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lunes, 22 de junio de 2015

ANTE UN ARROYO DE MONTAÑA



Ante un arroyo de montaña
Dios mira con cariño a cada hombre, y espera que un día, arroyo impetuoso o río sereno, abra el Evangelio y aprenda a llamarle: Padre.



La corriente fluye, fresca, ágil, cristalina. Viene de lo alto, de la lluvia, de la tierra que almacena recuerdos de agua viva. Se dirige a lugares desconocidos, lejanos: un lago, un valle fértil, el mar con sus misterios y sus olas.

Miramos, de nuevo, nuestro arroyo. Se escucha un rumor constante, quebrado por golpes de prisa, detenido en momentos de pausa. Un gorrión se acerca, bebe un poco de agua, se zambulle unos instantes y vuela, libre, contento, refrescado.

¿Qué misterios encierra nuestra vida? ¿Será corriente, será manantial, será océano profundo, sereno, oscuro? Todo transcurre muy deprisa. El tiempo no se detiene. La sangre pasa de venas a arterias y de arterias a venas. Mientras, el corazón trabaja, noche y día. Muchas células nacen y mueren, en un esfuerzo titánico por conservar el aliento de la vida.

¿Qué queda tras el viento, la lluvia, el silencio sugestivo de una noche de verano? ¿Por qué nuestra alma, inquieta, no se contenta con su mirar el agua que grita y pasa? ¿De dónde nace el deseo de amar, de dar, de construir un mundo mejor, de mirar a un niño y sonreír ante sus sueños de inocencia?

El arroyo no ha dejado de levantar murmullos. Las rocas, un día más, han resistido el golpe de la corriente. Quizá los años puedan quebrarlas, quizá algún día dejarán su firmeza para terminar, hechas pedazos, en una playa de arena blanca y tibia.

Nosotros miramos al cielo. Alguien nos hizo grandes, y, a la vez, nos formó de arcilla. El camino se hace frágil, el viento deja sus heridas, y un cariño nos llena de esperanza, mientras los grillos cantan y las golondrinas terminan la cosecha de su día.

La vida encierra mil misterios. El amor no termina, nos lanza a mundos nuevos, nos empuja a cielos infinitos. Dios mira con cariño a cada hombre, y espera que un día, cansado o fuerte, anciano o niño, arroyo impetuoso o río sereno, abra el Evangelio y aprenda a llamarle con el nombre que más quiere: Padre nuestro que estás en los cielos...

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