni comprender plenamente que el hermano al que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía del amor, cuenta más que las posiciones que consideramos lejanas de nuestras certezas, aunque sean auténticas. El lenguaje duro y belicoso de la división no es propio del Pastor, no tiene derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque parezca por un momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo duradero de la bondad y del amor es realmente convincente.
Es preciso dejar que resuene perennemente en nuestro corazón la palabra del Señor: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (Mt 11,28-29). El yugo de Jesús es yugo de amor y, por tanto, garantía de descanso. A veces nos pesa la soledad de nuestras fatigas, y estamos tan cargados del yugo que ya no nos acordamos de haberlo recibido del Señor. Nos parece solamente nuestro y, por tanto, nos arrastramos como bueyes cansados en el campo árido, abrumados por la sensación de haber trabajado en vano, olvidando la plenitud del descanso vinculado indisolublemente a Aquel que hizo la promesa.
Aprender de Jesús; mejor aún, aprender a ser como Jesús, manso y humilde; entrar en su mansedumbre y su humildad mediante la contemplación de su obrar. Poner nuestras iglesias y nuestros pueblos, a menudo aplastados por la dura pretensión del rendimiento bajo el suave yugo del Señor. Recordar que la identidad de la Iglesia de Jesús no está garantizada por el «fuego del cielo que consume» (cf. Lc 9,54), sino por el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla lo que es rígido, endereza lo que está torcido».
La gran misión que el Señor nos confía, la llevamos a cabo en comunión, de modo colegial. ¡Está ya tan desgarrado y dividido el mundo! La fragmentación es ya de casa en todas partes. Por eso, la Iglesia, «túnica inconsútil del Señor», no puede dejarse dividir, fragmentar o enfrentarse.
Nuestra misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar la unidad, cuyo contenido está determinado por la Palabra de Dios y por el único Pan del Cielo, con el que cada una de las Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares y con la de Roma, que «preside en la caridad». Es imperativo, por tanto, cuidar dicha unidad, custodiarla, favorecerla, testimoniarla como signo e instrumento que, más allá de cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.
Que el inminente Año Santo de la Misericordia, al introducirnos en las profundidades inagotables del corazón divino, en el que no hay división alguna, sea para todos una ocasión privilegiada para reforzar la comunión, perfeccionar la unidad, reconciliar las diferencias, perdonarnos unos a otros y superar toda división, de modo que alumbre su luz como «la ciudad puesta en lo alto de un monte» (Mt 5,14).
Este servicio a la unidad es particularmente importante para su amada nación, cuyos vastísimos recursos materiales y espirituales, culturales y políticos, históricos y humanos, científicos y tecnológicos requieren responsabilidades morales no indiferentes en un mundo abrumado y que busca con afán nuevos equilibrios de paz, prosperidad e integración. Por tanto, una parte esencial de su misión es ofrecer a los Estados Unidos de América la levadura humilde y poderosa de la comunión. Que la humanidad sepa que contar con el «sacramento de unidad» (Lumen gentium, 1) es garantía de que su destino no es el abandono y la disgregación.
Este testimonio es un faro que no se puede apagar. En efecto, en la densa oscuridad de la vida, los hombres necesitan dejarse guiar por su luz, para tener la certidumbre del puerto al que acudir, seguros de que sus barcas no se estrellarán en los escollos ni quedarán a merced de las olas. Así que les animo a hacer frente a los desafíos de nuestro tiempo. En el fondo de cada uno de ellos está siempre la vida como don y responsabilidad. El futuro de la libertad y la dignidad de nuestra sociedad dependen del modo en que sepamos responder a estos desafíos.
Las víctimas inocentes del aborto, los niños que mueren de hambre o bajo las bombas, los inmigrantes se ahogan en busca de un mañana, los ancianos o los enfermos, de los que se quiere prescindir, las víctimas del terrorismo, de las guerras, de la violencia y del tráfico de drogas, el medio ambiente devastado por una relación predatoria del hombre con la naturaleza, en todo esto está siempre en juego el don de Dios, del que somos administradores nobles, pero no amos. No es lícito por tanto eludir dichas cuestiones o silenciarlas. No menos importante es el anuncio del Evangelio de la familia que, en el próximo Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia, tendré ocasión de proclamar con fuerza junto a ustedes y a toda la Iglesia.
