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domingo, 23 de marzo de 2014

III Semana de Cuaresma, Ciclo A


Jesús es el agua viva, que con su Espíritu nos infunde para poder dar vida a los demás, por el amor
 
III Semana de Cuaresma, Ciclo A
III Semana de Cuaresma, Ciclo A
Domingo de la III Semana de Cuaresma


SAGRADA ESCRITURA


Primera Lectura: Éxodo 17,3-7
Salmo Responsorial: Salmo Sal 94,1-2. 6-7. 8.9
Segunda Lectura: Romanos 5,1-2.5-8
Evangelio: Juan 4,5-42

Éxodo 17,3-7:
En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: -¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?

Clamó Moisés al Señor y dijo: -¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.

Respondió el Señor a Moisés: -Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.

Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel.

Y puso por nombre a aquel lugar Massá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?

Sal 94,1-2. 6-7. 8.9:
Venid , aclamemos al Señor, / demos vítores a la Roca que nos salva; / entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. // Entrad, postrémonos por tierra, / bendiciendo al Señor, creador nuestro. // Porque él es nuestro Dios / y nosotros su pueblo, / el rebaño que él guía. // Ojalá escuchéis hoy su voz: / «No endurezcáis el corazón como en Meribá, / como el día de Massá en el desierto, / cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron, aunque habían visto mis obras.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8:
Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado

En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

Texto del Evangelio (Jn 4,5-42):
En aquel tiempo, Jesús llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.

Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna».

Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad».

Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad».

Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando».

En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?», o «¿Qué hablas con ella?». La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Salieron de la ciudad e iban donde Él.

Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come». Pero Él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis». Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?». Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para la vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga».

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».


Comentario:

1. "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?".
La sospecha, la pregunta que la modernidad vuelve a levantar contra Dios, en contraste con la fe de Abrahan que veíamos el domingo pasado, aquí la formula el pueblo tras la salida de Egipto, la liberación de la esclavitud. ¿El motivo? la dificultad, la falta de agua: protestan, se quejan, "murmuran", "tienta" al Señor, de ahí el nombre dado al lugar: "Meribá"=riña, altercado o querella, y "Massa"=tentación. Israel sospecha del Señor, e interpreta su salida de liberación como una salida hacia la muerte. El pueblo desafía a Dios, le pide pruebas. De la roca de Horeb mana un agua corriente y viva que calma la sed y es presencia salvadora. Pablo nos dirá que esta roca es Jesús (1 Co 10. 4), presencia de Dios salvadora, fuente de agua cristalina que calma la sed de todo hombre: “el que beba el agua que yo le daré, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 13-14; cf. 7. 37ss; Ap 7, 17; 21, 6; 22, 17...). Y los cristianos muchas veces tentamos al Señor abandonando la fuente de agua viva y cavándonos en su lugar aljibes agrietados incapaces de retener el agua (Jr 2, 13; 17, 13...; cf. A. Gil Modrego).

Cuando las dificultades empiezan a apretar, hasta el recuerdo de los ajos y cebollas de Egipto es más fuerte que la confianza en el Dios que libera: en carta que Bellière escribe a santa Teresita, le dice que necesita las palabras de la santa, que le acompañan. Es el deseo de algún afecto cuando la ausencia de Dios se hace muy dura. Todos necesitamos afecto, y cuando no aparece ninguna luz en el horizonte, la añoranza es fuerte, y este es el sentido espiritual de los “ajos y cebollas”, la necesidad de consuelos, junto a la seguridad de que Dios no nos deja de acompañar también en la cruz, consuela mucho la amistad, alguien que nos escuche, sentir la presencia de un “alma amiga”. Pero a veces es inevitable la separación del ser amado, como le promete en respuesta santa Teresita al misionero solitario, que cuando ella muera le acompañará especialmente. Es decir, ella le pide prescindir también de ese afecto humano, el consuelo de sus palabras, para buscar “el manná escondido” (Apocalipsis) que el Todopoderoso ha prometido ‘al vencedor’. Como está escondido, atrae menos que “las cebollas de Egipto”, y cuando se pruebe el manjar espiritual, ya no habrá añoranza de los consuelos humanos: “así como me sea permitido presentaros una comida totalmente espiritual, no añoraréis aquella que os habría dado si me hubiera quedado en la tierra durante mucho tiempo. ¡Ah! Vuestra alma es demasiado grande para aficionaros a ningún consuelo de aquí abajo…” Es siempre la tónica de la esperanza, no mirar atrás hacia lo que no tenemos sino adelante, hacia lo que tendremos, ese amor que no pasará nunca y que es el “manná”.

