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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Dios nos ofrece su gracia.



Mensaje de confianza


He aquí la gran verdad que Jesús escribió con su Sangre y que vamos ahora a releer juntos en la historia de su Pasión.
¿Se han preguntado alguna vez cómo pudieron los judíos apoderarse de Nuestro Señor? ¿Acaso creen que lo consiguieron por astucia o por la fuerza? ¿Pueden imaginar que, en la gran tormenta, Jesús fue vencido porque era el más débil?
Seguramente no. Sus enemigos nada podían contra Él. Más de una vez, en los tres años de sus predicaciones, habían intentado matarlo. En Nazaret, querían echarlo precipicio abajo; otras veces, juntaron piedras para lapidarlo. Pero siempre la sabiduría divina deshizo los planes de esa cólera impía; la fuerza soberana de Dios les retuvo el brazo; y Jesús se alejó tranquilamente, sin que nadie hubiese conseguido hacerle el menor mal.
En Getsemaní, al simplemente Él decir su nombre, los soldados del Templo, venidos para apoderarse de su sagrada Persona, todos caen por tierra, acometidos por un extraño pavor. Los soldados sólo se pudieron levantar con el permiso que Él mismo les dio.
Si fue preso, si fue crucificado, si fue inmolado, es porque así lo quiso, en la plenitud de su libertad y de su amor por nosotros.
Si el Maestro derramó, sin dudar, su Sangre por nosotros, si murió por nosotros ¿cómo podría rehusarnos las gracias que nos son absolutamente necesarias y que Él mismo nos mereció con sus sufrimientos?
Esas gracias, Jesús las ofreció misericordiosamente a las almas más culpables durante su dolorosa Pasión.
Dos Apóstoles habían cometido un crimen enorme: a ambos ofreció el perdón.
Judas lo traiciona y le da un beso hipócrita. Jesús le habla con tierna dulzura; le llama amigo; procura a fuerza de ternura tocar ese corazón endurecido por la avaricia. “Amigo, ¿a qué has venido? -¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?...” Esta es la última gracia del Maestro al ingrato. Gracia de tal fuerza, que jamás comprenderemos toda su intensidad. Judas, sin embargo, la rechaza: se condena porque así lo quiso.
Pedro, que se creía tan fuerte, Pedro que había jurado seguir al Maestro hasta la muerte, lo abandona cuando lo ve en manos de los soldados. Entonces, sólo lo sigue de lejos. Entra temblando en el patio del palacio del Sumo Sacerdote. Tres veces niega al Salvador porque teme las burlas de una criada. Bajo juramento afirma no conocer a “ese hombre”. Canta el gallo. Jesús se vuelve y fija sobre el Apóstol los ojos llenos de censuras misericordiosas. Se cruzan las miradas. Era la gracia, una gracia fulminante que esa mirada llevaba a Pedro. El Apóstol no la rechazó: salió inmediatamente y lloró su falta con amargura.
Así, tanto como a Judas y a Pedro, Jesús nos ofrece siempre gracias de arrepentimiento y conversión. Podemos aceptarlas o rechazarlas: somos libres. A nosotros nos toca decidir entre el bien y el mal, entre el Cielo y el Infierno. Nuestra salvación está en nuestras manos.
 (De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Laurent) 
Comentario: 
Si meditamos un poco en el pecado de Adán y Eva, veremos que es Dios el que le pregunta a Adán ¿dónde estás? Es decir que es Dios el que toma la iniciativa y “ayuda” a Adán a confesar su pecado, porque Dios lo quiere perdonar, y prometerle salvación.
Así también hace el Señor con nosotros, que cuando le ofendemos con el pecado, no se queda lejos de nosotros, sino que sale a buscarnos, porque por el pecado somos nosotros quienes nos alejamos de Él, como lo hizo el hijo pródigo. Pero el Padre mira desde lejos y espera el retorno, y también como el Buen Pastor sale a buscar a la oveja perdida.
Este sólo hecho de que Dios nos busque después de que le hemos ofendido, debería ser el motivo suficiente para arrojarnos a los brazos de Dios con lágrimas en los ojos, pidiendo perdón por lo que hemos hecho. Pero es que Dios ni siquiera nos deja hacer nuestra confesión, sino que nos abraza, como hizo con el hijo pródigo, y nos colma de gracias y dones. Es que Dios es bueno, y nosotros lo tomamos como un Dios castigador y vengativo, y es por ello que cuando pecamos, en vez de acercarnos a Él con confianza y esperanza, tenemos miedo y nos alejamos de Él asustados y atemorizados, y en esto no poca parte tiene el demonio, que después de hacernos pecar, nos asusta con el rigor de Dios.
Dios nos ofrece su gracia después de que pecamos, pero nosotros debemos aceptarla, porque de lo contrario quedaremos perdidos para siempre, como sucedió a Judas. En cambio Pedro se arrepintió, lloró amargamente, y volvió a la justicia.

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