Estos aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia pertenecen al núcleo de lo que nos ha sido transmitido por el Señor. Por eso tenemos el deber de custodiarlos y comunicarlos, aun cuando la mentalidad del tiempo se hace impermeable y hostil a este mensaje (Evangelii gaudium, 34-39). Los animo a ofrecer este testimonio con los medios y la creatividad del amor y la humildad de la verdad. Esto no sólo requiere proclamas y anuncios externos, sino también conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la conciencia de la sociedad.
Para ello, es muy importante que la Iglesia en los Estados Unidos sea también un hogar humilde que atraiga a los hombres por el encanto de la luz y el calor del amor. Como pastores, conocemos bien la oscuridad y el frío que todavía hay en este mundo, la soledad y el abandono de muchos –también donde abundan los recursos comunicativos y la riqueza material–, el miedo a la vida, la desesperación y las múltiples fugas.
Por eso, solamente una Iglesia que sepa reunir en torno al «fuego» es capaz de atraer. Ciertamente, no un fuego cualquiera, sino aquel que se ha encendido en la mañana de Pascua. El Señor resucitado es el que sigue interpelando a los Pastores de la Iglesia a través de la voz tímida de tantos hermanos: «¿Tienen algo que comer?». Se trata de reconocer su voz, como lo hicieron los Apóstoles a orillas del mar de Tiberíades (cf. Jn 21,4-12). Y es todavía más decisivo conservar la certeza de que las brasas de su presencia, encendidas en el fuego de la pasión, nos preceden y no se apagarán nunca. Si falta esta certeza, se corre el riesgo de convertirse en guardianes de cenizas y no custodios y en dispensadores de la verdadera luz y de ese calor que es capaz de hacer arder el corazón (cf. Lc 24,32).
Antes de concluir estas reflexiones, permítanme hacerles aún dos recomendaciones que considero importantes. La primera se refiere a su paternidad episcopal. Sean Pastores cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes. Acompáñenles para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso, porque sólo la plenitud llena a los ministros de Cristo. Les ruego, por tanto, que no dejen que se contenten de medias tintas. Cuiden sus fuentes espirituales para que no caigan en la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que sean expresión de la maternidad de la Iglesia que engendra y hace crecer a sus hijos. Estén atentos a que no se cansen de levantarse para responder a quien llama de noche, aun cuando ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc 11,5-8). Prepárenles para que estén dispuestos para detenerse, abajarse, rociar bálsamo, hacerse cargo y gastarse en favor de quien, «por casualidad», se vio despojado de todo lo que creía poseer (cf. Lc 10,29-37).
Mi segunda recomendación se refiere a los inmigrantes. Pido disculpas si hablo en cierto modo casi in causa propia. La iglesia en Estados Unidos conoce como nadie las esperanzas del corazón de los inmigrantes. Ustedes siempre han aprendido su idioma, apoyado su causa, integrado sus aportaciones, defendido sus derechos, promovido su búsqueda de prosperidad, mantenido encendida la llama de su fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace más por los inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora tienen esta larga ola de inmigración latina en muchas de sus diócesis. No sólo como Obispo de Roma, sino también como un Pastor venido del sur, siento la necesidad de darles las gracias y de animarles. Tal vez no sea fácil para ustedes leer su alma; quizás sean sometidos a la prueba por su diversidad. En todo caso, sepan que también tienen recursos que compartir. Por tanto, acójanlos sin miedo. Ofrézcanles el calor del amor de Cristo y descifrarán el misterio de su corazón. Estoy seguro de que, una vez más, esta gente enriquecerá a su País y a su Iglesia.
Que Dios los bendiga y la Virgen los cuide.

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