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viernes, 31 de enero de 2014

Eucaristía - 3º en historia de salvación; Aristarco judío cristiano; monjes




La Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto, como enseña el concilio Vaticano II, los fieles "participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real", pero es el sacerdote ordenado quien "realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo
el pueblo". Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio. Ecclesia de Eucharistia, n. 28
 
No a todos es dado discernir, entre tantos gritos de confusión, que muchos de nuestros males proceden, en definitiva, de una gran carencia de Dios en los corazones, de una pérdida del sentido trascendente de la vida y de la ruina de los valores superiores que han dado sentido al hombre en su caminar histórico.
Ante este panorama, en verdad bastante sombrío, debemos dirigirnos a Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo de María; a dialogar con El, que nos acompaña en el camino, como aquella tarde a los dos de Emaús, aunque nuestros ojos estén nublados o incluso se cierren obstinadamente para no reconocerlo.
 
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Fue san Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla a finales del siglo IV, cuya celebración litúrgica se celebra el 13 de septiembre pasado.

«Fue definido "boca de oro" por su extraordinaria elocuencia, pero también se le llamaba "doctor eucarístico" por la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo sacramento», recordó.

«La "divina litúrgica" que más se celebra en las Iglesias orientales lleva su nombre y su lema --"basta un hombre lleno de celo para transformar a todo un pueblo"-- manifiesta la eficacia de la acción de Cristo a través de sus sacramentos». 2005.
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S.S. Benedicto XVI considera la Eucaristía «como el corazón palpitante de la vida de la Iglesia», y ha recordado que «es una necesidad, no una obligación» 2005.
 
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El surgir del sol y su ocaso no son momentos anónimos de la jornada. Tienen una fisonomía inconfundible:  la belleza gozosa de una aurora y el esplendor triunfal de un ocaso marcan los ritmos del universo, en los que está profundamente implicada la vida del hombre. Además, el misterio de la salvación, que se realiza en la historia, tiene sus momentos vinculados a fases diversas del tiempo. Por eso, juntamente con la celebración de las Laudes al inicio de la jornada, se ha consolidado progresivamente en la Iglesia la celebración de las Vísperas al caer la tarde. Ambas Horas litúrgicas poseen su propia carga evocativa, que recuerda los dos aspectos esenciales del misterio pascual:  "Por la tarde el Señor está en la cruz, por la mañana resucita... Por la tarde yo narro los sufrimientos que padeció en su muerte; por la mañana anuncio la vida de él, que resucita" (san Agustín, Esposizioni sui Salmi, XXVI, Roma 1971, p. 109).
 
Entre Palabra y Eucaristía
El monaquismo, de modo particular, revela que la vida está suspendida entre dos cumbres: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Eso significa que, incluso en sus formas eremíticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a la vez, evento eclesial y comunitario.
La Palabra de Dios es el punto de partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día el monje se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está casi muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el monje está llamado a conformarse.
Incluso cuando canta con sus hermanos la oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad.
Frente al abismo de la misericordia divina, al monje no le queda más que proclamar la conciencia de su pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocación y grito de júbilo para una salvación aún más generosa, por ser inseparable del abismo de su miseria(27). Precisamente por eso, la invocación de perdón y la glorificación de Dios constituyen gran parte de la oración litúrgica. El cristiano se halla inmerso en el estupor de esta paradoja, última de una serie infinita, que el lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace límite; una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano está sentado a la derecha del Padre.
En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento.
En la Eucaristía se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios, llegan a ser «consanguíneos»(28) de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad.
Pero la Eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial. Así revela de forma plena su naturaleza escatológica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un «marana tha» repetido continuamente no sólo con palabras, sino también con toda la vida.
 
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"No es válida la Eucaristía que se celebra sin estar en comunión con el obispo" (S. Ignacio, siglo II)
 
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SAN ARISTARCO 67/9?ca. GRECIA
«Dilexit Ecclesiam» amó a la Iglesia Católica
 
Tesalónica o Salónica (en griego Θεσσαλονίκη, Thesalonikē o Σαλονίκη, ...
 

La eucaristía alimento de los fieles, adorada desde siempre por la Iglesia.
 
Judío cristiano de la diáspora macedonia, nativo de Tesalonica (Salonico). Predicador itinerante. En el 57/58 fue a Jerusalén llevando las colectas pedidas por Pablo para los cristianos de la ciudad santa Jerusalén. Después acompañó a San Pablo a Roma y allí quedó con Pablo durante los dos años de la primera encarcelación romana del apóstol. Quizá, después de la liberación de San Pablo, en el 62-63 hizo retorno a Tesalónica. Tal vez por esto el ‘martiriológico romano’ le nombra como Obispo de Tesalónica, donde habría mucho sufrido por la fe. Murió probablemente bajo el reinado de Nerón.
 
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Cuando decimos Padre con él (Xto.), lo decimos en Dios mismo. Esa es la esperanza de los hombres, la alegría cristiana, el evangelio: aún hoy es Hombre. En Cristo, Dios se ha hecho verdaderamente el no-otro. El hombre, el ser absurdo, ya no es absurdo. El hombre, el ser desconsolado, ya no está desconsolado: podemos alegrarnos. Él nos ama: Dios nos ama de tal modo que su amor se hizo carne y carne permanece. Esta alegría debería ser el impulso más fuerte para comunicar eso mismo a otros, para darles también a ellos la alegría de la luz que nos ha nacido y anuncia el día en medio de la noche del mundo. Benedicto PP. XVI.
 
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“Eucaristía significa acción de gracias; es admirable que Jesús dé gracias brindándose y regalándose sin fin a Dios y a los hombres. ¿A quién da gracias? Con toda certeza a Dios Padre, prototipo y origen de todo don… Pero también acción de gracias a los pobres pecadores que quieren recibirle, que le acogen bajo su digno techo. ¿Da gracias a alguien más? Creo que sí: da gracias a la pobre doncella de la que ha recibido esa carne y esa sangre, cuando el Espíritu Santo la cubrió con su sombra… ¿Qué aprende Jesús de su madre? Aprende el . No un sí cualquiera, sino un sí que se pronuncia una y otra vez, sin cansancio. Todo lo que quieras, Dios mío… aquí está la esclava del Señor, que me suceda según tu palabra… Esa es la plegaria católica aprendida por Jesús de su madre humana, de la catholica mater, que le precedió en el mundo y a la que Dios concedió pronunciar esta palabra de la nueva y eterna alianza…” (H. Urs von Baltasar, Haus des Gebetes, en W. Seidel, Kirche aus lebendigen Steinen, Mainz 1975, 11-29, cita 25ss.
 
En relación con esto, Stylianos Harkianakis hace una observación en la que la lógica del niño se configura tan pura y convincente que, frente a ella, toda fundamentación racional se queda en pálida abstracción, sin el brillo de la mirada infantil:
un monje del convento de Iviron declaró una vez: “ Veneramos a la madre de Dios y tenemos puestas en ella todas nuestras esperanzas, pues sabemos que lo puede todo. Y ¿sabéis por qué lo puede todo? Su Hijo no le deja incumplido ningún deseo, porque ya no puede devolverle lo que ha tomado de ella. Tomó de ella carne, que ciertamente divinizó pero que nunca ha devuelto. ¡He aquí la razón por la que nos sentimos tan seguros en el jardín de la madre de Dios!” (S. Harkianakis, Orthodoxe Kirche und Katholizismus, 65.
 
