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jueves, 16 de enero de 2014

José de Nazaret

 

   
San José de Nazaret
Chapelle Saint-Joseph Amiens 110608 02.jpg
Estatua de San José por los hermanos Duthoit (siglo XIX). Capilla de San José (1832), Catedral de Notre Dame de Amiens
Patriarca - Padre - Casto - Confesor - Primero de entre todos los Santos - Hombre justo - Obrero
ApodoEl santo silencioso
NacimientoFecha desconocida
Belén de Judá
FallecimientoAntes del inicio de la vida pública de Jesús
Nazaret de Galilea
Venerado enIglesia católica, Iglesia ortodoxa
Festividad19 de marzo Romano
Domingo siguiente a la Navidad Bizantino
3 de enero Mozárabe
1 de mayo San José Obrero (fiesta del trabajo)
AtributosPor antonomasia, con el niño Jesús en brazos.
Vara florida, con azucena o nardo.
Cayado.
Serrucho de carpintero.
PatronazgoFlag of Belgium.svg Bélgica; Flag of Austria.svg Austria; Flag of Canada.svg Canadá, Flag of South Korea.svg Corea del Sur; Flag of Mexico.svg México; Flag of Panama.svg Panamá; Flag of Peru.svg Perú; Flag of New Caledonia.svg Nueva Caledonia; Bandera de Vietnam Vietnam; Flag of Italy.svg Italia, Turín, de la Iglesia Universal (declarado por el papa Pío IX en 1870), carpinteros, emigrantes, viajeros, de los niños por nacer. Por antonomasia, es el «patrono de la buena muerte» por atribuírsele haber muerto en brazos de Jesús y María.
José de Nazaret (heb.יוסף הקדוש) fue, en el cristianismo y según diversos textos neotestamentarios, el esposo de María, la madre de Jesús de Nazaret y, por tanto, padre terrenal de Jesús. Según los Evangelios, era de oficio artesano (en el original griego, «τεχτων»; Mateo 13:55a), lo que ya en los primeros siglos del cristianismo se concretó en carpintero, profesión que habría enseñado a su hijo, de quien igualmente se indica que era "artesano" (Marcos 6:3a). Era de condición humilde, aunque las genealogías de Mateo 1:1-17 y Lucas 3:23-38 lo presentan como perteneciente a la estirpe del rey David. Se ignora la fecha de su muerte, aunque se acepta que José de Nazaret murió cuando Jesucristo tenía ya más de 12 años pero antes del inicio de su predicación. En efecto, el evangelio de Lucas menciona a «los padres» de Jesús cuando éste ya cuenta con 12 años (Lucas 2:41-50), pero no se menciona a José de Nazaret en los Evangelios canónicos durante el ministerio público de Jesús, por lo que se presume que murió antes de que éste tuviera lugar. Las Escrituras señalan a José como «justo» (Mateo 1:19), que implica su fidelidad a la Torá y su santidad.
La figura de José fue contemplada y admirada por diversos Padres y Doctores de la Iglesia y es hoy objeto de estudio de una rama particular de la Teología, la Josefología. La exhortación apostólica Redemptoris custos, escrita por Juan Pablo II y publicada el 15 de agosto de 1989, es considerada la carta magna de la teología de San José.[1]

 


José de Nazaret en el Nuevo Testamento


 
Detalle de José de Nazaret en el Descanso en la huida a Egipto (1517), óleo sobre lienzo de Antonio Allegri da Correggio.
El evangelio de Mateo 1:18-24 muestra parte del drama que vivió José de Nazaret al saber que María estaba embarazada. Iba a repudiarla, en secreto porque era justo, porque no quería que fuera apedreada según lo dispuesto en la Torá (Deuteronomio 22:20-21). La Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén interpreta que la justicia de José consistió en no querer encubrir con su nombre a un niño cuyo padre ignoraba, pero también en que, convencido de la virtud de María, se negaba a entregarla al riguroso procedimiento de la ley de Moisés.[2] Según el evangelio de Mateo, el ángel del Señor le manifestó en sueños que ella concibió por obra del Espíritu Santo y que su hijo «salvaría a su pueblo de sus pecados», por lo que José aceptó a María (Mateo 1:20-24).
Luego, antes que Herodes el Grande ordenara matar a los niños menores de dos años de Belén y de toda la comarca, José tomó al niño Jesús y a su madre y huyó a Egipto (Mateo 2:13-18). Al morir Herodes, José entró nuevamente con el niño y su madre en tierra de Israel pero, al enterarse de que Arquelao, hijo de Herodes el Grande, reinaba en Judea, tuvo miedo de ir allí y se retiró a la región de Galilea, a Nazaret (Mateo 2:19-23).[Nota 1] Según el evangelio de Lucas, Nazaret había sido el lugar de residencia de María, ya desposada con José, cuando acaeció la Anunciación (Lucas 1:26-38).

Significado del nombre, y oficio de José


 
San José carpintero, de Georges de La Tour. Óleo sobre lienzo pintado en la década de 1640. Museo del Louvre, París.
José (o Joseph en su transcripción arcaica al español, usada hasta inicios del s. XIX) es un nombre masculino de origen hebreo que deriva de yôsef (יוסף) «añada», del verbo lehosif (להוסיף) «añadir». La explicación del significado de este nombre se encuentra en el libro del Génesis.
Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz a un hijo. Y dijo: «Ha quitado Dios mi afrenta.» y le llamó José, como diciendo: «Añádeme YHWH otro hijo.»
Génesis 30,22-24
.
El hecho de que José de Nazaret sea mencionado como padre putativo de Jesús,[Nota 2] habría dado lugar en castellano al acrónimo Pepe, resultante del conjunto de ambas iniciales.[3] [4] Sin embargo otros piensan que se trata de una versión reducida de Jusepe (antigua versión del nombre en español).[5]
El evangelio de Mateo en griego señala que Jesús de Nazaret era «hijo del artesano» (Mateo 13:55a) y el evangelio de Marcos expresa que a Jesús mismo le hacían de ese oficio: «¿No es éste el artesano?» (Marcos 6:3).
El término griego usado en ambos casos, «τεχτων», no corresponde específicamente a «carpintero», sino a «artesano», a «obrero»,[6] aunque más frecuentemente se diga de José que era carpintero. De hecho, así se lo suele traducir en la mayoría de las Biblias, incluyendo la Biblia de Jerusalén: «¿No es éste (Jesús) el hijo del carpintero?» (Mateo 13:55a).[7]

José de Nazaret en la Patrística

Los Padres de la Iglesia fueron los primeros en retomar el tema de José de Nazaret. Ireneo de Lyon señaló que José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la María es figura y modelo.[8] A Ireneo se sumó Efrén de Siria con un sermón laudatorio,[9] Juan Crisóstomo,[10] Jerónimo de Estridón,[11] y Agustín de Hipona, quien apuntó de forma taxativa refiriéndose a José y a María:
Lo que el Espíritu Santo ha obrado, lo ha obrado para los dos. Justo es el hombre, justa es la mujer. El Espíritu Santo, apoyándose en la justicia de los dos, dio un hijo a ambos.
San Agustín, Serm. 51, c. 20.
Según la tradición apostólica, José nació en Belén. Los padres de José eran Santiago y Santa Juana. Santiago (cuyo nombre original es Jacob) era natural de Belén. Sus padres eran Mathan y Estha. Su genealogía es la del Evangelio de San Mateo. Santa Juana (cuyo nombre original es Abdit), llamada por algunos Abigail, era de Belén. Sus padres eran Eleazar y Abdit.
Además, José podría haber tenido un primo hermano de nombre Cleofás, quizá padre de Santiago el Menor, José Barsabás, Simón El Celote, Judas Tadeo, Lidia y Lisia. Todos ellos fueron conocidos como hermanos de Jesús, aunque la interpretación tradicional católica considera que serían sus primos segundos.

San José en la Iglesia católica

Numerosos autores cristianos, varios de ellos doctores de la Iglesia, se refirieron a lo largo de la historia a José de Nazaret (Beda el Venerable, Bernardo de Claraval, Tomás de Aquino en su Summa Theologiae, 3, q. 29, a. 2 in c.).[12] Sixto IV (1471-1484) introdujo la festividad de San José en el Breviario romano, e Inocencio VIII (1484-1492) la elevó a rito doble.
También desde el comienzo de la Orden de Frailes Menores, los franciscanos se interesaron en José de Nazaret como modelo único de paternidad. Distintos escritores franciscanos desde el siglo XIII al XV (Buenaventura de Fidanza, Juan Duns Scoto, Pedro Juan Olivi, Ubertino da Casale, Bernardino de Siena, y Bernardino de Feltre) fueron sugiriendo progresivamente cómo José de Nazaret podría convertirse en un modelo de fidelidad, de humildad, pobreza y obediencia para los seguidores de Francisco de Asís.[13]
Sin embargo, fue Teresa de Ávila quien dio a la devoción a San José el espaldarazo definitivo en el siglo XVI. Esta mística española relata su experiencia personal referida a José de Nazaret en el Libro de la Vida:
Y tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él. [...] No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra (que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar), así en el cielo hace cuanto le pide. [...] Paréceme, ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. [...] Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ello. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino.[14]
Teresa de Ávila, Libro de la Vida, cap. 6, nn. 6-8.

 
Lienzo cuzqueño que representa a San José con el Niño Jesús. Perú es uno de los países de los cuales José de Nazaret fue proclamado santo patrón.
Por la fidelidad a su esposa con la que, según la Iglesia católica, consumó el matrimonio manteniéndose casto, debido a que María estaba profundamente entregada al amor de su padre divino, San José recibió el don divino de la paternidad aún siendo verdadero esposo virginal, de ahí su dignidad y santidad. San José fue declarado patrono de la familia y es por antonomasia el patrono de la buena muerte, atribuyéndosele el haber muerto en brazos de Jesús y de María.
El papa Pío IX lo proclamó patrono de la Iglesia universal en 1870. Debido a su trabajo de carpintero es considerado patrono del trabajo, especialmente de los obreros, por dictamen de Pío XII en 1955, que quiso darle connotación cristiana a la efeméride del Día internacional de los trabajadores.
La Iglesia católica lo ha declarado también protector contra la duda y el papa Benedicto XV lo declaró además patrono contra el comunismo y la relajación moral. El 15 de agosto de 1989, el papa Juan Pablo II le dedicó la exhortación apostólica Redemptoris Custos, en ocasión del centenario de la encíclica Quamquam pluries del papa León XIII.[15] Ha sido proclamado patrono de América, China, Canadá, Corea, México, Austria, Bélgica, Bohemia, Croacia, Perú, Vietnam.

José en la Sagrada Familia

José constituye uno de los tres pilares que componen la familia cristiana modelo, tanto en su aspecto interno (en las relaciones entre los distintos miembros que la integran) como en el externo (la familia en la sociedad).
Se puede afirmar que José no era padre adoptivo en sentido estricto pues no hubo ninguna adopción, ningún negocio jurídico equivalente a ello. José fue la persona que, según la tradición cristiana, Dios eligió para constituir una familia para Jesús. Y tal familia se caracterizó por sólo tres elementos, destacando que de ellos, José asumió el rol paterno.
José, un hombre justo, se caracterizó en sus relaciones familiares, por dar una trato de máximo respeto y apoyo a María y por servir de modelo, por voluntad de Dios, a Jesús. Son estas notas las que constituyen el aspecto fundamental de la familia cristiana vista internamente. Y nos llevan a afirmar que José es una de las figuras centrales del cristianismo, un hombre excepcional.

San José en el inicio del ministerio petrino del papa Francisco

En ocasión del inicio de su ministerio petrino en la solemnidad de san José de 2013, el papa Francisco refirió en su homilía los alcances de la custodia que caracteriza a este santo:
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.[16]
Papa Francisco
Posteriormente, hizo referencia en la misma homilía a la vocación de custodiar que han de tener los seres humanos.
Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios. [...] Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura. Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.[16]
Papa Francisco

Josefología


 
San José de la Hermandad de los Desamparados (San Fernando, España). En la imagen se observa la vara florida, uno de los símbolos de José de Nazaret a partir del siglo V.
En el presente, algunos teólogos católicos sostienen que José subió al cielo en cuerpo y alma e inclusive que José fue inmaculado desde su concepción.[17] La «Josefología», como rama de la Teología que estudia a José de Nazaret, está en constante evolución.

Iconografía

San José se halla representado desde el siglo III en algunos relieves de sarcófagos, siempre junto a la Virgen María, llevando ordinariamente como distintivo un cayado (bastón con el extremo superior curvo) o un instrumento de su oficio.
Hasta el siglo V siempre se le da un aspecto joven y hasta el siglo XIII nunca figura aislado o fuera de escena.

San José y Las Fallas de Valencia

En Valencia, España, se celebran unas fiestas tradicionales llamadas Fallas de Valencia en las que, entre otros actos, se queman unos monumentos hechos de madera y cartón en diferentes puntos de la ciudad. Éstas se celebran en honor de San José, patrón de los carpinteros (gremio muy extendido en la ciudad cuando empezaron a celebrarse a finales del siglo XIX e incluso en la actualidad dada la importancia de la industria del mueble en la región). Los principales actos de Las Fallas son:
  • La Despertà
  • La Mascletà
  • El Castell de Focs artificials
  • La Cremà

Véase también

Notas

  1. Ir a Según algunas investigaciones arqueológicas, Nazaret puede haber sido una pequeña aldea con casas muy humildes adyacentes a cuevas rocosas; ver: Reed, Jonathan L. (2000). Archaeology and the Galilean Jesus. A Re-examination of the evidence. Harrisburg, PA (EE. UU.): Trinity Press International. ISBN 1-56338-394-2. p. 13.
  2. Ir a Algunos piensan que la expresión «padre putativo» (que usualmente se abrevia como «P. P.») de Jesús refiere a José, es decir, aquél que era reputado o tenido por padre de Jesús sin serlo.

Bibliografía

  • Esquerda Bifet, J. (1989). José de Nazaret. Salamanca: Ed. Sígueme.
  • Llamera, B. (1953). Teología de San José. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Referencias

  1. Ir a Stramare, S. (2000). «José, esposo de la Virgen María». En Leonardi, C.; Riccardi, A.; Zarri, G. (en español). Diccionario de los Santos, Volumen II. España: San Pablo. pp. 1213-1219. ISBN 84-285-2259-6. http://books.google.com.ar/books?id=a2WMi-KVQNkC&pg=PA1219&dq=%22Diccionario+de+los+santos%22+%22Jos%C3%A9+de+Nazaret%22&hl=es#v=onepage&q=%22Diccionario%20de%20los%20santos%22%20%22Jos%C3%A9%20de%20Nazaret%22&f=false. 
  2. Ir a Escuela Bíblica de Jerusalén, ed (1976). Biblia de Jerusalén (Edición Española). Bilbao (España): Desclée de Brouwer. p. 1387. ISBN 84-330-0022-5. 
  3. Ir a Gómez Ortín, Francisco Javier (2007). «Escarceos filológicos - Putativo/a». Tonos (Revista electrónica de estudios filológicos) (13). ISSN 1577-6921. http://www.um.es/tonosdigital/znum13/subs/corpora/indicecorpora.htm. Consultado el 7 de mayo de 2012. «El cultismo hijo putativo se aplicó, desde antiguo, a Jesús de Nazaret, ya que se tenía por hijo de José, no siéndolo, como S. José es el padre putativo de Jesús. Se cree que el familiar Pepe se originó de las siglas P.P., "Pater Putativus". Está claro que hijo putativo no implica deshonra alguna, sino que manifiesta una opinión general aparentemente fundada. Así, los hijos adoptivos, cuya condición se mantenga secreta, se podrán denominar hijos putativos de sus padres adoptivos, en tanto no llegue a ser pública esa situación.». 
  4. Ir a Villegas Villegas, Alberto (2002). «Territorios de la palabra». Cifra Nueva (Trujillo) (15):  pp. 5-18. ISSN 0798-1570. http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/18780/1/articulo1.pdf. Consultado el 14 de mayo de 2012. «Recordemos que según la tradición española a los José le suelen llamar Pepe. Esto viene a raíz de que San José fue llamado Padre Putativo de Jesús. Se hizo norma que cada vez que se utilizaba el nombre de José para referirse a San José había que agregar el apósito Padre Putativo, se decidió abreviarlo en P.P.». 
  5. Ir a Malkiel, Yakov (1978) "Derivational categories". En: Greenberg, Joseph H. (ed.) Universals of human language. Stanford, CA: Stanford University Press, tomo I, p.131
  6. Ir a Zorrell, Francisco. (1931). Lexicon graecum Novi Testamenti. París, col. 1307-1308.
  7. Ir a Escuela Bíblica de Jerusalén, ed (1976). Biblia de Jerusalén (Edición Española). Bilbao (España): Desclée de Brouwer. p. 1408. ISBN 84-330-0022-5. 
  8. Ir a Ireneo de Lyon. Adversus haereses IV, 23, 1.
  9. Ir a San Efrén. Sermón de Navidad, 1.
  10. Ir a San Juan Crisóstomo, Hom. 4 in Math., n. 6.
  11. Ir a San Jerónimo. De perp. Virg. B. M. V., PL 23, 213.
  12. Ir a Martelet, Bernard (1999). José de Nazaret, el hombre de confianza. 321 pp (4a edición). Madrid: Ediciones Palabra. ISBN 84-8239-324-3. http://books.google.com.ar/books?id=hhZrcF08IcsC&printsec=frontcover&dq=Jos%C3%A9+de+Nazaret,+El+hombre+de+confianza+Bernard+Martelet&hl=es&cd=2#v=onepage&q&f=false. Consultado el 20 de marzo de 2012. 
  13. Ir a Spirito, Guglielmo; Ceschia, Marzia (2011). «Giuseppe di Nazareth: Una prospettiva francescana tra XIII e XV secolo». Miscellanea francescana (Roma) 111 (1-2):  pp. 163-185. ISSN 0026-587X. http://cat.inist.fr/?aModele=afficheN&cpsidt=24421291. Consultado el 28 de mayo de 2012. 
  14. Ir a Santa Teresa de Jesús (2003). Libro de la vida. Volumen 90 de Colección Clásicos universales. 347 pp. Valdeavero, Madrid: Jorge A Mestas Ediciones. ISBN 978-84-9599-418-9. 
  15. Ir a Juan Pablo II (15 de agosto de 1989). «Exhortación Apostólica «Redemptoris Custos» sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia». Consultado el 19 de marzo de 2012.
  16. Saltar a: a b Papa Francisco (19 de marzo de 2013). «Homilía del Santo Padre Francisco - Santa Misa, imposición del Palio y entrega del anillo del pescador en el solemne inicio del ministerio petrino del obispo de Roma». Plaza de San Pedro: Libr. Editrice Vaticana. Consultado el 19 de marzo de 2013.
  17. Ir a Canals Vidal (1998). «La tarea josefológica del P. Francisco de Paula Sola». Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (4):  pp. 35-49. ISSN 1137-117X. http://dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=2864367. Consultado el 20 de marzo de 2012. 

Enlaces externos

  • Historia de José el carpintero.
    • Texto francés, con introducción y comentarios en el mismo idioma, en el sitio de Philippe Remacle (1944 - 2011).

 
San José con JesúsSAN JOSÉ
ESPOSO DE MARÍA y PADRE VIRGINAL DE JESUS

FIESTA: 19 de marzo
Modelo de padre y esposo, patrón de la Iglesia universal, de los trabajadores, de infinidad de comunidades religiosas y de la buena muerte.
Ver también:Página principal sobre San José en Corazones.org
San José. el esposo de María, Francisco Fernández
Virgen María"hermanos de Jesús"
A San José Dios le encomendó la inmensa responsabilidad y privilegio de ser esposo de la Virgen María y custodio de la Sagrada Familia. Es por eso el santo que más cerca esta de Jesús y de la Stma. Virgen María.
Nuestro Señor fue llamado "hijo de José" (Juan 1:45; 6:42; Lucas 4:22) el carpintero (Mateo 12:55).
No era padre natural de Jesús (quién fue engendrado en el vientre virginal de la Stma. Virgen María por obra del Espíritu Santo y es Hijo de Dios), pero José lo adoptó y Jesús se sometió a el como un buen hijo ante su padre. ¡Cuánto influenció José en el desarrollo humano del niño Jesús! ¡Qué perfecta unión existió en su ejemplar matrimonio con María!
San José es llamado el "Santo del silencio" No conocemos palabras expresadas por él, tan solo conocemos sus obras, sus actos de fe, amor y de protección como padre responsable del bienestar de su amadísima esposa y de su excepcional Hijo. José fue "santo" desde antes de los desposorios. Un "escogido" de Dios. Desde el principio recibió la gracia de discernir los mandatos del Señor.
Las principales fuentes de información sobre la vida de San José son los primeros capítulos del evangelio de Mateo y de Lucas. Son al mismo tiempo las únicas fuentes seguras por ser parte de la Revelación. 
San Mateo (1:16) llama a San José el hijo de Jacob; según San Lucas (3:23), su padre era Heli.  Probablemente nació en Belén, la ciudad de David del que era descendiente. Pero al comienzo de la historia de los Evangelios (poco antes de la Anunciación), San José vivía en Nazaret.
Según San Mateo 13:55 y Marcos 6:3, San José era un "tekton". La palabra significa en particular que era carpintero. San Justino lo confirma (Dial. cum Tryph., lxxxviii, en P. G., VI, 688), y la tradición ha aceptado esta interpretación.
Si el matrimonio de San José con La Stma. Virgen ocurrió antes o después de la Encarnación aun es discutido por los exegetas. La mayoría de los comentadores, siguiendo a Santo Tomás, opinan que en la Anunciación, la Virgen María estaba solo prometida a José.  Santo Tomás observa que esta interpretación encaja mejor con los datos bíblicos.
Los hombres por lo general se casaban muy jóvenes y San José tendría quizás de 18 a 20 años de edad cuando se desposó con María. Era un joven justo, casto, honesto, humilde carpintero...ejemplo para todos nosotros.
La literatura apócrifa, (especialmente el "Evangelio de Santiago", el "Pseudo Mateo" y el "Evangelio de la Natividad de la Virgen María", "La Historia de San José el Carpintero", y la "Vida de la Virgen y la Muerte de San José) provee muchos detalles pero estos libros no están dentro del canon de las Sagradas Escrituras y no son confiables.
Amor virginal
Algunos libros apócrifos cuentan que San José era un viudo de noventa años de edad cuando se casó con la Stma. Virgen María quien tendría entre 12 a 14 años. Estas historias no tienen validez y San Jerónimo las llama "sueños". Sin embargo han dado pie a muchas representaciones artísticas. La razón de pretender un San José tan mayor quizás responde a la dificultad de una relación virginal entre dos jóvenes esposos. Esta dificultad responde a la naturaleza caída, pero se vence con la gracia de Dios. Ambos recibieron extraordinarias gracias a las que siempre supieron corresponder. En la relación esposal de San José y la Virgen María tenemos un ejemplo para todo matrimonio.  Nos enseña que el fundamento de la unión conyugal está en la comunión de corazones en el amor divino. Para los esposos, la unión de cuerpos debe ser una expresión de ese amor y por ende un don de Dios.  San José y María Santísima, sin embargo, permanecieron vírgenes por razón de su privilegiada misión en relación a Jesús.  La virginidad, como donación total a Dios, nunca es una carencia; abre las puertas para comunicar el amor divino en la forma mas pura y sublime. Dios habitaba siempre en aquellos corazones puros y ellos compartían entre sí los frutos del amor que recibían de Dios.
El matrimonio fue auténtico, pero al mismo tiempo, según San Agustín y otros, los esposos tenían la intención de permanecer en el estado virginal. (cf.St. Aug., "De cons. Evang.", II, i in P.L. XXXIV, 1071-72; "Cont. Julian.", V, xii, 45 in P.L.. XLIV, 810; St. Thomas, III:28; III:29:2).
Pronto la fe de San José fue probada con el misterioso embarazo de María. No conociendo el misterio de la Encarnación y no queriendo exponerla al repudio y su posible condena a lapidación, pensaba retirarse cuando el ángel del Señor se le apareció en sueño:
"Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer." (Mat. 1:19-20, 24).

Unos meses mas tarde, llegó el momento para S. José y  María de partir hacia Belén para apadrinarse según el decreto de Cesar Augustus. Esto vino en muy difícil momento ya que ella estaba en cinta. (cf. Lucas 2:1-7).

En Belén tuvo que sufrir con La Virgen la carencia de albergue hasta tener que tomar refugio en un establo. Allí nació el hijo de la Virgen. El atendía a los dos como si fuese el verdadero padre. Cual sería su estado de admiración a la llegada de los pastores, los ángeles y mas tarde los magos de Oriente. Referente a la Presentación de Jesús en el Templo, San Lucas nos dice: "Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él".(Lucas 2:33).
Después de la visita de los magos de Oriente, Herodes el tirano, lleno de envidia y obsesionado con su poder, quiso matar al niño. San José escuchó el mensaje de Dios transmitido por un ángel: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle.» Mateo 2:13.  San José obedeció y tomo responsabilidad por la familia que Dios le había confiado.

San José tuvo que vivir unos años con la Virgen y el Niño en el exilio de Egipto.   Esto representaba dificultades muy grandes: la Sagrada familia, siendo extranjera, no hablaba el idioma, no tenían el apoyo de familiares o amigos, serían víctimas de prejuicios, dificultades para encontrar empleo y la consecuente pobreza. San José aceptó todo eso por amor sin exigir nada. 

Una vez mas por medio del ángel del Señor, supo de la muerte de Herodes: "«Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño.»  El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel.  Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea". Mateo 2:22.
Fue así que la Sagrada Familia regresó a Nazaret. Desde entonces el único evento que conocemos relacionado con San José es la "pérdida" de Jesús al regreso de la anual peregrinación a Jerusalén (cf. Lucas 2, 42-51).  San José y la Virgen lo buscaban por tres angustiosos días hasta encontrarlo en el Templo.  Dios quiso que este santo varón nos diera ejemplo de humildad en la vida escondida de su sagrada familia y su taller de carpintería.
Lo mas probable es que San José haya muerto antes del comienzo de la vida pública de Jesús ya que no estaba presente en las bodas de Canaá ni se habla mas de él. De estar vivo, San José hubiese estado sin duda al pie de la Cruz con María. La entrega que hace Jesús de su Madre a San Juan da también a entender que ya San José estaba muerto.
Según San Epifanius, San José murió en sus 90 años y la Venerable Bede dice que fue enterrado en el Valle de Josafat. Pero estas historias son dudosas. 

