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jueves, 27 de noviembre de 2014

La disolución del concepto de familia


Quien cree que existe la naturaleza humana, porque sabe que el mundo ha sido pensado, y que por tanto es razonable, y que en consecuencia nosotros por ser racionales podemos conocer en qué consiste de verdad el mundo



El tema que se nos propone en esta mesa redonda es “la disolución del concepto de familia”.

Agradezco la ocasión que se me ofrece de hablar de esta materia pues el diagnóstico sobre qué le pasa hoy a la familia subyace a todas las actividades e iniciativas del Foro de la Familia, la entidad que me honro en presidir en estos momentos; y, por ello, hablar de los problemas actuales de la familia me permitirá también compartir con ustedes el espíritu de esta institución que me atrevo a calificar como la mayor movilización social en defensa de la familia en la Europa de nuestros días. Tras compartir con ustedes mi diagnóstico sobre la familia hoy, me atreveré a hacer algunas consideraciones sobre cómo superar los problemas para hacer familia que deben afrontar los hombres de hoy.

Con referencia al título que enmarca esta mesa redonda – la disolución del concepto de familia- debo decirles que en mi opinión la disolución actual del concepto de familia, realidad innegable, no es un fenómeno primario, sino secundario. Me da la sensación de que el problema singular de nuestra época, lo que caracteriza a nuestra época como señal distintiva respecto a cualquier otra época precedente, es que estamos siendo testigos de un proyecto de disolución del hombre, un proyecto de reconstrucción de lo humano sobre bases ideológicas ajenas a la naturaleza de las cosas. Puede sonar fuerte o apocalíptico decir esto, pero una atenta observación de la realidad indica –a mi entender- que ésta es la clave radical de nuestra época; época difícil de entender para nuestros contemporáneos en esta su dimensión radical última pues carecemos de precedentes de algo similar en la historia pasada.

Me da la sensación de que el gran problema de nuestra época es que una gran parte de nuestros contemporáneos no tienen ni la más remota idea de en qué consiste ser un ser humano; y este es un problema muy serio, obviamente. ¿Y por qué una gran parte de nuestros contemporáneos no saben en qué consiste ser un ser humano? Porque una gran parte de nuestros contemporáneos se han desarraigado intelectual y moralmente de la mejor tradición humanista de Occidente, ésa que nos ha permitido ir profundizando s1bbdurante siglos, con aciertos y errores, pero en clave cada vez más constructiva, en un conocimiento cierto sobre lo humano, que no es tan fácil, dicho sea de paso, porque, entre otras cosas, para conocer al ser humano hay que creer que el ser humano consiste en algo, que el ser humano tiene una naturaleza, que existe la naturaleza humana. Si fuésemos un fenómeno individual, meramente de tipo físico-químico, fruto de una evolución ciega y caótica, no seriamos comprensibles. Lo absolutamente singular no es definible, como nos enseña la vieja –y acertada- lógica de Aristóteles.

Por eso me parece muy acertado traer a este debate la memoria de Ockam, como ha hecho el ponente anterior, Ignacio Sánchez Cámara. Me parece que la gran crisis intelectual de Occidente en que todavía vivimos empieza con el nominalismo, con la extraña rebelión frente a la razón que encarnan el voluntarismo y el nominalismo que afloran en el siglo XIV. En ese siglo, con una estúpida soberbia que me cuesta entender, algunas personas empezaron a dudar sobre el carácter razonable del mundo tal y como era contemplado por la síntesis tomista, ese monumento de fe en la razón tan mal entendido y pronto olvidado. Los adalides de la rebelión frente a la razón en ese siglo XIV pensaron -¿por qué?, ¡gran misterio!- que el mundo no es razonable y que por tanto no podemos definirlo con conceptos y categorías generales; que sólo existe lo individual; que las palabras que designan lo colectivo, lo común, son flatum vocis, – así dice Ockam-, palabras sin contenido, vacías. Ahí empieza el gran problema de nuestros días: la desconfianza en la consistencia razonable de todo lo existente, la desconfianza en la capacidad de la razón para conocer con certeza la consistencia real de lo existente, la duda sobre la verdad de los universales, de los conceptos que describen lo común a todos los individuos, la desconfianza hacia los conceptos que describen la realidad tal y como es.

