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lunes, 24 de agosto de 2015

SALVADO POR UNA MISA



Salvado por una misa
Cuando Pedro recuperó la conciencia y pudo recordar lo que había ocurrido, enseguida hizo un balance de su vida...




En las ciudades pequeñas todo el mundo se conoce. Los lazos de amistad se estrechan aún más y los buenos amigos se tratan como auténticos hermanos. Es lo que ocurrió con Marcos y Pedro. Los dos crecieron en la acogedora localidad de Lagoa Dourada: juntos hicieron la Primera Comunión en la parroquia del Señor Buen Jesús, estudiaron en la Escuela Pública y participaron activamente en las actividades parroquiales, especialmente como monaguillos en las celebraciones solemnes.

El primero pertenecía a una familia muy católica y en el seno de la misma le habían transmitido una gran devoción a la Santa Misa. Desde pequeñito su abuela, doña Matilde, le llevaba a la iglesia bien temprano para participar en la Sagrada Eucaristía y le iba explicando paso a paso cada parte del Santo Sacrificio del Altar, lo que le dejaba encantado al ver el amor de Jesús por cada uno de nosotros.

Sin embargo, Pedro no había recibido en su hogar tan piadosas influencias. Sus padres eran católicos, sí, aunque poco devotos; tan sólo se preocupaban por gozar de buena salud y tener éxito en los negocios. Había sido doña Matilde la que le había dado una adecuada formación religiosa.

Era ella quien les enseñaba el Catecismo a los dos inseparables compañeros, quien les había preparado para que hicieran la Primera Comunión y quien les animó a que fueran monaguillos en la iglesia parroquial.

El tiempo había pasado y estos buenos amigos ya se habían hecho hombres maduros. Cada uno constituyó su propio hogar, ambos tuvieron hijos y los dos continuaron viviendo en la misma Lagoa Dourada.

Marcos era un padre dedicado y procuraba transmitir a sus hijos toda la buena formación que había recibido de su abuela. Pero sobre todo se esforzaba por darles el ejemplo de un buen cristiano: rezaba el Rosario en familia, enseñaba el Catecismo a los pequeños e iba a Misa todos los días, pues ésta había sido siempre su devoción más grande.

Pedro, por el contrario, se había olvidado de las enseñanzas recibidas y empezó a preocuparse, al igual que sus progenitores, únicamente por el bienestar material de su familia. Su comportamiento en materia de religión no era de lo mejor: nunca rezaba con sus hijos y sólo iba a Misa los domingos… si es que ese día no había organizado alguna visita a las haciendas de sus colegas.

Todas la mañanas, después de dejar a su hijos en la escuela, Marcos asistía a Misa. Al terminar el Sagrado Banquete, se iba a desayunar a su panadería y se comía un buen pan calentito, untado con mantequilla derretida, hecha con la leche pura y grasa de su granja.

De vez en cuando Pedro iba a visitarle, pero la amistad entre ellos iba siendo menos robusta. Las conversaciones giraban casi exclusivamente sobre sus negocios y, aunque intentara mantener las apariencias, se notaba que sus intereses cada vez se distanciaban más de los de Marcos.

Del enfriamiento de las relaciones al rencor había sólo un paso. A pesar de que Marcos no vivía para los negocios como Pedro, su panadería era envidiable, su hacienda muy productiva y su fábrica de lácteos un modelo de factoría bien dirigida. ¿Cuál sería la razón de este éxito? —pensaba Pedro, quien no escatimaba esfuerzos para que sus negocios prosperaran y que sufría con una cosecha escasa, con el desgaste de la tierra y con las enfermedades de su ganado; sin hablar de las crecientes deudas que tenía, las cuales amenazaban su patrimonio…

Un día, los dos amigos fueron invitados a un congreso de terratenientes que se realizaría en la capital de la región. Marcos le propuso que hicieran el viaje juntos y Pedro aceptó por puro interés, porque así los gastos serían menores. La salida quedó fijada para un miércoles, después de la Misa matutina.

Sin embargo, el párroco no pudo celebrarla en el horario habitual aquel día, pues había sido solicitado para que atendiera a un enfermo de una aldea vecina, y avisó que sí habría Misa al mediodía. Marcos, entonces, decidió retrasar el viaje, pero Pedro intentó disuadirlo diciéndole:

— ¡Qué tontería! ¿Qué hay de malo si no vas a Misa un día?

— La Misa tiene un valor infinito, le respondió Marcos. Prefiero esperar.

— Bien, entonces te vas tú solo más tarde. Yo ya me marcho…

Y antes de alejarse añadió:

— ¿Cómo es posible que atrases un viaje de esta envergadura únicamente por causa de una Misa? Tienes toda la vida para asistir a otras muchas más…

En realidad, Pedro se alegraba por la situación que se había creado, pues pensaba que si llegaba antes que Marcos a la ciudad podría escoger la mejor negociación del momento y conseguir superiores resultados.

Sin embargo, en la carretera —llena de curvas— que une Lagoa Dourada con la ciudad vecina se produjo un derrumbe en el justo momento en que Pedro estaba pasando por ahí con su camioneta. La avalancha de tierra le hizo perder el control de su vehículo y cayó barranco abajo.

Fue llevado al hospital y pasó varios días en coma. Cuando recuperó la conciencia y pudo recordar lo que había ocurrido, enseguida hizo un balance de su vida: se dio cuenta de lo alejado que estaba de Dios y de los Sacramentos, y se preguntaba si aquel accidente de automóvil no sería una señal de alerta que venía de la eternidad.

¡Qué locura había sido el haber menospreciado de esa manera una Misa! ¡Qué cerca estuvo de no poder participar en ninguna más! Hizo llamar a su amigo Marcos y al verlo entrar en la habitación del hospital, el convaleciente le dijo:

— Has sido salvado por una Misa. Fui muy codicioso y desprecié el valor supremo e infinito que tiene una sola Celebración Eucarística…

Marcos trató de animarlo inmediatamente y Pedro le expresó lo arrepentido que estaba de la vida que llevaba. Le confió que el accidente le hizo acordarse de todo lo que había aprendido con doña Matilde y, sobre todo, de la frase que repetía con tanta seriedad: “Si supiese que habría una Misa en el rincón más apartado de la Tierra y no tuviera oportunidad de participar en otra, haría lo que fuera para ir hasta allí”.

Cuando Pedro se recuperó totalmente y regresó a su casa, cambió radicalmente de vida. Volvió a ser un amigo leal y empezó a frecuentar otra vez los Sacramentos, con toda su familia. Sus negocios prosperaron y su espíritu, libre de envidias y egoísmos, encontró nuevamente la paz.

Esa única Misa le salvó de un accidente a Marcos, pero también le dio nueva vida al alma de Pedro.

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