La devoción a San José se fundamenta en que este hombre "justo" fue escogido por Dios para ser el esposo de María Santísima y hacer las veces de padre de Jesús en la tierra.  Durante los primeros siglos de la Iglesia la veneración se dirigía principalmente a los mártires. Quizás se veneraba poco a San José para enfatizar la paternidad divina de Jesús. Pero, así todo, los Padres (San Agustín, San Jerónimo y San Juan Crisóstomo, entre otros), ya nos hablan de San José.  Según San Callistus, esta devoción comenzó en el Oriente donde existe desde el siglo IV, relata también que la gran basílica construida en Belén por Santa Elena había un hermoso oratorio dedicado a nuestro santo.
San Pedro Crisólogo: "José fue un hombre perfecto, que posee todo género de virtudes" El nombre de José en hebreo significa "el que va en aumento. "Y así se desarrollaba el carácter de José, crecía "de virtud en virtud" hasta llegar a una excelsa santidad.
En el Occidente, referencias a (Nutritor Domini) San José aparecen  en el siglo IX en martirologios locales y en el 1129 aparece en Bologna la primera iglesia a él dedicada.  Algunos santos del siglo XII comenzaron a popularizar la devoción a San José entre ellos se destacaron San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, Santa Gertrudiz y Santa Brígida de Suecia. Según Benito XIV (De Serv. Dei beatif., I, iv, n. 11; xx, n. 17), "La opinión general de los conocedores es que los Padres del Carmelo fueron los primeros en importar del Oriente al Occidente la laudable práctica de ofrecerle pleno culto a San José".
En el siglo XV, merecen particular mención como devotos de San José los santos Vicente Ferrer (m. 1419), Pedro d`Ailli (m. 1420), Bernadino de Siena (m. 1444) y Jehan Gerson (m. 1429).  Finalmente, durante el pontificado de Sixto IV (1471 - 84), San José se introdujo en el calendario Romano en el 19 de Marzo. Desde entonces su devoción ha seguido creciendo en popularidad.  En 1621 Gregorio XV la elevó a fiesta de obligación. Benedicto XIII introdujo a San José en la letanía de los santos en 1726.
San Bernardino de Siena  "... siendo María la dispensadora de las gracias que Dios concede a los hombres, ¿con cuánta profusión no es de creer que enriqueciese de ella a su esposo San José, a quién tanto amaba, y del que era respectivamente amada? " Y así, José crecía en virtud y en amor para su esposa y su Hijo, a quién cargaba en brazos en los principios, luego enseñó su oficio y con quién convivió durante treinta años.
Los franciscanos fueron los primeros en tener la fiesta de los desposorios de La Virgen con San José. Santa Teresa tenía una gran devoción a San José y la afianzó en la reforma carmelita poniéndolo en 1621 como patrono, y en 1689 se les permitió celebrar la fiesta de su Patronato en el tercer domingo de Pascua. Esta fiesta eventualmente se extendió por todo el reino español. La devoción a San José se arraigo entre los obreros durante el siglo XIX.  El crecimiento de popularidad movió a Pío IX, el mismo un gran devoto, a extender a la Iglesia universal la fiesta del Patronato (1847) y en diciembre del 1870 lo declaró Santo Patriarca, patrón de la Iglesia Católica. San Leo XIII y Pío X fueron también devotos de San José. Este últimos aprobó en 1909 una letanía en honor a San José.
Santa Teresa de Jesús   "Tomé por abogado y señor al glorioso San José." Isabel de la Cruz, monja carmelita, comenta sobre Santa Teresa: "era particularmente devota de San José y he oído decir se le apareció muchas veces y andaba a su lado."
"No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo...No he conocido persona que de veras le sea devota que no la vea mas aprovechada en virtud, porque aprovecha en gran manera a las almas que a El se encomiendan...Solo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no le creyere y vera por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle devocion..." -Sta. Teresa.
San Alfonso María de Ligorio nos hace reflexionar: "¿Cuánto no es también de creer aumentase la santidad de José el trato familiar que tuvo con Jesucristo en el tiempo que vivieron juntos?" José durante esos treinta años fue el mejor amigo, el compañero de trabajo con quién Jesús conversaba y oraba. José escuchaba las palabras de Vida Eterna de Jesús, observaba su ejemplo de perfecta humildad, de paciencia, y de obediencia, aceptaba siempre la ayuda servicial de Jesús en los quehaceres y responsabilidades diarios. Por todo esto, no podemos dudar que mientras José vivió en la compañía de Jesús, creció tanto en méritos y santificación que aventajó a todos los santos.
Bibliografía: Souvay, Charles L., Saint Joseph, Catholic Encyclopedia,   Encyclopedia Press, Inc. 1913.
Foto: San José con el niño Jesús; Convento de las Visitantinas, Ciudad del Este, Paraguay. /- Padre Jordi Rivero.
El misterio de San José esposo y Padre, en el pensamiento del Padre José de Verthamont
Bertrand de Margerie S.J. (París)
Estudios Josefinos – Centro Español de Investigaciones Josefinas
Año 56 – enero-junio 2002 – número 111
En 1692 el padre Verthamont, jesuita francés (1637-1724), publicaba un volumen de 588 páginas titulado Octave de Saint Joseph, contenant ses vertus et ses privilèges (Octavario de San José. Con sus virtudes y sus privilegios). Se trata de un conjunto de ocho discursos doctrinales que incluyen también reflexiones morales bastantes compendiadas. Tras la presentación de su género literario y de su método, espigaremos en estos discursos los elementos de una teología bíblico-patrística del matrimonio virginal de José, de su santidad, de su paternidad y del patrocinio eclesial que de ello se deriva. No callaremos las críticas que este libro suscita y, como conclusión, expondremos el interés de la obra que nos ocupa.
Introducción: género literario y método de los ocho discursos
El estilo con frecuencia retórico confirma que los ocho discursos han sido escritos para ser predicados o, al menos, para ser “pronunciables”. El autor es un orador que trata de convencer. Pero es, ante todo e incontestablemente, un teólogo que se mueve con toda comodidad en la Sagrada Escritura, en los santos padres y entre los teólogos escolásticos. Es muy notable el conocimiento que tiene de los Padres y de sus contenidos josefológicos, como lo es su familiaridad con numerosos escritores que antes que él trataron de San José en los siglos precedentes.
Pero lo que más llama la atención es la manera rigurosamente lógica y grata en que sabe organizar el conjunto de conocimientos bíblicos, patrísticos y teológicos relativos a san José. Resaltan la amplitud, la riqueza e incluso la originalidad, al menos relativa de los puntos de vista que ofrece: Insisto en lo de “al menos relativa”. Porque si es cierto que él toma sus materiales de otros autores con frecuencia, autores que no conocemos bien hoy día, nos dan la sensación de novedad, novedad que se acentúa por la forma que tiene de asociarlos. Cada uno de los discursos de Verthamont regocija al lector por algún descubrimiento inesperado, hasta el extremo de que el lector, sorprendido, se dice espontáneamente: me gustaría disponer de una edición nueva, moderna, de obra tan rica. Un índice de los autores citados probaría su enorme variedad.
Subrayemos un aspecto particular: la josefología del padre Verthamont es profundamente bíblica sobre todo en el sentido de un sistema sabio y preciso de comparaciones continuas entre san José, sus situaciones, sus virtudes, sus pruebas y las de otros personajes del Antiguo y del Nuevo testamento permite al autor marcarse un auténtico reto: reproducir, a partir de los dos primeros capítulos de Mateo y Lucas, cerca de seiscientas páginas acerca de su héroe evitando “repeticiones tediosas” (Prefacio II), hasta el punto de que su lectura sigue siendo para nosotros un verdadero “festín”. El secreto del éxito de nuestro autor nos lo ha desvelado él mismo en su Prefacio, al decir que “las acciones, virtudes y privilegios de san José radican en el misterio de su persona”, y que nuestras investigaciones, “por más exigentes que sean, no sirven más que para dejar entrever un gran número de maravillas que se escapan a nuestra penetración”.
I. José, esposo virginal de la madre de Dios (Discursos I y II)
Para Verthamont, que en este particular sigue a san pedro Damiano, doctor de la Iglesia, la virginidad de san José es una verdad de las que “hay que incluir entre las que son de fe” (D.I, 89). Nuestro amor refuerza esta sentencia a la luz de un comentario bíblico de santo Tomás de Aquino: en su lectura del capítulo primero de la carta a los Gálatas, el aquinatense, de forma indirecta acentúa: “Si el Señor quiso confiar la custodia de su madre virgen solo a un discípulo virgen (jn 19, 26), no es posible sostener que su esposo no fuera virgen” (edición Marietti, párrafo 48).
El mismo Dios ha dado a San José una mujer prudente, piensa Verthamont a la luz del libro de los Proverbios: “El Espíritu Santo nos asegura que os padres de un hijo pueden muy bien darle como dote cuando lo quieren casar una casa hermosa, grandes riquezas, pero solamente Dios puede proporcionarle una mujer prudente y virtuosa; el texto griego añade una palabra (harmozete) que expresa grandes realidades y que significa que únicamente Dios es capaz de acomodar las inclinaciones de un esposo y de una esposa, de regular sus humores, de suerte que de sus palabras y sus acciones se forme una especie de armonía” (Pr 19, 14; DI, 14).
De la misma manera, según Verthamont, parece que el espíritu Santo haya hecho pronunciar esta profecía salomónica a favor de san José: “Se dará al hombre de bien una mujer virtuosa para recompensar la santidad de sus acciones” (Si 26, 3; D I, 26). Sí, comenta nuestro autor, se dará al incomparable san José una buena esposa, que será el fruto de la inocencia de su vida”. Precisa algo más adelante (p.27): “La Trinidad destina al justo perfecto, cual fue san José, una esposa virtuosa como recompensa por la santidad de los primeros años años de su vida: san José, por tanto, y por leyes de e4stricta justicia, ha merecido ser esposo de María”.
El libro hace acompañar esta consideración con un pensamiento que la simboliza a la perfección: “de la misma manera que entre los judíos los jóvenes comparaban a las doncellas con las que deseaban casarse”; al igual “que Jesús ha adquirido a la Iglesia su esposa por la efusión de toda su sangre, Dios quiso que san José se sometiera a esta práctica; en el lugar del texto ordinario en que leemos “habiendo sido María, su madre, desposada con José, en el Siríaco encontramos: ‘María, su Madre, habiendo sido comprada por José’. De esta suerte era necesario que José se despojase de todos sus bienes para pagar esta perla infinitamente preciosa”, la virgen María (D I, 27; Mt 1, 18; cf. Gm 34; I R 8), y añade Verthamont: ha pagado por adelantado a Dios con todas sus virtudes heroicas; ha dado el tesoro de su humildad, los frutos de su justicia, la inmensidad de su caridad, las prerrogativas de su pobreza, el esplendor y las hermosuras de su perfecta virginidad” (D I, 28).
Para Verthamont, el matrimonio virginal de María y de José ha sido fecundado no solamente por el nacimiento virginal de Jesús sino también “por estos grandes santos que han conservado la virginidad en su matrimonio y que son los frutos de la casta alianza de José y de María”. Porque dice, “esta gloriosa raza de esposos castos, que comienza con el padre y la madre de Jesús, florecerá hasta la consumación de los siglos y servirá al mismo tiempo como a la Iglesia de hermoso ornamento” (D II, 97).
Cuando escribimos estas páginas puede pensarse que un punto de vista como éste no ha perdido actualidad. Más bien al contrario. La Iglesia siempre admitió la licitud de estos matrimonios excepcionales, sacramentales y no consumados. Jacques Maritain nos dice haber sido testigo en bastantes celebraciones matrimoniales de este estilo. Y sabemos que son muchas las parejas que hoy día, teniendo como telón de fondo el matrimonio virginal de María y José, practican la continencia periódica, renunciando en su espíritu de oración y por amor de Dios a placeres legítimos, de forma especial en el horizonte de la procreación responsable y deseosa de racionalizar en la práctica el mandamiento divino del creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). Incluso hay quien en la actualidad propone esta práctica por espíritu de reparación de los abortos que son fruto de una sensualidad irracional. Citemos a este propósito el folleto publicado en 1991 por el editor D.D. Morin con el título “Aborto, la ofensa a dios” (Bouére, Francia, 61 pp.)
II. La Santidad Silenciosa del Justo José
Verthamont es un contemplativo del misterio de José, en quien considera con amor el misterio mismo de la Providencia divina.
Para nuestro autor, en José está inseparablemente silencio y palabra.
En primer lugar, José es silencio. Pero no un silencio cualquiera, sino silencio de amor, como comunica en este admirable análisis: “Ni la pena que sufrió cuando se apercibió del embarazo de la Virgen ni el gozo que le invadió cuando encontró a Jesús en el templo le hicieron romper el silencio. Quizá porque su lengua no bastaba a su corazón y porque las grandes realidades que estaban aconteciendo le cerraban la boca por la imposibilidad de expresarlas. Al igual que sucedió con Pablo después de su rapto. O mejor, porque estaba ocupado enteramente en amar y todas las fuerzas de su alma no podían aplicarse a otra cosa que al amor de Jesús. El movimiento de nuestros pensamientos y afectos, cuando es tan excesivo, suspende el movimiento de nuestras lenguas. De la misma manera, no resulta extraño que José, estando todo él abrasado del fuego sagrado que su divino hijo vino a traer a la tierra, no hablase casi nada a los humanos” (DV. 312).
Para Verthamont, el silencio de José, lejos de ser el de quien no tiene nada que decir, es el silencio del hombre que habla con Dios, el silencio de un estático ocupado de amar a Jesús; el silencio de quien prefiere hablar de los hombres a Jesús que de Jesús a los hombres. Es hermosa la aclaración: “jamás ha existido nadie con quien Jesús haya conversado más largamente ni más dulcemente que con su padre visible; y nunca se ha conocido un padre que haya tenido tanto placer con su hijo como José lo tuvo en conversar con José (DV, 315).
Silencio de extático, diríamos nosotros. Verthamont piensa que el silencio corporal y verbal de José es un fruto de su silencio espiritual de quietud en Dios evocado por su sueño místico entrecortado por conversaciones angélicas. Conecta en ello con san Simón de Casia y con los exegetas recientes: “este sueño de nuestro santo era un arrobamiento y uno de estos éxtasis que duraron casi tanto como su vida. En efecto, san Juan Crisóstomo compara el sueño de José con el que Dios envió a Adán cuando formó a Eva … los sueños del esposo de María eran misteriosos” (DV, 284).
¿Cuáles eran estos misterios que José aprendía en sueños? Verthamont no tiene dudas al respecto: 2En este sueño preferible a las vigilias más útiles, nuestro santo aprende los misterios de la Trinidad, de la Encarnación, de la redención y de la reconciliación de los hombres”. La afirmación, extraña a primera vista, no hace más que explayar el contenido de la declaración del ángel a José: “Jesús salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Verthamont prosigue con su explicación dirigiéndose a san José: “Tienes que creer José, que una virgen es madre de dios y que un Dios es hijo; te persuadirás de que este niño pequeño librará a su pueblo, no de la dominación de los romanos, sino de la esclavitud del pecado y de la tiranía de los demonios” (DV, 297).
También hay que observar con Verthamont (DV, 407) y con Ruperto deutz (In Mt; ML 168, 1323), que Dios “no quiso revelar el misterio de la encarnación a José sino después que hubiera sufrido el duro martirio del espíritu y del corazón para que los hombres encontrasen en su persona un modelo cumplido de la más perfecta justicia”.
Y hemos llegado a la exégesis de la justicia de San José tal y como se manifiesta en su angustia (Mt 1, 18). Se esperaría quizá vera Verthamont hacerse eco pura y llanamente de la interpretación de san Bernardo: san José se habría echado atrás por humildad ante un matrimonio con la santísima Virgen María por haberse considerado indigno. Pero, para nuestro autor, “este sentimiento tan ventajoso para la humildad de san José no es, en verdad, el más común entre los doctos ni el que creo yo más cierto; a pesar de todo, este sentimiento parece apoyarse de alguna forma en las Sagradas Escrituras (D VI, 414). ¿En qué consiste este apoyo? Verthamont nos lo precisa: “El embajador celestial no se dirige a San José en estos términos, “no sospeches de María, no la condenes…, sino que lo explica de la siguiente manera; José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer; es decir, no te dejes llevar por este temor respetuoso que te conduce a apartarte de María. No tiene que oponerse tu humildad a los designios que Dios tiene sobre tu persona y el sentimiento que tienes de ti mismo no debe ser un impedimento para que sigas viviendo con la madre de Dios” (D VI, 424-425). Por último, subraya Verthamont (425), el ángel, al llamar a José hijo de David lo quq quiere es animarle recordándole las promesas hechas al rey profeta.
Verthamont, por lo tanto, ha comprendido lo que le inclina a ceptar esta exégesis de la humildad – si se nos permite hablar de esta suerte -, reasumida y perfeccionada en nuestro tiempo por X León Dufour. A pesar de todo, no cree que ella sea la más verdadera. ¿Cuál es la más verdadera para él? Es la que nos explica, en Mt 1, 19, el lazo que existe entre la justicia de San José y su voluntad de no difamar públicamente a María, y por lo mismo la tesis de san Bernardo no da una explicación adecuada. Para Verthamont, Mt, 1, 19 significa que José se vio fuertemente solicitado a la injusticia pero supo portarse con “equidad” y “justicia”. Después de haber citado las opiniones de dos doctores de la Iglesia, pedro Crisólogo y Juan Crisóstomo, da la sensación de que hace suya esta primera apreciación: “El Evangelio no asegura solamente que José albergó alguna sospecha de esta preñez; dice que no cabe dudar del testimonio de estos sentidos”. Nuestro autor afirma: “El esposo visible de María se decía que su mujer había manchado su reputación. Yo no quiero condenarla pero tampoco me es posible no ver lo que mis ojos me están descubriendo” (VI, 385).
Y a pesar de todo, influido por Crisóstomo, Verthamont considera que José 2se defiende contra la verosimilitud que está acuciando a su espíritu; su alta sabiduría hace que este gran santo supere con la fe las pruebas que sus sentidos y su razón hacen aparecer todo aquello como hecho infalible” (D VI, 387).
Veamos por tanto que, según Verthamont, el texto de Mateo sugiere a la vez en el alma del esposo de María una humildad que le permite temer el convivir con ella y también el deseo de evitar cualquier juicio temerario hacia María encinta. Se comprenden las dudas de Verthamont puesto que también hoy día los intérpretes no se ponen de acuerdo.
En todo caso, es cierto que la exaltación que hace Mateo de la justicia del justo José de la justicia no era sólo a la santidad teocéntrica de José , sino también su justicia horizontal en relación con María. Lo ha comprendido muy bien nuestro autor: para él, la resolución de José al querer dejar a la Virgen María era el más fiel fruto de la justicia ante María que de su humildad. Siguiendo a San Juan Crisóstomo, Verthamont nos declara que la inversión de todas las leyes de la naturaleza es más creíble que un pecado de María (D VI, 399; cf. 407).
Para Verthamont, el ángel del señor, deseando consolar a san José después de la angustia de su duda, “no sólo revela la encarnación del verbo, también le declara tácitamente padre de este Hombre-Dios porque la cualidad de padre de Jesús es la más extraordinaria, la más divina que hombre alguno pueda poseer en la tierra, de ahí que san Juan Crisóstomo juzga con razón que el cielo dio a José un motivo de gloria imposible de explicar y comprender (D VI, 398). El misterio de José, incluyendo el misterio del matrimonio virginal, nos obliga a esclarecer la paternidad misteriosa del hijo de David.
III. José Padre de Jesús
Por una serie de razonamientos convergentes Verthamont aborda el misterio de aborda el misterio de la paternidad del Hijo de David teniendo siempre delante al Hijo de Dios.
En primer lugar evoca la filiación de Juan Evangelista en relación con María y la de Jesús en relación con José en un contexto de denominaciones: “Ya ers suficiente para José que Jesús le hubiese llamado una sola vez padre para que esta alta dignidad fuese irrevocablemente atribuida a su persona, de la misma suerte que ha bastado a san Juan Evangelista que Jesús le haya proclamado una vez hijo de la Virgen para permitirle mirarla por toda la vida como su madre. Pero es que nuestro divino salvador quiso autorizar el singular privilegio de José confirmándolo miles y miles de veces, es decir, siempre que la ha honrado con el nombre de padre durante la larga sucesión de años en que ha convivido con él”. Se encarga de subrayar también que Jesús ha llamado padre directamente a José y añade también que le ha confirmado indirectamente como tal “cuando los judíos se empeñaron es oscurecer el brillo de sus milagros echándole en cara con un cierto aire de menosprecio que era hijo de un carpintero: este hijo respetuoso, muy lejos de rechazar a su padre, ha dado a entender a sus enemigos que podría ser a la vez hijo de Dios e hijo de José” (D III, 154).
He aquí una primera afirmación que entra en el campo del lenguaje: Jesús habla con José de manera filial, se entiende con él como su padre. Otra (y anterior) prueba lingüística de la paternidad de José en relación Jesús resulta de la misión confiada por el padre eterno a José: “Al ordenar a José que imponga el nombre del salvador, el padre eterno está testimoniando que quería hacerle partícipe de la gloria de ser padre del Verbo divino, como había participado él en cierto sentido con Adán la gloria de crear todos animales de la tierra al confiarle la misión de buscar nombre para ellos”. También tiene que ser llamado José padre de Jesús por haber salvado la vida terrena del hijo de Dios (III, 183, 188). José es el nominador del salvador del mundo.
De este papel paternal de José sobre Jesús se deriva una importante participación del hijo de David en la obra de la redención, participación que Verthamont explica de la siguiente forma: “El salvador pertenecía a san José, y Dios no quiso que se ofreciera este divino niño como víctima de los pecados de los hombres hasta que nuestro santo hubiera cedido en cierta manera sus derechos a favor del género humano al consentir que su hijo fuese inmolado por algún tiempo para expiar nuestros crímenes”. Y como en la presentación, María había declarado tácitamente que ella aprobaba el sacrificio cruento que tenía que hacer por la salvación de los humanos, por la misma razón “era necesario que este santo José fuera a Jerusalén para consagrarle a la cruz y a la muerte, a fin de que el padre eterno aceptase la oblación que se derivaba de esta auténtica cesión: el padre eterno no quiso recibirlo para ser sacrificado en su día a su justicia irritada contra los hombres sin el consentimiento de José y sin el ofertorio voluntario que le presentó” (D IV, 222).
El razonamiento se muestra a la vez profundo e irrebatible por la forma en que acentúa los fundamentos bíblicos de la asociación privilegiada y única de san José a la obra de la redención. Habiendo establecido que el justo José, esposo de María, participa de manera única en la paternidad del padre eterno sobre Jesús, Verthamont puede ver legítimamente en la ofrenda presentación del niño Jesús que José hiciera al Señor, explícitamente afirmada por Lucas (2, 22), un consentimiento anticipado al sacrificio de Jesús en la cruz por la salvación del mundo.
IV-. El patrocinio de San José, prolongación de su paternidad.
José, según nuestro autor, fue de múltiples maneras y por multiplicidad de razones, el padre virginal de Jesús, incluso del cristo total que todos constituimos. Al salvar la vida temporal quien es el salvador trascendente del mundo, al salvar esta vida precisamente para que Jesús pudiese sacrificarla para la salvación espiritual y eterna de la humanidad, y al consentir previamente a su sacrificio en la cruz por nosotros, el justo José ha sido asociado al que es nuestra justicia para nuestra justificación y su paternidad no corporal sino espiritual se extiende a todos los miembros de Cristo, se convierte en patrocinio de la Iglesia.
Aunque estas afirmaciones no se encuentran al pie de la letra en la obra de Verthamont, sí en cambio (y nuestras citas dan fe de ello) se hallan en la sustancia. Para él, “José es el Noé del Nuevo testamento”, afirmación magnífica que precisa de la manera siguiente: 2El patriarca Noé era justo (Gn 6,9). Toda la gloria de este santo varón consistía en poseer la verdadera justicia. José, el Noé del Nuevo Testamento que ha conducido este Arca donde todo nuestro tesoro estaba encerrado, José ha sido tan justo que San Mateo, en este pasaje del Evangelio, imita a Moisés y, omitiendo las otras excelencia de este gran santo, se contenta con asegurar que era perfectamente justo” (DVI, 429).
Es claro que el Arca confiado a la conducción del nuevo Noé era a la vez María, tipo de la Iglesia, María arca de la nueva alianza ella misma, arca de salvación del mundo entero, que nos libra del diluvio del pecado; y este nuevo Noé no es lamente un justo preservado de la injusticia como el primero, sino mucho más que Noé del Génesis, un heraldo de justicia y única a la justificación del mundo”.
Verthamont, la paternidad de José en relación con Jesús implicaba una posesión de Jesús por José con inmensas consecuencias: “Es preciso reconocer, como consecuencia necesaria, que el poder de san José se extendía en cierta manera sobre todas las criaturas visibles e invisibles y que no sería necesario perjudicar a nadie si él hubiera dicho: Jesús me pertenece, luego todo lo creado depende también de mi… Poseyendo al Verbo encarnado, (José) tiene una especie de derecho universal sobre todas las creatutras… Si el padre eterno le ha confiado su hijo de una manera tan particular (Rm 8, 32), le ha dado de alguna forma y en el mismo instante la posesión de todos los bienes creados” (D IV, 228-229).
Para nuestro autor, así se cumple y se realiza, en el plano espiritual y universal del Nuevo testamento, el sueño del patriarca José como verificación primera del Antiguo Testamento: “Esta visión profética del antiguo José que representaba el sol, la luna y las estrellas prosternadas a sus pies para adorarlo se ha verificado en su persona y en la incomparable virtud del esposo de María, si bien de manera muy diferente. Porque José, virrey de Egipto, vio al mismo tiempo a su padre, a su madre y a sus hermanos postrados a sus pies, pero nuestro José vio a Jesucristo, sol de justicia, y a María, esta luna divina (hablando como la Sagrada Escritura), que se abajaban ante él cuando él estaba sobre la tierra, y ahora que se halla en el cielo recibe los respetos de las estrellas que brillan con más fulgor en el cielo de la Iglesia: hablo de los personajes que más se distinguen por sus dignidades, por su ciencia, por su santidad… San José atrae hacia sí a toda la Iglesia” (D VIII, 50-551). Si se admite la providencia de Dios en el tema del nombre bíblico de José, organizando el uno la función del otro los dos relatos bíblicos sobre el antigup y nuevo José, no costará demasiado reconocer la justeza de los puntos de vista de Verthamont. Puntos de vista que prolonga, por otra parte, en una dirección escatológica. Merece la pena seguir este desarrollo admirable: “Cuando Jesucristo salió de Egipto para retornar a la tierra prometida no se puso la conducción de una nube destellante de luz, escogió, en cambio, a José por guía: los israelitas y el salvador de Israel no tenían que ser guiados de la misma manera ¿Qué se nos quiere dar a entender sino que daría algún día a José a toda la Iglesia para servirla de conductor en el camino de la verdadera tierra prometida y para obligarnos, al mismo tiempo, si queremos vivir y morir santamente, a buscar con fervor la protección de este gran santo” (D VIII, 557). Este pensamiento no aparece de forma aislada en Verthamont; lo desarrolla en estos términos: “Cuando Jesucristo, desde la cruz, dijo a la Virgen santísima mostrándole a san Juan: “Mujer ahí tienes a tu hijo”, los doctores aseguran que Dios al morir nos dio a su madre para todos los cristianos, personificados e el santo Evangelista. Creo, además que cuando el embajador celestial vino enviado por Dios para ordenar a San José que sirviese al Salvador y a su madre en un viaje tan lleno de peligros, tenía el designio de poner a todos lo hombres bajo la protección de este gran santo porque el Verbo encarnado encerraba a todos los humanos en su corazón admirable y la Virgen santísima era la nueva Eva… Parece imposible que san José sea el defensor de Jesús y de María sin que lo sea también de todos los hombres” (D VIII, 507).
Este carácter tipológico-eclesial de la huida a Egipto y del retorno con José como defensor y salvador de Jesús y de María lo acentúa Verthamont más precisamente siguiendo a Hilario, Anselmo y Ruperto: ¿Qué nos representa José cuando lleva a Jesús de Judea a Egipto y de Egipto a Judea? Este gran santo es un resumen de todos los apóstoles; da la sensación de que su amor por nuestra salvación está como reunido y concentrado en su corazón para que Jesús lo empleara en el negocio de la reconciliación de los hombres con Dios antes de que sirviese para este proyecto de las doce primeras columnas de la Iglesia. En efecto, al igual que los apóstoles dejaron a los judíos que menospreciaban el evangelio y marcharon a llevarlo a los gentiles, de la misma suerte, según Ruperto, José salió de Judea para ir a Egipto, donde combatió la idolatría y, cuando este gran santo retornó a Judea estaba profetizando tácitamente el regreso de los judíos a Jesucristo. (D VIII. 65).
Para Verthamont, el destino de José prefigura, tanto, el de toda la Iglesia e incluso el de cada uno de sus miembros, llamados al anuncio del evangelio bajo su protección.
V. El culto debido a San José, Nuestro Padre y Patrón.
Hemos subrayado el papel privilegiado que José tuvo en la economía de la salvación en la mente de Verthamont, seguidor de Ruperto de Deutz. Insistamos por última vez para mejor justificar con nuestro jesuita el culto debido al padre virginal del redentor: “Jesucristo, en tanto cuanto hombre, ha sido prometido a José bajo el nombre de salvador. ¿Por qué así? A fin de persuadirlos de que, si José no había participado en la formación del cuerpo de Jesús, al menos había concurrido a hacerlo salvador de todos los hombres al fatigarse, al viajar y al sudar con él. Por este motivo, continúa Ruperto, entre todos los patriarcas ha sido José el último a quien ha prometido el salvador pero de manera más excelente que a los demás… José, por su cualidad de cooperador de la redención de los hombres, nos ama mucho más y es mucho más sensible hacia nuestras cuitas que lo que podrían serlo los padres más apasionados por sus Hijos (D VIII, 563,565. Cf. Páginas 324, 373 de los Discursos V y VI, en las que José es presentado como el nuevo Abraham).
En este mismo sentido, Verthamont cita el testimonio de san Alberto Magno, doctor de la Iglesia, para el que José es sustentáculo de todo el género humano porque, al encargarse de la educación de Jesucristo, había contribuido sobremanera a la salvación de todos los hombres (D VIII, 563).
Desde este punto de vista, la paternidad espiritual de san José sobre el género humano se parece, aunque en grado inferior a la maternidad espiritual de María tal y como la expone el concilio Vaticano II: “Al concebir a Cristo y traerlo a este mundo, al presentarlo en el templo a su Padre, sufriendo con su hijo que moría en la cruz, María aporta a la obra de salvador una cooperación absolutamente única por su obediencia, su fe, su esperanza, su ardiente caridad para que fuera devuelta a las almas la vida sobrenatural. Por eso ha sido constituida para nosotros, en el orden de la gracia, nuestra madre” (LG 61).
De ahí se deriva nuestro deber de reciprocidad y de culto filial a san José, deber que también es el de imitar a Jesús y que Verthamont expresa con elocuente convicción: “El Hijo de Dios ha sido el primero entre todos los hombres que se ha entregado a este gran santo. Jamás hijo alguno ha pertenecido tan absoluta y enteramente a su padre como Jesús ha querido pertenecer a san José; jamás hijo ha rendido tanto honor a su padre como Jesús al suyo, porque era razonable que quien había grabado en el fondo de nuestro corazón la hermosa ley (honrad a vuestro padre) la guardara exactamente él mismo. En fin, jamás hijo alguno ha tributado sus servicios a su padre con tanta ternura como el verbo encarnado lo ha hecho al aparecer como servidor de nuestro santo. De esta suerte el Salvador, al testimoniarnos un deseo tan ardiente de que le imitemos, está al mismo tiempo mostrando su fuerte inclinación a hacer que nosotros amemos y respetemos a san “José”. Inclinación fundada sobre su justicia y su gratitud, que desea ardientemente que se honre a los santos en la tierra a fin de recompensar sus méritos (DVIII, 509-510).
Conclusión: límites e interés permanente del tratado
Nuestra admiración no tiene que impedirnos percibir aspectos criticables en la obra de este provincial de Aquitania. Así, el “José” de Verthamont es más angélico que verdaderamente humano, incluso en momentos determinados más estoico y jansenista que humano y cristiano (D VI, 414). Esta pagando el autor un pesado tributo a las tendencias de la época.
Pero estos fallos son excusables y secundarios en comparación con los méritos inmensos de una auténtica obra maestra como es ésta. Si parece que no alude a la pertenencia de san José al orden de la unión hipostática, conocida ya en su tiempo; si no explicita esta verdad, la conoce implícitamente y de ella hace derivar con fortuna las consecuencias, más notablemente las tocantes a la participación íntima y privilegiada de san José en el misterio de la Redención Sería deseable, por tanto, una nueva edición de este Octavario de san José que nos legó el padre José de Verthamont.


