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lunes, 1 de junio de 2015

SOBRE LOS OBISPOS

SOBRE LOS OBISPOS. CAPÍTULO I


CAPÍTULO I.
QUE ES ARDUO Y PELIGROSO EL OFICIO DE OBISPO; Y QUE POR ESO TIENE NECESIDAD DE BUENOS CONSEJEROS

1. Desde que recibisteis las llaves del Reino de los cielos, que os entregaron, siendo Dios autor de esto, y que, al modo de aquella mujer fuerte, comenzasteis a echar la mano a cosas fuertes; si llegó a nuestros oídos que hicisteis algunas cosas, que no debisteis, o que padecieseis algunas, que no quisierais, nos dolimos de quien hacia aquellas y nos condolimos con quien padecía estas. Mas entre esto hacía yo memoria de aquellos versículos: Los que descienden al mar en las naves, y que trabajan enmedio de las muchas aguas, suben hasta los cielos, y bajan hasta los abismos. Su alma se consumía a la vista de tantos males; fueron turbados, y movidos como el que está embriagado; y toda la sabiduría de ellos fue trastornada. Y por eso, no juzgaba yo con rigor, como suelen hacer algunos: antes bien me provocaba a compasión este pensamiento: Si es tentación, decía yo, la vida de cualquier hombre sobre la tierra, ¿a cuantos peligros, juzgas tu, que estará expuesta la vida de un obispo, a quien le es forzado sostener las tentaciones de todos? Si yo escondido en la caverna, y como debajo de la medida, no encuentro la verdad luciendo, sino humeando, sin embargo, aun así no logro evitar los ímpetus de los vientos, sino que, fatigado de continuas tentaciones, y de varios impulsos, soy movido al redentor por aquí y por allí, al modo de una caña agitada con el viento; ¿ qué sucederá al que está puesto sobre el monte, al que está colocado sobre el candelero? Debiendo de guardarme sólo para mi, con todo eso, yo mismo sólo me sirvo a mi mismo de escándalo; yo sólo me sirvo a mi mismo de tedio; yo solo me sirvo a mi mismo de carga, y de peligro; de modo, que es menester enojarme frecuentemente contra la gula, contra el vientre y contra el ojo, que me escandalizan. Pues ¿con qué molestias no será angustiado, qué penas no sufrirá aquel, en quien, aunque las cosas propias estén en calma, con todo eso jamás faltan por lo que mirar a los demás, peleas por fuera y temores por dentro? 

SOBRE LOS OBISPOS. PREFACIO


                                    DE LAS COSTUMBRES Y OFICIO DE LOS OBISPOS

Ha tenido a bien vuestra Excelencia pedir, que dictásemos alguna cosa nueva. Nos oprime el peso de la dignidad, pero nos congratulamos de la franqueza de la dignación. Por una parte lisongea el favor, que nos hace el que lo pide, y por otra nos asusta el cumplimiento de la petición. Porque, ¿quiénes somos nosotros, para escribir a los obispos? Mas igualmente; ¿quiénes somos nosotros, para dejar de obedecer a los obispos? Lo mismo que me compele a dar lo que me piden, eso mismo me compele  a negarlo. Escribir a tan grande alteza, es sobre mi y no obedecer a esa misma es contra mi. Por ambas partes hay peligro: pero parece, que amenaza mayor por la parte de la inobediencia. Saliendo pues de mi zozobra por la parte que trae menos riesgo, hago lo que mandáis. Puesto que da ánimos la familiaridad, que tan liberalmente nos franquea la misma dignidad, y sus autoridad mandándolo excusa mi presunción.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO VIII


8. Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admira­dos; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres.
   Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habi­tual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan? Y así se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por la bárbara crueldad de sus enemigos ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque espe­ran la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.
   Saben que a él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mis­mo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo.Muchas veces pudieron contemplar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé  cómo habría que llamarles, si monjes o soldados. Creo que
para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente       es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que  fieles y vigilantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salornón. Llevan al flanco la espada, veteranos de muchos combates.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO VII


IV. LA VIDA DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
    7. Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costum­bres de los caballeros de Cristo, para que les imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no lucha exclusi­vamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo.
    Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, obser­van una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá: Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación; van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siem­pre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
    Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosa­mente. Cuando no van en marchas ‑lo cual es raro‑, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmura­ción, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.
    Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza, y tampoco se entretienen ‑como en otras partes‑ con la captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo, por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que les abrasa y la malla que les protege.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO VI



  6. Una vez expulsados los enemigos, volverá él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta. Y se lamenta con las pala­bras del profeta: He abandonado mi casa y desechado mi he­redad. Pero hará que se cumplan también estas otras profecías: El Señor redimió a su pueblo y lo rescató de una mano más poderosa. Vendrán entre aclamaciones a la altura de Sión y afluirán hacía los bienes del Señor, Alégrate ahora Jerusalén, y fíjate cómo ha llegado el día de tu salvación. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones. Doncella de Jerusalén, ¿no habías caído y no tenías quien te levantara? Ponte en pie, sacúdete el polvo, Jeru­salén cautiva, hija de Sión. Ponte en pie, sube ala altura, mira el consuelo y la alegría que te trae tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra será habitada. Levanta los ojos en torno y mira: Todos éstos se reúnen para venir a ti. Este es el auxilio que te envía desde el santuario.
Por medio de ellos se te está cumpliendo la antigua prome­sa: Te haré el orgullo de los siglos, la delicia de todas las eda­des; mamarás la leche de los pueblos, mamarás al pecho de los reyes. Ymás abajo: Como a un niño a quien su madre consue­la, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados, Ya veis con qué testimonios tan antiguos y tan abundantes se aprueba esta nueva milicia y cómo lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad de Di os, del Señor de los ejércitos.
Pero es importante, con todo, no darles a estos textos una interpretación literal que vaya contra su sentido espiritual. No sea que dejemos de esperar a que se realice plenamente en la eternidad lo que ahora aplicamos al tiempo presente por to­mar al pie de la letra las palabras de los profetas. Pues lo que ya estamos viendo haría evaporarse la fe que tenemos en lo que aún no vemos; la pobre realidad que ya poseemos nos haría desvalorar todo lo demás que esperamos, y la realidad de los bienes presentes nos haría olvidar la de los bienes futuros. Por lo demás, la gloria temporal de la ciudad terrena no des­truye la de los bienes celestiales, sino que la robustece, con tal de que no dudemos un momento que es sólo una figura de la otra Jerusalén que está en los cielos, nuestra Madre.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO V