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Dios no quiere cosas, sino el oído del hombre que escuche, que obedezca y, con ello, le quiere a él mismo. Esta es la acción de gracias verdadera y digna de Dios: entrar en la voluntad de Dios. Benedicto PP. XVI.
 
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Epístola de Santiago 5,1-6. - Ustedes, los ricos, lloren y giman por las desgracias que les van a sobrevenir. Porque sus riquezas se han echado a perder y sus vestidos están roídos por la polilla. Su oro y su plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará testimonio contra ustedes y devorará sus cuerpos como un fuego. ¡Ustedes han amontonado riquezas, ahora que es el tiempo final! Sepan que el salario que han retenido a los que trabajaron en sus campos está clamando, y el clamor de los cosechadores ha llegado a los oídos del Señor del universo. Ustedes llevaron en este mundo una vida de lujo y de placer, y se han cebado a sí mismos para el día de la matanza. Han condenado y han matado al justo, sin que él les opusiera resistencia.
 
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En la Eucaristía se revela que el de Dios es un designio de amor. En Ella el Deus Trinitas, que en Sí mismo es amor (cfr. 1Jn 4, 7-8), asume la condición humana en el Cuerpo donado y en la Sangre derramada por Cristo Jesús, hasta hacerse comida y bebida que alimentan la vida del hombre (cfr. Lc 22, 14-20; 1Cor 11, 23-26).
Como los dos de Emaús, regenerados por el asombro eucarístico, retomaron el propio camino (cfr. Lc 24, 32-33) así también, el pueblo de Dios, abandonándose a la fuerza del sacramento, es impulsado a compartir la historia de los hombres.
 
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6. El ofrecimiento y el sacrificio hechos a Dios como gesto de agradecimiento, de súplica, de reparación de los pecados, representan en el Antiguo Testamento el contexto preparatorio remoto de la última Cena de Jesucristo. Ésta es evocada por la figura del siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio, derramando su sangre para la nueva alianza (cf. Is 42,1-9; 49,8), en substitución y en favor de la humanidad. También las comidas religiosas de los hebreos, especialmente la pascual, memorial del Éxodo y del banquete sacrificial, servían para expresar el agradecimiento a Dios por los beneficios recibidos y para entrar en comunión con Él gracias a las víctimas del sacrificio (cf. 1 Cor 10,18-21). También la Eucaristía hace entrar en comunión con el sacrificio de Jesucristo. Además, en la tradición y en el culto hebraicos, la bendición (berakà) constituía, por un lado, la comunicación de la vida de Dios al hombre, y por otro lado, el reconocimiento, con asombro y adoración, de la obra de Dios de parte del hombre. Esto sucedía mediante el sacrificio en el templo y la comida en la casa (cf. Gn 1,28; 9,1; 12,2-3; Lc 1,69-79). La bendición era al mismo tiempo eulogia, es decir alabanza a Dios, y eucaristía, es decir, acción de gracias; este último aspecto terminará por identificar en el cristianismo la forma y el contenido de la anáfora o plegaria eucarística.
Los hebreos consumían también una comida sacra o sacrificio convival (tôdâ; cf. Sal 22 y 51), habitual en tiempos de Jesús, caracterizado por la acción de gracias y por el sacrificio incruento del pan y del vino. Se puede comprender así otro aspecto de la última Cena: el del sacrificio convival de acción de gracias. El rito del Antiguo Testamento sobre la sangre derramada en el sacrificio constituye el tema de fondo de la alianza que Dios gratuitamente establece con su pueblo (cf. Gn 24,1-11). Preanunciado por los profetas (cf. Is 55,1-5; Jer 31,31-34; Ez 36,22-28) y absolutamente necesario para comprender la última Cena y toda la revelación de Cristo, este mismo rito lleva un nombre (berit, traducido en griego por diatheke) que indicará también el conjunto de los escritos del Nuevo Testamento. En efecto, el Señor sancionó en la última Cena la alianza, su testamento con sus discípulos y con toda la Iglesia.
Los signos proféticos y el memorial preanunciados en el Antiguo Testamento (la cena en Egipto, el don del maná, la celebración anual de la Pascua) se cumplen en los sacramentos o misterios de la Iglesia. En ellos está contenida la potencia divina de la santificación, de la transformación y de la divinización de la muerte y resurrección del Señor, celebrada el domingo y cotidianamente en la Pascua cristiana. Dice San Ambrosio: “Ahora, presta atención si es más excelente el pan de los ángeles o la carne de Cristo, la cual es indudablemente un cuerpo que da la vida... Aquel evento era una figura, éste es la verdad”.[14]
 
7. El hecho histórico de la última Cena es narrado en los evangelios de San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-23), San Lucas (22, 19-20) y por San Pablo en la primera carta a los Corintios (11, 23-25), que permiten comprender el sentido del acontecimiento: Jesucristo se entrega (cf. Jn 13,1) como alimento del hombre, ofrece su cuerpo y derrama su sangre por nosotros. Esta alianza es nueva porque inaugura una nueva condición de comunión entre el hombre y Dios (cf. Hb 9,12); además es nueva y mejor que la antigua porque el Hijo en la cruz se entrega a sí mismo y a cuantos lo reciben les da el poder de ser hijos del Padre (cf Jn 1, 12; Gal 3, 26). El mandamiento “Haced esto en conmemoración mía” indica la fidelidad y la continuidad del gesto, que debe permanecer hasta el retorno del Señor (cf 1 Co 11, 26).
Cumpliendo este gesto, la Iglesia recuerda al mundo que entre Dios y el hombre existe una amistad indestructible gracias al amor de Cristo, que ofreciéndose a sí mismo ha vencido el mal. En este sentido la Eucaristía es fuerza y lugar de unidad del género humano. Pero la novedad y el significado de la última Cena están inmediata y directamente relacionados con el acto redentor de la cruz y con la resurrección del Señor, “palabra definitiva” de Dios al hombre y al mundo. De este modo, Cristo, con su deseo ardiente de celebrar la Pascua, de ofrecerse (cf Lc 22, 14-16), se transforma en nuestra Pascua (cf. 1 Co 5,7): la cruz comienza en la Cena (cf 1 Co 11, 26). Es la misma persona, Jesucristo, que, en la Cena en modo incruento y en la cruz con su propia sangre, es sacerdote y víctima que se ofrece al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio”.[15] Por este motivo no puede separarse la muerte de Cristo de su resurrección (cf. Rm 4, 24-25), con la vida nueva que surge de ella y en la cual somos sumergidos en el bautismo (cf Rm 6,4).
8. El evangelio de Juan se refiere al misterio eucarístico en el capítulo sexto. Según un esquema similar al de la última Cena, es descripto el milagro de aquellos pocos panes distribuidos a una multitud y al mismo tiempo Jesús habla del pan que da la vida, es decir, de su carne y de su sangre, que son el verdadero alimento y la verdadera bebida; quien tiene fe en Jesucristo come su carne y logra vivir eternamente. Es difícil comprender el discurso sobre la Eucaristía: sólo quien busca a Jesús y no a sí mismo puede entenderlo (cf. Jn 6,14 s. 26). Tal consciencia se ha manifestado, después de Pentecostés, en la participación frecuente de los bautizados, fieles a las enseñanzas apostólicas, a la comunión fraterna y a la fractio panis (cf. Hch 2, 42.46; 20, 7-11), en la “Cena del Señor” (cf. 1 Co 11,20). Éste es el fundamento de la dimensión apostólica de la Eucaristía. Las narraciones del Nuevo Testamento sobre la Eucaristía, vivida como acción de gracias y memoria sacramental, muestran que al reconocer el cuerpo y la sangre del Señor en la comunión del pan y del vino consagrados, se reconoce su presencia. Al mismo tiempo se retiene grave, una verdadera falta, confundir la ‘Cena del Señor’ con cualquier otra comida (cf. 1 Co 11, 29). Además, el Apóstol da por supuesto que la presencia del Señor en su cuerpo y sangre no depende de la condición de quien lo recibe y que la comunión con ellos hace de todos un solo cuerpo, porque de ellos fluye la vida de Cristo. Ser un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 2, 46; 4, 32-33), hasta hacer posible la comunión de los bienes, era la característica de la Iglesia apostólica, que compartía los gozos y los sufrimientos de sus miembros, es decir, que vivía la caridad (cf. 1 Co 12, 26-27).
Del cuadro bíblico emergen los siguientes puntos de referencia en relación a la verdad sobre la Eucaristía, que hacen del sacramento del altar una única realidad sacrificial y sacerdotal: la acción de gracias y de alabanza al Padre, el memorial del Misterio pascual, la presencia permanente del Señor.[16]
 