LA VIDA DE SAN JOSÉ

José nació probablemente a Belén, su padre se llamó Jacob (Mateo 1,16) y parece que era el tercero de seis hermanos. La tradición nos transmite la figura del joven José como un muchacho de mucho talento y un temperamento humilde, dócil y devoto.

José era un carpintero que vivía en Nazaret. Según la tradición, cuando tenía alrededor de treinta años, fue convocado por los sacerdotes al templo, con otros solteros de la tribu de David, para tomar esposa. Los sacerdotes ofrecieron a cada uno de los pretendientes una rama y comunicaron que la Virgen María de Nazaret habría de casarse con aquel cuya rama desarrollase un brote. "Y saldrá una rama de la raíz de Jesse, y una flor saldrá de su raíz" (Is. 11,1). Sólo la rama de José floreció y de ese modo fue reconocido como novio destinado por el Señor a la Santa Virgen.

Maria, a la edad de 14 años, fue dada en esposa a José, sin embargo ella siguió viviendo en la casa de su familia de Nazaret de Galilea por un año, el tiempo requerido por los Hebreos entre el casamiento y la entrada en la casa del esposo. Fue precisamente en este lugar donde María recibió el anuncio del Ángel y aceptó: "He aquí a la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra." (Lc. 1,38).

Ya que el Ángel le había avisado de que Isabel estaba embarazada (Lc. 1,39), pidió a José que la acompañara a casa de su prima en los últimos tres meses de embarazo de aquella. Tuvieron que realizar un largo viaje de 150 Km ya que Isabel residía en Ain Karim, Judea. María permaneció cerca de Isabel hasta el nacimiento de Juan Bautista.

A su regreso de Judea, María puso a su esposo frente a una maternidad que no podía explicar. Muy inquieto, José combatió contra la angustia de la sospecha y pensó hasta en dejarla y huir secretamente (Mt. 1,18) para no condenarla en público, pues era un esposo justo. Si María era considerada adúltera la ley senenciaba que fuera lapidada junto con su hijo, fruto del pecado. (Lev. 20,10; Deut. 22,22-24).

José estaba a punto de actuar así cuando un Ángel le apareció en sueños para disipar sus temores: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque el hjo que espera es obra del Espíritu Santo" (Mt. 1,20). Todas sus turbaciones desaparecieron y José apresuró la ceremonia de fiesta de entrada de su esposa en su casa.

Un edicto de César Augusto ordenaba el censo de toda la tierra (Lc. 2,1). José y María partieron hacia la ciudad de origen de la dinastía, Belén. El viaje fue muy fatigoso por el estado de María, próximo a la maternidad.

Belén en aquellos días estaba lleno de extranjeros y José buscó en todas las posadas un lugar para su esposa, pero las esperanzas de hallar una buena acogida se frustraron. María dio a luz a su hijo en una gruta del campo de Belén (Lc. 2,7) y algunos pastores acudieron para visitarla y ayudarla (Lc. 2,16).

La ley de Moisés prescribía que la mujer, después del parto, fuera considerada impura y permaneciera 40 días segregada si había dado a luz un niño y 80 días si era una niña. Después tenía que presentarse al templo para purificarse legalmente y hacer un ofrecimiento, que para los pobres se limitaba a dos tórtolas o dos pichones. Si el niño era primogénito, él pertenecía a Dios, según la Ley. Al tiempo de la purificación fueron al Templo para ofrecer su primogénito al Señor. En el Templo encontraron al profeta Simeón que anunció a María: "una espada de dolor te atravesará el alma" (Lc. 2,35).

Llegaron los magos de oriente (Mt. 2,2) que buscaban al recién nacido, Rey de los Judíos. Teniendo conocimiento de esto, Herodes se preocupó mucho y trató por todos los medios saber dónde estaba para hacerlo desaparecer. Los Magos hallaron al niño, lo adoraron y le ofrecieron sus regalos, dando un alivio a la Sagrada Familia.

Cuando ellos partieron, un Ángel del Señor se le apareció a José y lo exhortó a huir: "Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes buscará al niño para matarlo" (Mt. 2,13).

José se levantó, aquella misma noche tomó al niño y a su madre y partió hacia Egipto (Mt. 2,14 ) para emprender un viaje de unos 500 Km. La mayor parte del camino fue por el desierto, invadido de serpientes y muy peligroso a causa de los bandidos. La Sagrada Familia tuvo que vivir la penosa experiencia de ser prófuga, lejos de su tierra, porque así se cumplía cuanto había dicho el Señor por medio del Profeta (Os XI,1): «Llamé de Egipto a mi hijo» (Mt. 2,13-15).

Inmediatamente después de la muerte de Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel, porque ya han muerto los que querían matar al niño» (Mt 2,19-20). José se levantó, tomó al niño y a su madre, y volvieron a la tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao gobernaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Conforme a un aviso que recibió en sueños, se dirigió a la provincia de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret. Así había de cumplirse lo que dijeron los profetas: «Lo llamarán "Nazareno"» (Mt.2,19-23).

Los miembros de la Sagrada Familia iban a Jerusalén cada año por la fiesta de Pascua. Cuando Jesús tenía 12 años hicieron lo mismo. Pasados los días de fiesta, emprendieron el camino del regreso creyendo que el pequeño estaba en la comitiva. Pero cuando se dieron cuenta de que no estaba con ellos, empezaron a buscarlo afanosamente y, después tres días, lo hallaron de nuevo en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Sus padres se emocionaron mucho al verlo. Su madre le dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos" (Lucas 2,41-48).

Pasaron otros veinte años de trabajo y de sacrificio para José siempre cerca de su esposa, y murió poco antes de que su Hijo empezara la predicación. No vio la pasión de Jesús sobre el Gólgota probablemente porque no hubiera podido soportar el atroz dolor de la crucifixión de su Hijo tan amado.

PADRE TERRENO

José fue el padre terreno de Jesús y, como tal, tuvo que cubrir las necesidades de la familia, proteger y criar a su hijo adoptivo, siempre dispuesto a satisfacer la voluntad de Dios conociendo, en parte, algunos de sus designios.

Se prodigó mãs allã de lo humano para que nada le hiciera falta a su familia y, como padre, para enseñar las cosas de la vida a su hijo, porque Él, como un niño cualquiera, tenía que ser sumiso a la voluntad paterna. Dios no le asignó a un padre cualquiera, sino a un alma pura, que fuera sostén de una cãndida esposa y de un Dios encarnado.

Muchos han subestimado su misión. No discutió nunca las órdenes impartidas en el sueño o a través de los mensajeros de Dios, sino que las ejecutó fielmente, aunque estas implicaban abandonar todo lo que había conseguido hasta ese momento --las amistades, los haberes y la seguridad social-- para afrontar lo desconocido.

Su fe era tal que no albergó dudas o incertidumbres, fue a donde Dios lo enviaba, con su carga, con sus tesoros constituidos por una delgada madre y un recién nacido que luego se fue haciendo niño. Como padre, no se opuso, sino que, conociendo la Divina Voluntad, cuidó, acompañó y, en su ãnimo ardiente, bendijo a su Hijo, a fin de que anunciara la Palabra y se cumplieran en el mundo los designios del Padre.

Fue un trabajador modelo, un ejemplo admirable. Llevó a la familia sobre un navío certero y supo guiarla hacia playas y puertos seguros, incluso cuando las aguas eran tumultuosas. Supo ser un digno compañero de su esposa y se amaron con sentimientos tan puros que encantaron a los Ángeles del cielo.

¡Oh Vosotros, padres!, extraed enseñanza de este hombre que supo construir una familia humana. Aplicó a ella todas las virtudes de que era capaz con su alma ardiente de amor. Solo el amor y la fe le permitieron, en el camino de su vida, superar notables obstáculos y ofrecer tanta delicadeza humana a su alegre niño que tanto adoraba.

Muchos subestiman la importancia que tuvo San José en los proyectos de Dios. Pero ¿podía Dios confiar a una alma cualquiera la responsabilidad de ser padre terreno? ¿O bien en su omnisciencia escogió a un alma predestinada? Ya en el cielo le asignó el puesto que le competía.

Apelad tranquilamente a este Santo, a fin de que pueda interceder por vosotros en todas vuestras necesidades. Por su fidelidad y por su amor le han sido dadas las potestades de intersecesión y de gracia para todas vuestras necesidades. Sea para vosotros un modelo constante.

Si como padres de familia supierais caminar tras sus huellas, podríais alegraros porque vuestra familia sería mirada benignamente desde el cielo, la gracia y la bendición bajaría sobre vosotros y sobre vuestra familia. Seríais modelos de rectitud inflamados de amor, no sólo por vuestra familia, sino por todos aquellos que se tambalean, se desesperan y necesitan apoyarse en ejemplos coherentes.

En la familia confiaos a él, pedidle apoyo y rezad, a fin de que atraigáis hacia vosotros las virtudes necesarias para vuestra salvación.

MODELO IDEAL


José la acogió con delicadeza y la cuidó con mucho amor. Su amor era tan sublime que casi pertenecía al nivel de los ángeles. José nunca reclamó para sí satisfacciones humanas, sino que estuvo siempre atento a adivinar los deseos de la Santísima Vírgen María, dispuesto y vigilante en la tutela.

José experimentó mucho gozo al ver a su niño crecer, día tras día y apretarlo entre sus brazos sabiendo bien quién era. Con amor él cuidaba a toda la familia, sin ahorrarse fatiga.

Cuando llegó el momento de huir a Egipto, no tuvo dudas ni titubeos. Dejó todo lo que tenía, la seguridad de un techo y el pan, para salvar a su hijo. Muchos subestiman su función de padre y su fatiga.

Maestro de rectitud, José supo ser un ejemplo para todos los padres de familia, demostró que es posible amar ardientemente, pero con un amor tendente hacia el núcleo de la familia, sin retener nada para sí. El gozo era la luz reflejada por el espejo de las virtudes.

Cada familia tendría que dirigir su mirada a esta Santa Familia de aquel tiempo. Cuántos cónyuges interpretan la propia función como la más importante, desarrollan un amor egoísta, para su propio gusto, acusan al otro y no hacen nada por comprenderlo.

Los hijos son como tiernos capullos. Necesitan que el jardinero los riegue adecuadamente y que el sol los caliente, para que con el tiempo la flor surja lozana y derrame su suave perfume. Si el capullo es, en cambio, abandonado a sí mismo, las malas hierbas tratarán de ahogarlo y, tarde o temprano, la falta de agua lo hará marchitar. Para él no hay salvación, por sí solo no puede hacerlo.

Así es para nuestros niños. Ellos son bonitos capullos que, apenas se entreabren, necesitan ser rociados con la luz de la verdad y calentados con el sol del amor. Tal es el cuidado que vosotros, padres, tenéis que dedicar a ellos, a fin de que las malas hierbas de los vicios y de las falsas inclinaciones no les ahoguen.

Si, por una parte, los padres tienen que preocuparse por el crecimiento humano, por otra tienen que comprometerse en su crecimiento espiritual y moral, para transferir aquella luz que les permitirá caminar sobre la línea recta. Cuántos mamás y papás tieneden a llenar a sus hijos de cosas materiales y superfluas, creyendo de este modo regalarles la felicidad.

En este tiempo, son numerosos los niños que piden de sus progenitores una única cosa preciosa: el amor, el afecto y una guía segura para su desarrollo.

La familia es el amor conyugal que se vierte sobre los hijos y encierra al núcleo familiar. El capullo se hará flor alimentado del amor de mamá y papá, su perfume será más o menos intenso en proporción a las virtudes que se hayan sabido cultivar conjuntamente.

Familia, sublime oportunidad de crecimiento de todos sus miembros. Es el amor que llama al amor y, en el amor, el gozo de favorecer y de ver los frutos. Si alguna vez la fatiga hace bajar lágrimas de sudor, serán gotas para alimentar la voluntad de proceder y crecer conjuntamente.

Si uno de los miembros no desarrolla su tarea, o bien es incapaz de entregarse porque está todavía encerrado en su egoísmo, poco importa porque los demás miembros que lo aman lo ayudarán a madurar.

María y José estaban unidos tiernamente en el gozo y en el dolor de su Hijo Amado, en el ofrecimiento de sí mismos, Jesús era su sol. Supieron atender tiernamente a su capullo, regar día tras día su virtud y calentarlo con su amor. Mirémoslos con confianza, pidámosles ayuda y vendrán a nuestro encuentro como si fuésemos sus hijos, nos sostendrán y nos infundirán el deseo de crecer y de atender a nuestros capullos. Nos harán experimentar en la familia aquel deseo de amar que sólo los ángeles poseen.

LA SANTIDAD DE JOSÉ


José conocía perfectamente la santidad de Maria y el propósito de virginidad perpetua.


Por eso, cuando vio el embarazo de ella, no la consideró pecadora-adultera, ni la expuso a la lapidación prescrita (Levítico 20, 1-2). Él, que creía en la virtud de María, habría dejado de ser justo (Mateo 1,19 ) si la hubiera hecho lapidar.


Pero José, antes de la aparición angelical (Mateo 1, 20-23) no conoce la causa por la cual su esposa está embarazada y no sabe explicar el hecho.


Es Dios quien, por medio de un ángel, aconseja en sueños a José de abstenerse también de repudiar a su esposa y lo exhorta, en cambio, a tomarla tranquilamente consigo, porque la maternidad de Ella a nadie había de atribuirse sino a Dios mismo.


La santidad de José, o sea, la del justo que si incurre en alguna imperfección enseguida rectifica (Proverbios 24, 16 ), brilla inmediatamente con la más viva luz:


por haber obedecido inmediatamente al ángel (Mateo 1, 24);
por haber decidido inmediatamente cumplir por completo la voluntad de Dios (Mateo 1, 24)


La santidad de María refulge de especialísima luz en esta terrible circunstancia:


Para obedecer a Dios, que quería reservarse de manifestar a José el inexplicable misterio, no dijo nada a su esposo, aún sufriendo agudamente por la prolongada y ardiente angustia de su esposo y por el peligro de «que un justo faltase, él que no faltaba nunca...»


Verdaderamente, María y José, también en esta dolorosa circunstancia y prueba, aparecen como los «...dos santos más grandes que el mundo ha tenido»

EL DOLOR DE SAN JOSÉ


Dice María:

La infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud de mi Hijo tienen sólo breves trechos en el vasto cuadro de su vida descrita por los Evangelios. En ellos, Él es el Maestro. Aquí, es el Hombre.

Es el Dios que se humilla por amor al hombre, pero que también hace milagros en la vida común. Así obró en mí. Mi alma, al contacto con el Hijo que crecía en mi seno, fue llevada a la perfección. Así obró en la casa de Zacarías santificando al Bautista, ayudando a Isabel, devolviendo la palabra y la Fe a Zacarías. Así obró en José, abriendo su espíritu a la luz de una verdad tan excelsa que él solo no la podía comprender, a pesar de ser un hombre justo. Y después de mí, el más alegre por esta lluvia de divinos beneficios es José.

Observa cuánto camino recorre, camino espiritual, desde el momento en que me lleva a casa hasta el momento de la fuga a Egipto. Al principio fue un hombre justo de su tiempo. Luego, en fases sucesivas, se hace un justo del tiempo cristiano.

Siempre se dejó dirigir por mí, por el venerable respeto que sentía por mí. Luego, él dirigió las cosas materiales como jefe de Familia. No sólo en la hora penosa de la fuga sino después, porque los meses de unión con el Hijo divino lo saturaron de santidad y es él quien confortaba mi sufrir y me decía: "Aunque nunca tengamos nada, lo tenemos todo porque lo tenemos a Él".

Los regalos de los Reyes Magos se disiparon rápido como el relámpago por la usura que aprieta la garganta de un pobre fugitivo para la adquisición de un techo y del mínimo de muebles necesarios para la vida, y para el alimento que era también necesario. Éste era el único ingreso con que se contaba hasta no hallar trabajo.

La comunidad hebrea siempre se había ayudado entre sí. Pero la comunidad en Egipto estaba compuesta de prófugos, perseguidos y pobres como nosotros. Y un poco de aquella riqueza, que queríamos tener para Jesús, para nuestro Jesús adulto, lo poco que pudimos guardar al huir a Egipto, fue necesario para el regreso y apenas resultó suficiente para reorganizar la casa y el taller en Nazareth a nuestro regreso. Porque los acontecimientos cambian, pero la avidez humana siempre es igual y se sirve de la ajena necesidad para chupar su parte de manera avara.

El tener con nosotros a Jesús no nos procuró bienes materiales. Muchos de vosotros pretendéis esto cuando os unís a Jesús. Olvidáis que Él ha dicho: "Buscad las cosas del espíritu". Todo el resto es añadidura. Dios dispensa también el alimento, tanto para los hombres como para los pájaros, porque Él sabe que el alimento es necesario, la carne es armadura alrededor de vuestra alma. Pero pedid primero su gracia. Pedid primero alimento para vuestro espíritu.

El resto os será dado por añadidura. José en el cuidado de Jesús padeció, humanamente hablando, angustias, fatigas, persecuciones y hambre.

No tuvo más. Pero el amor a Jesús transformó todo esto en paz espiritual y dicha sobrenatural. Yo quisiera llevaros al punto en que estaba mi esposo cuando decía: "Aunque nunca tengamos nada, lo tenemos todo porque lo tenemos a Él: Jesús".

MARÍA SUFRIÓ AGUDAMENTE
EN LA MUERTE DE JOSÉ



Dice Jesús:

A todas las esposas a quienes torture un dolor les recomiendo imitar a María en su viudez: unirse a Jesús.


Aquellos que piensan que María amó con un amor tibio a su esposo, ya que él era esposo del espíritu y no de la carne, están en un error. María amaba intensamente a su José, al cual había dedicado seis lustros de vida fiel. José habia sido padre, esposo, hermano, amigo, protector.


Ahora ella se sentía sola como sarmiento arrancado de la vid. Su casa estaba como golpeada por un rayo. Estaba dividida. Primero, era una unidad en que los miembros se apoyaban recíprocamente. Ahora venía a faltar el muro maestro, primero de los golpes dados a aquella familia marcada por el próximo abandono de su amado Jesús.


La voluntad del Eterno, que la había querido esposa y Madre, ahora le imponía la viudez y el abandono de su criatura. María dice, entre lágrimas, uno de sus sublimes "sí". "Sí, Señor, que se haga en mi según tu palabra".


Y para tener fuerza en aquella hora, se aferró a Mí. María siempre se aferró a Dios en las horas más graves de su vida. En el Templo, llamada a la bodas; en Nazaret, llamada a la maternidad; todavía en Nazaret, entre las lágrimas de la viudez; en Nazaret, en el suplicio de la separación del Hijo, sobre el Calvario en la tortura de verme morir.


Aprended, vosotros que lloráis. Y aprended, vosotros que morís. Aprended, vosotros que vivís para morir. Buscad merecer las palabras que dije a José: Será vuestra la paz en la lucha de la muerte. Aprended, vosotros que morís, a merecer que Jesús esté cercano, como vuestro consuelo. Y si no lo habéis merecido, osad igualmente a llamarme cercano. Yo vendré, las manos llenas de gracias y de consuelos, el Corazón lleno de perdones y de amor, los labios llenos de palabras de absolución y de estímulo.


La muerte pierde su aspereza si pasa entre mis brazos.

Creed. No puedo abolir la muerte, pero la vuelvo suave para quien muere confiando en mí.

JOSÉ EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El anuncio del ángel a José

497 Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas: "Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo", dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo".

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores. El ángel anuncia a José: "Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: "Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).


Tarea y vocación de José

437 El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el Mesías prometido a Israel: "Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2, 11). Desde el principio Él es "a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10, 36), concebido como "santo" (Lc 1, 35) en el seno virginal de María. José fue llamado por Dios para "tomar consigo a María su esposa" embarazada del que fue engendrado en ella por el Espíritu Santo" (Mt 1, 20) para que Jesús "llamado Cristo" nazca de la esposa de José en la descendencia mesiánica de David (Mt 1, 16).

Fiesta de San José

2177 La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. "El domingo, en el que se celebra el misterio pascual por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto".

Igualmente deben observarse los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos. (CDC 1246,1)

Sumisión a su madre y a su padre legal

532 Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: "No se haga mi voluntad..." (Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido.

José, patrono de la buena muerte

1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:

Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? [Imitación de Cristo]

Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay, si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! [San Francisco de Asís]

«Alabado sea, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!
Benditos los que hallen en tu Santísima voluntad,
que la muerte, seguro, a nadie mal hará».



DECRETO QUE PROCLAMA A SAN JOSÉ PATRONO DE LA IGLESIA

A la Urbe y al Orbe.

De la misma manera que Dios había constituido a aquel José, procreado del patriarca Jacob, superintendente de toda la tierra de Egipto, para conservar el trigo del pueblo, así, con la plenitud de los tiempos, para mandar sobre la tierra a su hijo Unigenito Salvador del mundo, escogió a otro José, del que aquel era figura, y lo hizo Señor y Príncipe de la casa y su posesión y lo nombró custodio de sus principales tesoros.

De hecho, él tuvo por esposa a la Inmaculada Virgen Maria, de la cual nació del Espíritu Santo Nuestro Señor Jesucristo quien, cerca de los hombres, fue digno de ser Hijo de José, y le estuvo sujeto. Y Aquél, que tantos reyes y profetas ansiaban ver, José no solo Lo vió sino que moró con Él y, con paterno afecto, lo abrazó y lo besó y, además, nutrió con cuidado al el pueblo fiel comería como pan descendido del cielo, para conseguir la vida eterna. Para ésta sublime dignidad, que Dios confirió a éste fiel servidor suyo, la Iglesia siempre tuvo en sumo honor y alabanza al Beato José, después de la Virgen Madre de Dios, su esposa, e imploró su intervención en los momentos difíciles.

Por tanto, ya que en estos tiempos malvados la misma Iglesia, plagada de enemigos por todas partes, está totalmente oprimida por los más graves males, que hombres impíos pensaron hacer prevalecer finalmente las puertas del infierno contra de ella, los Venerables excelentísimos Obispos del Orbe Católico presentaron al Sumo Pontífice sus súplicas y las de los fiels a los que cuida, pidiendo que se dignase en constituir a San José Patrono de la Iglesia Católica. Habiendo luego, en el Sacro Concilio Ecuménico Vaticano, renovado más insistentemente sus peticiones y sus votos, el Santísimo Señor, nuestro Papa Pío IX, consternado por el reciente y luctuoso estado de cosas, para confiarse a sí y a todos los fieles al potente patrocinio del Santo Patriarca José, quiso satisfacer los votos de los excelentísimos Obispos y solemnemente lo declaró Patrono de la Iglesia Católica, ordenando que su fiesta, el 19 de marzo, fuera celebrada con rito doble de primera clase, aunque sin octava, al modo de la Cuaresma.

Él mismo, además, dispuso que tal declaración, por medio del presente Decreto de la Sagrada Congregación de los Ritos, fuera hecho público en este día sagrado de la Inmaculada Virgen Madre de Dios y esposa del castísimo José.

No obstante cualquier cosa en contra.

El día 8 diciembres 1870.

Cardenal PATRIZI
Prefecto de la S. C. de los RR
Obispo de Ostia y Velletri.

DOMENICO BARTOLINI
Secretario de la S. C. de los RR.


ENCÍCLICA "QUAMQUAM PLURIES" DE LEÓN XIII

Roma, 15 agosto 1889

(...) Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial patrono de la Iglesia, y por las que a su vez la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria. Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime Más, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad — al que de por sí va unida la comunión de bienes - se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella.

Él se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propios padres.

De esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de su vida cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño. Regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos, protegió al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio. En las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.

Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia.

Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención. Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención son sus hermanos.

Y por estas razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celestial patrocinio a la Iglesia de Cristo.

Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia. Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre — un punto cuya relevancia no ha sido jamás negada — , ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que — todavía más importante — presidió sobre el reino con gran poder y, en un momento en que las cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de "Salvador del mundo".

Por esto es que nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su amo y al vez brindó grandes servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra.

Estas son las razones por las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del bienaventurado José. Los padres de familia encuentran en José la mejor personificación de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un perfecto de amor, de paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez encuentran en él el modelo y protector de la integridad virginal. Los nobles de nacimiento aprenderán de José cómo custodiar su dignidad incluso en las desgracias; los ricos entenderán, por sus lecciones, cuáles son los bienes que han de ser deseados y obtenidos con el precio de su trabajo.



ENCÍCLICA DEL PAPA BENEDICTO XV

Patrocinio de San José y aumento de su culto

Nuestro predecesor de inmortal memoria, Pío IX, declaró Patrono de la Iglesia Católica a José, castísimo esposo de la Madre de Dios y padre nutricio del Verbo Encarnado. Y, por cuanto en el próximo mes de Diciembre hará 50 años que auspiciosamente se efectuó esa proclamación, creímos de mucha utilidad el que en todo el orbe se celebrase la solemne conmemoración de este acontecimiento.
Al tender la mirada retrospectiva sobre ese lapso del pasado, salta a la vista la aparición de una ininterrumpida serie de institutos que indican que el culto al santísimo Patriarca está sensiblemente creciendo entre los fieles cristianos hasta nuestros días. Más al contemplar de cerca las acerbas penalidades que afligen hoy al género humano parece que debemos fomentar mucho más intensamente en el pueblo este culto y propagarlo más extensamente.