De esa desconfianza en el carácter razonable de lo existente al subjetivismo contemporáneo, al relativismo ambiente, hay pocos pasos. Duda metódica cartesiana, idealismo kantiano, empirismo epistemológico, materialismo marxista o economicista, evolucionismo ideológico, estructuralismo, cientificismo,..son nombres o etapas de un mismo proceso: el abandono de la fe en el carácter razonable del mundo por su condición de pensado y creado, de querido.

El gran problema de nuestra época es la autoimpuesta incapacidad de muchos de nosotros para entender lo humano. Conocer lo humano, admitir que es cognoscible, que uno puede llegar a conocer en qué consiste ser un ser humano, presupone un acto de fe; un s2bbacto de fe en, por otra parte, lo evidente. Para ser humanista no se nos exige una fe en lo desconocido, sino en lo evidente; pero a veces lo evidente nos resulta confuso a los limitados humanos. ¿Qué es lo evidente? Que somos criaturas; si somos criaturas, consistimos en aquello que pensó el que nos creó al crearnos. Por tanto el hombre consiste en algo, es algo; hay una naturaleza humana, la idea que tuvo el Creador al crearnos. Si perdemos la noción del acto creador, del Dios creador, el mundo resulta incomprensible, porque si no ha sido pensado por nadie, no es inteligible, no es razonable. Y esto, aunque no sepan expresarlo como yo lo estoy expresando, me temo que es lo que subyace en la cabecita de muchos de nuestros contemporáneos que se han creído los mitos del seudoprogresismo contemporáneo y no se fían de un Dios inteligente, no creen en Él; se fían de las elucubraciones sin fundamento del mecanicismo evolucionista y creen que el mundo es ilógico, es el terreno de la irracionalidad, del caos, del azar, y por lo tanto no saben que consistimos en algo que podemos conocer; y, en consecuencia, ni siquiera hacen el esfuerzo de intentar conocer eso en que consistimos. Y quien ni siquiera hace el esfuerzo de conocer en qué consiste ser un ser humano, no sabe qué hacer con su vida; no se aclara, literalmente.

Creo que este es el problema esencial de nuestra época: una gran parte de nuestros contemporáneos no se aclaran sobre sí mismos, no saben en qué consiste ser un ser humano y, por tanto, viven desnortados, sin criterio, desesperanzados, tristes; no saben qué hacer con sus vidas ni cómo relacionarse con los demás . No creo –si hacemos referencia al terreno de la sexualidad, por ejemplo- que los jóvenes de hoy tengan más hormonas que las que teníamos en la juventud los que ya no somos jóvenes o que sean más malos a priori; si no que, quizá, a los que somos ya un poco más mayores, desde pequeñitos alguien nos dio la opción de arraigarnos en un conocimiento profundo sobre lo humano, aunque a lo mejor no lo pensásemos así ni fuéramos conscientes, pero lo mamamos por ósmosis en la familia, en el ambiente, en la Iglesia; y a muchos de nuestros contemporáneos, a los que son un poquito más jóvenes, a lo mejor nadie les ha contado estas cosas buenas sobre lo humano. Y como nadie se las ha contado, no las conocen; y como no las conocen, no se aclaran sobre lo humano; están despistados; no se entienden a sí mismos, no saben valorar y comprender su sexualidad ni la de los otros y por tanto no la respetan. Y al no entender la sexualidad, no entienden nuestro carácter familiar y no saben cómo hacer familia…aunque sientan la vocación natural a vivir en familia.

Trasladen ustedes esta reflexión al terreno de la moral. Quien cree que existe la naturaleza humana, porque sabe que el mundo ha sido pensado, y que por tanto es razonable, y que en consecuencia nosotros por ser racionales podemos conocer en qué consiste de verdad el mundo, saben que nosotros no nos creamos a nosotros mismos, que nosotros descubrimos en qué consistimos mirando con cariño respetuoso a lo existente y así descubrimos la naturaleza humana; y por tanto podemos conocer con certeza razonable, -aún dentro del carácter progresivo y nunca acabado del conocimiento humano-, qué cosas son acordes a la naturaleza humana, es decir, qué cosas son buenas y qué cosas objetivamente no son acordes a la naturaleza humana y por tanto son malas. Es decir, quien piensa así sabe que hay cosas que son objetivamente buenas y objetivamente malas; que el bien y el mal no lo crea uno, que no depende del “gustirrinin” subjetivo que nos den nuestras actuaciones, que no dependen de los convencionalismos, si no que se puede conocer objetivamente mirando con cariño la realidad de las cosas, empezando por nuestra propia realidad. Esto exige una cierta humildad vital; yo no me creo a mi mismo, yo no fundo el bien y el mal, yo descubro el bien y el mal en mi consistencia, en mi naturaleza, y la gran opción, la gran maravilla de la libertad humana, no es convertirse en un diosecillo creador de la naturaleza y del bien y del mal, sino poner esa capacidad de opción nuestra libertad- al servicio de lo mejor de lo que somos capaces según nuestra naturaleza.