9. En la memoria de la Iglesia, en el centro de la celebración eucarística, están las palabras de la presencia de Jesús en medio a nosotros. “Esto es mi cuerpo, ... éste es el cáliz di mi sangre”. Jesús se ofrece a sí mismo como verdadero y definitivo sacrificio, en el cual alcanzan su cumplimiento todas las imágenes del Antiguo Testamento. En Él se recibe lo que siempre había sido deseado y jamás había hallando realización.
Pero Jesús, a la luz de la profecía (cf. Is 53, 11s.) sufre por la multitud y demuestra que en Él se cumple la espera del verdadero sacrificio y del verdadero culto. Él mismo es aquel que, estando delante de Dios, intercede, no por sí mismo, sino en favor de todos. Esta intercesión es el verdadero sacrificio, la oración, la acción de gracias a Dios, en la cual nosotros mismos y el mundo somos restituidos a Dios. La Eucaristía es, por lo tanto, sacrificio a Dios en Jesucristo para recibir el don de su amor.
10. Jesucristo es el Viviente y está en la gloria, en el santuario del cielo donde ha entrado gracias a la propia sangre (cf. Hb 9,12); se encuentra en el estado inmutable y eterno del sumo sacerdote (cf. Hb 8,1-2), “posee un sacerdocio perpetuo” (Hb 7, 24 s), se ofrece al Padre y en razón de los infinitos méritos de su vida terrena continúa a irradiar la redención del hombre y del cosmos que en Él se transforma y recapitula (cf. Ef 1,10). Todo esto significa que el Hijo Jesucristo es mediador de la nueva alianza para aquellos que han sido llamados a la herencia eterna (cf Hb 9,15). Su sacrificio permanece para siempre en el Espíritu Santo, el cual recuerda a la Iglesia todo lo que el Señor ha realizado como sumo y eterno sacerdote (cf Jn 14, 26; 16, 12-15). San Juan Crisóstomo advierte que el verdadero celebrante de la divina liturgia es Cristo: Aquel que ha celebrado la Eucaristía “ en la última cena, ése mismo es el que lo sigue haciendo ahora. Nosotros ocupamos el puesto de los ministros suyos, mas el que santifica y transforma la ofrenda es Él”.[17] Por lo tanto, “no es una imagen o una figura del sacrificio, sino un sacrificio verdadero”.[18]
Dios se ha dignado aceptar la inmolación de su Hijo como víctima por el pecado y la Iglesia ora para que el sacrificio aproveche para la salvación del mundo. Hay una identidad plena entre sacrificio y renovación sacramental instituida en la Cena, que Cristo ha ordenado celebrar en memoria suya, como sacrificio de alabanza, de acción de gracias, de propiciación y de expiación.[19] Por lo tanto, a raíz del amor sacrificial del Señor “la Misa hace presente el sacrificio de la cruz, no se le añade y no lo multiplica”.[20] Por ello, el acto prioritario es el sacrificio. Luego viene el convivio en el cual recibimos como alimento el Cordero inmolado en la Cruz.
 
11. Hacer memoria de Cristo significa ciertamente recordar toda su vida, porque en la Misa se hacen presente, en cierto modo durante el curso del año, los misterios de la redención; pero especialmente, según San Pablo, la humillación (cf. Flp 2), el amor supremo que lo ha hecho obediente hasta la cruz. Cada vez que comemos su cuerpo y bebemos su sangre anunciamos su muerte, hasta que Él vuelva (cf. 1 Co 11,26), y también su resurrección (cf. Hch 2,32-36; Rm 10,9; 1 Co 12,3; Flp 2,9-11). De ahí que Él es el Cordero pascual inmolado (cf. 1 Co 5,7-8), que permanece de pie porque ha resucitado (cf. Ap 5,6).
La institución de la Eucaristía ha comenzado en la última Cena: las palabras que allí pronuncia Jesús son la anticipación de su muerte; pero también ésta restaría vacía, si su amor no fuera más fuerte que la muerte, para llegar a la resurrección. He aquí el motivo por el cual la muerte y la resurrección son llamadas en la tradición cristiana mysterium paschale. Esto significa que la Eucaristía es mucho más que una simple cena; su precio ha sido una muerte que ha sido vencida con la resurrección. Por ello, el costado abierto de Cristo es el lugar originario del cual nace la Iglesia y provienen los sacramentos que la edifican, el bautismo y la Eucaristía, don y vínculo de caridad (Jn 19,34). Así, en la Eucaristía adoramos al que estuvo muerto y ahora “vive por los siglos de los siglos” (Ap 1,18). El Canon Romano expresa esto inmediatamente después de la consagración: “Por eso, Señor, nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación”.
Durante la ‘cena mística”,[21] en la persona de Jesucristo coexisten como pasado el Antiguo Testamento, como presente el Nuevo Testamento y como futuro la inmolación inminente.[22] Con la Eucaristía entramos en otra dimensión temporal no ya sujeta a nuestras categorías. Entramos en un tiempo en el cual el futuro, iluminando el pasado, se nos ofrece como estable presente; por lo tanto, el misterio de Cristo, alfa y omega, se hace contemporáneo a cada hombre en todo tiempo.[23] El tiempo se ha abreviado (cf. 1 Co 7,29), esperamos la resurrección de los muertos y ya vivimos en el cielo: “Este misterio hace que la tierra se transforme en cielo”.[24]
 