2. Mayor motivo de recurrir a San José: el naturalismo.
En Nuestra Encíclica De Pacis Reconciliatione Christiano en que considerábamos, principalmente, las relaciones tanto entre los pueblos como entre los individuos, señalábamos cuánto falta aún para lograr restablecer la tranquilidad general del orden después de esa grave contienda de la guerra pasada. Pero ahora debemos atender a otra causa de perturbación, mucho más grave por cuanto se infiltró en las mismas venas y entrañas de la sociedad humana;. Pues se comprende que en ese tiempo en que la calamidad de la guerra absorbía la atención de los hombres, el naturalismo esa peste perniciosísima del siglo, los corrompiera totalmente y que, donde se desarrollaba bien, debilitaba el deseo de los bienes celestiales, ahogaba las llamas de la caridad divina, sustraía al hombre de la gracia de Cristo que sana y eleva y, despojándolo finalmente de la luz de la fe y abandonándolo a las solas fuerzas enfermas y corrompidas de la naturaleza, permitía las desenfrenadas concupiscencias del corazón. Por cuanto demasiados hombres acariciaban ansias dirigidas exclusivamente a las cosas caducas, y que entre los proletarios y ricos reinaban celos y odios muy enconados, la duración y magnitud de la guerra aumentó las mutuas enemistades de clases y las hacía más agudas, especialmente porque por un lado, para las masas causó una intolerable carestía de víveres y por el otro, proporcionó a un grupo muy reducido una súbita abundancia de bienes de fortuna.

3. Relajación moral.
Sumóse a eso que por la guerra en muchísimos hombres había sufrido no poco detrimento la santidad de la fidelidad conyugal y el respeto a la patria potestad por cuanto la larga separación de los cónyuges relajó los lazos de sus mutuas obligaciones y la ausencia del que las había de custodiar empujó, especialmente a los jóvenes a la temeridad de lanzarse a una conducta más licenciosa.
Por lo tanto, hemos de deplorar mucho más que antes que las costumbres sean más libres y depravadas y que, por la misma razón, se agrave cada día más la que llaman causa social, de modo que debemos temer males de gravedad extrema.

4. El comunismo extiende sus amenazas.
Pues, en los deseos y la expectativa de cualquier desvergonzado se presenta como inminente la aparición de cierta República Universal que como en principios fijos se basa en la perecta igualdad de los hombres y la común posesión de bienes, y en la cual no habría diferencia alguna de nacionalidades ni se acataría la autoridad de los padres sobre los hijos, ni la del poder público sobre los ciudadanos, ni la de Dios sobre los hombres unidos en sociedad.
Si esto se llevara a cabo no podría menos que haber una secuela de horrores espantosos. Hoy día ya existe esto en una no exigua parte de Europa, que los experimenta y siente Ya vemos que se pretende producir esa misma situación en los demás pueblos y que, por eso, existen aquí y allá grandes turbas revolucionarias excitadas por el furor y la audacia de unos pocos.

5. San José remedio contra estos males.
Nos ante todo preocupados naturalmente, por el curso de los acontecimientos, no omitimos, ocasionalmente recordar sus deberes a los hijos de la Iglesia... Por la misma razón, para retener en su deber a todos los hombres que se ganan el sustento por sus fuerzas y su trabajo, dondequiera que vivan, y conservarlos inmunes al contagio del socialismo que es el enemigo más acérrimo de la sabiduría cristiana, ante todo les proponemos fervorosamente a SAN JOSÉ para que lo elijan como guía particular de su vida y lo veneren como patrono. Pues él pasó sus años llevando un género de vida similar al de ellos. Y por esta misma razón, Cristo-Dios, siendo como era el Unigénito del eterno Padre, quiso ser llamado Hijo del Carpintero. ¡Pero con cuántas y cuán eximias virtudes adornó la humildad del lugar y la fortuna, especialmente con aquellas que correspondían a aquel que era esposo de MARÍA Inmaculada y que se tenía por el padre de Jesús, Nuestro Señor!.

6. Elevar la mirada a las cosas imperecederas.
Por esto, aprendan todos en la escuela de SAN JOSÉ a mirar todas las cosas que pasan bajo la luz de las cosas futuras que permanecen y, consolándose por las incomodidades de la humana condición con la esperanza de los bienes celestiales, a encaminarse hacia ellos, obedeciendo a la voluntad de Dios, conviene a saber: viviendo sobria, recta y piadosamente (1).

7. Cita de León XIII sobre el respeto al orden establecido por Dios.
Por lo que respecta propiamente a los obreros, plácenos citar lo que Nuestro predecesor de feliz memoria, LEÓN XIII dijo en una ocasión similar (2): Los obreros y cuantos se ganan el sustento con el salario de sus manos, pensando en estas cosas, deben levantar las almas y sentir rectamente que, aunque estén en su derecho (cuando no se opone la justicia), de salir de la pobreza y de lograr una mejor situación, la razón y la justicia no permiten trastrocar el orden establecido por la providencia de Dios. Insensato, empero, sería el propósito de recurrir a la fuerza y emprender algo semejante mediante la sedición y el desorden, lo cual en la mayoría de los casos causaría males mayores que aquellos que se tratan de aliviar. No se fíen pues los pobres, si quieren ser prudentes, de las promesas de los hombres sediciosos, sino confíen en el ejemplo y el patrocinio de San José, y así mismo en la maternal caridad de la Iglesia, la cual en verdad se preocupa de ellos cada día más solícitamente.

8. Frutos de la devoción a San José para la vida del hogar y de la sociedad.
Si crece la devoción a SAN JOSÉ, el ambiente se hace al mismo tiempo más propicio a un incremento de la devoción a la Sagrada Familia, cuya augusta cabeza fue. Una devoción brotará espontáneamente de la otra. Pues JOSÉ nos lleva derecho a MARÍA, y por MARÍA llegamos a la fuente de toda santidad, a JESÚS, quien por su obediencia a JOSÉ y MARÍA consagró las virtudes del hogar. Deseamos que las familias cristianas se renueven a fondo y se hagan conformes a tantos ejemplos de virtudes como ellos practicaron. Por cuanto la comunidad del género humano se funda sobre la familia, se inyectará, bajo la universal influencia de la virtud de Cristo, cierto nuevo vigor y como una nueva sangre en todos los miembros de la sociedad humana, cuando la sociedad doméstica unida, pues, más religiosamente, de castidad, concordia y fidelidad, goce de mayor firmeza. Y de allí no sólo seguirá la enmienda de las costumbres de los particulares sino también la de la vida común y del orden civil.

9. Exhortación papal a una mayor devoción a San José.
Nos, pues, totalmente confiados en el patrocinio de aquel a cuya vigilancia y previsión quiso Dios encomendar a su Unigénito encarnado y a la Virgen y Madre de Dios, propiciamos que todos los Obispos del orbe católico exhorten a todos los fieles a implorar el auxilio de SAN JOSÉ, tanto más insistentemente cuanto es más adverso el tiempo a la causa cristiana.
Dado que esta Sede Apostólica ha aprobado varios modos de venerar al Santo Patriarca, ante todo cada miércoles del año y por un mes entero determinado, deseamos que, bajo la insistente admonición del Obispo, se practiquen todos ellos de ser posible en todas las Diócesis, en especial, empero incumbe a Nuestros Venerables Hermanos apoyar y fomentar con todo el peso de su autoridad e interés las asociaciones piadosas, como la de la Buena Muerte, la del Tránsito de San José y la de los Agonizantes, las cuales fueron fundadas para implorar a SAN JOSÉ por los agonizantes, porque con razón se considera a aquel como eficacísimo protector de los moribundos a cuya muerte asistieron el mismo JESÚS Y MARÍA.

10. Plegaria e indulgencia.
Para perpetua memoria, empero, del Decreto Pontificio que arriba mencionamos, ordenamos y mandamos que dentro del año que comienza a correr el 8 de Diciembre próximo, se hagan en todo el orbe católico solemnes súplicas, en el tiempo y modo que parezca mejor a cada Obispo, en honor de SAN JOSÉ, Esposo de la Santísima Virgen y Patrono de la Iglesia Católica.
Todos cuantos asistan a ellas podrán ganar para sí una indulgencia de sus pecados, bajo las acostumbradas condiciones.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 25 de julio, en la fiesta de Santiago Apóstol, en el año 1920, sexto de Nuestro pontificado.

PAPA BENEDICTO XV.

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA "REDEMPTORIS CUSTOS" DE JUAN PABLO II



Sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia

(…)

III. EL VARÓN JUSTO - EL ESPOSO
17. Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al igual que María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. La vida de ella fue el cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer «fiat» pronunciado en el momento de la anunciación mientras que José —como ya se ha dicho— en el momento de su «anunciación» no pronunció palabra alguna. Simplemente él «hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1, 24). Y este primer «hizo» es el comienzo del «camino de José». A lo largo de este camino, los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el «justo» (Mt 1, 19).

Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de los testimonios más importantes acerca del hombre y de su vocación. En el transcurso de las generaciones la Iglesia lee, de modo siempre atento y consciente, dicho testimonio, casi como si sacase del tesoro de esta figura insigne «lo nuevo y lo viejo» (Mt 13, 52).

18. El varón «justo» de Nazaret posee ante todo las características propias del esposo. El Evangelista habla de María como de «una virgen desposada con un hombre llamado José» (Lc 1, 27). Antes de que comience a cumplirse «el misterio escondido desde hace siglos» (Ef 3, 9) los Evangelios ponen ante nuestros ojos la imagen del esposo y de la esposa. Según la costumbre del pueblo hebreo, el matrimonio se realizaba en dos etapas: primero se celebraba el matrimonio legal (verdadero matrimonio) y, sólo después de un cierto período, el esposo introducía en su casa a la esposa. Antes de vivir con María, José era, por tanto, su «esposo», pero María conservaba en su intimidad el deseo de entregarse a Dios de modo exclusivo. Se podría preguntar cómo se concilia este deseo con el «matrimonio». La respuesta viene sólo del desarrollo de los acontecimientos salvíficos, esto es, de la especial intervención de Dios. Desde el momento de la anunciación, María sabe que debe llevar a cabo su deseo virginal de darse a Dios de modo exclusivo y total precisamente por el hecho de llegar a ser la madre del Hijo de Dios. La maternidad por obra del Espíritu Santo es la forma de donación que el mismo Dios espera de la Virgen, «esposa prometida» de José. María pronuncia su «fiat».

El hecho de ser ella la «esposa prometida» de José está contenido en el designio mismo de Dios. Así lo indican los dos Evangelistas citados, pero de modo particular Mateo. Son muy significativas las palabras dichas a José: «No temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Estas palabras explican el misterio de la esposa de José: María es virgen en su maternidad. En ella el «Hijo del Altísimo» asume un cuerpo humano y viene a ser «el Hijo del hombre».

Dios, dirigiéndose a José con las palabras del ángel, se dirige a él al ser el esposo de la Virgen de Nazaret. Lo que se ha cumplido en ella por obra del Espíritu Santo expresa al mismo tiempo una especial confirmación del vínculo esponsal, existente ya antes entre José y María. El mensajero dice claramente a José: «No temas tomar contigo a María tu mujer». Por tanto, lo que había tenido lugar antes —esto es, sus desposorios con María— había sucedido por voluntad de Dios y, consiguientemente, había que conservarlo. En su maternidad divina María ha de continuar viviendo como «una virgen, esposa de un esposo» (cf. Lc 1, 27).

19. En las palabras de la «anunciación» nocturna, José escucha no sólo la verdad divina acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que también vuelve a escuchar la verdad sobre su propia vocación. Este hombre «justo», que en el espíritu de las más nobles tradiciones del pueblo elegido amaba a la virgen de Nazaret y se había unido a ella con amor conyugal, es llamado nuevamente por Dios a este amor.

«José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24); lo que en ella había sido engendrado «es obra del Espíritu Santo». A la vista de estas expresiones, ¿no habrá que concluir que también su amor como hombre ha sido regenerado por el Espíritu Santo? ¿No habrá que pensar que el amor de Dios, que ha sido derramado en el corazón humano por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5) configura de modo perfecto el amor humano? Este amor de Dios forma también —y de modo muy singular— el amor esponsal de los cónyuges, profundizando en él todo lo que tiene de humanamente digno y bello, lo que lleva el signo del abandono exclusivo, de la alianza de las personas y de la comunión auténtica a ejemplo del Misterio trinitario.

«José ... tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo» (Mt 1, 24-25). Estas palabras indican también otra proximidad esponsal. La profundidad de esta proximidad, es decir, la intensidad espiritual de la unión y del contacto entre personas —entre el hombre y la mujer— proviene en definitiva del Espíritu Santo, que da la vida (cf. Jn 6, 63). José, obediente al Espíritu, encontró justamente en Él la fuente del amor, de su amor conyugal de hombre, y este amor fue más grande que el que aquel «varón justo» podía esperar según la medida del propio corazón humano.

(…) Mediante el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso amor hacia la Madre de Dios, haciéndole «entrega conyugal de sí mismo». Aunque decidido a retirarse para no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en ella, él, por expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su pertenencia exclusiva a Dios.

Por otra parte, es precisamente del matrimonio con María del que derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. «Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime. Pero, ya que entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella». (León XIII, «Quamquam Pluries», die 15 aug. 1889: «Leonis XIII P. M. Acta» IX [190] 177s).

21. Este vínculo de caridad constituyó la vida de la Sagrada Familia, primero en la pobreza de Belén, luego en el exilio en Egipto y, sucesivamente, en Nazaret. La Iglesia rodea de profunda veneración a esta Familia, proponiéndola como modelo para todas las familias. La Familia de Nazaret, inserta directamente en el misterio de la encarnación, constituye un misterio especial. Y —al igual que en la encarnación— a este misterio pertenece también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del Hijo de Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta familia José es el padre: no es la suya una paternidad derivada de la generación y, sin embargo, no es «aparente» o solamente «sustitutiva», sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de la unión hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona divina del Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo, está también «asumido» todo lo que es humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su existencia en la tierra. En este contexto está también «asumida» la paternidad humana de José.

En base a este principio adquieren su justo significado las palabras de María a Jesús en el templo: «Tu padre y yo ... te buscábamos». Esta no es una frase convencional; las palabras de la Madre de Jesús indican toda la realidad de la encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de Nazaret. José, que desde el principio aceptó mediante la «obediencia de la fe» su paternidad humana respecto a Jesús, siguiendo la luz del Espíritu Santo, que mediante la fe se da al hombre, descubría ciertamente cada vez más el don inefable de su paternidad.

V. EL PRIMADO DE LA VIDA INTERIOR
25. También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está envuelto por el mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de José. Pero es un silencio que descubre de modo especial el perfil interior de esta figura. Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José «hizo». Sin embargo permiten descubrir en sus «acciones» —ocultas por el silencio— un clima de profunda contemplación. José estaba en contacto cotidiano con el misterio «escondido desde siglos», que «puso su morada» bajo el techo de su casa. Esto explica, por ejemplo, por qué Santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del Carmelo contemplativo, se hizo promotora de la renovación del culto a san José en la cristiandad occidental.

26. El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón adecuada «en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza —propia de las almas sencillas y limpias— para las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta» («enseñanzas de Pablo VI», VII [1969] 1268).

Esta sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse a las cosas que se refieren a su servicio, no es otra cosa que el ejercicio de la devoción, la cual constituye una de las expresiones de la virtud de la religión. (cf. S. Thomae, «Summa Theologiae», II-II, q. 82, a. 3, ad 2).

27. La comunión de vida entre José y Jesús nos lleva todavía a considerar el misterio de la encarnación precisamente bajo el aspecto de la humanidad de Cristo, instrumento eficaz de la divinidad en orden a la santificación de los hombres: «En virtud de la divinidad, las acciones humanas de Cristo fueron salvíficas para nosotros, produciendo en nosotros la gracia, tanto por razón del mérito como por una cierta eficacia». (cf. S. Thomae, «Summa Theologiae», II-II, q. 8, a. 1, ad 1).

Entre estas acciones los Evangelistas resaltan las relativas al misterio pascual, pero tampoco olvidan subrayar la importancia del contacto físico con Jesús en orden a la curación (cf., p. e., Mc 1, 41) y el influjo ejercido por él sobre Juan Bautista, cuando ambos estaban aún en el seno materno (cf. Lc 1, 41-44).

El testimonio apostólico no ha olvidado —como hemos visto— la narración del nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el templo, la huida a Egipto y la vida oculta en Nazaret, por el «misterio» de gracia contenido en tales «gestos», todos ellos salvíficos, al ser partícipes de la misma fuente de amor: la divinidad de Cristo. Si este amor se irradiaba a todos los hombres, a través de la humanidad de Cristo, los beneficiados en primer lugar eran ciertamente: María, su madre, y su padre putativo, José, a quienes la voluntad divina había colocado en su estrecha intimidad. (cf. Pii XII, «Haurietis Aquas», III, die 15 maii 1956: AAS 48 [1956] 329s).

Puesto que el amor «paterno» de José no podía dejar de influir en el amor «filial» de Jesús y, viceversa, el amor «filial» de Jesús no podía dejar de influir en el amor «paterno» de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas más sensibles a los impulsos del amor divino ven, con razón, en José un luminoso ejemplo de vida interior.

Además, la aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentra en él una superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección de la caridad. Según la conocida distinción entre el amor de la verdad («caritas veritatis») y la exigencia del amor («necessitas caritatis») (cfr. S.Thomae, «Summa Theologiae», II-II, q. 182, a. 1, ad 3), podemos decir que José ha experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el puro amor de contemplación de la Verdad divina que irradiaba de la humanidad de Cristo, como la exigencia del amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio, requerido por la tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad.

VI. PATRONO DE LA IGLESIA DE NUESTRO TIEMPO
28. En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica» (S. Rituum Congreg., «Quemadmodum Deus», 8 dec. 1870: «Pii IX P. M. Acta», pars I, vol. V, 283). El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias» (S. Rituum Congreg., «Quemadmodum Deus, die 8 dec. 1870: «Pii IX P. M. Acta+, pars I, vol. V, 282s).
¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone así: «Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...). José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...). Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo». («Quamquam Pluries», die 15 aug. 1889: «Leonis XIII P. M. Acta», IX [1890] 177-179).

29. Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que —como he escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal "Christifideles Laici"- la religión y la vida cristiana fueron florecientes y» que «están ahora sometidos a dura prueba».Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial «poder desde lo alto» (cf. Lc 24, 49; Act 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos.

30. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el ejemplo insigne de José, un ejemplo que supera los estados de vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean las condiciones y las funciones de cada fiel. Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de «religiosa escucha de la Palabra de Dios»,(«Dei Verbum», 1), esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia —después del de María— precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio «como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer, ante todo para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está dispensada de una humilde pero condicional y ennoblecedora colaboración. Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas, como resplandecen en san José» («enseñanzas de Pablo VI», VII [1969] 1268).

31. La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como san José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que «por el ejemplo y la intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia y santidad». (cf. «Missale Romanum», Collecta; Super oblata «in Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B. M. V.»; Post communio «in Missa votiva S. Ioseph»).

Hace ya cien años el Papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La Carta Encíclica «Quamquam Pluries» se refería a aquel «amor paterno» que José «profesaba al niño Jesús». A él, «providente custodio de la Sagrada Familia» recomendaba la «heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde entonces, la Iglesia —como he recordado al comienzo— implora la protección de san José en virtud de «aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen María», y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII: «Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas ...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad» (cfr. «Oratio ad Sanctum Iosephum», quae proxime sequitur textum ipsius Epist. Enc. «Quamquam Pluries"» die 15 aug. 1889: «León XIII P. M. Acta», IX [1890] 183)

32. Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de San José renueve también en nosotros la intensidad de la oración que hace un siglo mi Predecesor recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José adquieren una renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo en relación con el nuevo Milenio cristiano.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1989, undécimo de mi Pontificado.


VALORES Y VENTAJAS DE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ


Para entender cuán rica fuente de toda suerte de gracias es la devoción al glorioso Patriarca San José, bastarán las siguientes palabras de Santa Teresa:


«Yo no recuerdo hasta hoy --escribe la santa--, haber pedido una gracia a San José, que él no me haya concedido. ¡Qué hermoso cuadro pintaría yo frente a los ojos, para señalar las gracias con las que he sido llena de Dios y los peligros de alma y de cuerpo de que he sido librada mediante la intercesión de este gran Santo! A los otros Santos, Dios concede sólo la gracia de socorrernos en una u otra necesidad. Pero el glorioso San José, y yo lo sé por experiencia, despliega su poder frente a todo. Y lo han experimentado, igualmente, otras personas a las cuáles yo había aconsejado encomendarse a este incomparable Protector... Si yo tuviera autoridad de escribir, experimentaría un santo gusto en contar, particularmente, las gracias de tantas personas como yo, son deudoras de este gran Santo. Me contento con animar, por amor a Dios, a aquellos que tal vez no me crean, a hacer la prueba y verán cuánta ventaja viene por encomendarse a este glorioso Patriarca y honrarlo con especial culto».


Las palabras de esta Santa moven a cualquiera a hacerse devoto de este poderoso y tierno protector.


Un ilustre escritor de ascética cristiana ha resumido así las ventajas que se obtienen de la devoción a San José:


1° Quien sea su verdadero devoto tendrá el regalo de la castidad.
2° Tendrá auxilios espirituales para salir del pecado.
3° Tendrá particular devoción a María Santísima.
4° Tendrá una buena muerte y será defendido en las horas extremas.
5° No será vencido de los demonios que temerán su nombre.
6° Obtendrá especiales gracias tanto para la alma como para el cuerpo.
7° Tendrá la plena confianza de conseguir la gracia de la perseverancia final.


Por último un testimonio autorizado del Pontífice Pío IX, después haber recomendado tantas veces a todos la devoción a San José, hablaba casi proféticamente de las ventajas de esta devoción: «No es en vano que Dios infunde en la iglesia con mayor abundancia que nunca, el espíritu de oración. Se reza mucho más y se reza mejor. Las columnas de la naciente Iglesia, María y José, ocupen de nuevo el puesto que nunca se ha debido perder en los corazones y el mundo será salvo».

SAN JOSÉ PROTECTOR DE LA BUENA MUERTE


La vida santa de San José, la asistencia de Jesús y de María, todo contribuyó a que su muerte fuese preciosa y ante los ojos del Señor.

La Iglesia compara aquella muerte con la hora de un sueño pacífico, como el de un niño que se adormece sobre el seno de su madre; con una antorcha odorífera, que se consume a medida que arde y que muere exhalando el perfume suave de su sustancia. La muerte de los santos es siempre envidiable, porque todos mueren en el beso del Señor, pero ese beso no es más que un dulce y precioso sentimiento de amor.

José murió verdaderamente en el beso del Señor, ya que exhaló su último suspiro en los brazos de Jesús. Y si, como creemos, él tuvo el uso de los sentidos y de la palabra hasta ese último suspiro, que no podía ser otro que un suspiro o un impulso de amor, ¿como no habrá él coronado una vida tan santa sino pronunciando los nombres sagrados de Jesús y de María?

¡Oh muerte feliz! Si no puedo, como José, exhalar mi último suspiro entre Jesús y María, visibles a mi mirada, pueda yo, al menos, sobre mi labios moribundos, unir vuestro nombre, ¡oh José! a los nombres de Jesús y de María.

La santa muerte de José ha producido preciosos frutos sobre la tierra. Fue como aromatizada del suave perfume que deja tras de sí una santa vida y una santa muerte, y dio a los cristianos un potente protector en el cielo cerca de Dios, especialmente para los agonizantes.

Cualquiera que invoque a San José en la última batalla, incluso si fuera violenta, atraerá la victoria. Bendito, por eso, quien coloca su confianza en este santo Patriarca y une al exhalar su último suspiro el santo nombre de José a los dulces nombres de Jesús y María.

Todo el mundo cristiano lo reconoce como abogado de los agonizantes y, por tanto, de la buena muerte. José hijo de Jacob, socorría en el tiempo de la carestía a los Egipcios distribuyendo entre ellos el trigo que había recogido. Pero para socorrer a los propios hermanos, hizo más: no contento con haber llenado sus sacos de trigo, les añadió el precio del mismo. Así hará ciertamente nuestro glorioso Santo José. ¿Con qué generosidad tratará a sus devotos? Así, en el momento de la extrema necesidad, en el punto de la muerte, él sabrá rendir a los devotos homenajes con que habría sido honrado.

La muerte de los sirvientes de San José es sumamente tranquila y suave. Santa Teresa narra las circunstancias que acompañaban los últimos instantes de sus primeras hijas, tan devotas a San José. «He observado - dice ella -, que al momento de exhalar el último suspiro gozaban de inefable paz y tranquilidad. Esa muerte era semejante al dulce descanso de la oración. Nada indicaba que su interior fuese agitado por tentaciones. Aquellas lámparas divinas liberan mi corazón del temor de la muerte. Morir me parece ahora la cosa más fácil para una fiel devota de San José».

Oraciones.

ORACIONES A SAN JOSÉ

A Vos, bienaventurado San José, acudimos en nuestra tribulación y después de implorar el auxilio de vuestra Santísima Esposa, solicitamos también confiadamente vuestro patrocinio. Por aquella caridad con que la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, os tuvo unido y por el paterno amor con que abrazastéis al Niño Jesús, humildemente os suplicamos que volváis benigno los ojos a la herencia que, con su sangre, adquirió Jesucristo, y con vuestro poder y auxilio socorráis nuestras necesidades.Proteged, oh providentísimo Custodio de la Sagrada Familia, a la escogida descendencia de Jesucristo. Apartad de nosotros toda mancha de error y de corrupción. Asistidnos propicio desde el cielo, fortísimo libertador nuestro, en esta lucha con el poder de las tinieblas. Y, como en otro tiempo librásteis al Niño Jesús del inminente peligro de la vida, así ahora defended a la Iglesia santa de Dios de las acechanzas de sus enemigos y de toda adversidad, y a cada uno de nosotros protegednos con perpetuo patrocinio para que, a ejemplo vuestro y sostenidos por vuestro auxilio, podamos santamente vivir, piadosamente morir, y alcanzar en el Cielo la eterna bienaventuranza. Amén.
LEÓN XIII.


SAN JOSÉ BENDITO

San José bendito tú has sido el árbol elegido por Dios no para dar fruto, sino para dar sombra. Sombra protectora de María, tu esposa; sombra de Jesús, que te llamó Padre y al que te entregaste del todo. Tu vida, tejida de trabajo y de silencio, me enseña a ser fiel en todas las situaciones; me enseña, sobre todo, a esperar en la oscuridad. Siete dolores y siete gozos resumen tu existencia: fueron los gozos de Cristo y María, expresión de tu donación sin límites. Que tu ejemplo de hombre justo y bueno me acompañe en todo momento para saber florecer allí donde la voluntad de Dios me ha plantado. Amén.

ORACIÓN POR DIVERSAS NECESIDADES
Santo Patriarca, dignísimo esposo de la Virgen María y Padre adoptivo de Nuestro Redentor Jesús, que por vuestras heroicas virtudes, dolores y gozos merecisteis tan singulares títulos; y por ellos, especialísimos privilegios para interceder por vuestros devotos; os suplico, Santo mío, alcancéis la fragante pureza a los jóvenes, castidad a los casados, continencia a los viudos, santidad y celo a los sacerdotes, paciencia a los confesores, obediencia a los religiosos, fortaleza a los perseguidos, discreción y consejo a los superiores, auxilios poderosos a los pecadores e infieles para que se conviertan, perseverancia a los penitentes, y que todos logremos ser devotos de vuestra amada Esposa, María Santísima, para que por su intercesión y la vuestra podamos vencer a nuestros enemigos, por los méritos de Jesús, y conseguir las gracias y favores que os hemos pedido para santificar nuestras almas hasta conseguir dichosa muerte, y gozar de Dios eternamente en el Cielo. Amén.


SÚPLICA
José dulcísimo y Padre amantísimo de mi corazón, a ti te elijo como mi protector en vida y en muerte; y consagro a tu culto este día, en recompensa y satisfacción de los muchos que vanamente he dado al mundo y a sus vanísimas vanidades. Yo te suplico con todo mi corazón que, por tus siete dolores y gozos, me alcances de tu adoptivo Hijo Jesús y de tu verdadera esposa, María Santísima, la gracia de emplearlos a mucha honra y gloria suya, y en bien y provecho de mi alma. Alcánzame vivas luces para conocer la gravedad de mis culpas, lágrimas de contrición para llorarlas y detestarlas, propósitos firmes para no cometerlas más, fortaleza para resistir a las tentaciones, perseverancia para seguir el camino de la virtud; particularmente lo que te pido en esta oración (hágase aquí la petición) y una cristiana disposición para morir bien. Esto es, Santo mío, lo que te suplico; y esto es lo que mediante tu poderosa intercesión, espero alcanzar de mi Dios y Señor, a quien deseo amar y servir, como tú lo amaste y serviste siempre, por siempre, y por la eternidad. Amén.