Instalarse en la vida según una u otra forma de ver las cosas; asumir la confianza en el carácter razonable de lo existente, en la existencia de la naturaleza humana, o instalarse en la vida como si de un caos irracional se tratase; ver el mundo como el terreno de la razón creadora o como el ambiente de lo singular sin sentido, como el fruto caótico y azaroso de la evolución ciega del carbono, cambia completamente las perspectivas vitales. Por ejemplo, hoy día hay muchos jovencitos aquí en España, como en cualquier otro país, que no saben que el bien y el mal existen; no es que no distingan bien lo bueno o lo malo o lo confundan; es que no saben que se puede distinguir el bien y el mal. Una persona que no sabe que se puede distinguir el bien del mal, nunca hará el esfuerzo de intentar distinguirlos, y por tanto nunca estará en condiciones ni siquiera de hacer el esfuerzo de ser bueno. Porque, desconocer que el bien y el mal existen, es mucho peor que ser malos, ya que el que es malo puede salir del mal. El que no sabe que existen el bien y el mal no puede ni siquiera intentar ser bueno.

Alguien que no sabe que existen el bien y el mal como características objetivas consustanciales a la naturaleza humana y cognoscibless3bb por nosotros está en un estado prehumano, porque no está en condiciones de realizar lo mejor de lo humano, ni siquiera de intentarlo y esto es gravísimo. Y este es el estado moral de gran parte de nuestros conciudadanos. Y no me refiero a gente ignorante e iletrada; pueden ser catedráticos de Universidad, autores de mil libros o presidentes de gobierno, -¡da lo mismo!-; pero a lo mejor no saben lo esencial, bien porque no se lo ha contado nadie o bien porque no se lo han creído; y así viven ajenos a esta forma de ver el mundo, alegre, esperanzada, ilusionada y no entienden su libertad; y no nos entienden a los que hablamos en los términos y con los conceptos con que hablo yo, por ejemplo. Les parecemos extraterrestres diciendo cosas rarísimas que no hay quien entienda; ¡lógico!, están en otro mundo mental. No saben lo que significa libertad, ni naturaleza, ni bien ni mal, ni ser, ni Dios. Por tanto cuando nos oyen hablar en estos términos no es que nos odien porque sean muy malos, es que no nos entienden. Esta consideración creo que es importante para entender la parte final de mi intervención referida a cómo salir de esta situación; porque si uno hace un mal diagnóstico de lo que nos pasa, difícilmente podrá poner medios eficaces para superar nuestros males, para coadyuvar a arreglar el problema de nuestra época. Para curar una enfermedad es imprescindible hacer un buen diagnóstico de cuál es la enfermedad. Con un buen diagnóstico a lo mejor se puede curar al enfermo; con un diagnóstico equivocado, por muy sabio y buen médico que se sea, nunca se podrá curar al enfermo. Por tanto el diagnóstico es importante.