12. En todos los sacramentos Jesucristo actúa a través de signos sensibles que, sin cambiar la apariencia, asumen una capacidad de santificar. En la Eucaristía, Él está presente con su cuerpo y sangre, alma y divinidad, entregando al hombre toda su persona y su vida. En el Antiguo Testamento Dios, a través de sus enviados, señalaba su presencia en la nube, en el tabernáculo, en el templo; con el Nuevo Testamento, en la plenitud de los tiempos, Él viene a habitar entre los hombres en el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), siendo realmente Emanuel (cf. Mt 1,23) habla por medio del Hijo, su heredero (cf. Hb 1,1-2).
San Pablo, para explicar lo que sucede en la comunión eucarística, afirma: “Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él” (1 Co 6,17), en una nueva vida que proviene del Espíritu Santo. San Agustín ha profundamente comprendido esto, pero antes que él Ignacio de Antioquía y, después, muchos monjes, místicos y teólogos. La Divina Liturgia es esta presencia de Cristo “que reúne (ekklesiázon) a todas las criaturas”,[25] las convoca en torno al santo altar y “providencialmente las une a sí mismo y entre ellas”.[26] Dice San Juan Crisóstomo: “Cuando estás por acercarte a la Santa Misa, cree que allí está presente el Rey de todos”.[27] Por ello la adoración es inseparable de la comunión.
¡Grande es el misterio de la presencia real de Jesucristo!.[28] Ella tiene para el Concilio Vaticano II el mismo sentido de la definición tridentina: con la transubstanciación el Señor se hace presente en su cuerpo y sangre.[29] Los padres orientales hablan de metabolismo[30] del pan y del vino en cuerpo y sangre. Son dos modos significativos de conjugar razón y misterio, porqué, como afirmó Pablo VI, el modo de presencia de Cristo en la Eucaristía “constituye en su genero el mayor de los milagros”.[31]
 
 
 
La Eucaristía: un don ofrecido a la Iglesia,
para develar constantemente
 
13. De la última Cena la Iglesia ha pasado a la Eucaristía, nombre preferido respecto a los otros: Cena del Señor, Fracción del pan, Santo Sacrificio y oblación, Asamblea eucarística, Santa Misa, Cena mística, Santa y Divina Liturgia,[32] para indicar que ella es sobre todo un dar gracias (del griego eucharistein). Esto explica el hecho que la Eucaristía comienza a ser celebrada en la mañana del domingo por los bautizados, mientras quedan excluidos los catecúmenos y los penitentes. El esquema de la celebración aparece ya delineado en el evangelio de San Lucas (cf. 24, 25-31): en Emaús, al atardecer del día de la Pascua, el Señor resucitado aparece a sus discípulos, ellos lo escuchan en modo cada vez más profundo, hasta que Él se deja reconocer en la acción de gracias y en la fracción del pan. En la Traditio Apostolica la Eucaristía es revelación del Padre en el misterio de su Hijo que redime al hombre y, al mismo tiempo, es agradecimiento de la Iglesia por esta redención salvífica.[33] En este texto, considerado uno de los más antiguos testimonios después de la edad apostólica, se cita repetidamente a la Iglesia, para subrayar su nexo indisoluble con la Eucaristía, y después de la consagración, se invoca la presencia del Espíritu Santo, para que haga digna a la Iglesia de cumplir la ofrenda.
San Ignacio de Antioquía se refiere en sus escritos a la importancia del compromiso a recibir frecuentemente la Eucaristía para reforzar la concordia en la fe y poder vencer las divisiones que provoca Satanás. También invita a todos a vivir la Eucaristía en la unidad, porqué una es la carne y la sangre del Señor, uno el altar y el obispo; y además exhorta a reconocer en la Eucaristía la carne de Jesucristo, que ha sufrido por los pecados y ha resucitado.[34] La Eucaristía es el alimento espiritual para la vida eterna, el sacrificio universal anunciado por el profeta Malaquías, fuente de la verdadera paz.[35] Es célebre la descripción que hace San Justino de la Eucaristía dominical, día en el que ha tenido lugar la creación del mundo y la resurrección de Jesucristo.[36] San Ireneo refiriéndose a la Eucaristía afirma la realidad de la encarnación, contra el gnosticismo. Además subraya muchas veces la presencia real de Cristo en el cuerpo y la sangre, así como la necesidad de nutrirse de ese Él para que nuestro cuerpo resucite.[37] También Cipriano insiste en la identidad del pan y del vino con el cuerpo y la sangre de Cristo, y sobre los efectos de la comunión: la fuerza de los mártires y la unidad de los cristianos.[38]
14. Con el reconocimiento oficial de la Iglesia, comenzó la primera reflexión teológica que determinará la futura doctrina eucarística sobre la presencia de Cristo, sobre el modo en el cual se realiza y sobre la dimensión sacrificial. Así lo demuestran las catequesis de los Padres que precedían, acompañaban y seguían a la iniciación cristiana. San Gregorio de Nisa, por ejemplo, sostiene que con la comunión se adhiere al cuerpo de Cristo, mientras que con la fe se adhiere a su alma[39] y se recibe la inmortalidad. También el obispo San Cirilo de Jerusalén, aludiendo a San Pedro, recuerda que la Eucaristía nos hace partícipes de la naturaleza divina.[40] San Juan Crisóstomo considera la Eucaristía, en el contexto de la iniciación bautismal, como alimento de la vida recibida y sostén en la lucha contra Satanás. Particularmente eficaz, en relación a la tensión escatológica, es esta explicación suya: “Cuando ves al Señor inmolado y yaciente, al sacerdote que preside el sacrificio y ora, y a todos bañados en aquella preciosa sangre, ¿piensas que aún estás entre los hombres y sobre la tierra y, en cambio, no piensas que al punto has emigrado al cielo? ¿Desechando todo pensamiento carnal, no ves, con el alma desnuda y la mente pura, lo que hay en el cielo?”.[41]
El realismo eucarístico, conjuntamente con la fuerza santificadora de la pasión y resurrección de Jesucristo, así como también la epíclesis que lleva a la unidad cuantos hacen la comunión eucarística, caracterizan la reflexión doctrinal y ritual de Teodoro de Mopsuestia.[42] También para él la vida bautismal se nutre de la Eucaristía. Para San Ambrosio la Eucaristía está entre la economía del Antiguo Testamento y la escatología;[43] además, las palabras de Jesús pronunciadas por el sacerdote, a través de las cuales Él ofrece y es ofrecido al Padre, prueban su presencia real. Varios Padres comienzan a reflexionar sobre la transformación de la sustancia del pan y del vino. En San Agustín, a propósito de la Eucaristía, prevalecen las reflexiones sobre su realismo y sobre sus símbolos,[44] sobre el nexo con la Iglesia-cuerpo (Christus Totus)[45] y sobre el valor sacrificial del Sacramento.[46]
15. La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo. Esto, afirma Santo Tomás de Aquino, lo diferencia de los otros sacramentos.[47] El término representar, por él utilizado, indica que la Eucaristía no es un devoto recuerdo, sino la presencia efectiva y eficaz del Señor muerto y resucitado, que desea alcanzar a cada hombre.[48] La significación del Sacramento es triple: “Una, respecto del pasado, en cuanto es conmemoración de la pasión del Señor, que fue verdadero sacrificio ... y así se llama ‘sacrificio’. La segunda, respecto al presente, y es la unidad eclesiástica, de la que por él participan los hombres ... La tercera, en relación con lo futuro, por prefigurar este sacramento la fruición de Dios, que tendremos en la patria”.[49] En el oficio del Corpus Domini nos ha dejado la célebre antífona que propone líricamente ese mismo significado: “O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius, mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur”.
También San Buenaventura ha contribuido a la teología de la Eucaristía, insistiendo sobre el espíritu de piedad necesario para unirse a Cristo. Él recuerda que en la Eucaristía, además de las palabras de la última Cena, se realiza la promesa del Señor: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).[50] En el Sacramento Él está real y verdaderamente presente en la Iglesia.
 