PARA PEDIR UN FAVOR
Amadísimo Padre mío San José: Confiando en el valioso poder que tenéis ante el trono de la Santísima Trinidad y de María vuestra Esposa y nuestra Madre, os suplico intercedáis por mí y me alcancéis la gracia... (hágase aquí la petición).
José, con Jesús y María, viva siempre en el alma mía.
José, con Jesús y María, asistidme en mi última agonía.
José, con Jesús y María, llevad al cielo el alma mía.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

CONFIANZA EN ÉL


La grandeza de este Santo es incomparable e inimaginable. Ciertamente no ha brillado con luz propia, pero ha dejado que resplandeciera su hijo y su espléndida esposa.

No ha impuesto su paternidad con férreas reglas y no ha sometido a su virginal esposa.

Su vida fue un camino de amor y fe:
  • Tomó a la Sagrada Familia sobre sus espaldas y caminó rectamente con el sufrimiento propio de los pobres;
  • Amó a su hijo sin reservas, lo guió y protegió con manos seguras;
  • Amó a su esposa como sólo los ángeles saben hacer;
  • Actuó en el silencio y en la contemplación del amor de Dios.

El amor sublime que lo ligaba a Jesús y a María en la tierra, ¡en qué maravilla se habrá transformado en el cielo! ¿Pueden su Hijo y su esposa negarse a sus peticiones?

¿Qué esperas por lo tanto, a confiarte sin reservas a este poderoso intercesor y a considerarlo como un padre?

Si supo en su tiempo terreno guiar su familia, ¿no podrá ahora ayudarte a conducir tu vida también a ti?

No seas incrédulo y confía en él, puedes estar seguro que te sorprenderá el poder de intercesión de este Patriarca.

Acércate a él con extrema confianza y ábrele los secretos de tu corazón, invócalo y, ciertamente, él te escuchará. Vendrá a tu encuentro, transformará tu vida y te acercará cada vez más al amor de Dios.

En la vida terrena, San José estaba ya en las manos de Dios y consumió en la humildad de su silencio los dramas, angustias y purificaciones que no es posible de entrever en lo profundo. Y cuán fecundo es este silencio: permite que entre la palabra de Dios y la obediencia de José tenga continuidad. Pide a José que te enseñe a actuar en el silencio, con la humildad de los santos.

Si tu corazón está ansioso de hacer algo por los hermanos atrapados en el sufrimiento o la soledad puedes usar el poder de la oración. La oración es un encuentro con Jesús, un puente entre lo humano y lo divino y puede ser el comienzo de un camino espiritual que abre las puertas de la alianza y la completa felicidad.

La oración tiene un carácter terapéutico y es un arma invencible a utilizar contra todas las manifestaciones del mal que, directa o indirectamente cada uno de nosotros experimentamos cada día. Si te quieres unir a nosotros en la oración o saber más, visita el Sitio del grupo de oración - Monasterio Invisible de Caridad y Hermandad - allí hallarás a alguien que te acogerá con los brazos abiertos.


San José campeón de fe
La vida de San José ha estado verdaderamente marcada por las iniciativas de Dios, iniciativas misteriosas, iniciativas más allá de la posibilidad de entender. San José se dejaba conducir porque era justo y "justo" es el hombre que vive de fe.
Dios no le dice nada, no le da explicaciones, pero él obedece. Ha dicho siempre SÍ con la vida, no con las palabras. Frente a Dios nunca ha habido preguntas o dudas.

San José obra en el silencio:
¡Cuán fecundo es este silencio! Dios habla y San José hace:
"No temas...", y él no teme, todos los dramas están terminados.
"Levantaos...", y él se levanta, ahí está ya por el camino.
"Vuelve...", y él ya está de regreso.
¡Esta inmediatez de San José a todas las indicaciones del Señor, nos demuestra su bella disposición interior!
San José es el humilde:

Es estupendo este ejemplo de San José que, siendo también jefe de familia, está simplemente a su servicio con una familiaridad hecha de abandono y de continua entrega. San José no mide la vida de Jesús y de la Virgen sobre sus propias exigencias, sino que pone su vida al servicio de ellos. No parte para Egipto cuando es cómodo para él sino cuando el interés de Jesús lo requiere.

San José es un hombre coherente:
San José es un laico en el más profundo sentido de la palabra. Es un hombre como todos. El Verbo se encarna en una familia en la que San José es el jefe y vive en la realidad de las criaturas humanas, en la condición más universal, que es la del trabajo y de la pobreza. San José nos enseña cómo ofrecer a Cristo el servicio de una vida totalmente insertada en la realidad terrena.
Su patronato va más allá de un simple triunfo, ya que se que deriva de una realidad inferior. San José nos hace comprender el contenido del servicio para el Reino y nos ayuda a estar en la historia de la salvación. Aquellos que creen en Cristo, le obedecen y confían en él.

San José se halla insertado en el misterio de la encarnación del Verbo por iniciativa de Dios:
  • San José es el esposo de María
  • San José será el padre adoptivo de Jesús
  • San José presidirá la familia de Nazaret, la sostendrá con su trabajo, la defenderá y la protegerá, sin protagonismo, dejando a Dios ser en él.
  • San José es el guardián de la más alta y sagrada virginidad: la de María, la inmaculada hija de Dios. ¿Y cómo lo hizo? No diciendo "Aquí estoy yo para defender a todos", sino desapareciendo. Ha custodiado la santidad de Jesús y de María desapareciendo de las miradas de todos, excepto de la de ellos.
San José ha renunciado a entender y ha aceptado de creer, ha renunciado a mandar y ha aceptado obedecer. Sin embargo, creyendo, se ha dejado dirigir per el Señor y Él lo ha introducido en un modo particularmente íntimo en el misterio de la encarnación y de la salvación.

San José, este amable patrono de la vida espiritual, nos ayuda a estar siempre ante el corazón y los ojos de Dios y olvidarnos de nosotros mismos, porque en ese desaparecer a los ojos de todos y a nuestros ojos, nos perderemos en el humilde y silencioso corazón del único Dios y Señor nuestro.
La vida de San José
"La madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: "José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. (...) Cuando José se despertó, hizo lo que había mandado el ángel del Señor, y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús".(Evangelio de Mateo 1,18-25)
 
Tal y como narran los evangelios, a José lo recordamos como descendiente del linaje de David (Mt 1,20 y Mt 13,55), la estirpe humana de la que nació Jesús. Pero por encima de todo lo tenemos en el recuerdo por su fe, por su fidelidad y por el deseo de querer seguir los deseos de Dios por muy difíciles e increíbles que parecieran. ¿Te imaginas amigo cibernauta que tu novia se quedara embarazada y que a través de un sueño se te comunicara que el hijo que lleva es obra del Espíritu Santo?. Hay que tener fe, y esto es lo que tuvo nuestro amigo José. Cabe decir, que según las leyes de aquella época, si una mujer quedaba embarazada de otra persona que no era su novio, podía morir apedreada si éste la denunciaba. José se convierte en un hombre justo y fiel a Dios, preguntándose qué era lo mejor para María.
El Padre de José
José de Nazaret aparece en la historia evangélica a punto de casarse con una muchacha llamada María. Precisamente de María sabemos los nombres de sus padres gracias a los evangelios apócrifos: Joaquín y Ana; pero de José únicamente conocemos algo de su padre, y aún con ciertas dudas, ya que aparece con dos nombres distintos en los evangelios. Según Mateo se llamaba Jacob (Mt 1,16) y según Lucas Helí (Lc 3,23). Algunos exegetas han afirmado que Jacob y Helí eran hermanos y que por la "ley del levirato" uno era el padre biológico y el otro el legal. La "ley del levirato" nos sale descrita en el libro del Deuteronomio (Dt 25,5-6) y consistía en que si dos hermanos vivían juntos y uno de ellos moría sin hijos, su hermano se casaría con la esposa de éste, o sea, con su cuñada. Pero la verdad es que no se sabe con certeza si el padre de José era el de Jacob o el de Helí y lo de la "ley del levirato" son simples hipótesis.
Huida a Egipto
Tras asumir la paternidad de Jesús con todas sus consecuencias, enseguida se encuentra frente a otra decisión, igualmente difícil: marcharse de Belén para salvar a Jesús ante la ira de Herodes que ordena matar a todos los niños cuando él cree que el niño que ha nacido (Jesús) le va a tomar el trono. El Evangelio de Mateo lo narra así:
"Tan pronto como los magos se marcharon, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo" (Mt 2,13)
Si te fijas, amigo cibernauta, los evangelios nos presentan a la Sagrada Familia igual que aquellos primeros israelitas que tuvieron que huir a Egipto y que después volverían a su Tierra Prometida. Y efectivamente, la Sagrada Familia emprendió camino a Egipto. Incluso, hay en El Cairo, un barrio muy bonito, el barrio copto, en el cuál, según la tradición copta, pasaron allí unos años José, María y Jesús. Muchos historiados de la Biblia creen que la Sagrada Familia nunca llegó a Egipto y que lo que hicieron fue huir "camino de Egipto". ¡Como aquél que está en Tarragona y dice "me voy camino de Valencia" y se queda en Tortosa!. Pero bueno ... el Evangelio de Mateo dice bien claro "huye a Egipto" y no vamos ahora a contradecir las escrituras y ni mucho menos a mis amigos coptos de El cairo que son muy simpáticos!
De vuelta a Israel
Una vez fallecido Herodes, un ángel del Señor se apareció de nuevo a José y le invitó a regresar a su Tierra, más concretamente en Nazaret para iniciar allí la historia de su hijo, la del Hijo de Dios. A partir de entonces, José sale muy poco en los evangelios, el caso más flamante es el de la peregrinación a Jerusalén, donde va acompañado de su esposa y de Jesús. En aquellos momentos, Jesús solo tenía 12 años. Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Es aquél conocido relato en el que Jesús se queda en el templo de Jerusalén a discutir con los doctores de la ley. Podéis leer la narración el Evangelio de Lucas (Lc 2,41-59).
La edad de José
¿Cuándo murió José? Esta es otra de las preguntas del millón de dólares. La última aparición de José en los evangelios es ésta que te acabo de explicar, o sea, en la que Jesús tiene 12 años. Según Josep Lligadas en el libro "San José, el Creyente" editado por el Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona, José habría muerto antes del relato evangélico de la bodas de Caná, ya que en dicho fragmento no se menciona a José y si en cambio a María. Sería lógico que si María y Jesús estaban invitados a una boda, José también estuviera con ellos, pero el evangelista no lo menciona, de allí dicha suposición. Lo más probable, por tanto, es que José muriese antes de que Jesús abandonase Nazaret para iniciar su predicación. 
Pero... también hay otros historiadores de la Biblia que creen que José habría muerto dada su anciana edad. La edad de José es un tema muy discutido, hay unos que creen que era joven y otros que creen que ya tenía sus añitos. Estos últimos se basan en los llamados "Evangelios Apócrifos", textos no reconocidos como oficiales por la Iglesia Católica, y que en algunas ocasiones han servido, tal como te he comentado al principio, para saber curiosidades, como los nombres de los padres de la Virgen María entre otras cosas.
Según el evangelio apócrifo titulado "Historia de José el Carpintero", José habría muerto a la edad de 111 años!, incluso nos dice la fecha, el  20 de julio . 
Más datos apócrifos
En el mismo evangelio apócrifo "Historia de José el carpintero" se nos dice que José, antes de casarse con María, era un hombre viudo y que ya tenía cuatro varones y dos hembras: Judas, Josetos, Santiago, Simón, Lisia y Lidia. También nos cuenta que "era un varón justo y alababa a Dios en todas sus obras. Acostumbraba a salir forastero con frecuencia para ejercer el oficio de carpintero en compañía de sus dos hijos, ya que vivía del trabajo de sus manos". 
María, según el apócrifo, era una muchacha que vivía en el Templo de Jerusalén sirviendo a Dios en toda santidad, y con doce años de edad. Había pasado sus tres primeros años en la casa de sus padres, y los nueve restantes en el templo. Pero al acercarse la edad de la menstruación, no podía quedarse allí porque según las leyes de entonces, provocaría la impureza del recinto sagrado. Es por este motivo que los sacerdotes del templo decidieron convocar a la tribu de Judá y tomaron de ella a doce familias (12 hombres) para buscar a un varón y desposarlo con ella. La suerte recayó sobre José, a quién la "Historia de José el carpintero" lo define como "el buen viejo José".
Según el apócrifo, María tenía 15 años de edad cuando dio a luz a Jesús, mientras que José tenía 92 . Repito, amigo cibernauta, que estos datos son del evangelio apócrifo "Historia de José el carpintero", texto no reconocido como "oficial" por la Iglesia Católica. 
San José es por excelencia el patrón de los carpinteros, ya que ejerció esta profesión según nos narra el Evangelio de Mateo (Mt 13,54-55) y por extensión, lo es también de todas aquellas personas que trabajan en oficios manuales. Los ingenieros técnicos industriales también le piden protección.
Así mismo, el Papa Pío IX lo declaró en 1870, patrón de la Iglesia Católica universal. También es el patrón de los seminarios católicos, de ahí que la Iglesia Católica celebre el domingo después a esta festividad el "Día del Seminario". Este patronazgo es fácil de entender, ya que como padre, educó a su hijo Jesús en Nazaret y le preparó durante muchos años para su ministerio. ¿Quien mejor que San José para que proteja a los que serán futuros sacerdotes?.
En 1955 otro Papa, en este caso Pío XII, instituyó la fiesta de San José Obrero el día primero de mayo para cristianizar la Fiesta del Trabajo que había nacido en 1889. Es por tanto, el patrón de todos los trabajadores (¡incluso para los que hacen ver que trabajan!).
La devoción popular ha creído que José murió en brazos de Jesús y de María, sin duda falleció en buena compañía!. Es por este motivo que se le pide auxilio para tener una buena muerte.
Se le otorga la protección de los padres de familia y de las personas indecisas. Diferentes comunidades religiosas se amparan en él y países como Bélgica, Canadá o Perú lo tienen como protector.