5. Si al cristiano nunca le fuese lícito herir con la espada, ¿cómo pudo el precursor del Salvador aconsejar a los soldados que no exigieran mayor soldada que la establecida y cómo no condenó absolutamente el servicio militar? Si es una profesión para los que Dios destinó a ella, por no estar llamados a otra más perfecta, me pregunto: ¿quiénes podrán ejercerla mejor que nuestros valientes caballeros?
 Porque gracias a sus armas tenemos una ciudad fuerte en Sión, baluarte para todosnosotros; y arrojados ya los enemi­gos de la ley de Dios, puede entrar en ella el pueblo justo que se mantiene fiel. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pue­blo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por here­dad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espa­da material y espiritual de los fieles contra los enemigos soli­viantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios?

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO IV

III. LA NUEVA MILICA(4).- Mas los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo ¿o implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. El acepta gustosamente como una venganza la muerte del ene­migo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún.
   Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reproba­ción contra el delincuente. No peca como homicida, sino ‑di­ría yo‑ como malicida, el que mata al pecador para defender a los buenos. Es considerado como defensor de los cristianos y vengador de Cristo en los malhechores. Y cuando le matan, sabernos que no ha perecido, sino que ha llegado a su meta. La muerte que él causa es un beneficio para Cristo. Y cuando se la infieren a él, lo es para sí mismo. La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo. En la muerte del cristiano se despliega la liberalidad del Rey, que le lleva al soldado a recibir su galardón. Por este motivo se alegrará el justo al ver consumada la venganza. Y podrá decir: Hay premio para el Justo, hay un Dios que hace Justicia sobre la tierra. Noes que necesariamente debamos matar a los paga­nos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad.

LOA A LA NUEVA MILIACIA TEMPLARIA. CAPÍTULO CAPÍTULO III




II. LA MILICIA SECULAR

             3. Entonces, ¿cuál puede ser el ideal o la eficacia de una milicia, a la que yo mejor llamaría malicia, si en ella el que mata no puede menos de pecar mortalmente y el que muere ha de perecer eternamente? Porque, usando palabras del Apóstol: El que ara tiene que arar con esperanza, y el que trilla con esperanza de obtener su parte.
           Vosotros, soldados, ¿cómo os habéis equivocado tan es­pantosamente, qué furia os ha arrebatado para veros en la necesidad de combatir hasta agotaros y con tanto dispendio, sin  más salarlo que el de la muerte o el del crimen? Cubrís vues­tros caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas bellí­simas; pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y pedrerías bridas y espuelas. Y con toda esta pom­pa os lanzáis a la muerte con ciego furor y necia insensatez. ¿Son éstos arreos militares o vanidades de mujer? ¿O crees que por el oro se va a amedrentar la espada enemiga para respetar a hermosura de las pedrerías y que no traspasará los tejidos de seda?
Vosotros sabéis muy bien por experiencia que son tres las cosas que más necesita el soldado en el combate: agilidad con reflejos y precaución para defenderse; total libertad de movi­mientos en su cuerpo para poder desplazarse continuamente; y decisión para atacar. Pero vosotros mimáis la cabeza como las damas, dejáis crecer el cabello hasta que os caiga sobre los ojos; os trabáis vuestros propios pies con largas y amplias ca­misolas; sepultáis vuestras blandas y afeminadas manos dentro de manoplas que las cubren por completo. Y lo que todavía es más grave, porque eso os lleva al combate con grandes ansie­dades de conciencia, es que unas guerras tan mortíferas se jus­tifican con razones muy engañosas y muy poco serias. Pues de ordinario lo que suele inducir a la guerra  ‑a no ser en vuestro caso‑  hasta provocar el combate es siempre pasión de iras incontroladas, el afán de vanagloria o la avaricia de conquistar territorios ajenos. Y estos motivos no son suficientes para poder matar o exponerse a la muerte con una conciencia tran­quila.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO I-2


 2. Siempre tiene su valor delante del Señor la muerte de sus santos, tanto si mueren en el lecho como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra vale mucho más, porque tam­bién es mayor la gloria que implica. ¡Qué seguro se vive con una conciencia tranquila! Sí; ¡qué serenidad se tiene cuando se espera la muerte sin miedo e incluso se la desea con amor y es acogida con devoción! Santa de verdad y de toda garantía es esta milicia, porque está exenta del doble peligro que amenaza casi siempre a la condición humana, cuando Ya causa que de­fiende una milicia no es la pura defensa de Cristo.
            Cuantas veces entras en combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en cuerpo y alma. Porque la derrota o victoria del cristiano no se mide por la suerte del combate, sino por los sentimientos del corazón. Si la causa de tu lucha es buena, no puede ser mala su victoria en la batalla; pero tampoco puede considerarse como un éxito su resultado final cuando su motivo no es recto ni justa su in­tención.
            Si tú deseas matar al otro y él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla, pero matas a alguien con el deseo de humillarle o de vengarte, seguirás viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni vence­dor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria la que, para vencer a otro hombre, te exige que su­cumbas antes frente a una inmoralidad; porque si te ha venci­do la soberbia o la ira, tontamente te ufanas de haber vencido a un hombre. Puede ser que haya que matar a otro por pura autodefensa, no por el ansia de vengarse ni por la arrogancia del triunfo. Pero yo diría que ni en ese caso sería perfecta la victoria, pues entre dos males, es preferible morir corporal­mente y no espiritualmente. No porque maten al cuerpo muere también el alma: sólo el alma que peca moriirá.