16. La Eucaristía revela también la naturaleza de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, tanto a nivel local como universal. La reciente encíclica del Papa Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, constituye un acto de magisterio iluminador para la comprensión de la relación entre la Eucaristía y la Iglesia. La grandeza y la belleza de la Iglesia católica consisten exactamente en el hecho que ella no permanece inmóvil en una época o en un milenio, sino que crece, madura, penetra más profundamente en el misterio, lo propone entre las verdades que deben creerse y en la liturgia que se celebra. También en esto se observa que en ella continúa a existir la única Iglesia de Cristo.
San Agustín explicaba la Eucaristía a los neófitos durante la noche pascual con estas palabras: “Debe quedar claro lo qué habéis recibido. Escuchad pues, brevemente, lo que dice el Apóstol o, mejor aún, Cristo por medio del Apóstol, sobre el sacramento del cuerpo del Señor: ‘Uno sólo es el pan, nosotros somos un cuerpo sólo aún siendo muchos’. He aquí: esto es todo; os lo he dicho rápidamente; pero, vosotros no contad las palabras, pesadlas!”.[51] En esta frase del Apóstol existe, según el santo obispo de Hipona, la síntesis del misterio que ellos reciben.
Pero, desde los orígenes de la Iglesia se puede constatar la resistencia a esta realidad de parte de cuantos preferían más bien encerrarse en el propio círculo (cf. 1 Co 11, 17-22); sin embargo, la Eucaristía, a causa de su eficacia unificadora[52] ha siempre conservado el sentido de convocación, de superación de las barreras, de conducción de los hombres a una nueva unidad en el Señor. La Eucaristía es el sacramento con el cual Cristo nos une a sí en un solo cuerpo y hace santa a la Iglesia.
 
17. El Señor ha dejado los sacramentos a los Apóstoles. Así, la Iglesia, los ha recibido y desde hace dos mil años los transmite con la misma fe apostólica. Desde el día de la ascensión, la Iglesia mantiene la mirada fija en el Señor, que ha dicho “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13). Cristo resucitado ha subido al cielo con su cuerpo de carne y glorioso, pero se ha quedado en la tierra en su cuerpo místico que es la Iglesia, en sus miembros (cf. 1 Co 12,5) y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Él había preanunciado: “si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7), que había hecho posible el Corpus Verum en la encarnación y que habría dado vida al Corpus Mysticum de la Iglesia.
La apostolicidad de la Eucaristía y de la Iglesia no constituye una noticia meramente histórica, sino la manifestación permanente que Cristo es contemporáneo a cada hombre y en todo tiempo,[53] y se refiere a nuestro misterio de comunión. La encíclica Ecclesia de Eucharistia cita la incisiva afirmación de Agustín: “(vosotros) recibís el misterio que sois vosotros”.[54] Esta presencia, consecuencia de la Encarnación, es, por eso mismo, el misterio de la fe. En esto se revela también el misterio de la Iglesia, que en la celebración eucarística, llena de asombro,[55] es llevada a contemplar: Ave verum Corpus, natum da Maria Vergine.
18. El Concilio Vaticano II ha afirmado que, a través de la obra de la redención presente en el Sacramento del altar, crece la Iglesia.[56] Pablo VI recuerda que en el Misal Romano está la prueba de la tradición ininterrumpida de la Iglesia romana y “la teología del misterio eucarístico”.[57] El Papa Juan Pablo II, después de haber insistido en el vínculo inseparable entre Eucaristía e Iglesia con el conocido aforismo ‘la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía’, afirma que cuanto se profesa de la Iglesia una, santa, católica y apostólica en el Símbolo niceno-constantinopolitano se debe aplicar a la Eucaristía y sobre todo a la apostolicidad[58] “no porque el Sacramento no se remonte a Cristo mismo, sino porque....la Iglesia celebra la Eucaristía .... en continuidad con la acción de los Apóstoles”.[59] Además, “la sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden”.[60] Así vivida, la nota apostólica de la Iglesia es intrínseca a la comunión profunda del cuerpo místico y causa de transformación interior. Esto ayuda a comprender mejor aún el hecho que la Eucaristía es ‘don y misterio’, “que supera radicalmente la potestad de la asamblea”;[61] no es la comunidad a dárselo desde su interior, sino que viene a la comunidad desde lo alto. Ello es subrayado con fuerza por el hecho de la ordenación del ministro, que la Iglesia da a una comunidad local, para que él pueda celebrar.
Por lo tanto, “es necesario no olvidar que, si la Iglesia hace la Eucaristía, la Eucaristía hace a la Iglesia, a tal punto, que se transforma en criterio para confirmar la recta doctrina.”.[62] También por este motivo la Eucaristía es un don para descubrir personalmente, como comunión con Cristo, profundidad del misterio y verdad existencial.
 
19. No menos importante es la catolicidad de la Eucaristía, es decir su relación con la Iglesia universal y local. La comunión, palabra que “no es casualidad .... se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento”,[63] indica también la naturaleza de la Iglesia. Si es verdad que la Iglesia “vive y crece continuamente”[64] con la Eucaristía y en ella se expresa, también es cierto que su celebración “no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección”.[65] El Concilio Vaticano II recuerda que la comunión católica se expresa en los ‘vínculos’ de la profesión de fe, de la doctrina de los Apóstoles, de los sacramentos y del orden jerárquico.[66] Ella exige, por lo tanto, “un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión”,[67] especialmente el bautismo y el orden sagrado. La Eucaristía como sacramento se encuentra entre estos vínculos necesarios, mas para que sea visiblemente católica debe ser celebrada una cum Papa et Episcopo, principios de unidad visible universal y particular. Es una “exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico”, que “por el carácter mismo de la comunión eclesial, .... aún celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad,” sino “imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica”.[68]
20. En los primeros siglos de difusión del cristianismo se daba la máxima importancia al hecho que en cada ciudad existiera un solo obispo y un solo altar, como expresión de la unidad del único Señor. Él se da en la Eucaristía todo entero en cada lugar y, por ello, allí donde es celebrada, la Eucaristía hace plenamente presente el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, Cristo, que es en cada lugar un único cuerpo con la Iglesia, no puede ser recibido en la discordia. Precisamente porque el Cristo es indivisible e inseparable de sus miembros, la Eucaristía tiene sentido sólo si es celebrada con toda la Iglesia.
Pablo VI, en la Constitución apostólica Missale Romanum del 1969, manifestaba el deseo que el misal, renovado según las normas del Concilio Vaticano II, fuera acogido como medio para testimoniar y afirmar la unidad de todos y expresar, en la variedad de los idiomas, ‘una sola e idéntica oración’. Aquí se encuentra el sentido de la observancia de las normas litúrgicas y canónicas relativas a la Eucaristía. La Iglesia, cuando dicta las normas sobre la Eucaristía, considera la orden de Jesús a los Apóstoles de preparar la Pascua (cf. Lc 22,12) como un mandato dirigido a ella misma.
En consecuencia: “La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación. Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y concretamente, en la integridad de todos los vínculos”.[69]
 