La sombra de José
 
Hay que reconocer que san José no ha tenido mucha suerte que digamos en la transmisión que los siglos han hecho de su figura. Si nos preguntamos qué imagen surge en la mente del cristiano al oír el nombre del esposo de María, tenemos que respondernos que la de un viejo venerable, con rostro no excesivamente varonil, que tiene en sus manos una vara de nardo un tanto cursi. O quizá, como variante, la de un ebanista que, muy pulcro él, muy nuevos sus vestidos, se olvida de la garlopa, que tiene entre las manos, para contemplar en un largo éxtasis los juegos de su hijo que se entretiene haciendo cruces entre limpísimas virutas. Dos imágenes que, si Dios no lo remedia, van a durar aún algunos siglos, por mucho que la fornida idea de san José Obrero trate de desplazar tanta cursilería. Dos imágenes que, además, poco tienen que ver con la realidad histórica de José, el carpintero de Nazaret.
Al parecer, como los hombres somos mucho más «listos» que Dios, nos precipitamos enseguida a cubrir con nuestra mala imaginación lo que los evangelistas velaron con su buena seriedad teológica. Y así es como a José le dedican pocas lineas los evangelistas y cientos de páginas la leyenda dorada. Pero bueno será empezar por conocerla, aunque sólo sea para saber lo que José «no fue».
El José de la leyenda
La idea del José viejo y milagroso data de los primeros siglos. La encontramos en el escrito apócrifo titulado «Protoevangelio de Santiago» que Orígenes conocía ya en el siglo lll. Se trata de una obra deliciosa e ingenua, nacida sin duda de una mezcla de afecto piadoso y de afán de velar contra posibles herejías. ¿Había quien encontraba difícil de comprender un matrimonio virginal entre José y María? Pues se inventaba un José viudo y anciano que habría aceptado a María más como tutor que como esposo. Y se añadía todo el florero de milagros que ingenuamente inventan todos los que no han descubierto que el mayor milagro de la vida de Cristo es que sólo ocurrieron los imprescindibles.
APÓCRIFOS: Veamos cómo cuenta este primitivo texto apócrifo el matrimonio de José y María:
Se criaba María en el templo del Señor como si fuera una paloma y recibía el sustento de la mano de un ángel. Cuando tuvo doce años deliberaron los sacerdotes y dijeron: «He aquí que María ha cumplido doce años en el templo del Señor. ¿Qué haremos con ella para que no se mancille el santuario del Señor nuestro Dios?» Y dijeron al sumo sacerdote: «Tú estás en el altar del Señor; entra en el santuario y ruega por ella y haremos lo que te revele el Señor». El sumo sacerdote cogió el pectoral con las doce campanillas y se dirigió al Sancta Sanctorum y rogó por ella. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor y le dijo: «Zacarías, Zacarías, sal y convoca a los viudos del pueblo; que traigan cada uno su cayado y a quien el Señor señale ése será su esposo». Salieron los heraldos por todo el territorio de Judea y resonaron las trompetas del Señor, y pronto concurrieron todos. San José arrojó su hacha y se apresuró a reunirse con ellos, y después de estar todos reunidos cogieron los cayados y fueron al sumo sacerdote.
Este cogió los cayados de todos, entró en el templo y oró. Después de haber terminado la oración, tomó los cayados, salió y se los entregó, y ninguna señal apareció en ellos. Pero cuando José cogió el último cayado, he aquí que una paloma salió de éste y voló a la cabeza de san José. Y dijo el sacerdote a san José: «Tú estás destinado por la suerte para tomar bajo tu protección a la Virgen del Señor» y san José contestó y dijo: «Tengo hijos, soy un hombre viejo; ella en cambio es joven, tengo miedo de parecer ridículo ante los hijos de Israel». Y dijo el sacerdote a san José: «Teme al Señor, tu Dios, y recuerda lo que hizo con Datán, Abirón y Coré, cómo abrió la tierra y fueron tragados por ella por su oposición. Y teme ahora a Dios, José, no vaya a ocurrir algo en tu casa». Y José temió y la tomó bajo su protección. Y dijo a María: «He aquí que te recibo del templo del Señor y te dejo ahora en mi casa y me voy a hacer mis trabajos y después vendré otra vez a donde ti; el Señor tendrá cuidado de ti mientras tanto.
¡Delicioso! Pero sin una sola palabra que se sostenga a la luz de la crítica y de la historia. Esos heraldos que pregonan por todo el país, esos cayados de los que salen palomas (en otras versiones simplemente la madera seca florece de repente) que se posan en la cabeza del elegido. 0Estamos en el reino de las hadas.
No menos curioso es el apócrifo titulado «Historia de José, el carpintero» y que data del siglo VI o VII. Esta vez el escritor, egipcio probablemente, nos cuenta nada menos que toda la vida de José... narrada por Jesús a sus discípulos en el huerto de los Olivos. En él se nos dice que José tuvo de su primer matrimonio cuatro hijos y dos hijas (y hasta se nos dan sus nombres: Judas, Justo, Jacobo, Simeón, Assia y Lidia) y que, viudo, tras 49 años de convivencia con su primera esposa, recibió a María, de 12 años, como si fuera una hija más. El apócrifo se extiende esta vez, sobre todo, en la muerte de José:
Pasaron los años y envejeció. Sin embargo no padecía ninguna enfermedad. Conservaba la luz de sus ojos y no perdió ni un diente de su boca. También conservó siempre la vitalidad de su espíritu. Trabajaba como un joven en la plenitud de su vigor, y sus miembros estaban sanos. Viviré durante ciento once años.
Pero un día le llegó la hora de morir. Era -dice el escritor- el 26 de abril. El detalle nos muestra el sentido de todo el escrito: su autor quiere defender una fecha concreta para la celebración de la fiesta de san José. Pero, una vez puesto a demostrarlo, rodea de ternísimos detalles -siempre en la boca de Cristo la muerte del anciano:
Yo me senté a sus pies y le contemplaba. Tuve sus manos entre las mías durante toda una hora. Dirigió hacia mi su rostro y me indicó que no le abandonara. Acto seguido puse mi mano sobre su pecho y me di cuenta de que su alma iba en seguida a dejar su morada...
Vinieron entonces Miguel y Gabriel, recibieron el alma de mi padre José y la cubrieron de luminosos vestidos. Le cerré los ojos con mis propias manos y cerré su boca. Y dije a José: «No te invadirá ningún olor a cadáver ni saldrá de tu cuerpo gusano alguno. Nada de tu cuerpo se corromperá, padre mío, sino que permanecerá integro e incorruptible hasta el ágape milenario.
El silencio respetuoso del evangelio
La fábula es hermosa, pero tendremos que olvidarla para tratar de acercarnos a la realidad. Y la realidad es que el evangelio -en expresión de Rops- rodea su figura de sombra, de humildad y de silencio: se le adivina, más que se le ve. Nada sabemos de su patria. Algunos exegetas se inclinan a señalar Belén. Otros prefieren Nazaret. De Belén descendían posiblemente sus antepasados.
Nada sabemos tampoco de su edad. Los pintores, siguiendo a la leyenda, le prefieren adulto o anciano. Un especialista como Franz Jantsch sitúa a José, a la hora de su matrimonio, entre los 40 ó 50 años, aun rechazando la idea de la ancianidad. Pero dada la brevedad de la vida en aquel siglo y aquel país, los cuarenta o cincuenta hubieran sido una verdadera ancianidad.
Al otro extremo se va Jim Bishop que pone a José con 19 años. Lo más probable es que tuviera algunos años más que María y que se desposara con ella en torno a los 25, edad muy corriente para los jóvenes que se casaban en aquel tiempo.
¿Era realmente carpintero? Otra vez la oscuridad. La palabra griega tecton habría que traducirla, en rigor, como «artesano», sin mayores especificaciones. A favor de un trabajo de carpintería estaría la antigüedad de la tradición (san Justino nos dice que construía yugos y arados, y en la misma linea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan Damasceno) y el hecho de que ningún apócrifo le atribuya jamás otro oficio. Hasta la edad media no aparecen los autores que le dicen herrero (san Isidoro de Sevilla entre otros). Pero ninguna prueba decisiva señala con precisión el oficio de José.
Algo puede aclararnos el hecho de que en la época de Cristo en Palestina escaseaba la madera. No había sino los famosos cedros, que eran pocos y propiedad de ricos, palmeras, higueras y otros frutales. Como consecuencia muy pocas cosas eran entonces de madera. Concretamente, en Nazaret las casas o eran simples cuevas excavadas en la roca o edificaciones construidas con cubos de la piedra caliza típica del lugar (tan blanda que se cortaba con sierras). En los edificios la madera se reducía a las puertas y muchas casas no tenían otra puerta que una gruesa cortina.
No debía, pues, ser mucho el trabajo para un carpintero en un pueblo de no más de cincuenta familias. Preparar o reparar aperos de labranza o construir rústicos carros. Los muebles apenas existían en una civilización en que el suelo era la silla más corriente y cualquier piedra redonda la única mesa. Evidentemente la carpintería no era un gran negocio en el Nazaret de entonces.
Habría que empezar a pensar que la verdadera profesión de José era lo que actualmente denominaríamos «sus chapuzas». Todo hace pensar que sus trabajos eran encargos eventuales que consistían en reparar hoy un tejado, mañana en arreglar un carro, pasado en recomponer un yugo o un arado. Sólo dos cosas son ciertas: que trabajaba humildemente para ganarse la vida y que se la ganaba más bien mal que bien.
Su matrimonio con María
Este es el hombre que Dios elige para casarse con la madre del Esperado. Y lo primero que el evangelista nos dice es que María estaba desposada con él y que antes de que conviviesen (Mt 1, 18) ella apareció en estado. Nos encontramos ya aquí con la primera sorpresa: ¿Cómo es que estando desposada no habían comenzado a convivir? Tendremos que acudir a las costumbres de la época para aclarar el problema.
El matrimonio en la Palestina de aquel tiempo se celebraba en dos etapas: el «quiddushin» o compromiso y el «nissuin» o matrimonio propiamente tal. Como es habitual en muchos pueblos orientales son los padres o tutores quienes eligen esposo a la esposa y quienes conciertan el matrimonio sin que la voluntad de los contrayentes intervenga apenas para nada. María y José se conocerían sin duda (todos se conocen en un pueblecito de cincuenta casas) pero apenas intervinieron en el negocio. Y uso la palabra «negocio» porque es lo que estos tratos matrimoniales parecían. Los padres o tutores de los futuros desposados entablaban contactos, discutían, regateaban, acordaban. Ambas familias procuraban sacar lo más posible para el futuro de sus hijos.
Pero no parece que en este caso hubiera mucho que discutir. José pudo aportar sus dos manos jóvenes y, tal vez como máximo, sus aperos de trabajo. María -aparte de su pureza y su alegría- pondría, como máximo, algunas ropas y muebles o útiles domésticos. Los tratos preliminares concluían con la ceremonia de los desposorios que se celebraba en la casa de la novia. Amigos y vecinos servían de testigos de este compromiso que, en rigor, tenia toda la solidez jurídica de un verdadero matrimonio. «He aquí que tú eres mi prometida» decía el hombre a la mujer, mientras deslizaba en su mano la moneda que simbolizaba las arras. «He aquí que tú eres mi prometido» respondía la mujer, que pasaba a ser esposa de pleno derecho. Con el nombre de «esposa de fulano» se la conocía desde entonces. Y, si el novio moría antes de realizarse el verdadero matrimonio, recibía el nombre de «viuda». La separación sólo con un complicado divorcio podía realizarse. Los desposorios eran, pues, un verdadero matrimonio. Tras ellos podían tener los novios relaciones intimas y el fruto de estas relaciones no era considerado ilegitimo, si bien en Galilea la costumbre era la de mantener la pureza hasta el contrato final del matrimonio.
Este solía realizarse un año después y era una hermosa fiesta. Un miércoles -día equidistante entre dos sábados- el novio se dirigía, a la calda de la tarde, hacia la casa de su prometida, llevando del ronzal un borriquillo ricamente enjaezado. Las gentes se asomaban a las puertas y, en las grandes ciudades, se agolpaban en las ventanas. En su casa esperaba la novia rodeada de sus amigas, todas con sus lámparas encendidas. La novia vestía de púrpura, ajustado el vestido con el cinturón nupcial que la víspera le habla regalado el novio. Perfumada con ungüentos preciosos, lucia la muchacha todas sus joyas: brazaletes de oro y plata en muñecas y tobillos, pendientes preciosos. La mujer recibía al hombre con los ojos bajos. Este la acomodaba sobre el asno que luego conducirla de la brida. En el camino grupos de niños arrojaban flores sobre los desposados. Sonaban flautas y timbales y, sobre las cabezas de los novios, los amigos agitaban arcos de palmas y ramos de olivo. Cantaba por la calle la novia. En sus cantos hablaba a sus amigas de su felicidad. El cortejo y los amigos del esposo cantaban también, elogiando las virtudes de los desposados. Ya en la casa del novio, un sacerdote o un anciano leía los textos que hablaban de los amores de Sara y Tobías. Y el vino completaba la alegría de todos.
María y José, en el silencio de Dios
María y José vivieron sin duda todas estas ceremonias. Pero, para ellos, entre la primera y la segunda, ocurrió algo que trastornó sus vidas y que dio un especialísimo sentido a este matrimonio. María y José iban a cruzar ese tremendo desierto que los modernos llamamos «el silencio de Dios». Son esos «baches» del alma en los que parece que todo se hundiera. Miramos a derecha e izquierda y sólo vemos mal e injusticia. Salimos fuera de nuestras almas y contemplamos un mundo que se destruye, las guerras que no cesan, los millones de hambrientos. Incluso en el mundo del espíritu no vemos sino vacilación. Ni la propia Iglesia parece segura de si misma.
Nos volvemos, entonces, a Dios y nos encontramos con un muro de silencio. ¿Por qué Dios no habla? ¿Por qué se calla? ¿Por qué nos niega la explicación a que tenemos derecho? Hemos dedicado a él lo mejor de nuestra vida, creemos tener la conciencia tranquila... ¡Mereceríamos una respuesta! Pero él permanece callado, horas y horas, días y días.
Alguien nos recuerda, entonces, la frase del libro de Tobías: Porque eras grato a Dios, era preciso que la tentación te probara (Tob 2, 12) ¿Por ser grato a Dios? ¿Precisamente por serle grato? La paradoja es tan grande que nos parece un bello consuelo sin sentido. Pero es el único que nos llega, porque Dios continúa callado, sin concedernos esa palabra suya que lo aclararía todo.
Dios niega este consuelo a sus mejores amigos escribe Moeller y la Biblia lo testimonia largamente. Todos, todos han pasado alguna vez por ese amargo desierto del «silencio de Dios». Es lo que ahora van a vivir María y José.
Ella habla partido hacia Ain Karim a mitad del año entre la ceremonia de los desposorios y el matrimonio propiamente tal. Había pedido permiso a José para ausentarse, pero no había dado demasiadas explicaciones. Tampoco José las había pedido: era natural que le gustara pasar unas semanas con su prima y mucho más si sabia o sospechaba que Isabel esperaba un niño.
Algo más extraña resultó la vuelta precipitada de María. Aunque los exegetas no están de acuerdo. los textos evangélicos parecen insinuar que volvió a Nazaret faltando algunos días o semanas para el nacimiento de Juan. Al menos, nada dicen de una presencia de María en los días del alumbramiento. ¿A qué vienen ahora estas prisas? ¿No era normal que acompañase a su prima precisamente en los días en que más podía necesitarla?
Esta prisa obliga a pensar que o faltaba poco tiempo para la ceremonia del matrimonio de María o, más probablemente, que los síntomas de la maternidad empezaban a ser ya claros en ella y no quiso que José se enterase de la noticia estando ella fuera.
Regresó, pues, a Nazaret y esperó, esperó en silencio. No parece en absoluto verosímil que María contase como apunta Bishop su estado a José. Los evangelios insinúan un silencio absoluto de María. San Juan Crisóstomo en una homilía de prodigioso análisis psicológico trata de investigar el por qué de este silencio:
Ella estaba segura de que su esposo no hubiera podido creerla si le contara un hecho tan extraño. Temía, incluso, excitar su cólera al dar la impresión de que ella trataba de cubrir una falta cometida. Si la Virgen había experimentado una extrañeza bien humana al preguntar cómo ocurriría lo que anunciaba el ángel, al no conocer ella varón, cuánto más habría dudado José, sobre todo si conocía esto de labios de una mujer, que por el mismo hecho de contarlo, se convertía en sospechosa.
No, era algo demasiado delicado para hablar de ello. Además ¿qué pruebas podía aportar María de aquel misterio que llenaba su seno sin intervención de varón? Se calló y esperó. Esta había sido su táctica en el caso de Isabel y Dios se habla anticipado a dar las explicaciones necesarias. También esta vez lo haría. Seguía siendo asunto suyo.
La noche oscura de José
¿Cómo conoció José el embarazo de María? Tampoco lo sabemos. Lo más probable es que no lo notara al principio. Los hombres suelen ser bastante despistados en estas cosas. Lo verosímil es pensar que la noticia comenzó a correrse entre las mujeres de Nazaret y que algunas de ellas, entre pícara e irónica, felicitó a José porque iba a ser padre.
Ya hemos señalado que nadie pudo ver un pecado en este quedar embarazada María -de quien ya era su marido legal, pensarían todos- antes de la ceremonia matrimonial. No era lo más correcto, pero tampoco era un adulterio. Nadie se rasgaría, pues, las vestiduras, pero no faltarían los comentarios picantes. En un pueblo diminuto, el embarazo de María era una noticia enorme y durante días no se hablaría de otra cosa en sus cincuenta casas. Para José, que sabía que entre él y María no había existido contacto carnal alguno, la noticia tuvo que ser una catástrofe interior. Al principio no pudo creerlo, pero luego los signos de la maternidad próxima empezaron a ser evidentes. No reaccionó con cólera, sino con un total desconcierto. La reacción normal en estos casos es el estallido de los celos. Pero José no conocía esta pasión que los libros sagrados describen implacable y dura como el infierno. El celoso -decía el libro de los Proverbios- es un ser furioso. no perdonará hasta el día de la venganza (Prov 6, 34).
En José no hay ni sombra de deseos de venganza. Sólo anonadamiento. No puede creer, no quiere creer lo que ven sus ojos. ¿Creyó José en la culpabilidad de su esposa? San Agustín, con simple realismo, dice que sí: la juzgó adúltera. En la misma línea se sitúan no pocos padres de la Iglesia y algunos biógrafos. Pero la reacción posterior de José está tan llena de ternura que no parece admitir ese pensamiento.
Lo más probable es que José pensara que María había sido violada durante aquel viaje a Ain Karim. Probablemente se echó a sí mismo la culpa por no haberla acompañado. Viajar en aquellos tiempos era siempre peligroso. Los caminos estaban llenos de bandoleros y cualquier pandilla de desalmados podía haber forzado a su pequeña esposa. Esto explicaría mucho mejor el silencio en que ella se encerraba. Por otro lado, la misteriosa serenidad de María le desconcertaba: no hubiera estado así de haber sido culpable su embarazo, se hubiera precipitado a tejer complicadas historias. El no defenderse era su mejor defensa.
¿Pudo sospechar José que aquel embarazo viniera de Dios? Algunos historiadores así lo afirman y no falta quien crea que esta sospecha es lo que hacía temblar a José que, por humildad, no se habría atrevido a vivir con la madre del futuro Mesías. La explicación es piadosa pero carece de toda verosimilitud. Las profecías que hablaban de que el Mesías nacería de una virgen no estaban muy difundidas en aquella época y la palabra «almah» que usa el profeta Isaías se interpretaba entonces simplemente como «doncella». Por lo demás, ¿cómo podía imaginar José una venida de Dios tan sencilla? Lo más probable es que tal hipótesis no pasara siquiera por la imaginación de José antes de la nueva aparición del ángel. Sobre todo habiendo, como había, explicaciones tan sencillas y normales como la violación en el camino de Ain Karim.
Pero el problema para José era grave. Es evidente que él amaba a María y que la amaba con un amor a la vez sobrenatural y humano. Tenemos un corazón para todos los usos, ha escrito Cabodevilla. Si la quería, no le resultaba difícil perdonarla y comprenderla. Un hombre de pueblo comprende y perdona mucho mejor que los refinados intelectuales. La primera reacción de José tuvo que ser la de callarse. Si María había sido violada bastante problema tendría la pobrecilla para que él no la ayudara a soportarlo.
Mas esta solución tampoco era simple. José, dice el evangelista, era «justo» (Mt 1, 19). Esta palabra en los evangelios tiene siempre un sentido: cumplidor estricto de la ley. Y la ley mandaba denunciar a la adúltera. Y, aun cuando ella no fuera culpable, José no podía dar a la estirpe de David un hijo ilegítimo. Y el que María esperaba ciertamente parecía serlo.
Si José callaba y aceptaba este niño como si fuera suyo, violaba la ley y esto atraería castigos sobre su casa, sobre la misma María a quien trataba de proteger. Este era el «temor» del que luego le tranquilizaría el ángel.
Pero, si él no reconocía este niño como suyo, el problema se multiplicaba. María tendría que ser juzgada públicamente de adulterio y probablemente sería condenada a la lapidación. Esta idea angustió a José. ¿Podría María probar su inocencia? Su serenidad parecía probar que era inocente, pero su silencio indicaba también que no tenía pruebas claras de esa inocencia. José sabía que los galileos de su época eran inflexibles en estas cosas. Quizá incluso había visto alguna lapidación en Nazaret, pueblo violento que un día querría despeñar a Jesús en el barranco de las afueras del pueblo. José se imaginaba ya a los mozos del pueblo arrastrando a María hasta aquel precipicio. Si ella se negaba a tirarse por él, sería empujada por la violencia. Luego la gente tomaría piedras. Si la muchacha se movía después de la caída, con sus piedras la rematarían. Dejarían luego su cuerpo allí, para pasto de las aves de rapiña.
No podía tomarla, pues. Denunciarla públicamente no quería. ¿Podría «abandonarla» en silencio? Entendida esta palabra «abandonarla» en sentido moderno, habría sido la solución más sencilla y la más coherente en un muchacho bueno y enamorado: un día desaparecería él del pueblo; todas las culpas recaerían sobre él; todos pensarían que él era un malvado que había abandonado a María embarazada. Así, nadie sospecharía de ella, ni del niño que iba a venir. Pero ni este tipo de abandonos eran frecuentes entonces, ni la palabra «abandonar» que usa el evangelista tiene ese sentido. En lenguaje bíblico «abandonar» era dar un libelo legal de repudio. Probablemente, pues, era esto lo que proyectaba José: daría un libelo de repudio a María, pero en él no aclararía la causa de su abandono. De todos modos tampoco era sencilla esta solución y no terminaba de decidirse a hacerlo.
¿Cuánto duró esta angustia? Días probablemente. Días terribles para él, pero aún más para ella. ¡Dios no hablaba! ¡Dios no terminaba de hablar! Y a María no le asustaba tanto la decisión que José pudiera tomar, cuanto el dolor que le estaba causando. Ella también le quería. Fácilmente se imaginaba el infierno que él estaba pasando.
Y los dos callaban. Callaban y esperaban sumergidos en este desgarrador silencio de Dios. Su doble pureza hacia más hondas sus angustias. Seres abiertos a lo sobrenatural aceptaban esto de ser llevados de la mano por el Eterno. ¡Pero este caminar a ciegas! ¡Este verse él obligado a pensar lo que no quería pensar! ¡Este ver ella que Dios inundaba su alma para abandonarla después a su suerte! Difícilmente ha habido en la historia dolor más agudo y penetrante que el que estos dos muchachos sintieron entonces. ¡Y no poder consultar a nadie, no poder desahogarse con nadie! Callaban y esperaban. El silencio de Dios no seria eterno.
El misterio se aclara con un nuevo misterio
No lo fue. No habla llegado José a tomar una decisión cuando en sueños se le apareció un ángel del Señor (Mt 1, 20). En sueños: si el evangelista estuviera inventando una fábula habría rodeado esta aparición de más escenografía. No hubiera elegido una forma tan simple, que se presta a que fáciles racionalismos hicieran ver a José como un soñador. Pero Dios no usa siempre caminos extraordinarios. En el antiguo testamento era frecuente esta acción de Dios a través del sueño. Entre sueños, con visiones nocturnas -decía el libro de Job- abre Dios a los hombres los oídos y los instruye y corrige (Job 4, 13). Era además un sueño preñado de realidad. Difícilmente se puede decir más de lo que el ángel encierra en su corto mensaje. Comienza por saludar a José como «hijo de David» (Mt 1, 20), como indicándole que cuanto va a decirle le afecta no sólo como persona, sino como miembro de toda una familia que en Jesús queda dignificada. Pasa después a demostrar a José que conoce todo cuanto estos días está pasando: No temas en recibir a María (Mt 1, 20). Dirige sus palabras al «justo», al cumplidor de la ley. No temas, al recibir a María no recibes a una adúltera, no violas ley alguna. Puedes recibir a María que es «tu esposa» y que es digna de serlo pues lo concebido en ella es obra del Espíritu santo. Son palabras gemelas a las que usara con María. Y contenían lo suficiente para tranquilizar a José. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. (Mt 1, 21). El mensaje se dirige ahora a José. como diciéndole: aunque tú no serás su padre según la carne, ejercerás sobre él los verdaderos derechos del padre. simbolizados para los hebreos en esta función de ponerle nombre. El nombre tiene en el mundo bíblico mucha mayor importancia que entre nosotros. Casi siempre posee un sentido que trata de definir la vida de quien lo lleva. Y el cambio de nombre adquiere siempre en el antiguo testamento el doble sentido de una «elección» y de una especial «misión». El nombre es, en cierto modo, la primera revelación de Dios sobre el hombre.
Y el nombre que el ángel dice no carece de sentido, es un tesoro inagotable, comenta san Juan Crisóstomo. Se llamará Jesús (Ya-chúa, en hebreo) es decir: «Yahvé salva». Este nombre de «salvador» se aplica a Dios unas cien veces en el antiguo testamento. Dios es mi salvador, viviré lleno de confianza y no temeré (Is 12, 2). Cuán hermosos son los pies de aquel que pregona la salvación (Is 52, 7).
El ángel anuncia así que Jesús traerá lo que el hombre más necesita, lo que sólo Dios puede dar, lo más que Dios puede dar al hombre: la salvación. Salvación, en primer lugar, para su pueblo, para Israel. Habla el ángel a José de lo que mejor puede entender, de lo que más esperaba un judío de entonces. En su hijo se cumplirá aquello que anunciaba el salmo 130: Espera, oh Israel, en el Señor. Porque en el Señor hay misericordia y salvación abundante. El redimirá algún día a Israel de todas sus iniquidades.
Aún es más fecundo el mensaje del ángel: puntualiza en qué consistirá esa salvación. El pueblo -explica el comentario de san Juan Crisóstomo- no será salvado de sus enemigos visibles, ni de los bárbaros, sino de algo más importante. del pecado. Y esto nadie podía haberlo hecho antes de Jesús. Parece que el evangelista tuviera prisa por señalar el eje de la misión de Cristo, salvador, sí, de todos los males, liberador, si, del hombre entero, pero salvador de todo porque atacaría a la raíz de todo, a la última causa de todo mal: los pecados. No venia a dar una batalla directa contra el hambre en el mundo, ni contra la dominación romana, ni contra la divinización humana que incluía la cultura helenística. Venia a dar la batalla contra todo pecado que corrompe el interior del hombre, sabiendo, eso si, que en ella quedarían también incluidas la lucha contra el hambre, la opresión, la idolatría de la inteligencia. Venía a cambiar al hombre, sabiendo que, cuando el hombre fuera mejor, sería también más feliz.
El ángel ha concluido ya su mensaje. Pero el evangelista aún tiene algo que añadir. Mateo se ha propuesto como fin fundamental de su evangelio mostrar a sus contemporáneos cómo se realizan en Cristo todas las profecías que anunciaban al Mesías y aquí nos señala cómo en este misterioso nacimiento se realizan las palabras de Isaías: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo... (Mt 1, 23). Estas palabras que son tan importantes para nosotros, no lo eran tanto para los contemporáneos y antecesores de Cristo, por la simple razón de que no lograban entenderlas. Las escuelas judías apenas comentaban este oráculo y no solían referirlas al Mesías. Esperaban la venida de este enviado revestido de poder y de majestad: mal podían imaginarle a través de un bebé que nace de un ser humano. Pensaban en la llegada de un vencedor adulto, nadie hablaba de su posible nacimiento. Menos aun podían intuir un nacimiento virginal y misterioso. La palabra que nosotros traducimos por «Virgen» (almah, en hebreo) la traducían simplemente por «doncella», «jovencita». Sólo José aquella noche comenzó a vislumbrar el sentido de esa palabra y entendió que a él se le aclaraba el rompecabezas de su espíritu. Ahora todo cuadraba: la pureza incuestionable de su esposa, la misteriosa serenidad de ella, su vocación personal. Ahora supo por qué quería a María y, al mismo tiempo, no la deseaba; por qué su cariño era casi sólo respeto. Entendía cómo podían unirse ideas tan opuestas como «virginidad» y «maternidad»; cómo él podía ser padre sin serlo, cómo aquel terrible dolor suyo de la víspera había sido maravillosamente fecundo.
¿Temió, por un momento, que todo hubiera sido un sueño, una «salida» que se buscaba su subconsciente para resolver el problema? Tal vez sí lo temió. Pero, cuanto más reflexionaba, mas se daba cuenta de que aquello sólo podía ser obra de Dios. ¿Cómo iba a haber inventado él aquel prodigio de un embarazo obrado por Dios que, despierto, ni hubiera podido pasar por su imaginación? Una idea así le hubiera parecido una blasfemia. Pero ahora veía que era posible. Que no sólo era posible, sino que en ella se realizaban las profecías que antes no había podido comprender. No, no era un sueño.
Sintió deseos de correr y abrazar a María. Lo hizo apenas fue de día. Y a ella le bastó ver su cara para comprender que Dios había hablado a José como antes lo habla hecho con Isabel. Ahora podían hablar ya claramente, confrontar sus «historias de ángeles», ver que todo cuadraba, «entender» sus vidas, asustarse de lo que se les pedía y sentir la infinita felicidad de que se les pidiese. Comprendían su doble amor virginal y veían que esta virginidad en nada disminuía su verdadero amor. Nunca hubo dos novios más felices que María y José paseando aquel día bajo el sol.
Un destino cambiado
Pero no sólo alegría. También miedo y desconcierto. Cuando José volvió a quedarse solo comenzó a sentir algo que sólo podía definirse con la palabra «vértigo». Sí, hablan pasado los dolores y las angustias, se había aclarado el problema de María, pero ahora descubría que todo su destino habla sido cambiado. El humilde carpintero, el muchacho simple que hasta entonces habla sido, acababa de morir. Nacía un nuevo hombre con un destino hondísimo.
Como antes María, descubría ahora José que embarcarse en la lancha de Dios es adentrarse en su llamarada y sufrir su quemadura. Tuvo miedo y debió de pensar que hubiera sido mas sencillo si todo esto hubiera ocurrido en la casa de enfrente. Un poeta -J. M. Valverde- ha pintado minuciosamente lo que José debió de sentir aquella tarde, cuando se volvió a quedar solo:
 
¿Por qué hube de ser yo? Como un torrente
de cielo roto, Dios se me caía
encima: gloria dura, enorme, haciéndome
mi mundo ajeno y cruel: mi prometida
blanca y callada, de repente oscura
vuelta hacia su secreto, hasta que el ángel
en nívea pesadilla de relámpagos,
me lo vino a anunciar:
el gran destino
que tan bello sería haber mirado
venir por otra calle de la aldea...


¿Y quién no preferiría un pequeño destino hermoso a ese terrible que pone la vida en carne viva? Todos los viejos sueños de José quedaban rotos e inservibles.

Nunca soñé con tanto. Me bastaban
mis días de martillo, y los olores
de madera y serrín, y mi María
tintineando al fondo en sus cacharros.
Y si un día el Mesías levantaba
como un viento el país, yo habría estado
entre todos los suyos, para lucha
oscura o para súbdito. Y en cambio
como un trozo de monte desprendido
el Señor por mi casa, y aplastada
en demasiada dicha mi pequeña
calma, mi otra manera de aguardarse.


Pero aún había más: la venida del Dios tonante ni siquiera era tonante en lo exterior. Dios estaba ya en el seno de María y fuera no se notaba nada. Solamente -dirá el mismo poeta- más la sobre María, más lejano el fondo de sus ojos. Sólo eso, ni truenos en el aire, ni ángeles en la altura. El trabajo seguía siendo escaso, los callos crecían en las manos, el tiempo rodaba lentamente. Sólo su alma percibía el peso de aquel Dios grande y oscuro a la vez. «Quizá -pensó- cuando el niño nazca termine por aclararse todo».
¿Qué nos dicen de San José los evangelios apócrifos?
 
            Al respecto y como tantas veces, la literatura apócrifa nos auxilia en lo relativo al conocimiento de los hechos y personajes relativos a la vida de Jesús. En este caso, y gracias una vez más al Protoevangelio al que nos hemos dirigido para obtener algo más de información sobre la madre de Jesús, sabemos cómo conoce a María y cómo le es dada:
 
            “Al llegar [María a] los doce años, los sacerdotes se reunieron para deliberar, diciendo: “He aquí que María ha cumplido sus doce años en el Templo del Señor, ¿qué habremos de hacer con ella para que no llegue a mancillar el santuario?” [mancillación que se produciría si llegara a tener su primera regla dentro de él, regla que convierte en el judaísmo, y también en el islam, en impura a la mujer] Y dijeron al Sumo Sacerdote: “Tú que tienes el altar a tu cargo, entra y ora por ella, y lo que te dé a entender el Señor, eso será lo que hagamos”” (Prot. 8, 2).
 
            La solución se la susurra un ángel del Señor al sumo sacerdote, quien por cierto, es un viejo conocido de los textos evangélicos, ya que se trata de Zacarías, el padre de San Juan Bautista:
 
            ““Zacarías, Zacarías, sal y reúne a todos los viudos del pueblo. Que venga cada cual con una vara, y de aquél sobre quien el Señor haga una señal portentosa, de ése será mujer”. Salieron los heraldos por toda la región de Judea y al sonar la trompeta del Señor, todos acudieron.
            José dejando su hacha, se unió a ellos y, una vez que se juntaron todos, tomaron cada uno su vara y se pusieron en camino en busca del Sumo Sacerdote. Este tomó todas las varas, penetró en el Templo y se puso a orar. Terminado que hubo su plegaria, tomó de nuevo las varas, salió y se las entregó, pero no apareció señal ninguna en ellas. Mas, al coger José la última, he aquí que salió una paloma de ella y se puso a volar sobre su cabeza. Entonces el sacerdote le dijo: “A ti te ha cabido en suerte recibir bajo tu custodia a la Virgen del Señor”” (Prot. 8, 3-9, 1).
 
            Curiosamente, este episodio del Protoevangelio halla eco en otro libro sagrado que está muy atento a todo aquéllo que concierne a la vida de María. Nos referimos al Corán, fuente cuya antipatía hacia la figura de José es más que evidente, evidente precisamente por la calculada ignorancia hacia su persona, que sólo rompe para hacer una velada referencia a la misma sin ni siquiera citrar su nombre, que es la que traemos aquí a colación:
 
            “Esto forma parte de las historias referentes a lo oculto que Nosotros te revelamos. Tú no estabas con ellos cuando echaban suertes con su cañas, para ver quien de ellos iba a encargarse de María. Tú no estabas con ellos cuando disputaban” (C. 3, 44).
 
            En la literatura apócrifa de la infancia de Jesús, cabe a José un cierto protagonismo. En ella le vemos reprendiendo a su hijo:
 
            “Y José tomó a su hijo aparte y le reprendió diciendo: “¿Por qué haces estas cosas?” (PsTo. 5, 1).
 
            “Vino José al lugar y al verle, le riñó diciendo: “¿Por qué haces en sábado lo que no está permitido hacer?”” (PsTo. 2, 4).
 
            Demasiado a menudo, debatiéndose entre el rigor que le corresponde ejercer como padre, y la sumisión que le debe a su hijo en quien reconoce la elevada misión a la que está llamado. Buena prueba de lo cual, la respuesta que de éste recibe en una de esas regañetas:
 
            “Tú ya tiene bastante con buscar sin encontrar. Realmente te has portado con poca cordura. ¿No sabes qué soy tuyo? No me seas causa de aflicción” (PsTo. 5, 3).
 
            Amén de ello, entre los cristianos coptos circuló un escrito apócrifo expresamente dedicado a la figura de José, datable quizás del s. IV: es la llamada Historia de José el Carpintero, de la que han llegado dos versiones, una en copto y otra en árabe. Presentada bajo la forma de relato de Jesús a los apóstoles, sus datos son en general coherentes con los del Protoevangelio de Santiago ya citado. Nos cuenta la Historia de José el carpintero:
 
            “Había un hombre llamado José, oriundo de Belén, esa villa judía que es la ciudad del Rey David. Estaba miuy impuesto en la sabiduría y en su oficio de carpintero. Este hombre José se unió en santo matrimonio a una mujer que le dio hijos e hijas: cuatro varones y dos hembras, cuyos nombres eran Judas y Josetos, Santiago y Simón [esto es, los que cita Marcos, cfr. Mc. 6, 3]; sus hijas se llamaban Lisia y Lidia” (HiJoCa. 2, 1).
 
            José habría enviudado, un año después de lo cual, y teniendo nada menos que noventa años, le es entregada por el Templo en régimen de tutela, la niña María, de apenas doce años. Habiendo alcanzado los noventa y dos (y María los catorce, en lo que la Historia de José difiere algo del Protoevangelio, en el que María sería madre con trece años), vería nacer a Jesús “en Belén, en una gruta cercana a la tumba de Raquel, esposa del patriarca Jacob”.
 
            Versión que no casa con otra tradición que circuló entre los cristianos, según la cual, José sería tan virgen como María. A ella se abonan tanto San Jerónimo (n.h.345-m.h.419) como San Agustín, quien escribe:
 
            “Si José no hubiese sido virgen, Dios no le hubiese dado en modo alguno por esposa a la Virgen [...] y esto por una razón muy sencilla: porque si no hubiera sido virgen, hubiera podido atentar contra la virtud de María”
 
            Volviendo a la Historia de José el carpintero, a la edad de ciento once años, teniendo Jesús apenas diecinueve, moriría José a consecuencia de la primera enfermedad que sufría en su larga vida.


HISTORIA COPTA DE JOSÉ EL CARPINTERO


Introito

He aquí el relato del fallecimiento de nuestro santo padre José, padre del Cristo según la carne, y que vivió ciento once años. En el monte de los Olivos nuestro Salvador refirió a los apóstoles su vida por entero. Y los mismos apóstoles escribieron sus palabras, y las depositaron en la Biblioteca de Jerusalén. Y el día en que el santo anciano abandonó su cuerpo, en la paz de Dios, fue el 26 del mes de epifi.


Discurso de Jesús a los apóstoles

I. Y llegó un día en que, hallándose nuestro buen Señor sentado en el monte de los Olivos y sus discípulos reunidos en torno suyo, les habló en estos términos: Queridos hermanos, hijos de mi buen Padre, vosotros, a quienes Él ha elegido para heraldos suyos entre el mundo entero, sabéis bien cuán a menudo os he predicho que seré crucificado; que gustará la muerte por todos; que resucitará de entre los muertos; que os daré el encargo de predicar el Evangelio, a fin de que lo anunciáis en el mundo entero; que os investiré de una fuerza venida de lo alto, y que os llenará del Espíritu Santo, para que prediquéis a todas las naciones, diciéndoles: Haced penitencia, porque más vale al hombre hallar un vaso de agua en la vida venidera que gozar en ésta de todos los bienes del mundo y, además, el lugar que ocupa la planta de un pie en el reino de mi Padre vale más que todas las riquezas de este mundo y, a más, una hora de los justos que se regocijan vale más que cien años de los pecadores que lloran y se lamentan. Así, pues, ¡oh mis miembros gloriosos!, cuando vayáis entre los pueblos, dirigidles esta enseñanza: Con balanza justa y justo peso mi Padre pesará vuestra conducta. Una sola palabra que hayáis dicho os será examinada. Así como no hay medio de escapar a la muerte, tampoco lo hay de escapar a nuestros actos buenos o malos. Mas cuanto yo os he dicho termina en esto: el fuerte no se puede salvar por su fuerza, ni el hombre por la multitud de sus riquezas. Y escuchad ahora, que os contaré la historia de mi padre José, el viejo carpintero, bendito de Dios.


Viudedad de José


II. Había un hombre llamado José, natural de la villa de Bethlehem, la de los judíos, que es la villa del rey David. Era muy instruido en la sabiduría y en el arte de la construcción. Este hombre llamado José desposó a una mujer en la unión de un santo matrimonio, y le dio hijos e hijas: cuatro varones y dos hembras. He aquí sus nombres: Judá, Josetos, Jacobo y Simeón. Los nombre da las muchachas eran Lisia y Lidia. Y la mujer de José murió, según ley de todo nacido, dejando a su hijo Jacobo de corta edad. Y José, varón justo, glorificaba a Dios en todas sus obras. E iba fuera de su villa natal a ejercer el oficio de carpintero, con dos de sus hijos, porque vivían del trabajo de sus manos, según la ley de Moisés. Y este hombre justo de que hablo es mi padre carnal, a quien mi madre María fue unida como esposa.


María es presentada en el templo


III. Mientras mi padre José vivía en viudedad, María, mi madre, buena y bendita en todo modo, estaba en el templo, consagrada a su servicio en la santidad. Tenía entonces la edad de doce años y había pasado tres en la casa de sus padres y nueve en el templo del Señor. Viendo los sacerdotes que la Virgen practicaba el ascetismo, y que permanecía en el temor del Señor, deliberaron entre sí y se dijeron: Busquemos un hombre de bien para desposarla, no sea que el caso ordinario de las mujeres le ocurra en el templo y seamos culpables de un gran pecado.
Elección de José para esposo tutelar de María

IV. Por entonces convocaron a la tribu de Judá, que habían elegido entre las doce, echando a suertes. Y la suerte correspondió al buen viejo José, mi padre carnal. Y los sacerdotes dijeron a mi madre, la Virgen bendita: Vete con José y obedécele, hasta que llegue el tiempo en que efectúes el casamiento. Mi padre José acogió a María en su casa, y ella, encontrando al pequeño Jacobo con la tristeza del huérfano, se encargó de educarlo, y por esto se llamó a María madre de Jacobo. Luego que José la hubo recibido, se puso en viaje hacia el lugar en que ejercía su oficio de carpintero. Y, en su casa, María, mi madre, pasó dos años hasta que llegó el buen momento.
Concepción pura de María.
Dudas y zozobras de José

V. En el catorceno año de su edad, vine al mundo de mi propia voluntad, y entré en ella, yo, Jesús, vuestra vida. Cuando llevaba tres meses encinta, el cándido José volvió de su viaje. Y, encontrando a la Virgen embarazada, se turbó, tuvo miedo y pensó despedirla en secreto. Y, a causa del disgusto, no comió ni bebió en todo aquel día.