Pablo escribe a los corintios que la roca era Cristo (1 Co 10. 4). Juan nos cuenta cómo el último día de la fiesta de las tiendas, mientras el sacerdote llevaba el agua de la piscina de Siloé en el aguamanil de oro, en medio de los hosannas y el susurro de las palmas, Jesús decía: "Si alguno tiene sed venga a mí. Y beba el que cree en mí; como dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno” (explica el evangelista que se refería al Espíritu Santo). Precisamente el domingo II, en la transfiguración, estábamos en el contexto de la fiesta de las tiendas, y son las mismas palabras que leemos también hoy, es como volver a la Tienda, la Encarnación, que nos da el agua viva, el Espíritu Santo. También hay una referencia al domingo I, las tentaciones, pues las de Jesús evocan estas de los 40 años de la larga peregrinación en el desierto, también en sus tres formas concretas: la tentación del hambre, la tentación de los ídolos, la tentación de los signos milagrosos, como veremos más claramente en el comentario al domingo I, ciclo C (texto de Lucas).

-Junto al agua, aquí se pide un “signo”: "¿Por qué esta generación pide un signo? No se dará ningún signo a esta generación" (Marcos 8,12). "Generación mala y adúltera que pide un signo" (Mateo 12,39). "Generación incrédula, ¿hasta cuándo estaré con vosotros?" (Marcos 9,19); es entendido signo como desconfianza, búsqueda de lo mágico, extraordinario.

-En la expresión "el rebaño guiado por su mano" vemos también el tema –que saldrá más adelante- del "pastor": "Yo soy el buen pastor"... (Juan 10). "Viendo las muchedumbres, se llenó de compasión hacia ellas porque las veía como ovejas sin pastor" (Mateo 9,36).

-La imagen de la "roca" ("el hombre que escucha la palabra de Dios se parece a quien construye su casa sobre la roca": Mateo 7,24) está también relacionada con el agua viva.

-La invitación del salmo, que abre el rezo de la liturgia de las Horas: “venid, entrad, cantemos con alegría, aclamemos” tiene una referencia al pueblo: "¡Nadie es una isla!" Estamos todos interconexionados, unidos en solidaridad, formamos una comunión. La Iglesia nos “convoca”: ¡venid, entrad, cantad con alegría, aclamad, cantad! (Noel Quesson).

-“Mi descanso…” es alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre, Señor, tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Es aprender a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. No queremos dar lugar en nuestro corazón a esos lugares de riña y cólera que endurecen el corazón como el día de “Tentación” en el desierto: Señor, hazme entender, hazme aceptar, hazme creer (Carlos G. Vallés).

