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viernes, 21 de febrero de 2014

HISTORIA Y ORIGEN DE LAS ERMITAS


En 1611, Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, dijo que las ermitas son un pequeño receptáculo con un apartado a modo de oratorio y capillita para orar, y un estrecho rincón para recogerse el que vive en ella, al cual llamamos ermitaño.
En 1732, el Diccionario de Autoridades recoge que ermita es un edificio pequeño a modo de capilla u oratorio con su altar, en el cual suele haber un apartado o cuarto para recogerse el que vive en ella y la cuida.
Y el actual Diccionario de la Lengua Española de la RAE define a las ermitas como santuarios o capillas, generalmente pequeñas, situados por lo común en despoblado y que no suelen tener culto permanente. Una segunda acepción del mismo diccionario dice que la ermita es el albergue o morada del ermitaño o anacoreta.
La palabra ermita deriva del latín eremita (ermitaño), y ésta del griego eremites, a su vez transposición del significado de ermitaño al de residencia del mismo.
Aunque, como se dice en el Antiguo Testamento, ya hubo profetas que en aquel tiempo hicieron vida eremítica (vivían en el desierto, practicaban ayunos y se sometían a penitencias rigurosas) fueron los primeros seguidores de Jesucristo quienes, a imitación de su Maestro, que se retiró también durante cuarenta días al desierto para orar y ayunar antes de comenzar su vida evangelizadora, se recogieron en lugares solitarios para dedicarse a la meditación y las prácticas religiosas, sometiéndose al mismo tiempo a penitencias diversas, como hiciera San Antonio Abad en el desierto de Egipto, en el siglo
Ya en los primeros tiempos del cristianismo fueron muchos los cristianos que se ocultaron en cuevas para huir de las persecuciones que sufrían, o por la decadencia y la tibieza de los fieles. Después comenzaron a alzar pequeñas casas a modo de oratorios que, al mismo tiempo, les servían de vivienda. Aquellos edificios recibieron el nombre de ermitas.
En las tierras valencianas, todas sus ermitas son posteriores a la creación del Reino de Valencia por Jaume I. Así las más antiguas son conocidas como las Ermitas de la Conquista, datadas en los siglos XIII y XIV. Son construcciones que, en un principio, fueron sustituyendo a las mezquitas musulmanas tras su purificación. Un claro ejemplo que ha llegado hasta nuestros días es la ermita de Santa Anna o de La Xara, en la Valldigna.
El siglo XVIII fue particularmente esplendoroso gracias a la bonanza económica que vivía el país. De aquel tiempo son las mejores ermitas que se conservan a lo largo y ancho de nuestras tierras. Otras han quedado sumidas en el abandono, bien por su emplazamiento, alejadas de los núcleos urbanos y con difícil acceso, o por avatares económicos o socio-políticos. Las más de las veces permanecen cerradas la mayor parte del año y solamente salen de este olvido con ocasión de la festividad del titular de la advocación.
Las ermitas son algo consustancial a los pueblos y paisajes de nuestras tierras. Resulta difícil disociarlas de ambos. Pueden ser humildes y sencillas, soberbias y grandiosas, románicas, góticas, barrocas, modernistas e hijas del siglo XX. Las hay de muy noble porte y excelente arquitectura, pero en su mayoría son rústicas y de factura popular. Su silueta siempre está presente en cualquier rincón de nuestra geografía. Forman parte de ella de manera intrínseca, como algo propio y natural de cada pueblo.
Recojo a continuación el siguiente texto de Luis B. Lluch Garín, el gran cantor de las ermitas de la provincia de Valencia, de su libro Ermitas y paisajes de Valencia, publicado en 1980:
En la Región de Valencia hay 862 ermitas. Este número puede ser variable y la exactitud del mismo depende del nombre que cada pueblo da a estos templos y de la existencia actual de los mismos, comprobando con visita personal —único medio seguro- su situación y estado, ya que bastantes ermitas de las incluidas en las guías o relaciones han desaparecido.
Datan la mayoría de los siglos XVII, XVIII y XIX. Hay algunas más antiguas y otras de época actual. Sobre la mayoría hay poca historia documentada. Sus orígenes suelen ser confusos: hallazgo de imágenes enterradas, apariciones más o menos creíbles, favores recibidos o hechos sorprendentes. Surgen especialmente por devociones populares que cristalizan en su construcción. Muchas ermitas se han ido desmoronando lentamente y hay gran cantidad en ruinas. Otras han sido reconstruidas a expensas de los pueblos o de algunos devotos, aunque muchas se encuentran completamente abandonadas y en olvido.
Las fiestas en honor de los titulares tienen casi los mismos caracteres comunes con pequeñas diferencias locales: procesiones, gozos, fiestas camperas, traslado de la imagen al pueblo y devolución posterior, aunque han perdido en gran medida su primitivo carácter al principio eminentemente religioso, para luego convertirse en unas fiestas populares en las que no faltan los bailes, las comidas y las ferias con exposición de los productos propios o de la comarca principalmente.
La cifra apuntada por Lluch Garín dista mucho de la realidad, y no por el transcurso del tiempo desde que fue escrita, sino porque la exactitud de la misma depende del nombre que se da a estos templos en cada localidad. Tan sólo en la provincia de Alicante, Ramón Candelas Orgilés ha catalogado 501 en su magna obra Las ermitas de Alicante. Si a ellas añadiésemos las de Castellón y Valencia, el número de Lluch puede duplicarse fácilmente.