 
La Eucaristía: Misterio de Fe proclamado
 
21. La tradición apostólica y patrística de oriente y de occidente es la fuente primaria, de la cual se nutre el magisterio conciliar y pontificio de la Iglesia católica, para definir la fe en la Eucaristía y para responder a las desviaciones doctrinales y pastorales que una y otra vez se han presentado.
El Concilio de Trento, especialmente en tres decretos, ha definido la doctrina eucarística después de la Reforma protestante, preocupándose particularmente por la presencia verdadera, real y substancial del Señor Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo las especies del pan y del vino. También ha afirmado que el cuerpo del Señor está presente no sólo en el pan sino también en el vino y que su sangre está presente no sólo en el vino sino también en el pan. Además, en ambas especies el Señor Jesucristo está presente también con su alma y con su divinidad. Por lo tanto, Cristo, Verbo del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente todo entero bajo las dos especies y en cada parte de ellas.[70] El mismo concilio define también la transubstanciación,[71] el modo de recibir la comunión[72] y la relación entre el sacrificio incruento de la Misa y el sacrificio cruento de la cruz.[73] Igualmente ha afirmado que sería delictuoso e indigno entender en modo figurado, tipológico y metafórico, las palabras de la institución y el mandato de hacer memoria de ellas.[74] Por otra parte, la institución del sacrificio eucarístico hace presente el sacerdocio de Cristo, mientras la fuerza redentora de la cruz concede a los hombres el perdón de los pecados, para los vivos y para los difuntos.[75]
La naturaleza sacrificial de la Misa, profundizada por la Mediator Dei de Pío XII,[76] es confirmada por el Concilio Vaticano II: Cristo es el único sacerdote; los ministros obran en su nombre, hacen presente el único sacrificio del Nuevo Testamento que regenera continuamente la Iglesia en la espera de su venida;[77] ellos, válidamente ordenados,[78] obran in persona Christi.[79]
 
22. El Concilio Vaticano II, partiendo de la doctrina tridentina sobre la Eucaristía, explica los diversos modos de la presencia de Cristo, mientras ilustra específicamente las diversas características de la presencia eucarística.[80] Así, la obra de la redención, cumplida de una vez para siempre por Jesucristo, continúa a extender sus efectos cada vez que sobre el altar se hace memoria del sacrificio de la cruz, en el cual Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.[81] En cuanto a los efectos sacramentales, la Eucaristía completa la edificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y la hace crecer;[82] por lo tanto, tiene efectos salvíficos sobre los miembros de la Iglesia, confiriendo a ellos la gracia de la unidad y de la caridad, puesto que la Eucaristía es alimento espiritual del alma, antídoto contra el pecado, inicio de la gloria futura y fuente de santidad.
Pablo VI ha confirmado en la encíclica Mysterium fidei que la Misa es siempre una acción de Cristo y de la Iglesia, aún cuando sea celebrada excepcionalmente en privado, es decir, sólo por el sacerdote. Cristo no está presente en modo espiritual o simbólico, sino realmente, en la Eucaristía, que es fuente de unidad de la Iglesia, su cuerpo.[83] Según la fe que la Iglesia ha profesado desde el principio, la Eucaristía, diversamente de los otros sacramentos, es “la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que, por su bondad, fue resucitada por el Padre”.[84] En lo que se refiere a la transubstanciación de las especies, además de la encíclica, la Profesión de fe de Pablo VI confirma el vínculo causal con la presencia: Cristo se hace presente en la Eucaristía por una conversión de toda la substancia de las dos especies.[85]
La enseñanza de Pablo VI profundiza el argumento de la transubstanciación declarando que después de esta mutación substancial, las dos especies “adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica”.[86]
 
23. Jesús es el Hijo de Dios corporalmente presente en medio de los hombres. Esto no sólo ha sido afirmado por Él, sino también ha sido atestiguado concordemente por el Espíritu Santo y por el Padre, especialmente en el bautismo y en la transfiguración. El Señor está presente cotidianamente, “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), a través de las épocas históricas. Esta presencia, que tiene su origen en el Padre y que es continuamente referida a Él, se hace contemporánea para cada hombre en todos los tiempos, gracias al Espíritu. La plenitud divina del Verbo de la vida estaba en la humanidad de Jesús de Nazaret. Después de su ascensión (cf. Mc 16,19-20; Lc 24,50-53; Hch 1,9-14) permanece en el misterio de la Eucaristía, sacramento máximo de la Presencia de Dios ante el hombre. La ascensión, en efecto, no significa la desaparición de Cristo en un cielo cerrado; la apertura del cielo alude a un modo de retorno: “Por eso, ... el hijo del hombre se mostró Hijo de Dios de una manera más excelente y misteriosa cuando fue recibido en la gloria de la majestad paterna, y comenzó, de un modo más inefable, a ser más presente por su divinidad al alejarse más su humanidad ... Cuando subiré al Padre, entonces me tocaréis más perfecta y verdaderamente”.[87] Por lo tanto, a partir de la ascensión, Jesucristo no está ausente en el mundo, sino presente en un modo nuevo.
Cristo había dicho: “no me volveréis a ver hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Mt 23,39). El cáliz de la bendición fue tomado nuevamente en las manos de los apóstoles, después que Él retornó resucitado en medio a ellos; desde aquel momento la Iglesia, cuando se reúne, siempre lo aclama como ‘bendito’ y en la liturgia, después del triple Santo, agrega: Bendito el que viene en nombre del Señor.
24. En consecuencia, la fe cristiana no consiste en creer en la existencia de Dios o de la persona histórica de Jesús, sino en el hecho que, en Él el Verbo de Dios se ha hecho carne y continúa a habitar entre nosotros. Al comienzo de su vida terrena, con un cuerpo mortal de propiedades vinculadas al espacio y al tiempo, después, con un cuerpo resucitado no ya vinculado a ellas. Por este motivo, el Resucitado entra mientras las puertas están cerradas, supera en un instante distancias considerables, para hacerse conocer, oír, ver y tocar por los suyos. A partir del momento de la resurrección y de la ascensión su presencia es una realidad nueva.
Esta metodología de Dios, que atraviesa la historia llegando a cada hombre, es presentada en la primera carta de San Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, ... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” ( 1 Jn 1,1-3). Y San Ambrosio comenta: “... probamos la verdad del misterio con el mismo misterio de la encarnación. ¿Acaso fue seguido el curso ordinario de la naturaleza cuando el Señor Jesús nació de María?... Entonces, aquello que nosotros presentamos es el cuerpo nacido de la Virgen ... Es la verdadera carne de Cristo que fue crucificada y sepultada. Es, por lo tanto, verdaderamente el sacramento de su carne”.[88]
Por esta razón, la verdad y la realidad de la encarnación del Verbo es el fundamento del Cuerpo eucarístico y del Cuerpo eclesial,[89] de la doctrina eucarística y de la teología sacramental. San Hilario afirmaba que “verdaderamente la Palabra se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14) y nosotros recibimos verdaderamente la Palabra hecha carne como alimento del Señor”.[90] De ahí que el Papa Juan Pablo II recuerda: “La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.”[91]
 