-En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre esa voz: haz esto, evita aquello. Si nos dejamos guiar, si nos confiamos a Él como un niño que se abandona en los brazos de la madre y se deja llevar por ella. El cristiano es una persona guiada por el Espíritu Santo. "Ojalá escuchéis hoy su voz… No endurezcáis el corazón". Cuesta reconocer "esa voz" en medio de muchas otras voces que resuenan dentro, la contaminación de ruidos ensordecedores, inclinaciones desordenadas, modas y "slogan" publicitarios... nos hacen volubles, indecisos. Dentro de mí tengo que hacer callar estos ruidos, para descubrir la voz de Dios. Cuenta el P. Loring que en el siglo XIX Van Wick construyó con guijarros una casita en su granja de Dutoitspan (Sudáfrica). Un día volvía del campo, después de una fuerte tormenta, cuando volvía a salir el sol; y a lo lejos descubrió que donde tenía su cabaña salía una luz que deslumbraba, al acercarse consternado vio cómo brillaban aquellos guijarros que formaban con el barro su casita: eran diamantes, y el agua caída los había limpiado del barro. Así se descubrió lo que hoy es una gran mina de diamantes. Y tengo yo que extraer esa voz interior y limpiarla de impurezas como se rescata un diamante del barro: sacarla a relucir y dejarme guiar por ella. Entonces también podré ser guía para otros, porque esa voz sutil de Dios que empuja e ilumina, esa linfa que sube del fondo del alma, es sabiduría, es amor y el amor se debe dar. ¿Cómo afinar mi sensibilidad sobrenatural, mi oído y percibir las sugerencias de esa voz? La oración, bebiendo de la Palabra de Dios, meditándola, y poniéndola en práctica… decirle sí a todo lo que Él quiera; y luego, creando en todas partes oasis de comunión, de fraternidad. La vida entonces resulta hermosa: tiene sabor, tiene vigor, tiene mordiente, es auténtica y luminosa (Chiara Lubich).


2. La lectura de San Pablo nos habla de esta voz interior que guía hacia Dios, hacia la fruición de Dios en el cielo a la que estamos llamados por su infinita misericordia. Lo más importante de la ley del Nuevo Testamento, en lo que consiste toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que nos viene dada por la fe en Cristo. Cumplido el tiempo de la promesa, el Señor nos ha dado una nueva ley no incisa en tablas de piedra, como la mosaica, sino escrita en el corazón de los fieles (Hebr 8, 10; cf. Jer 31, 33). Esa fuerza hace amar a Dios por encima de todo, con amor de totalidad, y a todas las criaturas con un amor ordenado. Eleva las potencias y con ellas la inclinación de la voluntad, refuerza la espontánea aspiración a tenerlo todo, que está en lo más profundo de nuestra libertad. Al mismo tiempo aquieta la tendencia a la rebeldía, que permanece siempre como posibilidad e inclinación. El amor santo es aquel con el que Dios es amado: la caridad de Dios está derramada en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Rom 5, 5). Este amor de alianza -esponsal- vivifica la fe: «por la fe, el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana celebra como una especie de matrimonio con Dios: te desposaré conmigo en fe (Os 2, 20)» (Santo Tomás de Aquino). La caridad es así vista como una participación de la infinita caridad que es el Espíritu Santo. Para que pueda decirse que una Persona divina ha sido enviada a una criatura hace falta que la persona se asemeje a la Persona divina enviada; «y puesto que el Espíritu Santo es el Amor, el alma es asimilada al Espíritu Santo por el don de la caridad: y de ahí que la misión del Espíritu Santo se considere en razón del don de caridad». Rom 5, 5 destaca los dos modos en que se puede recibir la caridad: el primero es la caridad con la cual Dios nos ama y el segundo es el amor a Dios con el cual nosotros le amamos, ambos se nos infunden con el Espíritu Santo que nos ha sido dado. La gracia es esta manifestación del amor de Dios, por el que la persona del Espíritu Santo que nos es dado y que nos hace semejantes a El por medio de su «representación propia» que es la caridad, nos hace participar -en Cristo- de esa virtud característica de quien ha sido elevado a hijo de Dios.