Un ángel revela a José el misterio del embarazo de María


VI. Mas, mediada la noche, he aquí que Gabriel, el arcángel de la alegría, vino a él en una visión, por mandato de mi Padre, y le dijo: José, hijo de David, no temas admitir a María, tu esposa, porque aquel que ella parirá ha salido del Espíritu Santo. Y se le llamará Jesús, y él es quien apacentará y guiará a todos los pueblos con un cetro de hierro. Y el ángel se alejó de él, y José se levantó, hizo como el ángel le había ordenado y recibió a María junto a sí.
Empadronamiento ordenado por Augusto y viaje de la Sagrada Familia a Bethlehem

VII. Vino en seguida una orden del rey Augusto para hacer el censo de toda la población de la tierra, cada uno en su respectiva ciudad. El viejo condujo a la Virgen María, mi madre, a su villa natal de Bethlehem. Y, como ella estaba a punto de parir, él inscribió su nombre ante el escriba así: José, hijo de David, con María, su esposa, y Jesús, su hijo, de la tribu de Judá. Y mi madre María me puso en el mundo en el camino de regreso a Bethtehem, en la tumba de Raquel, mujer de Jacobo el patriarca, que fue la madre de José y de Benjamín.


Satánica decisión de Herodes y huida a Egipto


VIII.   Satán dio un consejo a Herodes el Grande, padre de Arquelao, el que hizo decapitar a Juan, mi amigo y mi deudo. Y así él me buscó para matarme, imaginando que mi reino era de este mundo. José fue advertido por una visión. Se levantó, me tomó con María, mi madre, en cuyos brazos yo iba recostado, mientras que Salomé nos seguía. Partimos para Egipto. Y allí permanecimos un año, hasta que el cuerpo de Herodes fue presa de los gusanos, que lo hicieron morir en castigo de la sangre de los inocentes niños que había vertido en abundancia.


Regreso de Egipto a Galilea


IX. Y, cuando aquel pérfido e impío Herodes hubo muerto, volvimos a un pueblo de Galilea que se llama Nazareth. Mi padre José, el viejo bendito, practicaba el oficio de carpintero, y vivíamos del trabajo de sus manos. Fiel observador de la ley de Moisés, nunca comió su pan gratuitamente.


Vejez robusta y juiciosa de José


X. Y, pasado tan largo lapso, su cuerpo no estaba debilitado. Sus ojos no habían perdido la luz y ni un solo diente había perdido su boca. En ningún momento le faltó prudencia y buen juicio, antes permanecía vigoroso como un joven, cuando ya su edad había alcanzado el año ciento once.


Sumisión de Jesús a sus padres


XI. Entonces, sus hijos más jóvenes, Josetos y Simeón, tomaron mujer y se establecieron en sus casas. Sus dos hijas también se casaron, según es lícito a todo ser humano. José permaneció con Jacobo, su hijo más joven. Y, desde que la Virgen me pariera, yo había permanecido con ella en la completa sumisión que conviene a la calidad de hijo. Porque, en verdad, yo he ejecutado y hecho todas las obras humanas, fuera del pecado. Y llamaba a María «madre» y a José «padre». Y obedecía en cuanto me iban a decir. Y no les replicaba una sola palabra, sino que los amaba mucho.


Aproxímase la muerte de José


XII. Y ocurrió que la muerte de mi padre se acercó, según es ley del hombre. Cuando su cuerpo sintió la enfermedad, su ángel le advirtió: En este año morirás. Y su alma se turbó y fue a Jerusalén, al templo del Señor, y se prosternó ante el altar, diciendo:


Plegaria dirigida por José a Dios



XIII. ¡Oh, Dios, padre de toda misericordia y de toda carne, Dios de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu, pues que los días de mi vida en este mundo se han cumplido, he aquí que yo te ruego, Señor Dios, envíes a mí al arcángel San Miguel, para que esté junto a mí hasta que mi pobre alma salga de mi cuerpo, sin dolor y sin turbación! Porque para todo hombre hay un gran temor que es la muerte: para el hombre y para todo animal doméstico, o para la bestia salvaje, o para el reptil, o para el pájaro, en una palabra, para toda criatura bajo el cielo, que posee un alma viviente, es un dolor y una aflicción esperar que su alma se separe de su cuerpo. Así, pues, mi Señor, que esté tu arcángel junto a mí hasta que mi alma se separe sin dolor de mi cuerpo. No permitas que el ángel que me fue dado vuelva hacia mí su róstro lleno de cólera, cuando yo esté en tu camino, y que me deje solo. No dejes que aquellos cuya faz cambia me atormenten en el camino que yo recorra hacia ti. No dejes detener mi alma por quienes guardan tu puerta, y no me confundas ante tu tribunal formidable. No desencadenes contra mí las olas del río de fuego en que todas las almas se purifican antes de ver la gloria de tu divinidad, ¡oh Dios, que juzgas a todos en verdad y en justicia! Ahora, mi Señor, reconfórteme tu misericordia, porque tú eres la fuente de todo bien. A ti sea dada gloria por la eternidad de las eternidades. Amén.



Enfermedad de José


XIV. Y se dirigió en seguida a Nazareth, la villa en que habitaba. Y sufrió la enfermedad de que debía morir, según el destino de todo hombre. Y su enfermedad era más grave que ninguna de las que había sufrido desde el día en que fue puesto en el mundo. He aquí los estados de vida de mi querido padre José. Alcanzó la edad de cuarenta años. Tomó mujer. Vivió cuarenta y nueve años con su mujer, y, cuando ésta murió, pasó un año solo. Mi madre pasó luego dos años en su casa, luego que los sacerdotes se la hubieran confiado, dándole esta instrucción: Vela por ella hasta el momento de cumplir vuestro matrimonio. Al comenzar el tercer año de vivir ella con él, y en el quinceno año de la vida de ella, me puso en el mundo por un misterio que únicamente comprendemos yo, mi Padre y el Espíritu Santo, que sólo somos uno.


Trastornos físicos y mentales de José


XV. Y el total de los días de la vida de mi padre, el bendito viejo José, fue de ciento once años, conforme a la orden que había dado mi buen Padre. El día en que dejó su cuerpo fue el 26 del mes de epifi. Entonces, el oro fino que era la carne de mi padre José comenzó a transmutarse, y la plata que eran su razón y su juicio se alteró. Olvidó el comer y el beber y se equivocaba en su oficio. Ocurrió, pues, que ese día, 26 de epifi, cuando la luz comenzaba a extenderse, mi padre José se agitó mucho sobre su lecho. Sintió un vivo temor, lanzó un profundo gemido y se puso a gritar con gran turbación, expresándose de este modo:


Trenos de José


XVI. ¡Malhaya yo en este día! ¡Malhaya el día en que mi madre me parió! ¡ Malhaya el seno en que recibí el germen de vida! ¡Malhayan los pechos cuya leche mame! ¡Malhayan las rodillas en que me he sentado! ¡Malhayan las manos que me sostenían hasta que fui mayor, para entrar en el pecado! ¡Malhayan mi lengua y mis labios, que se han empleado en la injuria, la calumnia, la detracción y el engaño! ¡Malhayan mis ojos, que han visto el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han gustado de escuchar frívolos discursos! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no les pertencía! ¡Malhayan mi estómago y mi vientre, que han tomado alimentos que no les correspondían y que, si hallaban alguna cosa de comer, la devoraban más que una llama pudiera hacerlo! ¡Malhayan mis pies, que tan mal han servido a mi cuerpo, llevándolo por otras vías que las buenas! ¡Malhaya mi cuerpo, que ha tornado mi alma desierta y extraña al Dios que la creó! ¿Qué haré yo ahora? Estoy cercado por todas partes. En verdad, malhaya todo hombre que corneta pecado. En verdad que la misma turbación que yo he visto en mi padre Jacobo cuando dejó su cuerpo cae hoy sobre mí, desgraciado que soy. Pero es Jesús, mi Dios, el árbitro de mi suerte, quien cumple su voluntad en mí.


Jesús consuela a su padre


XVII. Viendo que mi padre José hablaba de tal forma, me levanté y fui hacia él, que estaba acostado, y lo hallé turbado de alma y de espíritu. Y le dije: Salud, mi querido padre José, cuya vejez es a la vez buena y bendita. Él, con gran temor de la muerte, me contestó: ¡Salud infinitas veces, mi hijo querido! He aquí que mi alma se apacigua después de escuchar tu voz. ¡Jesús, mi Señor! ¡Jesús, mi verdadero rey! ¡Jesús, mi bueno y misericordioso salvador! ¡Jesús, el liberador! ¡Jesús, el guía! ¡Jesús, el defensor! ¡Jesús, todo bondad! ¡Jesús, cuyo nombre es dulce y muy untuoso a todas las bocas! ¡Jesús, ojo escrutador! ¡Jesús, oído atento! Escúchame hoy a mí, tu servidor, que te implora, y que solloza en tu presencia. Tú eres Dios, en verdad. Tú eres, en verdad, el Señor, según el ángel me ha dicho muchas veces, sobre todo el día que mi corazón tuvo sospechas, por un pensamiento humano, cuando la Virgen bendita estaba encinta y yo me propuse despedirla en secreto. Cuando tales eran mis reflexiones, el ángel se me mostró en una visión, y me habló en estos términos: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque aquel que ha de parir es sali- do del Espíritu Santo. No albergues ninguna duda respecto a su embarazo, porque ella parirá un niño, que llamarás Jesús. Tú eres Jesús, el Cristo, el salvador de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu. No me condenes a mí, tu esclavo y obra de tus manos. Yo no sé nada, Señor, y no comprendo el misterio de tu concepción desconcertante. Nunca he oído que una mujer haya concebido sin un hombre, ni que una mujer haya parido conservando el sello de su virginidad. Yo recuerdo el día que la serpiente mordió al niño que murió. Su familia te buscó para entregarte a Herodes, y tu misericordia lo salvó. Resucitaste a aquel cuya muerte te habían achacado por calumnia, diciendo: Tú eres quien lo ha matado. Hubo una gran alegría en la casa del muerto. Yo te tomé la oreja, y te dije: Sé prudente, hijo. Y tú me reprochaste, diciendo: Si no fueses mi padre según la carne, no haría falta que te enseñase lo que acabas de hacer. Ahora, pues, ¡oh mi Señor y mi Dios!, si es para pedirme cuenta de aquel día para lo que me has enviado estos signos terroríficos, yo pido a tu bondad que no entres conmigo en disputa. Yo soy tu esclavo y el hijo de tu sierva. Si rompes mis lazos, yo te ofreceré un sacrificio de alabanza, es decir, la confesión de la gloria de tu divinidad. Porque tú eres Jesucristo, el hijo del Dios verdadero y el hijo del hombre al tiempo mismo.


Jesús consuela a su madre


XVIII. Al acabar de hablar así mi padre José, no pude contener las lágrimas, y lloraba viendo que la muerte lo dominaba y oyendo las palabras que salían de su boca. En seguida, ¡oh hermanos míos!, pensé en mi muerte en la cruz para salvar al mundo entero. Y aquella cuyo nombre es suave a la boca de quienes me aman, María, mi madre, se levantó. Y me dijo con una gran tristeza: ¡Malhaya yo, querido hijo! ¿Va, pues, a morir aquel cuya vejez es buena y bendita, José, tu padre según la carne? Yo dije: ¡Oh mi madre querida! ¿Quién de entre todos los hombres no pasará por la muerte? Porque la muerte es la soberana de la humanidad, ¡oh mi bendita madre! Tú misma morirás como todo nacido. Pero así para José, mi padre, como para ti, la muerte no será una muerte, sino una vida eterna y sin fin. Porque también yo debo necesariamente morir, a causa de la forma carnal que he revestido. Ahora, pues, ¡oh mi madre querida!, levántate para ir hacia José, el viejo bendito, a fin de que sepas el destino que le vendrá de lo alto.


Dolores y gemidos de José


XIX. Y ella se levantó. Y, dirigiéndose al lugar en que Josa estaba acostado, lo encontró cuando los signos de la muerte acababan de manifestarse en él. Yo, ¡oh mis amigos!, me senté a su cabecera, y María, mi madre, a sus pies. Él levantó los ojos hacia mi rostro. Y no pudo hablar, porque el momento de la muerte lo dominaba. Entonces alzó otra vez la vista, y lanzó un gran gemido. Yo sostuve sus manos y sus pies un largo trecho, mientras él me miraba y me imploraba, diciendo: Ño dejéis que me lleven. Yo coloqué mi mano en su corazón, y conocí que su alma había subido ya a su garganta, para ser arrancada de su cuerpo. No había llegado aún el instante postrero, en que la muerte debía venir, porque, si no, ya no hubiera aguardado más. Pero habían llegado ya la turbación y las lágrimas que la preceden.


Empieza la agonía del patriarca


XX. Cuando mi querida madre me vio palpar su cuerpo, ella le palpé los pies, y encontró que el calor y la respiración lo habían abandonado. Y me dijo ingenuamente: ¡Gracias, hijo mío! Desde que has posado tu mano sobre su cuerpo, el calor lo ha dejado. He aquí sus pies y sus piernas, que están frías como el hielo. Yo fui hacia sus hijos, y les dije: Venid para hablar a vuestro padre, que ahora es el momento, antes que la boca deje de hablar, y la pobre carne se vuelva fría. Entonces los hijos e hijas de José fueron a él. Y él estaba en peligro a causa de los dolores de la muerte y presto a salir de este mundo. Lisia, la hija de José, dijo a sus hermanos: Malhaya a mí, mis hermanos queridos, si éste no es el mal de nuestra madre, que no habíamos vuelto a ver hasta ahora. Igual será nuestro padre José, que no veremos nunca más. Entonces los hijos de José alzaron la voz, llorando. Yo también, y María, la Virgen, mi madre, lloramos con ellos, porque el momento de la muerte había sobrevenido.


Jesús divisa a la muerte que se acerca


XXI. Entonces miré en dirección al mediodía y divisé a la muerte. Entré en la mansión, seguida de Amenti, que es su instrumento, con el diablo seguido de sus ayudantes, vestidos de fuego, innumerables y echando por la boca humo y azufre. Mi padre José miró y vio que lo buscaban, llenos contra él de la cólera con que acostumbran a encender sus rostros contra toda alma que deja un cuerpo, especialmente contra los pecadores en quienes advierten el más mínimo signo de posesión. Cuando el buen viejo los divisé, sus ojos vertieron lágrimas. En este momento, el alma de mi buen padre José se separó, lanzando un suspiro, a la vez que buscaba medio de ocultarse, para salvarse. Cuando yo vi, por el gemido de mi padre José, que había distinguido a las potencias que nunca hasta entonces había visto, me levanté en seguida, y amenacé al diablo y a los que iban con él. Y todos se fueron en vergüenza y con gran desorden. Y, de cuantos estaban sentados en torno a mi padre José, nadie, ni aun mi madre María, conoció nada de los ejércitos terribles que persiguen a las almas de los hombres. Cuanto a la muerte, cuando vio que yo había amenazado a las potencias de las tinieblas, y las había echado fuera, tomó miedo. Y me levanté al instante, y elevé una plegaria a mi Padre Misericordioso, diciéndole:


Oración de Jesús a su Padre


XXII. ¡Oh Padre mío, raíz de toda misericordia y de toda verdad! ¡Ojo que ves! ¡Oído que oyes! Escúchame a mí, que soy tu hijo querido, y que te imploro por mi padn José, rogando que le envíes un cortejo numeroso de ángeles, con Miguel, el dispensador de la verdad, y con Gabriel, el mensajero de la luz. Acompañen ellos el alma de mi padre José, hasta que haya pasado los siete círculo; de las tinieblas. No atraviese mi padre las vías angostas por las que es terrible andar, donde se tiene el gran ea panto de ver las potencias que las ocupan, donde el río de fuego que corre en el abismo mueve sus ondas como las olas del mar. Y sé misericordioso para el alma de mi buen padre José, que va a tus manos santas, porque éste es el momento en que necesita tu misericordia. Yo os lo digo, ¡oh mis venerables hermanos, y mis apóstoles benditos!: todo hombre nacido en este mundo y que conoce el bien y el mal, después que ha pasado todo su tiempo en la concupiscencia de sus ojos, necesita la piedad de mi buen Padre cuando llega el momento de morir, de franquear el pasaje, de comparecer ante el Tribunal Terrible y de hacer su defensa. Pero vuelvo al relato de la salida del cuerpo de mi buen padre José.


José expira


XXIII. Y, cuando la agonía llegaba a su término último y mi padre iba a rendir el alma, lo abracé. Y apenas dije el amén, que mi querida madre repitió en la lengua de los habitantes del cielo, se presentaron Miguel y Gabriel, con el coro de los ángeles, y se colocaron cerca del cuerpo de mi padre José. En este momento la rigidez y la opresión lo abrumaban en extremo, y comprendí que el instante próximo y su premio habían llegado, porque el cuerpo era presa de dolores parecidos a los que preceden al parto. La agonía lo acosaba, tal que una violenta tempestad o un enorme fuego que devora gran cantidad de materias inflamables. Cuanto a la muerte misma, el miedo no le permitía entrar en el cuerpo de mi querido padre José, para separarlo de su alma, porque, al mirar el interior de la habitación, me encontró sentado cerca de su cabeza y con mi mano en sus sienes. Y, cuando advertí que la intrusa vacilaba en entrar por mi causa, me levanté, me puse detrás del umbral y encontré a la muerte, que esperaba sola y poseída de un gran temor. Y le dije: ¡Oh tú, que has llegado de la región del mediodía, entra pronto a cumplir lo que mi Padre te ha ordenado! Pero vela por José como por la luz de tus ojos, porque es mi padre según la carne y ha sufrido por mí mucho, desde los días de mi niñez, huyendo de un sitio a otro, a causa del perverso propósito de Herodes. Y he recibido sus lecciones, como todos los hijos cuyos padres acostumbran a instruirlos para su bien. Y entonces Abbatón entró y tomó el alma de mi padre José, y la separó de su cuerpo, en el punto y hora en que el sol iba a despuntar en su órbita, el 12 del mes de epifi. Y el total de los días de la vida de mi querido padre José fue de ciento once años. Y Miguel tomó los dos extremos de una mortaja de seda preciosa, y Gabriel tomó los otros dos. Y tomaron el alma de mi querido padre José, y la depositaron en la mortaja. Y ninguno de los que se hallaban cerca del cuerpo de mi padre conoció que había muerto, y mi madre Maria, tampoco. Y mandé a Miguel y a Gabriel que velasen el cuerpo de José, a causa de los raptores que pululaban por los caminos, y que los ángeles incorporales, cuando salieran de la casa con el cadáver, continuasen cantando en su ruta, hasta conducir el alma a los cielos, cerca de mi buen Padre.


Jesús consuela a los hijos de José


XXIV. Y volví cerca del cuerpo de mi padre José, que yacía como un cesto. Le bajé los ojos y se los cerré, así como la boca, y quedé contemplándolo. Y dije a la Virgen: Oh María, ¿qué se hicieron los trabajos del oficio que José realizó desde su infancia hasta ahora? Todos han pasado en un solo momento. Es como si no hubiese venido nunca al mundo. Cuando sus hijos e hijas me oyeron decir esto a María, mi madre, me dijeron con profusión de lágrimas: Malhaya nosotros, ¡oh nuestro Señor! Nuestro padre ha muerto, ¡y nosotros no lo sabíamos! Yo les dije: En verdad, ha muerto. Mas la muerte de José, mi padre, no es una muerte, sino una vida para la eternidad. Grandes son los bienes que va a recibir mi muy amado José. Porque desde que su alma ha dejado su cuerpo, todo dolor ha cesado para él. Está en el reino de los cielos por toda la eternidad. Ha dejado tras sí este mundo de penosos deberes y de vanos cuidados. Ha ido a la morada de reposo de mi Padre, que está en los cielos, y que nunca será destruida. Cuando yo hube dicho a mis hermanos: Ha muerto vuestro padre José, el viejo bendito, se levantaron, desgarraron sus vestiduras, y lloraron mucho rato.


Duelo en la ciudad de Nazareth


XXV. Entonces, todos los de la ciudad de Nazareth y de toda la Galilea, al oír el duelo, se reunieron en el lugar en que estábamos, según costumbre de los judíos. Y pasaron todo el día llorando, hasta la hora novena. A la hora novena, hice salir a todos. Vertí agua sobre el cuerpo de mi amado padre José, lo ungí en aceite perfumado, y rogué a mi Padre, que está en los cielos, con las plegarias celestes que escribí con mis propios dedos cuando aún no había encarnado en la Virgen María. Y, al decir yo amén, muchos ángeles llegaron. Di orden a dos de ellos de extender una vestidura, e hice levantar el cuerpo bendito de mi buen padre José para amortajarlo con ella.


Palabras de bendición de Jesús sobre el cadáver de su padre


XXVI. Y puse mi mano en su corazón, diciendo: Nunca el olor fétido de la muerte se apodere de ti. No oigan tus oídos nada malo. No invada la corrupción tu cuerpo. No se vea atacada tu mortaja por la tierra, ni se separe de tu cuerpo, hasta que lleguen los mil años. No se caigan los cabellos de tu cabeza, esos cabellos que yo he tomado tantas veces con mis manos, ¡oh mi buen padre José! Y la dicha sea contigo. A los que den una ofrenda a tu santuario el día de tu conmemoración, que es el 26 del mes de epifi, yo los bendeciré con un don celestial que se les hará en los cielos. Quien, en tu nombre, ponga un pan en la mano de un pobre no dejaré que carezca de los bienes de este mundo, mientras viva. Quienes lleven una copa de vino a los labios de un extranjero, o de un huérfano, o de una viuda, en el día de tu conmemoración, yo se lo haré presente, para que tú los lleves al banquete de los mil años. Los que escriban el libro de tu tránsito, según lo he contado hoy con mi boca, por mi salud, ¡oh mi padre José!, que los tendré presentes en este mundo, y, cuando dejen su cuerpo, yo romperé la cédula de sus pecados, para que no sufran ningún tormento, salvo la angustia de la muerte y el río de fuego que purifica toda alma ante mi Padre. Y, cuando un hombre pobre, no pudiendo hacer lo que yo he dicho, engendre un hijo y le llame José, para glorificar tu nombre, ni hambre, ni epidemia entrarán en su mansión, porque tu nombre estará allí.


Honras fúnebres


XXVII. En seguida, los notables de la población fueron al sitio en que estaba depositado el cuerpo de mi padre, acompañados de los acólitos de los funerales, y con objeto de amortajar su cuerpo según los ritos judíos. Y lo encontraron amortajado ya. El lienzo se había unido a su cuerpo como con grapas de hierro. Y, cuando lo movieron, no hallaron la abertura de su mortaja. Entonces, lo llevaron a la tumba. Y, cuando lo hubieron puesto a la entrada de la caverna para abrir la puerta y depositarlo entre sus padres, recordé el día en que partió conmigo para Egipto y las tribulaciones que por mí sufrió, y me extendí sobre su cuerpo, y lloré sobre él, diciendo:


Reflexiones de Jesús sobre la muerte


XXVIII. ¡Oh muerte, que causas tantas lágrimas y lamentos! ¡Es, sin embargo, Aquel que domina todas las cosas quien te ha dado ese poder sorprendente! Pero el reproche no alcanza tanto a la muerte como a Adán y a su mujer. La muerte no hace nada sin orden de mi Padre. Ha habido hombres que han vivido novecientos años antes de morir, y muchos otros han vivido más aún, sin que nadie entre ellos haya dicho que ha visto la muerte, ni que ésta viniese por intervalos a atormentar a cualquiera. Es que no atormenta a los hombres más que una vez, y esta vez es mi buen Padre quien la envía al hombre. Cuando viene hacia él, es porque oye la sentencia que parte del cielo. Si la sentencia llega cargada de cólera, también con cólera llega la muerte para llevar el alma a su Señor. La muerte no tiene el poder de llevar el alma al fuego o al reino de los cielos. La muerte cumple la orden de Dios. Adán, al contrario, no cumplió la orden de mi Padre, sino que cometió una transgresión. Y la cometió, hasta irritar a mi Padre contra él, obedeciendo a su mujer y desobedeciendo a Dios, de modo que atrajo la muerte sobre toda alma viviente. Si Adán no hubiese desobedecido a mi buen Padre, no hubiese atraído la muerte sobre él. ¿Qué es, pues, lo que me impide rogar a mi buen Padre para que envíe un carro luminoso, donde yo pondría a mi padre José, sin que gustase la muerte, para hacerlo conducir, con la carne en que fue engendrado, hacia un lugar de reposo, con los ángeles incorpóreos? Mas por la transgresión de Adán, sobre 1a humanidad entera ha venido la gran angustia de la muerte. Y yo mismo, pues que revisto esta carne, debo gustar la muerte por las criaturas que he creado, para serles misericordioso.


Enterramiento de José


XXIX. Mientras yo hablaba así, y abrazaba a mi padre José, llorando sobre él, ellos abrieron la puerta de la tumba y depositaron su cuerpo junto al de Jacobo, su padre. Su fin ocurrió en su año ciento once. Ni un solo diente se perdió en su boca, ni sus ojos se oscurecieron, sino que su mirada era como la de un niñito. Nunca perdió su vigor, sino que practicó su oficio de carpintero hasta el día en que lo atacó la enfermedad de que debía morir.
Una objeción hecha a Jesús por sus discípulos

XXX. Nosotros, los apóstoles, oyendo estas palabras de la boca de nuestro Salvador, nos regocijamos. Nos lenvantamos, y adoramos sus manos y sus pies con júbilo, diciendo: Gracias te damos, ¡oh nuestro buen Salvador!, por habernos hecho dignos de oír de tu boca, Señor, palabras de vida. Sin embargo, nos asombras, ¡oh nuestro buen Salvador! Puesto que concediste la inmortalidad a Enoch y a Elías, y puesto que hasta ahora están rodeados de bienes, y conservan la carne en que han nacido, y que no ha conocido corrupción, este viejo bendito José, el carpintero, a quien has hecho tan gran honor, que has llamado tu padre, y a quien obedeciste en todo, aquel a cuyo propósito nos has dado instrucciones diciendo: Cuando yo os invista de poder, cuando envíe hacia vosotros a aquel que es prometido por mi Padre, es decir, el Parácleto, el Espíritu Santo, para enviaros a predicar el Santo Evangelio, predicaréis también a mi padre José; y a más: Decir estas palabras de vida en el testamento de su tránsito; y aun: Leed este testamento los días de fiesta y sagrados; y en fin: Aquel que corte o añada palabras de este testamento, de modo que me ponga por embustero, sufrirá mi santa venganza: después de todo esto, nos sorprende que lo hayas llamado tu padre carnal y que, no obstante, no le hayas prometido la inmortalidad, para hacerlo vivir eternamente.


Respuesta de Jesús


XXXI. Nuestro Salvador contestó, y nos dijo: La sentencia que mi Padre dicté contra Adán no será nunca baldía, por cuanto desobedeció sus mandatos. Cuando mi Padre ordena que un hombre sea justo, éste se convierte en su elegido. Cuando el hombre ama las obras del diablo, por su voluntad de hacer el mal, si Dios lo deja vivir largo tiempo, ¿no sabe que caerá en las manos de Dios, si no hace penitencia? Pero, cuando alguien llega a una edad avanzada entre buenas acciones, son sus obras las que hacen de él un anciano. Cada vez que Dios ve que un hombre corrompe su carne en su camino sobre la tierra, acorta su existencia, como hizo con Ezequías. Toda profecía dictada por mi Padre debe cumplirse por entero. Me habéis hablado de Enoch y Elías, diciendo: Viven en la carne en que han nacido, y respecto a José mi padre según la carne, diciendo: ¿Por qué no lo has dejado en su carne hasta ahora? Pero, aunque hubiese vivido diez mil años, habría debido morir. Yo os lo digo, ¡oh mis miembros santos!, que cada vez que Enoch o Elías piensan en la muerte hubieran querido morir, para librarse de la gran angustia en que se encuentran. Porque deben morir en un día de terror, de clamor, de aflicción y de amenaza. En efecto: el Anticristo matará a estos dos hombres, vertiendo su sangre sobre la tierra como un vaso de agua, a causa de las afrentas que le hicieron sufrir rechazándolo.


