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jueves, 3 de julio de 2014

¿Es incondicional el amor de Dios?


¿Por qué necesitamos luchar para cambiar (individualmente y colectivamente) si ya somos amados incondicionalmente por Dios?



Pregunta: Estimado Padre John, dado que he estado muy expuesto a la corriente actual de autoayuda que nos dice que el amor de Dios o el amor de Cristo es incondicional, ¿cómo se puede explicar el hecho de juzgar a otros? Si Él nos ama a todos por igual, ¿por qué necesitamos rezar, ser virtuosos o, incluso, ser religiosos? Si todos somos seres humanos imperfectos (algunos peores que otros) y se nos dice que debemos amarnos a nosotros mismos, a pesar de todo, ¿cuál pudiera ser la motivación para que nuestra civilización cambiara? Gracias.


Respuesta: Ésta es una pregunta interesante que muestra que estás pensando profundamente acerca de nuestra fe. ¡Bendito sea Dios por eso! Así que, ¿por qué necesitamos luchar para cambiar (individualmente y colectivamente) si ya somos amados incondicionalmente por Dios?


Responder a Dios

En la espiritualidad cristiana, la motivación para cambiar, para crecer en la virtud y buscar la madurez espiritual de ser más y más como Cristo y los santos siempre llega como respuesta a experimentar el amor de Dios. Descubrimos que somos amados por Dios y que nos invita a caminar con Él a lo largo de una senda que nos llevará a nuestra plenitud. Después de haber experimentado su amor, estamos convencidos de su bondad y sabiduría y cada vez queremos estar más y más cerca de Él (todo amor nos lleva a mayor intimidad). Por eso, cuando nos da la oportunidad de acercarnos a Él, la tomamos.

Dios no nos creó como productos terminados; ésta es una de las cosas curiosas sobre la naturaleza humana. Él nos creó, a diferencia de todas las demás creaturas en el mundo visible, con libertad y ésta nos permite convertirnos en aquello para lo que fuimos creados, a través de la dádiva de nosotros mismos a Dios con un amor auténtico. Pero como Dios es siempre el que tiene la iniciativa, nuestro amor es siempre una respuesta a una experiencia de amor. En el contexto de la oración cristiana, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice:

Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento reciproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Esto se revela a través de toda la historia de la salvación (CIC, párrafo 2567).

En el Nuevo Testamento se nos narran encuentros que Jesús tuvo con varias personas, quizás recuerdes algunos de ellos. En cada uno de esos encuentros las personas experimentaron el amor de Jesús y al término de los mismos le escucharías decir algo así como «ven y sígueme» o «vete y en adelante no peques más». El dinamismo y crecimiento de la vida cristiana siempre se dan en este contexto: El encuentro con un nuevo y muy especial amigo (Jesús) y el deseo de ir más a fondo en la amistad con Él. Esto se traducirá en buscar expresarle mi amor siguiéndolo donde Él me lleve, esforzándome por agradarle y hacerlo feliz y buscando colaborar en su plan de salvación aportando toda mi creatividad (obedeciendo su mandato de «id y haced discípulos a todas las gentes» y «ámense los unos a los otros como yo los he amado»...).

Más allá de la autoayuda

El dinamismo interno de la autoayuda o el de otros sistemas religiosos (por ejemplo, el budismo), nada tienen que ver con la respuesta amorosa al encuentro transformador de vida con un Dios que nos ama. Más bien, ellos hablan solamente sobre cómo desarrollar nuestro capacidades personales. Pero la felicidad no se encuentra ahí. En el fondo, la felicidad sólo surge de relaciones de amor y, muy especialmente, de una relación de amor con Dios. Por eso Jesús dijo que los dos mandamientos más importantes son: «amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mc. 12:30-1).

De hecho, ha habido varias herejías a lo largo de la historia de la Iglesia que no ven la vida cristiana como una respuesta de amor. El pelagianismo propuso que se podía alcanzar la perfección por nuestras propias fuerzas sin necesidad de la gracia. Para el jansenismo la vida cristiana consistía en luchar por hacernos «dignos» de Dios, buscando perfeccionarnos para que estuviera contento con nosotros y así nos amara. Estos tipos de distorsiones y falsificaciones están continuamente tentando a nuestra naturaleza humana caída. Una parte de nosotros desea "ser como dios", y entonces, cuando alguien nos dice que podemos perfeccionarnos a nosotros mismos, está apelando a ese complejo de divinidad. Pero el hecho es que no podemos alcanzar la plenitud ni la felicidad a base de nuestro propio esfuerzo. Más bien, lo que necesitamos es recibir y responder al amor y, en particular, al amor de Dios. Nuestra perfección, nuestra madurez espiritual, nuestro crecimiento en santidad no es tanto un proyecto, sino una relación constante en la que se va profundizando.

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