Quiero ahora hacer una apostilla al desánimo expresado por Lluch Garín sobre la degradación de nuestras ermitas. En estos casi cuarenta años transcurridos desde que comenzó a visitarlas, yo he podido constatar, con visita personal como él pide, que los pueblos, las instituciones y los vecinos han reaccionado para evitar la ruina o la desaparición de muchas de sus ermitas. Casi todas han sido restauradas o reconstruidas. ¡Cómo gozaría con ello Lluch Garín! Cómo se alegraría mi querido amigo al ver recuperadas muchas ermitas que él retrató en ruinas en las páginas de sus libros.
Pero, hay más, porque el entorno de muchas ermitas ha sido adecuado para una agradable acogida a los visitantes. Se han mejorado y señalizado los caminos de acceso. Siguen celebrándose las romerías y peregrinaciones que hasta ellas llegan, algunas verdaderamente multitudinarias. Resulta espectacular la recuperación de tradiciones casi perdidas y el rescate de festividades que parecían olvidadas. Todo ello muchas veces al margen de su carácter religioso.
La mayoría de las ermitas del término municipal de Valencia son de carácter huertano, y, pese a haber sido engullidas por la ciudad en su imparable expansión, no han perdido su primitivo estilo. De ahí la sencillez y humildad de sus estructuras. Fueron alzadas para facilitar el servicio religioso a los labradores de la vecindad, como la ermita del Fiscal o la de la Mare de Déu de l'Aurora, en La Torre, que fue parroquia, como también la de Monteolivete, o para los trabajadores de alguna industria, como la del Ave María de Penyarroja. Como lo son todavía las de las pedanías de Les Cases de Bárcena o Tauladella.
Una de las principales causas de la decadencia y ruina de muchas ermitas fue la desaparición de la figura del ermitaño. Ellos, con su continuada presencia, evitaban el deterioro del edificio. Al estar enclavados por lo general en parajes sujetos a grandes inclemencias meteorológicas, han sido siempre muy vulnerables a los agentes atmosféricos, principalmente las humedades que se filtraban por las grietas de los techos y las paredes. Pero allí estaba entonces el ermitaño que las detectaba a tiempo, y llevaba a cabo la oportuna reparación antes que el daño fuese irreparable; él lo arreglaba personalmente o demandaba ayuda inmediata a los vecinos del pueblo.
Por lo general los ermitaños vestían hábito, sabían de doctrina, leían libros de devoción (cuando la mayoría del pueblo era analfabeta) y ayudaban a misa. En el pueblo de L'Alcora (Castellón), para ocupar el cargo de ermitaño en la ermita de Sant Cristófol, año 1772, el aspirante al puesto debía cumplir tres obligaciones: ser soltero, estar imposibilitado para los rudos trabajos del campo y vestir hábito, además de ocuparse de las mejoras de la ermita y su culto.
Los ermitaños vivían en el eremitorio casi todo el año, consumiendo allí su vida entera, con auténtica devoción y deseos de hacer penitencia. Aunque, para otros, falsos ascetas, era un simple modus vivendi que les garantizaba acomodo y sustento, gracias a las limosnas de los romeros, peregrinos y también de los vecinos. Pero, de una forma u otra, su presencia era fundamental para la salvaguardia del edificio. Generalmente eran personajes muy apreciados, algunos con fama de santeros. En Navarra, por ejemplo, llegó a constituirse una Cofradía de Ermitaños.
Afortunadamente nuestra generación ha comprendido y asumido que estos sencillos y nobles monumentos, con independencia de su naturaleza religiosa, forman parte de nuestro patrimonio cultural y artístico. Y que, al mismo tiempo, son el crisol receptor de tradiciones centenarias.
Por tanto son merecedores no sólo de nuestro más profundo respeto, sino también del máximo interés por su conservación. El pueblo que se preocupa por la subsistencia de su patrimonio es un pueblo que patentiza su elevado nivel cultural. Conservar esta memoria, que forma parte de nuestra historia, es deber de todos nosotros pues, como dijo Jorge Santayana, los pueblos que olvidan su historia (y sus monumentos, sus hijos, o sus tradiciones) parece que están obligados a repetirla.
¡Pobre del pueblo que no ame su patrimonio y no se esfuerce por conservarlo! Está condenado a ser borrado de la memoria humana y a diluirse en la larga noche de la historia, perdido entre sus sombras. Únicamente son recordados y continúan viviendo los pueblos y los nombres de las mujeres y hombres que han sido capaces de crear obras imperecederas. Quienes solamente se preocupan por el hoy verán borrado su leve surco sobre la tierra como si lo hubiese trazado sobre la arena del desierto. La defensa del patrimonio es un deber inexcusable de las Administraciones, tanto a nivel oficial, privado o religioso, cometido en el que nuestro Ayuntamiento está realizando una labor encomiable. Lamentarse por aquello que se ha perdido, bien por negligencia, olvido o abandono, es una estulticia imperdonable que de nada sirve, ni a nada conduce. Hoy son más necesarios que nunca los trabajos de recuperación y estudio de nuestros bienes patrimoniales, porque ya nos queda poco tiempo para ello, pues parte de nuestro mundo está en serio peligro de desaparecer.

Quisiera terminar esta introducción recogiendo unas palabras de la arqueóloga doctora Begoña Soler Mayor en la revista Partem (mayo, 2001) que asumo totalmente: Estem convewuts que rúnica manera de salvaguardar el nostre patrimoni és conéixer-lo. Con palabras semejantes también se expresó Miguel de Unamuno cuando dijo: Como más se ama una tierra es conociéndola. Y yo deseo que este libro ayude fehacientemente al conocimiento de esta humilde parcela de nuestro patrimonio, pero no por ello menos importante por lo que ha significado en la historia de nuestra ciudad.

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