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sábado, 7 de junio de 2014

Confesión sacramental y Pentecostés: Toda confesión es un Pentecostés

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Confesión sacramental y Pentecostés: Toda confesión es un Pentecostés
Carta del Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, a todos sus hermanos confesores y a todos los penitentes, con ocasión de la Solemnidad de Pentecostés de 2014
CIUDAD DEL VATICANO, 05 de junio de 2014 (Zenit.org) –
Queridísimos, reunidos espiritualmente en el Cenáculo junto a la Santísima Virgen María, en una intensa comunión eclesial, revivamos el misterio de la “Pascua roja”, el descenso del Eterno Espíritu de Amor, que vivifica la Iglesia y la renueva incesantemente a través el don de gracia con el cual el Señor nos ha consagrado a su servicio: el sello bautismal y sacerdotal.
Teniendo presente que el sacramento de la Misericordia es como la “puerta” mediante la cual, el Espíritu sopla con más fuerza sobre la historia y orienta su curso, deseo enviar a todos mis hermanos que ejercen el ministerio de confesores y a todos los penitentes una reflexión para la solemnidad de Pentecostés y asegurarles que los encomiendo diariamente en mis oraciones.
Sabemos bien que nuestra vida nueva hunde las raíces en el envío del Espíritu Santo y así también la misma identidad de la Iglesia y la vitalidad de su misión. En el gran “abrazo” de Pentecostés, la misma persona de Jesús, Resucitado y Ascendido al cielo, se hace presente, hasta el fin de los tiempos, en todos sus discípulos y, a través de ellos, por obra del mismo Espíritu, se dilata en un eterno respiro de misericordia. Para esta obra divina la realidad de la Persona y del Amor salvífico de Cristo no permanece “lejana”, como una cosa para imitar, pero fundamentalmente inaccesible, o como un “modelo ideal” al cual imitar pero sin poder alcanzarlo jamás; al contrario, llega a ser la raíz misma de nuestro ser, la nueva realidad en la cual vivimos, aquella fuerza de Amor que “habita” en nosotros y que pide, durante la peregrinación terrena, poder actuar en el mundo a través de nosotros.
Sabemos bien que todo esto, válido y actual para cada fiel, en virtud del Bautismo, toca particularmente a los sacerdotes, porque ellos, han sido introducidos, no por sus méritos, sino por gracia, a un tal “nivel del ser”, a una tal intimidad con el Señor, de llegar a ser partícipes del Amor de su Corazón, de su misma obra de salvación, tanto que, a través de ellos, sucede ahora realmente, para los hermanos, el encuentro con Cristo. Los sacerdotes han sido constituidos ministros de la misericordia divina, por lo tanto, servidores del Dios de Amor y compasión de Jesús.
Por esta razón el sacerdote, objeto de la misericordia, no podrá otra cosa que ser siempre “un hombre de la misericordia”.
Su nuevo ser lo testimonia y el ejercicio fiel y apasionado del ministerio llega a ser un recuerdo continuo de ello.
Para ser expertos en misericordia, será suficiente estar “a la escucha” de la obra del Espíritu en nosotros y en los fieles, “a la escucha” del don de Pentecostés, que nos ha consagrado a todos en el Bautismo, y los confesores en la ordenación sacerdotal, y que nos “renueva” por medio de cada celebración de los sacramentos; en un modo muy particular, en el sacramento de la Reconciliación.
Este sacramento, de hecho, constituye una experiencia siempre nueva del Espíritu Santo en acción, sea para el sacerdote como para el penitente.
Para el penitente, porque el perdón sacramental representa un verdadero y propio “Pentecostés para el alma”, que es iluminada por su luz divina, purificada por la sangre del Cordero inmolado y adornada por cada don de gracia, a comenzar una plena y renovada comunión con Jesús. Y para el sacerdote, que unido profundamente con Cristo, vivo punto de llegada de toda acusación del hombre pecador, aprende cada vez más, el pensamiento del mismo Cristo, en corregir, valorar, curar y, mientras pronuncia las palabras de la absolución, siente renacer en el corazón, por obra del Espíritu, el sello sacramental y la personal identificación con el Buen Pastor. ¡Qué Amor se nos muestra!
Pidamos a la Santísima Virgen María, Esposa del Espíritu Santo y Madre del Redentor, que nos enseñe a guardar y a recordar estas realidades, para que siempre pueda reavivarse y resplandecer el fuego de Pentecostés, que es fuego de Amor, fuego de misericordia.

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