S. Agustín comenta: “Se nos ha invitado a cantar al Señor un cántico nuevo. El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor. Quien sabe amar la vida nueva, sabe cantar el cántico nuevo. Cómo sea la vida nueva, se nos va a comunicar a través del cántico nuevo. Todo pertenece al mismo reino: el cántico nuevo, el hombre nuevo, el testamento nuevo. Por lo tanto, el hombre nuevo cantará el cántico nuevo y pertenecerá al testamento nuevo”. El centro de la felicidad, ¿en qué consiste, en amar o en sentirse amados? Son las dos cosas, una está en relación con la otra, y si es más importante amar, no se puede hacer sin sentirse amados: “No existe nadie que no ame. Pero hay que preguntar por lo que se ama. No nos invita a no amar, sino a elegir lo que vamos a amar. Pero ¿qué elegimos, a no ser que antes seamos elegidos nosotros? De hecho, no amamos, si antes no somos amados… Amaos, porque él nos amó antes (1 Jn 4,10)… Nosotros amamos... ¿De dónde nos viene esto? Porque él nos amó antes. Busca de dónde le puede venir al hombre el amar a Dios; ciertamente no encontrarás otra causa, a no ser porque Dios le amó antes. Aquel a quien amamos se entregó a sí mismo. Nos dio con qué amarle. Oíd claramente de boca del apóstol Pablo qué nos dio para que le amáramos: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones. ¿De dónde? ¿De nosotros tal vez? No. ¿De dónde, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).

Teniendo, pues, tan gran confianza, amemos a Dios desde Dios. Insisto, puesto que el Espíritu Santo es Dios, amemos a Dios desde Dios. ¿Puedo decir más aún que: amemos a Dios desde Dios? Puesto que dije: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado; puesto que el Espíritu Santo es Dios, y no podemos amar a Dios sino mediante el Espíritu Santo, es lógico que amemos a Dios desde Dios. Hay lógica perfecta”. (Sermón 34,1-5).


3. En el pozo de Jacob, con Jesús cansado al mediodía, vemos cómo confluye cuanto se ha dicho hasta ahora, en la imagen del agua. Jesús y la mujer a solas. El judío y la samaritana (desde el s. V a.C. la escisión de Judea y Samaría era total: templos diferentes, versiones diferentes de la Torá...). Dos concepciones del mundo enfrentadas. Las dos partes necesitan algo, simbolizado en agua. Agua es por tanto el tema de conversación, y Jesús remonta hacia lo alto: el agua viva. Modelo de diálogo apostólico: desde las cosas en común, que se ven, subir a las preocupaciones más internas, las que no se ven, las que se pronuncian cuando hay confianza, confidencia. Así Jesús va llevando la conversación. Ella pregunta por la auténtica religión, dónde adorar a Dios, y Jesús la lleva al auténtico Templo (como señalamos el día 2 de febrero, fiesta de la presentación de Jesús en el templo). El autor del cuarto evangelio nos ha presentado antes a Jesús cuestionando el templo judío (cf. Jn 2. 13-16) y lo va a volver a cuestionar aquí en el v. 21. Se está estableciendo una relación entre Jacob (la fuente donde están lo recuerda) y los judíos, pero agua les lleva hasta el Dios auténtico (Yavé) a través de Jesús, más allá de los símbolos (para Judea, templo de Jerusalén; para Samaría, el de Garizín; Jesús habla del aire, palabra griega que significa también espíritu). La fuente de Jesús es mejor porque no es externa, se encuentra dentro del que bebe: “Hay una contraposición, no perceptible en la traducción litúrgica, pero sí en el original, entre el pozo de Jacob y el pozo existente dentro del que bebe el agua que Jesús trae. Es el surtidor de la traducción en el v. 14”. «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe». Hay quien se ha fijado en que “Jesús no habla del agua viva sino a una persona a quien Él pide que sirva agua natural a un amigo; que no habla de pan eterno, sino a los apóstoles a quienes ha enviado previamente a buscar el pan material que calma el hambre y la fatiga. En otras palabras: la personalidad de Jesús no la captan más que los hombres que buscan pan y agua para sus hermanos” (Maertens-Frisque).