25. El magisterio del Papa y de los obispos, después del Concilio Vaticano II, ha intervenido en diversas ocasiones para alentar la aplicación de la reforma litúrgica y para evaluar sus resultados. En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Papa Juan Pablo II, después de haber señalado entre las luces, principalmente la participación de los fieles en la liturgia, “con profundo dolor” indica también las sombras: en algunos lugares el descrédito del culto de adoración eucarística y los abusos “que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento”.[92] Es necesario distinguir la luz de la Eucaristía como sacramento, de las sombras que son obra de los hombres. Por ejemplo, en la catequesis y en la praxis eucarística se notan insistencias unilaterales sobre el carácter convival de la Eucaristía, sobre el sacerdocio común, sobre el anuncio retenido eficaz sólo por sí mismo, sobre los ritos eucarísticos ecuménicos contrarios a la fe y a la disciplina de la Iglesia.
En el respeto de las tradiciones rituales, es necesario recuperar la unidad integral del misterio eucarístico, que comprende: la palabra de Dios proclamada, la comunidad reunida con el sacerdote celebrante in persona Christi, la acción de gracias a Dios Padre por sus dones, la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, su presencia sacramental causada por la palabra de Jesús que consagra, el ofrecimiento al Padre del sacrificio de la cruz, la comunión con el cuerpo y la sangre del Señor resucitado. Dice el Papa: “El Misterio eucarístico - sacrificio, presencia, banquete - no consiente reducciones ni instrumentalizaciones, debe ser vivido en su integridad... Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es”.[93]
26. La encíclica aclara todavía: “La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado”.[94] La Eucaristía contiene la energía del Espíritu que se trasmite al hombre en la comunión y en la adoración del Señor realmente presente.
La vida de la gracia se transmite a través de los signos sensibles en cada sacramento, pero con más evidencia en la Eucaristía. La Iglesia no se da la vida ni se edifica a sí misma; ella vive de una realidad que la precede, es decir, que “la acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía”.[95] Por lo tanto, la Iglesia no nace desde abajo, porque la communio es gracia, don que viene desde lo alto.
“La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues ‘todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos’...”.[96]
 
La Eucaristía, signum unitatis
27. “Os congregáis ... en unánime fe y en Jesucristo - dice San Ignacio de Antioquía - ... rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad”.[97] Para San Juan Crisóstomo “es ésta la unidad de la fe: cuando todos somos una cosa sola, cuando todos juntos reconocemos lo que nos une”.[98] La unidad de la fe recibida en el bautismo es el presupuesto para ser admitidos en la unidad de la divina Eucaristía, porque con ella entramos en comunión con Aquel que creemos consubstancial al Padre, según la fe que profesamos en Él. ¿Cómo sería entonces posible comulgar con Cristo junto con personas que, en relación a Él, tienen un credo diverso? Seríamos reos del cuerpo y sangre del Señor (cf. 1 Co 11,27). La Iglesia, que es madre, advierte el dolor y el amor por cada hombre, no creyente, catecúmeno, lejano de la fe, pero no tiene el poder de dar la comunión a los no bautizados, ni a los heterodoxos, ni a los inmorales”.[99]
Recibiendo el único Pan, entramos en esta única vida y nos transformamos así en un único Cuerpo del Señor. Fruto de la Eucaristía es la unión de los cristianos, antes dispersos, en la unidad del único pan y del único cuerpo. Y por esta misma razón la Eucaristía puede ser recibida sólo en unidad con toda la Iglesia, superando toda separación religiosa o moral.[100]
28. En esta perspectiva deberíamos tratar acerca de la llamada intercomunión con la debida humildad y paciencia. En vez de ciertos experimentos que quitan al misterio su grandeza, reduciendo la Eucaristía a un instrumento en nuestras manos, es preferible disponerse, en la oración común y en la esperanza, a “respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica”.[101]
Con las Iglesias ortodoxas compartimos la misma fe eucarística, porque ellas tienen verdaderos sacramentos.[102] Por ello, en ciertos casos la comunión eucarística es posible.[103] Sin embargo, debe prestarse especial atención a la relación entre hospitalidad eucarística y proselitismo. También algunas comunidades eclesiales de la Reforma, sobre todo luteranas, creen en la presencia de Cristo durante la celebración, pero a raíz de la falta del sacramento del orden, no han conservado la genuina e integra substancia del misterio eucarístico.[104] Hay acercamientos, pero no existe todavía un pleno consenso. En consecuencia, sólo en casos de necesidad espiritual un miembro no católico bien preparado, es decir que profese la misma fe en la Eucaristía, puede acercarse a ella; mientras un católico puede hacerlo sólo si el ministro está validamente ordenado.[105]
 
 
La Liturgia de la Eucaristía
 
29. La encarnación del Señor y su ascensión han hecho posible la comunicación entre el cielo y la tierra, prefigurada en la visión de la escalera de Jacob (cf. Gn 28,12) e preanunciada por el mismo Cristo (cf. Jn 1,51). El Apocalipsis, con el altar del Cordero en el centro de la Jerusalén que desciende desde el cielo sobre la tierra, es el arquetipo del culto cristiano: adoración a Dios de parte del hombre y comunión del hombre con Dios.[106] El Canon Romano en la invocación Supplices te rogamus menciona “el altar del cielo”, porque desde allí desciende la gracia de Aquel que es el Resucitado y el Viviente, cumpliéndose así el maravilloso intercambio que salva al hombre.
Cristo es el catholicus Patris sacerdos,[107] a través de cuya humanidad el Espíritu Santo transmite la vida divina al creado y al hombre, llevándola a la perfección. La naturaleza humana de Cristo es fuente de salvación, Él es el supremo liturgo y sacerdote. Según los orientales, la presencia de la Trinidad confiere a la sináxis eucarística la característica de una alianza entre la tierra y el cielo: “la morada de Dios con los hombres” (Ap 21,3). Dice San Dionisio el Areopagita que Dios “es llamado belleza ... porque llama (kaleí) a sí todas las cosas ... y todas las recoge (synagheí) uniéndolas”.[108] Los términos griegos son sinónimos de la convocación eclesial. La presencia de Cristo, allí donde se reúnen los fieles para la Eucaristía, hace de la tierra un cielo: “Este misterio transforma para ti la tierra en cielo ... Te mostraré en efecto, sobre la tierra lo que en el cielo existe de más venerable ...No te muestro a los angeles ni a los arcángeles, sino al mismo Señor de ellos ...”.[109]
Por lo tanto, en la celebración de la Eucaristía se puede “experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación”.[110]
 
30. El sacramento es “un signo sensible de la realidad sagrada y una forma visible de la gracia invisible”.[111] No debe parecer obsoleta esta definición del concilio de Trento, porque sirve todavía para recordar los elementos que forman necesariamente parte también del sacramento eucarístico: el ministro, los que lo reciben y el gesto sensible.
En cuanto a los elementos, el gesto de la Eucaristía es posible sólo con el pan, con el vino y algunas gotas de agua, que expresan la unión del pueblo santo con el sacrificio de Cristo,[112] aún cuando, para la validez del gesto, el agua no es necesaria.[113] En cuanto a la fórmula, para la fe católica, son esenciales y necesarias sólo las palabras de la consagración.[114] El ministro es el sacerdote válidamente ordenado.[115] En modo válido pueden recibir la Eucaristía sólo los bautizados, a los cuales, según la tradición latina, se pide el uso de la razón, con la finalidad de conocer, en la medida en que sea posible, los misterios de la fe y acercarse a ellos con recta intención y devoción. Se pide también el estado de gracia, que después del pecado mortal, se obtiene con la confesión sacramental.[116]
De todo esto se comprende que la liturgia no es una propiedad privada que puede ser subordinada a la propia creatividad, ya sea en las celebraciones comunitarias como también en aquellas con pocos fieles o simplemente sin ellos.[117] La forma de la Misa concelebrada por varios ministros, en la cual se manifiesta elocuentemente la unidad del sacerdocio, del sacrificio y del pueblo de Dios, está reglamentada en el rito romano por normas precisas.[118] En los ritos orientales, como alta expresión de unidad, la concelebración es desaconsejada “en particular cuando el número de los concelebrantes es desproporcionado con respecto al de los fieles laicos presentes”.[119]
31. El capítulo I de la Instructio Generalis Missalis Romani, refiriéndose a la “importancia y dignidad” de la celebración eucarística, declara que ella, en cuanto acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal, para la iglesia local y individualmente para los fieles. Los principales “elementos y partes de la Misa”,[120] en gran parte comunes a todos los ritos de oriente y de occidente, muestran el profundo simbolismo y la dimensión pastoral de la Eucaristía, que no permiten ni las interpretaciones parciales o erradas de la llamada creatividad litúrgica, ni la crítica de lo que es legítimo.
 
