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viernes, 7 de marzo de 2014

EL PURGATORIO: PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL ENCUENTRO CON DIOS

Catequesis sobre DIOS PADRE
por el Siervo de Dios
JUAN PABLO II

(en el siglo Karol Wojtyla)
Sumo Pontífice


PATER NOSTER
Pater noster, qui es in cælis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in cælo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem: sed libera nos a malo.
Amen.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.
 
EL PURGATORIO: PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL ENCUENTRO CON DIOS
 
Audiencia del miércoles 4 de agosto de 1999
 
 
1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de Su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice:«Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el Intercesor, que desempeña las funciones del Sumo Sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en Él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran Intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu»(2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del almaLa purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione yDecretum de purgatorioib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña:«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá "llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
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DIOS DESEA QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN Y LLEGUEN AL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD 
 Cruzando el Umbral de la Esperanza. Capìtulo XXVIII
 
PREGUNTA
 
En la Iglesia de estos años se han multiplicado las palabras; parece que, en los últimos veinte años, se han producido más «documentos» a cualquier nivel eclesial que en los casi veinte siglos precedentes.
 
Y, sin embargo, algunos consideran que esta Iglesia tan locuaz se calla sobre lo esencial: la vida eterna.
 
No obstante hay que reconocer, sinceramente, que no se puede decir otro tanto de Su Santidad, que se ha referido por extenso a este vértice de la panorámica cristiana en su respuesta sobre la «salvación», y ha hecho claras referencias a ella en otros puntos de la entrevista. Pero, por lo que parece según cierta pastoral, según cierta teología, vuelvo a ese tema para preguntarLe: ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno todavía «existen»? ¿Por qué tantos hombres de iglesia nos comentan continuamente la actualidad y ya casi no nos hablan de la eternidad, de esa unión definitiva con Dios que, ateniéndonos a la fe, es la vocación, el destino, el fin último del hombre?
 

RESPUESTA DE JUAN PABLO II
 
Por favor, abra la Lumen gentium en el capítulo VII, donde se trata la índole escatológica de la Iglesia peregrinante sobre la tierra, como también la unión de la Iglesia terrena con la celeste. Su pregunta no se refiere a la unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste, sino al nexo entre la escatología y la Iglesia sobre la tierra. A este respecto, usted muestra que en la práctica pastoral este planteamiento en cierta manera se ha perdido, y tengo que reconocer que, en eso, tiene usted algo de razón.
 
Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos (muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio)  constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas!
 
Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: «Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos.» Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción salvífica.
 
El hombre es libre y, por eso, responsable. La suya es una responsabilidad personal y social, es una responsabilidad ante Dios. Responsabilidad en la que está su grandeza. Comprendo qué es lo que teme quien llama la atención sobre la importancia de eso de lo que usted se hace portavoz, teme que la pérdida de estos contenidos catequéticos, homiléticos, constituya un peligro para esa fundamental grandeza del hombre. Cabe efectivamente que nos preguntemos si, sin ese mensaje, la Iglesia sería aún capaz de despertar heroísmos, de generar santos. No hablo tanto de esos «grandes» santos que son elevados al honor de los altares, sino de los santos «cotidianos», según la acepción del término en la primera literatura cristiana.
 
Es significativo que el Concilio nos recuerde también la llamada universal a la santidad en la Iglesia. Esta vocación universal, se refiere a todo bautizado, a todo cristiano. Y es siempre muy personal, está unida al trabajo, a la profesión. Es un rendir cuentas del uso de los propios talentos, de si el hombre ha hecho un buen o un mal uso de ellos. Y sabemos que las palabras del Señor Jesús, dirigidas al hombre que había enterrado el talento, son muy duras, amenazadoras (cfr. Mateo 25,25-30).
 
Se puede decir, que aun en la reciente tradición catequética y kerygmática de la Iglesia, dominaba una escatología, que podríamos calificar de individual, conforme a una dimensión, aunque profundamente enraizada en la divina Revelación. La perspectiva que el Concilio desea proponer es la de una escatología de la Iglesia y del mundo.
 
El titulo del capítulo VII de la Lumen gentium, que le proponía que leyera, ofrece esta propuesta: «Índole escatológica de la Iglesia peregrinante.» 
 
Éste es el texto del n. 48 de la Lumen gentium :
La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 Pe 3,10-13).
Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (cf. Rom 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2,12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor 10,11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad. Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor" (2 Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef 6,11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9,27), si queremos entrar con El a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt 25,41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn 5,29; cf. Mt 25,46). Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom 8,18; cf. 2 Tim 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit 2,13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Flp 3,21) y vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para ser "la admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes 1,10).
 
Hay que admitir que esta visión de la escatología estaba sólo muy débilmente presente en las predicaciones tradicionales. Y se trata de una visión originaria, bíblica. Todo el pasaje conciliar, antes citado, está realmente compuesto de textos sacados del Evangelio, de las Cartas apostólicas y de los Hechos de los Apóstoles. La escatología tradicional, que giraba en torno a los llamados Novísimos, está inscrita por el Concilio en esta esencial visión bíblica. La escatología, como ya he mostrado, es profundamente antropológica, pero a la luz del Nuevo Testamento está sobre todo centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también, en un cierto sentido, cósmica.
 