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. CAPÍTULO I.1

I. SERMÓN EXHORTATORIO A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
            1. Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mu­cho nació una nueva milicia precisamente en la misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo alto, haciéndose visible en la carne. En los mismos lugares donde él dispersó con bra­zo robusto a los jefes que dominan en las tinieblas, aspira esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en sus satélites actuales, para dispersarlos con la violencia de su arrojo y liberar también a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David su siervo.
            Es nueva está milicia porque jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas espi­rituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tamp­oco tiene nada extraordinario ‑aunque no deja de ser laudab­le presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha es­piritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito.
            El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe, ése es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance. Defendiéndose con esta doble armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios. Porque no se espanta ante la muerte el que la desea. Viva o muera, nada puede intimidarle a quien su vida es Cristo y su muerte una ganancia. Lucha generosamente y sin la me­nor zozobra por Cristo; pero también es verdad que desea morir y estar con Cristo porque le parece mejor.
            Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad va­lientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si. morimos, morimos para el Señor. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los márti­res en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y glo­riosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apeteci­ble que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?

LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA. PRÓLOGO


LOA A LA NUEVA MILICIA TEMPLARIA

GLORIAS DE LA NUEVA MILICIA A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS


PRÓLOGO
             A Hugo, caballero de Cristo y maestre de su milicia, Ber­nardo de Claraval, abad sólo de nombre: lucha en noble combate.
            Una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus com­pañeros un sermón exhortatorio. Como no puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos haga blandir mi pluma, e insistes en que os ayudaría no poco, le­vantando vuestros ánimos, ya que no me es posible hacerlo con las armas.
            Hasta ahora lo he diferido, no por menospreciar tu peti­ción, sino para no ser tildado de precipitación y ligereza, por dejarme llevar de mis primeros impulsos. Pensaba también que otro más capaz que yo podría hacerlo mejor y que no debía entremeterme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que al final saliera algo mucho menos provechoso. Pero des­pués de esperar en vano tanto tiempo, me decido a escribir lo que yo pueda. Si no, terminarías creyendo que ya no se trataba de incapacidad mía, sino de mala voluntad. Ahora el lector dirá si le he dejado satisfecho. Hice cuanto pude para colmar tus deseos; no será culpa mía si alguien lo tiene que rechazar totalmente o no encuentra lo que esperaba.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXXII


Y ahora fíjate cómo a estos cuatro atributos de Dios  corresponden otras cuatro especies de contemplación: La primera y más importante es la admiración de su majestad. Requiere un  corazón purificado, libre de los vicios y descargado  de pecados para que pueda elevarse fácilmente hacia las cosas de arriba. A veces podrá quedar incluso suspenso en la admiración, aunque sólo por unos instantes, dada la violencia del  estupor y del éxtasis. La segunda es imprescindible para que se dé la anterior, porque contempla los juicios de Dios. Su  espantosa visión, cuanto con más fuerza impresiona al alma que los contempla, le obliga a huir de los vicios, a echar cimientos sólidos a sus virtudes, a iniciarse en la sabiduría y a  mantenerse humilde. Porque si falla la humildad, las virtudes acumuladas se vienen abajo. La tercera contemplación se ocupa, o más bien halla su ocio en el recuerdo de los beneficios, y para no caer en la ingratitud, induce a la memoria al amor del que los concedió. Dirigiéndose al Señor, dice a este respecto el  Profeta: Difunden la memoria de tu inmensa bondad. La cuarta contemplación prescinde de las realidades que quedan atrás  y descansa solamente en las promesas. Es una meditación de  la eternidad, pues las cosas prometidas son eternas; fomenta la longanimidad y corrobora la perseverancia.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXXI





O si prefieres corresponder a estos cuatro atributos  divinos con cuatro afectos de tu corazón, lo conseguirás si eres capaz de vivir en la admiración, el temor, el fervor y la  constancia.  La sublimidad majestuosa de Dios debe embriagarnos de admiración; sus insondables juicios deben atemorizarnos. Su amor nos reclama una gran pasión, y su eternidad, firme  fidelidad. ¿Quién  no se queda atónito si contempla la gloria de Dios? ¿Quién no se espanta si desciende a los abismos de su  sabiduría? ¿Quién no se abrasa de celo si medita en el amor de Dios? ¿Quién no se confirma y persevera en el amor si aspira a la eternidad de ese mismo amor? La perseverancia es como  una imagen de la eternidad. Y además es la única virtud a la que se le asigna la eternidad, o mejor, devuelve al hombre la eternidad: quien resista hasta el fin, ése se salvará.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXX



Ya hemos llegado a conocerlas. Pero ¿las hemos comprendido? No lo comprende el razonamiento, sino la santidad de vida, suponiendo que pueda comprenderse lo que de suyo es  incomprensible. Pero si no fuera posible no habría dicho el Apóstol: Para que comprendamos con todos sus consagrados. Por tanto, lo compren en los santos. ¿De qué manera? Si eres santo, lo conociste y lo comprendiste; si no lo eres, trata de serlo y lo sabrás  por experiencia. Serás santo si tus afectos son  santos, y ellos  dedos maneras  por el santo temor de Dios y por el santo amor. Afectada totalmente el alma por este como doble abrazo suyo, comprende, abraza, estrecha, posee y exclama: Lo agarraré y no lo soltaré. 
El temor responde a su altura y profundidad; el amor, a su largura y anchura. ¿Podemos imaginarnos algo más temible  que un poder al que nadie se puede enfrentar y una sabiduría a la que nadie se puede ocultar? Si Dios careciese de alguno de estos dos atributos, podría temérsele menos. Pero debes temer a Dios, porque sus ojos todo lo ven y sus manos son  todopoderosas. Igualmente, ¿hay alguien al que podamos amar más que al mismo Dios por el que amas y eres amado? Y aún es  más di no de amor si pensamos en su eternidad, por la que  nunca falla y excluye por eso todo temor. Ama, por tanto, con perseverancia y longanimidad y poseerás la longitud; tiende tu amor a tus enemigos y poseerás la anchura; pon tu solicitud por perseverar en el santo temor y poseerás con eso la altura y  a profundidad.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXIX



¿Qué más es Dios? Altura y profundidad. Por lo primero  está por encima de todo; por lo segundo, dentro de todo  ser. Claro es que en la divinidad nunca se desequilibran sus atributos; Dios se mantiene siempre constante en sí mismo y permanece inmóvil en él. En su altura considera su poder; en su profundidad, su sabiduría. Ambas realidades se corresponden por igual: su anchura es inalcanzable y su profundidad  impenetrable. Este pensamiento provocó la admiración de Pablo, hasta exclamar: ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de  conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! También nosotros podemos exclamar con él, al contemplar la unidad simplicísima que en Dios  y con-Dios constituyen estos dos atributos. ¡Oh poderosa  sabiduría que alcanza con vigor de extremo a extremo; oh poder lleno de sabiduría que gobierna el universo con acierto! Una única realidad con múltiples efectos y operaciones las más  diversas. Esa misma realidad es largura por su eternidad, anchura por su amor, altura por su poder y profundidad por su  sabiduría.

CONSIDERACIONES. LIBRO V, CAPÍTULO XXVIII




¿Qué es Dios entonces? Largura. ¿Y qué es largura?  Eternidad. Es tan larga que no tiene límites ni de espacio ni de tiempo. También es anchura. ¿Qué es anchura? Amor. ¿Qué  barreras puede  encontrar el amor en un Dios que no aborrece nada de o que ha hecho? Hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. Su regazo acoge  incluso a los enemigos, y no contento con esto, su amor se abre hasta lo infinito. Por eso supera cuanto podemos sentir y conocer, como dice el Apóstol: Conocer lo que supera todo  conocimiento, el amor de Cristo. ¿Qué más puedo decir? Su  amor es eterno. Todavía más: su amor es eternidad. ¿Ves como su anchura es igual que su largura? Ojalá puedas comprender no va que son iguales, sino sobre todo que se identifican  entre sí. Una es igual a la otra; una sola, lo que son las dos; y juntas, lo que es una sola. Dios es eternidad. Dios es amor. Largura sin alargamiento: anchura sin extensión. Porque en  ambas está él por encima de todo límite y estrechez de espacio y tiempo, pero por la libertad de su ser y no por la extensión enorme de su sustancia. Así es de inmenso el que todo lo hizo según una medida; y aunque es inmenso, es la única medida de su misma inmensidad.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXIX





QUÉ ES LA LONGITUD, LA ANCHURA, LA ALTURA Y LA PROFUNDIDAD



¿Qué es Dios? Longitud, anchura, altura y profundidad. ¿Cómo es esto? ¿afirmas ahora la cuaternidad que antes  abominabas? Nada de eso: la sigo abominando. Sí; a la impresión de que me he referido a varias realidades distintas; pero de hecho es una sola. Las aplicamos al Dios una, tal como nosotros lo podemos entender, no tal como es en sí. Es nuestro modo de entender el que se divide y no Dios. Muchos son los nombres y muchos los caminos; uno solo es aquel a quien nos referimos y a quien buscamos. Esta cuaternidad no significa división en la sustancia divina, ni dimensiones como las que observamos en los seres materiales, ni distinción de personas como las que adoramos en la Trinidad, ni un número de propiedades como  reconocemos en esas personas, aunque se identifican con ellas. 
Dicho de otro modo: cada una de estas cosas son en Dios lo que son las cuatro reunidas; y estas cuatro son lo mismo que cada una de ellas. Pero respecto a nosotros, como no podemos rivalizar con la simplicidad de Dios, cuando queremos  captarle como un ser uno se nos presenta como cuadruplicado. Es debido a que ahora le vemos confusamente como en un  espejo. Cuando le veamos cara a cara, tal como es, entonces la frágil mirada de nuestra inteligencia, aun contemplándole fijamente, no rebotará ni se quebrantará en su pluralidad. Se recogerá más en sí misma, se encontrará y adaptará a su unidad, o mejor, a aquella unidad; así, esa visión simplificada  corresponderá a la suya. Seremos semejantes a él, porque le  veremos como es. Visión felicísima, por la que suspiró el  salmista: Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro.
Pero como todavía estamos buscándole, subamos a esta  cuadriga, porque, enfermos y débiles como somos, necesitamos de un vehículo; a ver si podemos alcanzar nuestro destino, es decir, la meta de esa cuadriga. Así nos lo aconseja su propio conductor, que nos invitó a llevarnos: que seamos capaces de comprender, en compañía de todos los consagrados, lo que es su anchura y  largura, altura y profundidad. Comprender, dice, y no "conocer", para que no nos limitemos a satisfacer la curiosidad por la ciencia, sino que aspiremos con todas nuestras fuerzas a recoger sus frutos. El fruto no es el conocimiento, sino el acto de comprender. Porque, como dijo alguien, el que conoce el bien y no lo hace, está en pecado Y también dice Pablo: Corred de manera que lleguéis a comprender. Más tarde explicaré que es comprender.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXVI




Esta es la segunda muerte que nunca acaba de matar y  siempre mata. ¡Quién le diera morir para no estar muriendo  eternamente! Los que piden a los montes: Desplomaos sobre  nosotros, y a las colinas: sepultadnos, ¿qué pueden pedir  sino el beneficio de morir a su muerte y la gracia de acabar con ella? Ansían una muerte que no llega. Vamos a explicarlo  mejor. Sabemos que el alma es inmortal, que jamás perderá la memoria, porque dejaría de ser el alma. Mientras ella viva, vive su memoria. Pero ¿qué memoria? Una memoria deformaba  por los vicios, espantada por los crímenes, hinchada de soberbia, resentida y rechazada por el desprecio. El pasado pasó por  ella sin acabar de pasar: se alejó del presente, pero no del pensamiento. Lo hecho, hecho queda para siempre. Se realizó en el tiempo, pero permanece como realizado para siempre. Lo  que sucedió en el tiempo no se desvanece con el tiempo. Será un tormento eterno el recuerdo del mal que hiciste para  siempre. 
Es como un experimentar la verdad de aquellas palabras:  Te acusaré, te lo echaré en cara. Las dijo el Señor y nadie  podrá contradecirle sin contradecirse a sí mismo. Será demasiado tarde para poder quejarse contra el Señor como Job:  Centinela del hombre, ¿por qué me has tomado por blanco de  tus enojos, hasta hacerme intolerable a mí mismo? Así es,  Eugenio. Nadie puede ser enemigo de Dios y vivir en paz consigo mismo: el que es acusado por Dios, es también acusado por  si mismo. Entonces la razón no podrá ocultar disimuladamente la verdad, ni el alma podrá esquivar la mirada de la razón,  cuando se encuentre despojada  de las ataduras corporales y recogida dentro de sí misma. ¿Cómo podrá hacerlo después de  haberse adormecido y extinguido por la muerte aquellos sentidos por los que se alejaba de sí misma y salía a curiosear las  apariencias de este mundo que pasa? ¿Ves cómo a los impúdicos todo se les viene encima para su confusión, dándolos como  espectáculo a Dios, a los ángeles, a los hombres y a sí mismos? Qué incómodos han de encontrarse todos los injustos frente  al que es un caudal de rectísima justicia y expuestos a la luz de la verdad manifiesta! ¿No es verse golpeados y avergonzados eternamente? Quebrántalos con doble quebranto, Señor, Dios  nuestro.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXV


  
DIOS ES IGUALMENTE CASTIGO DE LOS SOBERBIOS Y GLORIA DE LOS HUMILDES


¿Qué es Dios? Es también castigo de los soberbios y  gloria de los humildes. Efectivamente, es como una regla recta de equidad, inflexible e indeclinable, que llega a  todas partes. Toda perversión debe estrellarse necesariamente contra él. ¿Cómo no ha de chocar y quebrarse en él todo lo  hinchado y retorcido? Desgraciado el que se atraviese en su camino frente a su rectitud intolerante. Nada contraría y repugna tanto a una voluntad inocua como luchar y darse constantemente contra la pared sin conseguir nada. ¡Pobres voluntades, las que siempre se resisten para conseguir solamente el castigo de sus rebeldías! ¿Hay castigo mayor que estar siempre deseando lo  que nunca se ha de conseguir y rechazando lo que jamas se  puede eludir? No hay con pena mayor que la de no pender  sustraerse a este deseo inevitable de querer y no querer, sin poder elegir más que lo perverso y miserable. Nunca alcanzará lo que desea y jamás se librará de lo que rechaza. Justo es que quien nunca apeteció lo que débía, jamás llegue a lo que  ardientemente desea. 
¿Quién hace todo esto? Nuestro Señor, el Señor recto, que  se comporta duramente con los duros de corazón. No podrán  ponerse de acuerdo nunca el recto y el depravado; mutuamente se oponen, aunque no pueden dañarse entre sí. De los dos,  el que pierde es el depravado: Dura cosa es para ti revolverte contra el aguijón. No es duro para el aguijón, sino para el que se revuelve. Dios es el castigo de los malvados, porque es la luz. ¿Hay algo que odien tanto los espíritus obscenos y viciosos como la luz? Todo el que obra perversamente detesta la  luz. ¿Y no podrán esconderse de ella? Jamás. Brilla en todas  partes, aunque no para todos. Por que brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han comprendido. La luz ve las tinieblas, porque para la luz lucir equivale a ver. Pero recíprocamente las tinieblas no ven la luz, porque las tinieblas no la han  comprendido. 
Los viciosos son descubiertos  para su confusión; pero ellos no pueden ver para que no puedan consolarse. No sólo son  delatados por la luz; también son descubiertos en la luz. ¿Por quién o por quiénes? Por todos los que pueden ver, para que  aumente su vergüenza ante tantos que los ven. Pero entre todos aquellos que los contemplan, nadie les resulta tan molestos como ellos mismos. Ni en el cielo ni en la tierra encontrarán otra mirada que tanto deseen evitar como la de su propia  conciencia tenebrosa. Las tinieblas no pueden contentarse ni en ellas mismas; los que no ven absolutamente nada, se ven en sí mismos. Les acompañarán las obras de las tinieblas y no podrán ocultarlas ni encubriéndolas entre las tinieblas. El recuerdo del pasado es un gusano que no muere nunca. Una vez que  se introduce, o mejor, que nace en el alma por el pecado, se agarra a ella fuertemente y jamás podrá ser arrancado. Roe  incesantemente la conciencia; vivirá perpetuamente alimentándose de ella como de un pasto inagotable. Me horroriza este  gusano voraz y esta muerte en vida. Es horrendo caer en manos del Dios vivo y de la vida siempre agonizante.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXIV


  
HAY MUCHAS MANERAS DE CONTEMPLAR A DIOS


Tal vez te esté impacientando ya tanta insistencia en  preguntarnos qué es Dios. Porque lo hemos repetido muchas veces y porque desconfías de que podamos encontrarlo. Pero te recuerdo, padre Eugenio, que Dios es el único a quien nunca buscamos en vano, aun cuando no se le puede encontrar. Te lo demuestra tu experiencia personal. Y si no, creéselo a quien lo ha  experimentado, no a mí, al Santo aquel que dijo: El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan. ¿Qué es Dios? Con relación al universo, su fin; en cuanto a los elegidos, su  salvación; por lo que respecta a él mismo, él solo lo sabe.  ¿Quién es Dios? Voluntad omnipotente, fuerza llena de  benevolencia, luz eterna, razón inmutable, felicidad infinita, creador de las almas para hacerlas partícipes de sí mismo. El que da vida a sus sentidos y deseos a sus apetencias; el que ensancha su capacidad de comprensión y las hace justas para que puedan merecer; el que las inflama en el celo y las hace fecundas en buenas obras; el que las orienta por caminos de justicia y las educa en la benevolencia; el que les da la moderación de la sabiduría y el vigor para la virtud; el que las visita con la consolación y las ilumina con el conocimiento; el que las hace perpetuas para la inmortalidad, colmándolas de felicidad y  rodeándolas de seguridad con su defensa.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXIII


  
ALGUNOS AFIRMAN QUE EL CUERPO DE CRISTO FUE CREADO EN LA VIRGEN, PERO NO FUE TOMADO DE LA VIRGEN

Es de notar que en este admirable misterio están  representadas las tres medidas de harina con una triple y  oportuna distinción de calidades: la harina nueva, la vieja y la eterna. La nueva es el alma, creada de la nada, cuando fue infundida en el cuerpo; la vieja es la carne, y sabemos cómo la recibimos desde el primer hombre, Adán; la eterna es el Verbo, que, como nos lo atestigua la certeza de la fe, fue engendrado eternamente por el Padre y es tan eterno como él. Si te fijas bien, en las tres puedes descubrir una triple manifestación del poder de Dios: de la nada, saca un ser; de lo viejo, algo nuevo ; de lo  condenado y muerto, algo eterno y bienaventurado. ¿Tiene esto algo que ver con nuestra salvación? Mucho y por diversas razones. Lo primero de todo, encontrándonos reducidos a la  nada por el pecado, en cierto modo somos creados de nuevo, como primicias de una nueva criatura suya. Además, sacados  de la antigua esclavitud, hemos vuelto a la libertad de los hijos de Dios, caminando por la nueva senda del espíritu. Y en tercer lugar hemos sido llamados del poder de las tinieblas al  reino de la claridad eterna, en el cual nos permitió sentarnos por la persona de Jesús. 
Alejemos de nosotros a todos los que intentan demostrar que la carne de Cristo es ajena a la nuestra, afirmando  impíamente que no la tomó de la Virgen, sino que en la Virgen fue creada una humanidad distinta. Bellamente, y mucho antes, se enfrentó con esta opinión blasfema de los impíos el espíritu  profético cuando dijo: Saldrá un tallo de la raíz de Jesé y  brotará una flor de su raíz. Podía haber dicho: Saldrá una  flor del tallo, pero prefirió decir: de su raíz. Así demostraba que la flor tuvo el mismo origen que el tallo. El cuerpo humano de Jesús, por tanto, fue tomado del mismo origen del que nació la Virgen; no fue creado como algo distinto en la Virgen, sino que descendía de la misma raíz común de la raza humana.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXII



LAS TRES MEDIDAS DE HARINA FERMENTADAS EN UN SOLO PAN


No creo incongruente relacionar con estas tres  sustancias de la persona de Cristo las tres medidas de harina, amasadas y fermentadas en un solo pan. ¡Qué bien las hizo  fermentar aquella mujer, pues aun después de ser separados el cuerpo y el alma por la muerte, el Verbo se mantuvo unido a los dos! La separación verificada en parte no pudo atentar  contra la unidad que permaneció en cada una de las tres  sustancias. Tanto unidas como separadas, se mantuvo en las tres la unidad personal. Muerta su naturaleza humana, subsistió, idénticamente el mismo Cristo y la misma persona: el Verbo, el alma y el cuerpo. Yo tengo muy hondo el sentimiento de  que la mezcla y su fermentación se realizaron en el seno de la Virgen. Y la mujer que amasó y fermentó la harina fue la misma mujer. La levadura, diría yo, y no caprichosamente, fue la fe de María. Verdaderamente dichosa tú que has creído. Porque  la que te dijo el Señor se ha cumplido. Pero se hubiera  consumado, a no ser que por la palabra del Señor la masa entera no hubiera fermentado, y por siempre jamás, para que tanto en la vida como en la muerte, uno y entero a la vez con su divinidad, gozáramos de un mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XXI



En fin, tan grande y tan dinámica es la fuerza unitiva  en esa persona, por la que Dios y el hombre son un único  Cristo, que si le atribuyes cualquiera de las dos naturalezas no caes en error alguno llamando, con toda propiedad y conforme a la fe, Dios al hombre y hombre a Dios. Pero no sucede lo  mismo con la unión del cuerpo  del alma que forman un solo  hombre. Sería todo un absurdo llamar alma al cuerpo y cuerpo al alma. No es extraño que el alma, a pesar de su poderoso  impulso vital, no sea capaz de abrazarse así con el cuerpo a través de sus afectos, ni de unirse a él con el deseo, como la divinidad lo hizo con aquel hombre, predestinado a ser el Hijo de Dios en todo su poder. Larga y fuerte cadena para unirlos que se llama predestinación divina, porque es eterna. ¿Hay  la algo más largo que la eternidad? ¿Y algo más fuerte que la divinidad? De ahí que ni siquiera la irrupción de la muerte  pudo romper esa unidad, a pesar de haberse separado el cuerpo del alma. Quizá lo presintiera así aquel que se reconoció  indigno de agacharse para desatarle la correa de sus sandalias.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XX