SI tengo razón en lo que digo, -y creo sinceramente que la tengo, ya que tampoco es muy original; es lo que está, por ejemplo, repitiendo una y otra vez Benedicto XVI con otras palabras mucho más precisas y acertadas que las mías-, piensen ustedes cómo trasciende esto al terreno de la familia. El ser humano no es un bicho solitario. Aunque queramos no podemos serlo; nacemos de alguien, nuestros padres; somos alimentados, cuidados, educados, “humanizados” mediante el cuidado amoroso de quienes nos quieren; enriquecemos nuestras expectativas vitales dando vida al unirnos con alguien del otro sexo, porque sólo ahí hay complementariedad, y hacemos lo más divino de lo que somos capaces: dar vida. Por tanto, la familia nos define, nos constituye. Específicamente los cristianos esto lo vemos de forma especialmente clara, porque hemos leído en el Génesis que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y sabemos que Dios no es un tipo solitario, es un ser familiar: viven tres en uno, uno en trinidad; y por tanto a nosotros nos pasa lo mismo. Estamos constitutivamente abocados a enriquecernos en la complementariedad constitutiva hombre-mujer y así damos vida como la da Dios, en relación, en familia. Por tanto la dimensión familiar del ser humano es la dimensión más divina del ser humano y por eso en la sexualidad humana hay algo profundamente divino. No sólo no es nada malo sino que es de lo más divino que hay en nosotros.

Claro que nosotros somos capaces de prostituir hasta lo divino: ese es el misterio de la libertad humana; pero la dualidad constitutiva hombre-mujer y su constitucional apertura a la vida es precisamente de los más divino que tenemos; y por tanto el carácter familiar del ser humano es un reflejo de nuestra condición de criatura, de nuestro ser esencial y definitorio. Si uno sabe en qué consiste ser un ser humano, se abre a un horizonte gozoso; pero, en caso contrario, es imposible aclararse sobre nuestra sexualidad y sobre nuestro carácter de seres familiares.

Si uno no sabe que el ser humano tiene una naturaleza, que consistimos en algo, que todo lo que hay en nosotros tiene un sentido profundo; si uno no es consciente de que somos historia, somos biografía, somos algo que construimos y por tanto tenemos una capacidad inmensa para hacer el bien y por tanto hay una razón profunda para la esperanza, siempre, aunque haya crisis a nuestro alrededor; si uno no ve las cosas así, es muy difícil que valore la familia y entienda a quienes la defendemos como institución natural.

Para valorar la familia y respetarla hay que mirar a la propia sexualidad y la de los demás como una maravilla, porque el ser humano, a diferencia del resto de los animales, no se limita a tener sexo y a ejercerlo en unas épocas determinadas, las épocas de celo, sino que al ser humano la sexualidad le constituye. Somos sexuados en la dimensión vital de nuestra personalidad, las 24 horas del día de todos los días de todos los años de nuestra vida, porque sólo se puede ser un ser humano siendo hombre o mujer. Para nosotros la sexualidad es algo esencial, constitutivo, irrenunciable, definitorio, sin dudas de género y sin ningún género de dudas.

La sexualidad nos define como seres humanos y, por tanto, la valoramos tan profundamente que comprendemos que está connaturalmente abocada a dar vida: basta con tener ojos para verlo, como podemos comprender que el oído está para oír. Esto no es un prejuicio teológico, es sólo un poco de biología obvia. Y por eso nos resulta evidente que nuestra condición sexuada está profundamente vinculada a la responsabilidad de dar vida, y por eso vemos como cierto que el concepto de familia está vinculado al de vida; que familia es “chico, chica, niño” o al menos, apertura conceptual al niño. No puede ser otra cosa, y no porque lo diga el Papa, sino porque así es la especie humana. Para dar vida hace falta un óvulo y un espermatozoide, un chico y una chica: ¡que le vamos a hacer!

Como vemos así la sexualidad y vemos que está naturalmente vinculada a la vida y la valoramos tanto, defendemos que el ejercicio activo de la sexualidad hay que guardarlo para cuando uno está en condiciones óptimas para recibir la vida, por edad, por biografía, por estado matrimonial. Y como la sexualidad es algo tan importante, no se juega con ella, y sabemos que quien banaliza su sexualidad, banaliza su personalidad; quien frivoliza su sexualidad, se está frivolizando a sí mismo. En cambio, quienes no saben esto del ser humano, creen que la sexualidad es un fenómeno genital, externo al ser humano, intrascendente, un juego, una posibilidad de placer orgánico. No ven más, no le ven ningún sentido ni finalidad porque no ven sentido ni finalidad a nada de lo humano y se convierte para ellos la sexualidad en un juguete, y la educación sexual en un catálogo de técnicas y enseñanzas para optimizar el placer. No ven más allá.

De saber que existe la naturaleza humana y que la podemos conocer, o de desconocer eso, se deriva necesariamente una visión distinta de la sexualidad y una visión distinta del matrimonio y la familia.

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