Gozoso aquietamiento de los apóstoles


XXXII. Nosotros respondimos diciéndole: Oh nuestro Señor y nuestro Dios, ¿qué hombres son ésos que habéis dicho que el hijo de la perdición matará por un vaso de agua? Jesús, nuestro Salvador y nuestra vida, nos dijo: Son Enoch y Elías. Y, mientras nuestro Salvador nos decía estas cosas, fuimos presa de gran gozo. Y le rendimos gracias y alabanzas a él, nuestro Señor y nuestro Dios, nuestro Salvador Jesucristo, aquel por quien toda loanza conviene al Padre, a él mismo y al Espíritu vivificador, ahora y en todos los tiempos y hasta la eternidad de todas las eternidades. Amén.

Fuente: Evangelios Apócrifos

HISTORIA ÁRABE DE JOSÉ EL CARPINTERO

Preliminar

En nombre de Dios, uno en esencia y trino en personas, paso a referir la historia de la muerte de nuestro padre, el santo anciano José el Carpintero. Protélannos a todos, hermanos míos, su bendición y sus plegarias. Amén.
El total de los días de su existencia fue de ciento once años, y su salida del mundo tuvo lugar el 26 del mes de ab ib, que corresponde al mes de ab. Su plegaria nos guarde. Amén.
Nuestro Señor Jesucristo cantó esto a sus virtuosos discípulos, en el monte de los Olivos, y también les cantó toda la carrera de José en el mundo, y la manera como terminó sus días. Los apóstoles conservaron tan santos discursos, los escribieron y los depositaron en la Biblioteca de Jerusalén. Su plegaria nos guarde. Amén.
Jesús habla a sus discípulos


I. Un día, Jesucristo, nuestro Dios, nuestro Señor y nuestro Salvador, se sentó entre sus discípulos, que se hablan congregado cerca de é1, en el monte de los Olivos. Y les dijo: Hermanos y amigos míos, hijos del Padre que os ha elegido entre todo el mundo, vosotros sabéis que muchas veces os he anunciado que debo ser crucificado y morir por la salvación de Adán y de su posteridad, y resucitar de entre los muertos. Yo os confiaré la predicación del Santo Evangelio que sostiene la buena nueva, para que la anunciéis al mundo. Y os investirá de la fuerza de lo alto, y os llenará del Espíritu Santo. Anunciaréis a todos los pueblos la penitencia y la remisión de los pecados. Porque un solo vaso de agua que el hombre halle en el otro mundo valdrá más que todos los tesoros del mundo presente. Y el espacio de un pie en el reino de mi Padre vale más que todas las riquezas de la tierra. Y una sola hora de alegría de los justos es mejor que mil años de los pecadores, porque los lloros y las lágrimas de éstos no cesarán nunca, ni nunca se detendrán. Y jamás hallarán reposo, ni consuelo. Y ahora ¡oh mis nobles miembros!, cuando os pongáis en camino, predicad a todos los pueblos, dadles la buena nueva, y decidles que el Salvador los pesará en una justa balanza, y con una exacta medida, y que habrán de defenderse y de contestar por sí mismos en el día del juicio, cuando el Salvador les pida cuenta de cada palabra. Y tendrán que darla. Y, así como a nadie olvida la muerte, igualmente el día del juicio manifestará las obras de todos, buenas o malas. Y, según la palabra que os he dicho, no se precie el fuerte de su fuerza, ni de su riqueza el rico, sino que quien quiera glorificarse se glorifique en el Señor.


José queda viudo


II. Había un hombre llamado José, que pertenecía al pueblo de Bethlehem, ciudad de Judá y del rey David. Estaba muy instruido en las ciencias, y fue sacerdote en el templo del Señor. Conocía el oficio de carpintero. Se casó, según ejemplo de todos los hombres, y engendró hijos e hijas, cuatro varones y dos hembras. He aquí sus nombres: Judas, Justo, Jacobo y Simón. Las dos hijas se llamaban Asia y Lidia. Y la esposa de José, el justo, que loaba a Dios en todos sus actos, murió. Y este José, el justo, fue espeso de María, mi madre. Y partió, con sus hijos, para un trabajo de su oficio de carpintero.


Presentación de María en el templo


III. Cuando José el justo quedó viudo, María, mi madre, casta y bendita, acababa de cumplir los doce años. Porque sus padres la presentaron en el templo del Señor, cuando tenía tres años, y permaneció en el templo nueve. Y los sacerdotes, al ver que la virgen santa y temerosa de Dios había crecido, dijeron: Busquemos un hombre justo y temeroso de Dios para confiarle a María hasta el momento del matrimonio, para que no le ocurra en el templo lo que pasa a las mujeres, y Dios no se irrite contra nosotros.


Segundo matrimonio de José


IV. Entonces enviaron mensajeros y convocaron a los doce viejos de la tribu de Judá, que escribieron los nombres de las doce tribus de Israel. Y la suerte tocó al viejo bendito, José el justo. Y los sacerdotes dijeron a mi madre bendita: Vete con José, y vive con él hasta el momento de tu matrimonio. Y José el justo llevó a mi madre a su morada. Y mi madre encontró a Jacobo de corta edad, abandonado y triste como huérfano que era, y ella lo educó, y por eso fue llamada María madre de Jacobo. Y José la dejó en su casa, y partió para el sitio en que desempeñaba su oficio de carpintero.


María, encinta. José sospecha de ella


V. Y, cuando la virgen pura hubo pasado dos años enteros en su casa, desde el momento en que se la había llevado a ella, yo vine al mundo de mi propio grado, y, por la voluntad de mi Padre y designio del Espíritu Santo, encarné en María por un misterio que excede de la comprensión de las criaturas. Y, cuando transcurrieron tres meses de su embarazo, el hombre justo volvió de su trabajo, y encontró encinta a la virgen mi madre. Y tuvo gran turbación, y pensé depedirla secretamente. Y, por efecto de su temor, de su disgusto y de su angustia de corazón, no comió ni bebió aquel día.


Aviso del ángel a José


VI. Y, en medio del día, el santo arcángel Gabriel se le apareció en sueños, por orden de mí Padre, y dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque está encinta por obra del Espíritu Santo. Parirá un hijo cuyo nombre será Jesús. Y él llevará a pacer a todos los pueblos con un cetro de hierro. El ángel lo abandonó y José se levantó de su sueño. E hizo como el ángel le había ordenado y María vivió con él.


Natividad de Jesús


VII. Por aquellos días, el emperador Augusto César dictó un decreto, que ordenaba se empadronase la población del mundo entero, y que cada cual lo hiciese en su ciudad natal. José, el viejo justo, tomó a María, y se dirigió a Bethlehem, porque el tiempo del alumbramiento estaba próximo. Inscribió su nombre en el registro así: José, hijo de David, y María, su esposa, que son de la tribu de Judá. Y María, mi madre, me puso en el mundo en Bethlehem, en una gruta cercana a la tumba de Raquel, esposa de Jacobo, el patriarca, y que era madre de José y de Benjamín.


Huida a Egipto


VIII. Y he aquí que Satán corrió a advertir a Herodes el Grande, padre de Arquelao. (Este Herodes es quien hizo decapitar a Juan, mi amigo y mi deudo.) Y Herodes ordenó que me buscasen, pensando que mi reino era de este mundo. José, el buen viejo, fue advertido en sueños. Y se levantó, y tomó a María, mi madre, en cuyos brazos yo iba, y los acompañaba Salomé. Partió para Egipto, donde pasó un año entero, hasta que hubo cesado la cólera de Herodes. El cual murió de la peor muerte, por haber vertido la sangre de los niños inocentes, que tiránicamente mandó degollar, sin que hubiesen cometido falta alguna.


Vuelta a Nazareth


IX. Y cuando aquel pérfido e impío Herodes hubo muerto, volvieron a la tierra de Israel y se establecieron en una ciudad de Galilea que se llama Nazareth. Y José, el viejo bendito, ejercía la profesión de carpintero. Vivía del trabajo de sus manos, como prescribe la ley de Moisés, y nunca comió gratis el pan ganado por otro.


Vejez de José


X. Y el viejo llegó a la extrema ancianidad. Mas su cuerpo no se debilitó, su vista no se alteró, sus dientes no se pudrieron, su razón no se conturbó lo más mínimo. Era como un joven vigoroso, y sus miembros estaban libres de enfermedad. Y el total de su edad fue de ciento once años.


Vida en Nazareth


XI. Justo y Simón, los hijos de José, se casaron, y fueron a habitar sus moradas. Igualmente se casaron las dos hijas y fueron a habitar sus moradas. Quedaron, en la mansión de José, Judas, el pequeño Jacobo, y mi madre María. Yo quedé con ellos, como uno de sus hijos, y cumplí lo que forma la vida, menos el pecado. Llamaba a María «mi madre» y a José «mi padre». Los obedecía sin falta en cuanto me ordenaban, como han hecho todos los nacidos. Nunca los descontenté. Nunca les repliqué, ni los contradije, sino que los amaba como a las niñas de mis ojos,


La muerte ronda de cerca a José


XII. Y se acercó el momento en que el santo viejo debía pasar de este mundo al otro, como todos los nacidos. Su cuerpo se debilitó y un ángel le advirtió que iba a entrar en el reposo eterno. Y sintió gran turbación y miedo en su alma. Y se fue a Jerusalén, y entró en el templo del Señor, y ante el santuario oró en estos términos:


Oración de José en el templo


XIII. ¡Oh Dios, padre de todo consuelo, Dios de bondad, dueño de toda carne, Dios de mi alma, de mi espíritu y de mi cuerpo, yo te imploro, oh mi Señor y mi Dios! Si mis días son cumplidos, y si mi salida de este mundo está próxima, envíame al poderoso Miguel, el jefe de tus santos ángeles, para que esté cerca de mí, hasta que mi pobre alma salga de mi cuerpo miserable sin pena, ni dolor, ni conmoción. Porque un lóbrego temor y un violento disgusto se abaten, en el día de la muerte, sobre todos los cuerpos, sobre hombres, mujeres, bestias de carga, bestias salvajes, reptiles o volátiles, sobre toda criatura animada de un soplo de vida que hay bajo el cielo. Y sufren pavor, miedo, angustia y fatiga en el momento en que sus almas abandonan sus cuerpos. Y ahora ¡oh mi Señor y mi Dios! esté tu ángel junto a mi alma y mi cuerpo, hasta que se separen uno de otro. No me vuelva el rostro el ángel que me custodia desde que fui creado, sino vaya conmigo por el camino hasta que yo esté cerca de vos. Séame su rostro afable y alegre, y acompáñeme en paz. No dejes que aquellos cuya faz es multiforme se aproximen a mí en los puntos que yo recorra, hasta que llegue en paz junto a ti. No dejes que quienes guardan tus puertas prohíban la entrada a mi alma. No me confundas ante tu tribunal terrible. No se acerquen a mí Ls bestias feroces. No se anegue mi alma en las olas del río de fuego que toda alma debe atravesar antes de percibir la divinidad de tu majestad, ¡oh Dios, justo juez, que juzgas a la humanidad con equidad y con rectitud, y que das a cada uno según sus obras! Y ahora, ¡oh mi dueño y mi Dios!, préstame tu gracia, alumbra mi camino hacia ti, fuente abundante de todo bien y de toda grandeza para la eternidad. Amén.


José cae enlermo


XIV. En seguida volvió a su casa, de la villa de Nazareth. Y cayó enfermo para morir, según es ley impuesta a todo hombre. Y fue tan oprimido por el mal, que nunca, desde que vino al mundo había estado más enfermo. He aquí la cuenta exacta de los estados de vida de José, el justo. Vivió cuarenta años antes de casarse. Su mujer estuvo bajo su protección cuarenta y nueve años, hasta que murió. Un año después de su muerte, le fue confiada mi madre, la casta María, por los sacerdotes, para que la guardase hasta el tiempo de su matrimonio. Vivió en su casa dos años, y durante el tercero, a los quince de su edad, me puso en el mundo por un misterio que ninguna criatura puede saber, no siendo yo, y mi Padre, y el Espíritu Santo, que existen en mí, en la unidad.


Postración material y moral de José


XV. El total de la vida de mi padre, el buen viejo, fue de ciento once años, según las órdenes de mi Padre. Y el día en que su alma dejó su cuerpo fue el 26 del mes de abib. El oro fino comenzó a transmutarse, y a alterarse la plata pura, quiero decir, su razón y su sabiduría. Olvidó el beber y el comer. Y se desvaneció, y le fue indiferente el conocimiento de su arte de carpintero. Cuando acababa de apuntar la aurora del día 26 del mes de abib, el alma del justo viejo José se agité, según estaba él en su lecho. Abrió la boca, gimió, golpeó sus manos y gritó a gran voz:


Imprecaciones del patriarca


XVI. ¡Malhaya el día en que vine al mundo! ¡Malhaya el vientre que me llevó! ¡Malhayan las entrañas que me concibieron! ¡Malhayan los pechos que me amamantaron! ¡Malhaya las piernas en que me apoyé! ¡Malhayan las manos que me han conducido hasta que fui mayor, porque he sido concebido en la iniquidad, y mi madre me ha deseado en el pecado! ¡Malhayan mi lengua y mis labios que han proferido la calumnia, la detracción, la mentira, el error, la impostura, el fraude, la hipocresía! ¡Malhayan mis ojos, que han visto el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han gustado de oír la maledicencia! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no era legítimamente suyo! ¡Malhayan mi vientre, que ha comido lo que no era lícito comer! ¡Malhayan mi garganta, que, como el fuego, devora cuanto halla! ¡Malhayan mis pies, que han ido por caminos que no eran los de Dios! ¡Mal-hayan mi cuerpo y mi triste alma, que se han apartado del Dios que los creó! ¿Y qué haré cuando parta para el lugar en que comparecerá ante el juez justo, que me reprochará todas las obras protervas que he acumulado rurante mi juventud? ¡Malhaya todo hombre que muere en el pecado! En verdad, esta hora es terrible, la misma que se abatió sobre mi padre Jacobo, cuando su alma se separé de su cuerpo, y he aquí que se abate hoy sobre mí, desgraciado yo. Pero aquel que gobierna mi alma y mi cuerpo es Dios, cuya voluntad se cumple en ellos.


Plegaria de José a Jesús


XVII. Así habló José, el piadoso anciano. Y yo fui a él y hallé su alma muy turbada y puesta en extrema angustia. Y le dije: Salud, ¡oh mi padre José, el hombre justo! ¿Cómo te encuentras? Y dijo él: Salud a ti muchas veces, ¡oh mi querido hijo! He aquí que los dolores de la muerte me han rodeado. Mas mi alma se ha apaciguado, al oír tu voz, ¡oh mi defensor Jesús! ¡Jesús, Salvador mío! ¡Jesús, refugio de mi alma! ¡Jesús, mi protector! ¡Jesús, nombre dulce a mi boca y a la boca de aquellos que lo aman! Ojo que ves y oído que oyes, atiende a tu servidor, que se humilla y llora ante ti! Tú eres mi dueño, como el ángel me ha dicho muchas veces, y sobre todo el día en que mi corazón dudaba, con malos pensamientos, de la pura y bendita virgen María, cuando ella concibió y yo pensé en repudiarla secretamente. Y cuando pensaba así, he aquí que los ángeles del Señor se me aparecieron por un misterio oculto, diciéndome: José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, no te disgustes, ni pronuncies sobre su embarazo una palabra desentonada, que ella está encinta por obra del Espíritu Santo, y pondrá en el mundo un hijo, cuyo nombre será Jesús. Y salvará a su pueblo de sus pecados. No me tengas rencor por eso, Señor, porque yo no conocía el misterio de tu nacimiento. Yo recuerdo, Señor, el día en que la serpiente mordió a aquel niño, que murió por efecto de ello. Los suyos querían entregarte a Herodes, y decían: Eres tú quien lo has matado. Y tú lo resucitaste de entre los muertos. Y yo fui, y tomé tu mano, y dije: Hijo, ten cuidado. Y tú me respondiste: ¿No eres mi padre según la carne? Ya te enseñará quién soy yo. No te irrites ahora, mi Señor y mi Dios, contra mí a causa de aquel momento. No me juzgues, pues soy tu esclavo y el hijo de tu servidor. Tú eres mi Señor y mi Dios, mi Salvador y el Hijo de Dios verdadero.


Congojas de María



XVIII. Así habló mi padre José, y no tenía fuerza para llorar. Y vi que la muerte se apoderaba de él. Mi madre, la virgen pura, se levantó, se acercó, y me dijo: ¡Hijo querido, va, pues, a morir el piadoso viejo José! Yo le dije: ¡Oh madre querida, todas las criaturas nacidas en este mundo han de morir, porque la muerte está impuesta a todo el género humano! Tú misma, virgen y madre mía, morirás, como todos. Pero tu muerte, como la de este piadoso anciano, no será muerte, sino vida perpetua para la eternidad. Yo también es preciso que muera, en este cuerpo que he tomado de ti. Mas, álzate ¡oh mi madre purísima!, y vete cerca de José, el viejo bendito, para ver lo que ocurre durante su ascensión.



Jesús conlorta a su madre


XIX. María, mi madre purísima, fue adonde estaba José, mientras yo me sentaba a sus pies. Lo miré, y vi que los signos de la muerte habían aparecido sobre su rostro. El anciano bendito alzó la cabeza, y me miró fijamente. No podía hablar, por los dolores de la muerte, que lo rodeaban. Pero gemía mucho. Le tuve las manos durante una hora..., mientras me miraba y me hacía señas de que no lo abandonase. Puse mi mano en su corazón, y encontré que su alma estaba próxima a su palacio, y que se preparaba a abandonar su cuerpo.


Duelo de los hijos de José


XX. Cuando mi madre, la Virgen, me vio tocar su cuerpo, le tocó ella los pies, y los halló ya muertos y sin calor. Y me dijo: ¡Oh hijo querido, he aquí que sus pies están fríos como la nieve! Y llamó a los hijos e hijas de José y les dijo: Venid todos, porque su hora ha llegado. Asia, hija de José, respondió diciendo: ¡Malhaya yo, hermanos míos! Es la enfermedad de mi madre querida. Clamó y lloró, y todos los hijos de José lloraron. Y yo y mi madre María lloramos con ellos.


Visión de muerte


XXI. Y miré hacia el mediodía y vi a la muerte, seguida del infierno, y de las milicias que lo acompañan, y de sus acólitos. Sus vestidos, sus rostros y sus bocas arrojaban llamas. Cuando mi padre José los vio avanzar hacia sí, sus ojos se humedecieron, y en este momento gimió mucho. Y, al oírlo yo suspirar tanto, rechacé a la muerte y a los servidores que la acompañaban, y clamé a mi buen Padre, diciéndole:


Oración de Jesús


XXII. ¡Oh Señor de toda clemencia, ojo que ve y oído que oye, escucha mi clamor y mi demanda por el buen anciano José, y envía a Miguel, jefe de tus ángeles, y a Gabriel, mensajero de la luz, y a todos los ejércitos de tus ángeles y a sus coros, para que acompañen hasta ti el alma de mi padre José. Es la hora en que mi padre necesita misericordia. Y yo os digo, mis discípulos, que todos los santos, y cuantos nacen en este mundo, justos o pecadores, deben por precisión pasar por el trance de la muerte.


Llegada de dos ángeles a la habitación mortuoria


XXIII. Miguel y Gabriel se llegaron al alma de mi padre José. La tomaron y la envolvieron en un hábito luminoso. Y él entregó el alma en manos de mi buen Padre, que le dio la salvación y la paz. Y ninguno de los hijos de José notó que había muerto. Los ángeles guardaron su alma contra los demonios de las tinieblas, que estaban en el camino. Y los ángeles loaron a Dios hasta que hubieron conducido a José a la mansión de los justos.


Jesús cierra los ojos al muerto


XXIV. Y su cuerpo quedó yacente y frío. Posé mi mano en sus ojos, y los cerré. Y cerré su boca, y dije a María, la Virgen: ¡Oh madre mía! ¿Y dónde está la profesión que ejerció tanto tiempo? Ha pasado como si nunca hubiese existido. Y, cuando sus hijos me oyeron hablar así con mi madre, comprendieron que José había muerto, y clamaron y sollozaron. Mas yo les dije: La muerte de nuestro padre no es muerte, sino vida eterna, porque lo ha separado de los trabajos de este mundo, y lo ha llevado al reposo que dura siempre. Y, al oír esto, sus hijos desgarraron sus vestiduras y rompieron a llorar.


Los habitantes de Galilea lloran al patriarca


XXV. Y he aquí que el pueblo de Nazareth y de Galilea oyó los gritos, y acudió, y lloró desde la hora de tercia hasta la de nona. Y a la de nona cada uno se fue a su hogar. Y llevaron el cuerpo, después de embalsamarlo con costosos perfumes. Y yo imploré a mi Padre con la plegaria de los habitantes del cielo, esa plegaria que escribí con mi mano antes de ser concebido en el seno de la Virgen, mi madre. Y, cuando hube acabado, y dicho el amén, vinieron ángeles en gran número. Y dije a dos de ellos que envolvieran en un manto luminoso el cuerpo de José, el anciano bendito.


Institución de la festividad de José


XXVI. Y le dije: La fetidez de la muerte no tendrá poder sobre ti. Ni miasmas ni gusanos saldrán jamás de tu cuerpo. Ni uno solo de tus huesos se quebrantará. Ni un cabello de tu cabeza se alterará. Nada de tu cuerpo perecerá, ¡oh mi padre José!, sino que permanecerá intacto hasta los mil años. A todo hombre que piense hacerte una oferta el día de tu conmemoración lo bendecirá, y lo indemnizaré en la congregación de los primogénitos que están alistados en los cielos: Quien en tu nombre nutra con el trabajo de sus manos a los pobres, y a las viudas, y a los huérfanos, en el día de tu conmemoración, no carecerá de nada en ningún día de su vida. A quien en tu nombre dé a beber un vaso de agua o de vino a una viuda o a un huérfano, yo te lo entregaré, para que tú lo introduzcas en el banquete de los mil años. Todo el que pensara en hacer una ofrenda el día de tu conmemoración, será bendito por mí, y le daré 30, 60 y 100 por uno. El que escriba tu historia, tus trabajos y tu partida de este mundo y el discurso que ha salido de mi boca, yo te lo daré en este mundo. Y, cuando su alma salga de su cuerpo, y deje este mundo, yo quemaré el libro de sus pecados, y no lo pondré en tortura el día del juicio. Y atravesará sin dolor ni fatiga el mar de fuego. Y lo que debe hacer todo hombre pobre que no pueda hacer lo que he indicado es, si le nace un hijo, que lo llame José, y no tendrá nunca en su casa muerte súbita.


Funerales de José


XXVII. Y los jefes de la población vinieron adonde estaba el cuerpo de José, el viejo bendito. Llevaban lienzos, y quIsieron amortajarlo, como es costumbre entre los judíos, pero hallaron hecho su amortajamiento, y cuando quisieron desenvolverlo, hallaron que la mortaja le estaba adherida como con hierro, y no encontraron extremos en el lienzo. Luego lo llevaron a una caverna. Y abrieron la puerta, para depositar su cuerpo junto al de sus padres. Y yo recordé el día en que partió conmigo para Egipto, y los muchos trabajos que soportó por mi causa. Y lloré sobre él largo tiempo e, inclinándome sobre su cuerpo, dije:


Misión de la muerte


XXVIII. ¡Oh muerte, que aniquilas toda inteligencia, y que siembras tantas lágrimas y tantos lamentos! ¡Es, no obstante, Dios, mi Padre, quien te ha dado ese poder! Por su transgresión, murieron Adán y Eva. Y la muerte no ha sido suprimida o eludida por nadie. Y, sin embargo, no hace nada sin la orden del Padre. Hombres hubo que vivieron novecientos años y murieron. Otros vivieron más, y murieron. Ni uno solo de ellos ha dicho: Yo no he gustado la muerte. Porque el Señor no prepara a cada instante el castigo de cada uno, sino una vez solamente. En esta hora, mi Padre la envía hacia el hombre. Y, cuando se le acerca, considera la orden que le viene del cielo, diciendo: La he acometido con ímpetu, y su alma será pronto arrastrada. Y se apodera de esa alma y hace lo que quiere de ella. Y porque Adán transgredió el mandato de mi Padre, mi Padre se irritó contra él, y lo condenó a muerte, y la muerte entró en el mundo. Si Adán hubiese obedecido a mi Padre, la muerte no hubiera nunca sido su destino. ¿Pensáis que no hubiera yo podido pedir a mi Padre, y que él no me enviaría un carro de fuego que llevase el cuerpo de mi padre José al lugar de reposo, donde habitaría con los seres espirituales? Mas, por la transgresión de Adán, el trabajo y el dolor de la muerte han sido decretados contra todo el género humano. Y por esta razón, preciso es que también yo muera corporalmente, para que esos seres creados por mí alcancen misericordia.


Adiós de Jesús a José


XXIX. Cuando hube dicho esto, abracé el cuerpo de mi padre José, y lloré sobre él. Y abrieron la puerta del sepulcro y depositaron su cuerpo junto al de su padre, Jacobo. Y entró en el reposo cuando acababa de cumplir su año ciento once. Ni un solo diente de su boca había sufrido, su mirada no se alteró, su talle no se encorvó, su fuerza no amenguó, sino que practicó su oficio hasta el día de su muerte, que fue el 26 de abib.
Duda de los apóstoles


XXX. Y nosotros, los apóstoles, después de haber oído a nuestro Salvador, nos regocijamos, y lo adoramos, diciendo: ¡Oh Salvador nuestro, concédenos tu gracia! Acabamos de oír la palabra de vida, pero nos sorprende que, habiéndose dado a Enoch y a Elías el don de no morir, y de habitar hasta ahora en la mansión de los justos, sin que sus cuerpos sufran corrupción, al anciano José, el carpintero, tu padre carnal, de quien nos has dicho que refiramos su tránsito al otro mundo, cuando prediquemos el Evangelio a los pueblos; que le dediquemos cada año un día de fiesta santificada; que incurriremos en falta, si ponemos o quitamos la menor tilde a tu narración; y que, el día de tu nacimiento en Bethlehem, te llamó hijo suyo: nos sorprende, repetimos, que a tan sublime varón no lo hayas hecho inmortal como a aquellos otros dos, afirmando, como afirmas, que era un justo y un elegido, al mismo tenor que ellos.


Ley universal de la muerte


XXXI. Mas nuestro Señor repuso: La profecía de mi Padre se cumplió en Adán por su desobediencia. Y la voluntad de mi Padre se realiza en cuanto le place. Ahora bien: cuando el hombre desatiende el mandato de Dios y sigue las obras de Satanás, cometiendo pecado, si su vida se prolonga, es con la esperanza de que se arrepienta, y aprenda que debe caer en las garras de la muerte. Y, si se prolonga la vida de un hombre bueno, los hechos de su vejez se hacen notorios y los demás hombres buenos los imitan. Si veis un hombre irascible, sabed que sus días serán abreviados. Con relación a aquellos que son llevados en lo mejor de sus días, todas las profecías de mi Padre dominan a los hijos de los hombres hasta que se cumplen puntualmente. Y, en lo que concierne a Enoch y a Elías, como viven hasta ahora en el cuerpo en que nacieron, y como, por otra parte, mi padre José no ha quedado como ellos conservando cuerpo, yo os contesto que el hombre, aunque viva miríadas de años, debe morir. Y yo os digo, hermanos míos, que aquéllos, al fin de los tiempos, al llegar el día de la conmoción, la turbación y la angustia, vendrán al mundo y morirán. Porque el Anticristo matará a los cuatro hombres y verterá su sangre como un vaso de agua, a causa de la vergüenza que le causaron, cubriéndolos públicamente de confusión.


Anuncio de los tiempos últimos


XXXII. Y dijimos: ¡Oh Señor, nuestro Salvador y nuestro Dios! ¿Y quiénes son esos cuatro que habéis dicho que el Anticristo matará por sus reproches? Y dijo el Salvador: Son Enoch, Elías, Sila y Tabitha. Y, cuando hubimos oído este discurso del Salvador, nos regocijamos, nos exaltamos, y dirigimos todas nuestras alabanzas y todas nuestras acciones de gracias a nuestro Señor, a nuestro Dios y a nuestro Salvador Jesucristo, aquel a quien convienen la gloria, el honor, la dominación, la potencia y la alabanza, y con él a su Padre supremamente bueno y al Espíritu Santo vivificador, ahora y en todos los tiempos y por los siglos de los siglos. Amén.

 




 

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