LA UNIDAD DEL ALMA Y DEL CUERPO


Confieso que siento lo mismo sobre aquella unidad a la que honré clasificándola en segundo lugar entre las diversas clases de unidad. En Cristo, el Verbo, el alma y el cuerpo son una sola persona, sin mezclarse las esencias, y subsisten igualmente en su número sin perjuicio de su unidad personal. Tampoco niego que este género de unidad corresponde al mismo que hace del cuerpo y del alma un solo hombre. Nada más oportuno. Porque así el  misterio instituido para salvar al hombre, guarda semejanza y parentesco con la constitución misma del hombre. Y nada mejor para que este misterio fuese también congruente con la soberana unidad que es Dios y hay en Dios. Así como tres personas son una misma esencia así, por un oportunísimo paralelismo, tres esencias forman una sola persona. De este modo, puedes cotejar la armonía entre ambas unidades, al contemplar al hombre Cristo Jesús como mediador entre Dios y los hombres. Precioso oportunismo,  repito, que el misterio de la salvación responda con ciertas semejanzas a ambas unidades: la del Salvador y la de los  salvados. Así, la unidad de Cristo se sitúa entre la de Dios y la del hombre, reconoce superior a la primera y está sobre la segunda.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XIX



Pero toda esta gama de unidades nada tiene que ver  con aquel que es el sumo y, por decirlo así, el únicamente uno, en el  que la consustancialidad hace la unidad. Si buscas algún parecido entre las unidades mencionadas y la de Dios,  encontrarás cierta unidad con él; pero si la comparas con la suya, no encontrarás ninguna. Entre todos los seres que  convergen en alguna unidad, por encima de todos está la unidad de la Trinidad, en la que tres personas son una sustancia. El  segundo puesto corresponde a esa unidad, en la que, por el contrario, tres sustancias son en Cristo una sola persona. Pero esta unidad y todas las demás pueden llamarse así, no porque son iguales, sino porque imitan en alguna manera a la unidad suma, que únicamente podemos encontrar en Dios mediante una  consideración genuina y sencilla. Al afirmar que son tres no negamos su unidad, porque en esta Trinidad no admitimos la multiplicidad, como tampoco pensamos en una unidad solitaria. Pero cuando digo "uno", no me inquieta el número de su  Trinidad, porque no multiplico su esencia, ni se cambia ni se fracciona. A su vez, cuando digo "tres", no me acusa la mirada vigilante de su unidad, pues no se crea confusión entre las tres realidades o entre los tres, ni los reduce a uno solo.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XVIII



LA UNIDAD DE LA SOBERANA TRINIDAD

La fe católica confiesa que las propiedades de  las personas divinas son las personas mismas; que estas tres personas son un solo Dios, una sustancia divina, una naturaleza divina, una suma y divina majestad. Cuenta, pues, si puedes, las personas sin la sustancia con la cual se identifican, o  las propiedades sin las personas que son respectivamente una misma realidad. Si alguien intenta separar de la sustancia a las personas o las propiedades de las personas, no sé con qué razón podría reconocerse como adorador de la Trinidad después de  haberse excedido con tantas operaciones. Digamos, pues, que son tres, pero sin perjuicio de la Unidad. Digamos que es  uno sin reducir la Trinidad. No se trata de palabras vacías o de nombres sin sentido. Si alguien se pregunta cómo puede ser  esto, bástele con saber que es cierto, no como una conclusión de la inteligencia ni por una opinión discutible, sino por la adhesión de la fe. Grandísimo misterio este que hemos de venerar, pero no escrutar. ¿Cómo es posible la unidad en la pluralidad, y más en esta clase de unidad? ¿Cómo conciliar esta  pluralidad con la unidad? Es una gran temeridad pretender  averiguarlo: creerlo es propio de la piedad y conocerlo es, vida eterna. 
Ahora, Eugenio, si crees que vale la pena, repasa en tu consideración las diversas clases de unidad que conoces; así quedará más patente lo excelso que es Dios precisamente por su Unidad. Hay una unidad que puede llamarse colectiva, como  la que forma un montón de piedras. Hay otra que podríamos  llamar constitutiva; la que hacen varias partes para formar un todo o varios miembros en un solo cuerpo. Hay una unidad  conyugal por la que dos ya no son dos, sino una sola carne, Está además la unidad natural del alma y, del cuerpo, que forman un solo hombre. Existe la unidad potestativa por la que el hombre, estable y constante, se esfuerza por permanecer siempre idéntico a sí mismo. Hay una unidad de consentimiento,  cuando entre muchos que se aman entre sí forman un solo  corazón y una sola alma. Tenemos la unidad de deseo cuando  el alma, adhiriéndose a Dios con todo su afecto, es un espíritu con él. Y existe la unidad de pura dignación divina, cuando  nuestro barro fue asumido por el Verbo de Dios para constituir una sola persona.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XVII