Nos podemos preguntar si el hombre con su vida individual, con su responsabilidad, su destino, con su personal futuro escatológico, su paraíso o su infierno o purgatorio, no acabará por perderse en esa dimensión cósmica. Reconociendo las buenas razones de su pregunta, hay que responder honestamente que sí: el hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de «amenazar con el infierno». Y quizá hasta quien les escucha haya dejado de tenerle miedo.
 
De hecho, el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las «cosas últimas». Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por el otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los in,fiernos temporales, ocasionados por este siglo que está acabando. Después de las experiencias de los campos de concentración, los gulag, los bombardeos, sin hablar de las catástrofes naturales, ¿puede el hombre esperar algo peor que el mundo, un cúmulo aun mayor de humillaciones y de desprecios? ¿En una palabra, puede esperar un infierno?
 
Así pues, la escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo, especialmente en nuestra civilización. Esto, sin embargo, no significa que se haya convertido en completamente extraña la fe en Dios como Suprema Justicia; la espera en Alguien que, al fin, diga la verdad sobre el bien y sobre el mal de los actos humanos, y premie el bien y castigue el mal. Ningún otro, solamente Él, podrá hacerlo. Los hombres siguen teniendo esta convicción. Los horrores de nuestro siglo no han podido eliminarla: «Al hombre le es dado morir una sola vez, y luego el juicio» (cfr. Hebreos 9,27).
 
Esta convicción constituye además, en cierto sentido, un denominador común de todas las religiones monoteístas, junto a otras. Si el Concilio habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, se basa también en este conocimiento. Dios, que es justo Juez, el Juez que premia el bien y castiga el mal, es realmente el Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, y también de Cristo, que es Su Hijo. Este Dios es en primer lugar Amor. No solamente Misericordia, sino Amor. No solamente el padre del hijo pródigo; es también el Padre que «da a Su Hijo para que el hombre no muera sino que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16).
 
Esta verdad evangélica de Dios determina un cierto cambio en la perspectiva escatológica. En primer lugar, la escatología no es lo que todavía debe venir, lo que vendrá sólo después de la vida eterna. La escatología está ya iniciada con la venida de Cristo. Evento escatológico fue, en primer lugar, Su Muerte redentora y Su Resurrección. Éste es el principio «de un nuevo cielo y de una nueva tierra» (cfr. Apocalipsis 21,1). El futuro de más allá de la muerte de cada uno y de todos se une con esta afirmación: «Creo en la Resurrección de la carne»; y también: «Creo en la remisión de los pecados y en la vida eterna.» Ésta es la escatología cristocéntrica.
 
En Cristo, Dios ha revelado al mundo que quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4). Esta frase de la Primera Carta a Timoteo tiene una importancia fundamental para la visión y para el anuncio de las cosas últimas. Si Dios desea esto, si Dios por esta causa entrega a Su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el Espíritu Santo, ¿puede el hombre ser condenado, puede ser rechazado por Dios?
 
Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, hasta Michail Bulgakov y Hans Urs von Balthasar. En verdad que los antiguos concilios rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis final, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno. Pero el problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocasEn Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (cfr. 25,46). ¿Quiénes serán éstos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano. También cuando Jesús dice de Judas, el traidor, que «sería mejor para ese hombre no haber nacido»(Mateo 26,24), la afirmación no puede ser entendida con seguridad en el sentido de una eterna condenación.
 
Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo en la misma conciencia moral del hombre que reacciona ante la pérdida de una tal perspectiva: ¿El Dios que es Amor no es también Justicia definitiva? ¿Puede Él admitir estos terribles crímenes, pueden quedar impunes? ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? ¿Un infierno no es en cierto sentido «la última tabla de salvación» para la conciencia moral del hombre?
 
La Sagrada Escritura conoce también el concepto de filego purificador. La Iglesia oriental lo asume como bíblico, y en cambio no acoge la doctrina católica sobre el purgatorio.
 
Un argumento muy convincente acerca del purgatorio se me ha ofrecido -aparte de la bula de Benedicto XII en el siglo XIV-, sacado de las Obras místicas de san Juan de la Cruz. La «llama de amor viva», de la que él habla, es en primer lugar una llama purificadora. Las noches místicas, descritas por este gran doctor de la Iglesia por propia experiencia, son en un cierto sentido eso a lo que corresponde el purgatorio. Dios hace pasar al hombre a través de un tal purgatorio interior toda su naturaleza sensual y espiritual, para llevarlo a la unión con Él. No nos encontramos aquí frente a un simple tribunal. Nos presentamos ante el poder del mismo Amor.
 
Es sobre todo el Amor el que juzga. Dios, que es Amor, juzga mediante el amor. Es el Amor quien exige la purificación, antes de que el hombre madure por esa unión con Dios que es su definitiva vocación y su destino.
 
Quizá esto baste. Muchos teólogos, en Oriente y en Occidente, también teólogos contemporáneos, han dedicado sus estudios a la escatología, a los Novísimos. La Iglesia no ha cesado de mantener su conciencia escatológica. No ha cesado de llevar a los hombres a la vida eterna. Si cesara de ser escatológica, dejaría de ser fiel a la propia vocación, a la Nueva Alianza, sellada con ella por Dios en Jesucristo.

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