Ella ha de salir del resentimiento por no cumplir la Torah (los 5 maridos coinciden con sus 5 libros), el paganismo (la unión actual con otro hombre) hacia una vida en "espíritu y verdad". Es "hacia el mediodía", la hora que Jesús dará a luz esta libertad (a esta misma hora hará sentar Pilato a Jesús en Jn 19. 13-14), la hora de la matanza de los corderos inocentes en el Templo, todo habla –como el domingo pasado- del Cordero glorificado en su misma muerte: "Yo soy, el que habla contigo".

Luego, con la llegada de la gente, la alegría refleja la cosecha que llega, me sugiere el tono festivo con que termina el salmo 21, que recitó Jesús en la cruz, la gran Fiesta que se congrega. Atrás quedan el trabajo y el cansancio del sembrador. Donde la traducción litúrgica habla de sudar, el texto original habla de cansarse. “Es el cansancio del que se ha hablado en la primera secuencia y que ahora vemos que era también un símbolo. Jesús trae agua limpia, está construyendo un nuevo templo. Es la tarea y la obra que tiene encomendada, su alimento, su razón de ser”. "Mi Padre hasta el presente sigue trabajando y yo también trabajo" (Jn 5. 17). Los discípulos son los encargados de continuar la obra siempre inacabada. Se cierra la secuencia y todo el relato con la llegada de los samaritanos y la invitación para que se quede Jesús con ellos. Dos días, pues al tercero habla de la curación de alguien que está para morir: "sabemos que él es de verdad el salvador del mundo" (cf. A. Benito). Jesús descorre el velo de la divinidad para que aparezca el rostro del Padre. La samaritana y sus paisanos saliendo al encuentro de Jesús son los campos ya dorados para la siega. Aquella curiosidad inicial de la samaritana fue el comienzo, la chispa que genera un proceso que, a través del encuentro con Jesús, culmina en la adhesión a El como el salvador del mundo, por cuanto les pone en contacto con Dios-Padre. Esto también puede observarse en otras escenas como la de Zaqueo, y hará referencia Juan Pablo II en la carta a los sacerdotes del 2002. El símil del agua también será central en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios».

El Espíritu Santo, aquél que “es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna”, es el gran protagonista de hoy, como nos recordaba Juan Pablo II. “De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad»”, pues «Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad». «Dios es espíritu»; “y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: «es más íntimo de mi intimidad». Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia”.


4. Con esto tocamos el tema de hoy: el agua en relación con la fe, con el Espíritu Santo que se nos da y con él nos da la gracia (segunda lectura), tema que retoma el prefacio, al invocar a Cristo, “quien, al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino”. El símbolo del agua está muy tratado por Benedicto XVI al hablar de las grandes imágenes del Evangelio de san Juan; nos ayuda a entender el enlace de las tres lecturas. “El agua es un elemento primordial de la vida y, por ello, también uno de los símbolos originarios de la humanidad. El hombre la encuentra en distintas formas y, por tanto, con diversas interpretaciones”:

1) el manantial, agua fresca que brota de las entrañas de la tierra, origen, principio, pureza (elemento creador, símbolo de la fertilidad, de la maternidad).
2) el río (Nilo, Eufrates y Tigris, Jordán…) portador de vida, con su profundidad representa también el peligro de muerte al sumergirse, y el salir de ella puede simbolizar un renacer.
3) el mar como fuerza que causa admiración y que se contempla con asombro en su majestuosidad, opuesto a la tierra, temido; el mar Rojo fue símbolo de la salvación (y es imagen del bautismo de sangre de Jesús, de su pasión), y amenaza que resultó fatal para los egipcios. Este es el simbolismo del agua en la historia de las religiones. “El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio de principio a fin”, desde la conversación con Nicodemo (capítulo 3, 5: renacer del agua y del Espíritu).