Eleva, si puedes, mucho más arriba el corazón y  encontrarás a Dios todavía más excelso. Dios no es formado: es la forma. Dios no es afectado: es la afección. Dios no es un ser compuesto, sino el puramente simple. Y quiero aclararte más lo que yo entiendo por simple: equivale a decir uno. Es igual afirmar que Dios es uno o que es simple. Pero es uno como  ningún otro ser. Si vale la expresión, diría  que es unísimo. El sol es uno, porque no existe otro; lo mismo a luna, porque no hay otra. Y eso mismo es Dios, pero más. ¿Por que es más?  Porque es uno también con relación a sí mismo. ¿Quieres que  te lo explique? Es siempre el mismo y de una sola manera. El sol no es uno así, ni la luna tampoco. El con sus movimientos y ella con sus fases, nos lo dicen claramente. Dios, en cambio, no es solamente uno para sí mismo; también en sí mismo. Nada  tiene en sí que no sea él mismo. No sufre alteración alguna  con el tiempo ni modificación alguna en su sustancia. por eso dijo de él Boecio: Es verdaderamente uno el ser que excluye  toda idea de número y no tiene en sí a otro que a sí mismo. Ni puede estar sujeto a forma alguna, porque él es forma de sí  mismo. 
Compara con este ser a otro cualquiera que pueda llamarse uno y no será realmente uno. Y con todo, Dios es Trinidad.  Entonces, ¿queda anulado todo lo que hemos afirmado sobre  su unidad al adjudicarle la Trinidad? No. Confirmamos su  unidad. Decimos que es Padre, que es Hijo, que es Espíritu  Santo, pero no tres dioses, sino uno. ¿Y qué sentido puede  tener este número que no se numera? Si son tres, ¿cómo carecen de número? Si es uno, ¿dónde queda su número? Podrías  contestarme: pero tengo algo que puedo numerar y algo que  no puedo numerar: la sustancia es una y tres las personas. ¿Encierra esto misterio alguno? Ninguno, si separamos  conceptualmente a las tres personas y a la sustancia. Pero como estas tres personas son una sola sustancia y esta única sustancia tres personas, ¿Quién puede negar su número? Porque  verdaderamente son tres. ¿Y quién las puede numerar si realmente es uno solo? Si crees que es fácil explicarlo, dime qué has  numerado cuando cuentas tres. ¿Naturalezas? Es una sola.  ¿Esencias? También es una. ¿Divinidades? Igualmente es una  sola. Numero personas solamente, me dirás. ¿Y esas personas  no son esa única naturaleza, esa única sustancia, esa única  esencia y esa única divinidad? Eres católico y no puedes  negarlo.

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XVI


   

Pero yo tengo una idea de Dios mucho más perfecta  que ésa. ¿Cuál? Su pura simplicidad. En buena lógica, la  naturaleza simple aventaja a la múltiple. Ya sé que a esta  objeción suelen responder así: no afirmamos que Dios es Dios por su multiplicidad, sino que la divinidad es la multiplicidad de sus atributos. Por tanto afirman que Dios no es múltiple, pero sí doble. Y así no han llegado al ser puramente simple, de modo que sea inconcebible otro mejor. Y deja de ser simple todo lo que depende, aunque sea de una sola forma; como deja de ser virgen la mujer, aunque únicamente se una a un solo varón. Lo digo con toda seguridad: un Dios, aunque sólo sea doble, jamás será mi Dios. Porque tengo otro mejor. 
Por supuesto, preferiría un Dios doble antes que uno múltiple. Pero rechazo a los dos por un Dios enteramente simple.  Con sentido netamente católico, éste es mi Dios. No posee  esto o aquello, ni lo de más allá. Es el  que es, no lo que es: puro, simple, íntegro, perfecto, invariable; nada recibe del tiempo, ni del espacio, ni de las cosas, ni se despoja de lo que él es para crearlas. No tiene nada que pueda dividirlo  numéricamente, ni reducirlo a la unidad: es el ser uno, pero no unificado. No consta de partes diversas como un cuerpo; no tiene afectos opuestos, como el alma; no subsiste gracias a una forma, como todo lo creado; ni siquiera una sola, como algunos han defendido. ¡Vaya una gloria para Dios, si por no ser un ente informe tuviera que sujetarse a una sola forma! Es decir, que todos los demás seres están sometidos a diversas formas y Dios solamente a una. Entonces, aquel por quien existe todo lo que es, tendría que inclinarse ante otro ser, porque le hizo el beneficio de darle lo que es. Este panegírico de Dios, como vulgarmente se dice, equivale a una blasfemia. ¿Acaso no es mucho más decoroso no deber nada a nadie que deberlo siquiera a uno solo? Ten la debida reverencia con Dios atribuyéndole lo mejor. Si pudo tu corazón subir tan alto, ¿Cómo puedes colocar tan bajo a Dios? El es su propia forma, él su esencia misma. En ese grado de perfección lo contemplo yo; y si apareciese otro más perfecto, le tributaría toda mi alabanza. No hemos de temer que nuestro pensamiento vaya mucho más allá de lo que Dios es. Por mucho que suba, está aún más arriba. Buscar al Altísimo más abajo de lo  que el hombre puede concebirlo es absurdo; impío, situarlo ahí. Hemos de buscarlo más allá, no más acá. 

CONSIDERACIONES. LIBRO V. CAPÍTULO XV



¿Qué es Dios? Lo mejor que puede concebirse. Si estás de acuerdo, no puedes admitir que exista un ser por el cual exista Dios y no sea Dios ese ser. Porque sin duda sería superior a Dios. ¿Cómo no sería superior a Dios un ser que no es Dios y hace que Dios exista? Pues con mayor razón hemos de reconocer que esa divinidad, por la cual dicen que Dios existe, no es sino Dios mismo. En Dios no hay nada más que Dios. Entonces, ¿Niego que Dios tenga divinidad como hay quien lo afirma? No lo niego; digo que, lo  que tiene, eso es. ¿Niego que es Dios por su divinidad? No. Afirmo que no hay otra divinidad que no sea Dios mismo. Que me ayude el Dios Trinidad para rebelarme con todas mis fuerzas contra esa divinidad, si ellos la encontraron. La cuaternidad divide al orbe, pero nada representa con relación a la divinidad. 
Dios es Trinidad y cada una de las tres personas es Dios. Si se les antoja añadir una cuarta divinidad, yo estoy totalmente decidido a no adorar a quien no es Dios. Creo que tú tampoco lo harás. Porque al Señor tu Dios rendirás adoración, y a él  solo prestarás servicio. Gloriosa divinidad esa que se atreve a usurpar el honor divino. Mejor será que rechacemos absolutamente esa cuarta divinidad que nos han entregado sin atributo  alguno. A Dios se le atribuyen muchas perfecciones, según la razón y la fe católica, pero sin romper su unidad. De lo  contrario, si las consideras distintas, no sólo tendríamos  cuaternidad, sino centenidad, por así decirlo. Por ejemplo, decimos que es grande, bueno, justo e innumerables cosas más; pero si dejas de concebirlas como una sola cosa con Dios y en Dios, tendríamos un Dios múltiple.

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