En el capítulo 4, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la Samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (cf. 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed. “Aquí, el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel. Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob: Jacob había visto, durante una visión nocturna, cómo por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre Él (cf. 1,51). Aquí, junto al pozo, encontramos a Jacob como el gran patriarca que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida. Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito de lo biológico”. Esta misma tensión inherente al ser del hombre la encontraremos en el capítulo dedicado al pan: el maná, pan terrenal, es una promesa del nuevo Moisés que volverá a ofrecer pan, otro «pan», «pan del cielo». Están pues lo símbolos en relación con esa otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera ineludible. “Juan distingue entre bíos y zoé, la vida biológica y esa vida completa que, siendo manantial ella misma, no está sometida al principio de muerte y transformación que caracteriza a toda la creación. Así, en la conversación con la Samaritana, el agua —si bien ahora de otra forma— se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin conocerla.

Como hemos visto, las palabras del pozo de Jacob se corresponden con las que revelan a Jesús con ocasión de la fiesta de las Tiendas que nos relata Juan en 7, 37ss. «El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba"; como dice la Escritura: "De sus entrañas manarán torrentes de agua viva"...». El rito (cf. el comentario a ese lugar, donde se verá el simbolismo de “entrañas” y “agua viva”) era una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores (cf. Nm 20, 1-13)”, que es justamente la primera lectura, en correspondencia con el Evangelio: “El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dos dones básicos para la vida. Esta interpretación mesiánica del don del agua aparece reflejada en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (10, 3s)”.

Jesús responde a esa esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: “Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que en el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta —de modo similar a lo que ha hecho ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida... en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí...». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”.

Hemos visto –en la presentación de Jesús en el templo- cómo el Señor resucitado, su cuerpo, es el nuevo templo que ansiaban no sólo el Antiguo Testamento, sino todos los pueblos (cf. 2, 21). “Por eso, en las palabras sobre los ríos de agua viva podemos percibir también una alusión al nuevo templo: sí, existe ese templo. Existe esa corriente de vida prometida que purifica la tierra salina, que hace madurar una vida abundante y que da frutos. Él es quien, con un amor «hasta el extremo», ha pasado por la cruz y ahora vive en una vida que ya no puede ser amenazada por muerte alguna. Es Cristo vivo. Así, la frase pronunciada durante la fiesta de las Tiendas no sólo anticipa la nueva Jerusalén, en la que Dios mismo habita y es fuente de vida, sino que inmediatamente indica con antelación el cuerpo del Crucificado, del que brota sangre y agua (cf. 19,34). Lo muestra como el verdadero templo, que no está hecho de piedra ni construido por mano de hombre y, precisamente por eso, porque significa la presencia viva de Dios en el mundo, es y será también fuente de vida para todos los tiempos.

Quien mire con atención la historia puede llegar a ver este río que, desde el Gólgota, desde el Jesús crucificado y resucitado, discurre a través de los tiempos. Puede ver cómo allí donde llega este río la tierra se purifica, crecen árboles llenos de frutos; cómo de esta fuente de amor que se nos ha dado y se nos da fluye la vida, la vida verdadera.

Esta interpretación fundamental sobre Cristo —como ya se ha señalado— no excluye que estas palabras se puedan aplicar, por derivación, también a los creyentes. Una frase del evangelio apócrifo de Tomás (108) apunta en una dirección semejante a la del Evangelio de Juan: «El que bebe de mi boca, se volverá como yo». El creyente se hace uno con Cristo y participa de su fecundidad. El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia”.

Son tantos los aspectos que no se pueden abarcar: “La página del evangelio es bellísima y sugerente, llena de sentido. ¿A qué atendemos más: a la sed o al agua, a la mujer del cántaro o al hombre que pide de beber? Ese hombre cautiva, tiene sed y ofrece agua, está cansado y libera de las cargas, pregunta cosas y lo sabe todo, parece un extraño y se mete en el corazón. En él se concentra toda la sed del mundo, todos los deseos y los interrogantes de la mujer; pero en él están todas las respuestas y todos los manantiales. Lo único que se necesita es acercarse a él, o dejar que él se acerque a nosotros, y acogerle y pedirle. El no se impone, se ofrece: «Si conocieras el don de Dios», si supieras, si quisieras...” (Caritas, Ríos del corazón).


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