32. Propio del rito romano, el acto penitencial tiene como objetivo predisponer a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía. En los ritos bizantino, armenio y sirio-antioqueno existen oraciones preparatorias del sacerdote, junto a gestos de purificación (lavatorio, incienso), que son propios también de los ritos maronitas, caldeo y copto. Las fórmulas propuestas por el Misal Romano favorecen el reconocimiento de nuestro estado de pecadores, el discernimiento para la contrición del corazón y hacen sentir más evidentemente el deseo del perdón de Dios y de los hermanos. No se puede hablar de un examen de consciencia, que requiere tiempo y profunda reflexión personal y es una condición de la confesión sacramental. El acto penitencial se concluye con la invocación de la misericordia de Dios.[121]
 
33. En la primera parte de la Misa, según los ritos orientales, se vive el misterio de la encarnación del Verbo, que entra en el mundo, para hacerse escuchar y para alimentar al hombre. Con el alimento y la bebida eucarísticos, como dice la Didaché, se nos ofrece y recibimos el conocimiento de Dios.[122]
El Evangelio tiene por objeto la Palabra, el Verbo, el anuncio gozoso (euangélion): Dios ha descendido a la tierra para darnos el alimento que no perece. La Eucaristía nos hace amigos de Cristo, que es la Sabiduría de Dios. ¡Es el ‘Evangelio de la esperanza’![123]
Como respuesta a este anuncio, después de la homilía, para los latinos y los armenios, o después del traslado de los Dones para los bizantinos y los otros orientales, se proclama el ‘símbolo de la fe’.[124] Éste no puede ser interpolado ni cambiado: es una de las condiciones necesarias para acercarse a la Eucaristía, porque la mesa de la Palabra y la de la Eucaristía[125] son una única mesa del único Señor, y exigen “un solo acto de culto”.[126]
 
34. En el rito romano la liturgia eucarística comienza con la preparación de los dones. En este momento desempeñan una parte importante los fieles laicos, que llevan el pan y el vino hasta el presbiterio, donde el sacerdote los recibe para ofrecerlos a Dios Padre. Se admite también la posibilidad de ofrecer otros dones, cuya finalidad es ayudar a los pobres o a otras iglesias. La presentación del pan y del vino, junto con los dones destinados a la caridad, subraya el fuerte vínculo que existe entre la Eucaristía y el precepto del amor. Sin embargo, la liturgia dispone que el pan y el vino sean colocados directamente sobre el altar, mientras los otros dones no deben ser apoyados sobre la mesa eucarística, sino fuera de ella y en un lugar adecuado; tal disposición pretende expresar la debida veneración hacia los elementos que luego se convertirán en el cuerpo y sangre del Señor.[127]
En la liturgia bizantina se pone sobre el altar, además del mantel, un lino sacro, en el cual está representado el descendimiento de Cristo de la cruz; allí se colocan los dones, que se transformarán en el cuerpo y la sangre del Señor, con un gesto que simboliza la pasión inmaculada del Señor y su sepultura.[128] El sacerdote, para ser digno de ofrecerlos por sí mismo y por los pecados del pueblo, después del “Gran Ingreso” dirige al Padre una súplica. Él debe ser ajeno al pecado (amartía); “no por naturaleza, sino ... por la dignidad del sacerdote”.[129] Después tiene lugar la incensación de los santos Dones, prefiguración de descendimiento del Espíritu Santo sobre ellos[130] y de la oración de adoración que, en Cristo, asciende al Padre. La preparación y presentación de los dones no es simplemente un momento funcional, sino una parte integrante y altamente simbólica del Sacrificio.
 
35. El sacerdote, o el diácono en los ritos orientales, introduce la plegaria eucarística con la invitación: “levantemos el corazón”. En las Constituciones Apostólicas se dice: “Dirigiéndose al Señor, con temor y temblor permanecemos de pie para ofrecer la oblación”.[131] El diálogo sirve, dice San Juan Crisóstomo, “para que podamos presentar erguida - de pie - nuestra alma delante de Dios, eliminando la postración provocada por los quehaceres de la vida cotidiana .... Piensa junto a quién estás, en compañía de quién te preparas a invocar a Dios: en compañía de los Querubines... Ninguno participe pues en el canto de esos himnos sacros y místicos con un fervor relajado... Mas cada uno, extirpando del propio espíritu todo lo que pertenece a la tierra y transfiriéndose enteramente al cielo, como si se encontrara junto al mismo trono de la gloria y volara junto a los Serafines, ofrezca de este modo el himno santísimo al Dios de la gloria y de la magnificencia. He aquí porqué se nos exhorta a estar bien dispuestos en ese momento..., es decir, a estar con ‘temor y temblor’ (Flp 2,12), con un alma despierta y vigilante”.[132]
Esta misma elevación es significada por la palabra anáfora: la acción de los creyentes de levantar en alto los corazones.[133] Los Dones no son llevados sólo al altar terreno, sino levantados hasta el altar del cielo y esto debe realizarse en paz, en el espacio de la imperturbable paz del cielo.[134] Además, el sacrificio se ofrece con una única finalidad: el amor y la misericordia. Esto lo hace agradable al Señor. Es sacrificio de alabanza porque exalta el amor del Señor.[135]
36. Los fieles se unen respondiendo: “Es justo y necesario”. Observa San Juan Crisóstomo: “La acción de gracias, la Eucaristía, es un acto común: no agradece, en efecto, sólo el sacerdote, sino todo el pueblo. Toma primero la palabra el sacerdote; los fieles expresan, inmediatamente después, el propio consenso: Es cosa digna y justa. Sólo entonces el sacerdote comienza la acción de gracias, la Eucaristía”.[136] Así se expresa la participación del pueblo de Dios, su peregrinar hacia la Iglesia celestial, que culmina en el Sanctus, el himno de la victoria (epiníkio), fusión del himno angélico en la visión de Isaías y de la aclamación del pueblo de Jerusalén al Señor que entraba en la Ciudad Santa para cumplir voluntariamente su pasión.
Al final de la anáfora los fieles responden con el Amen a la doxología trinitaria y “con esta aclamación se apropian de todas las expresiones del sacerdote”.[137]
 
37. El Señor en la vigilia de su pasión tomó el pan, dio gracias, lo partió ..... y dijo. El mandato “Haced esto en conmemoración mía”, dirigido a los Apóstoles, que en la Cena mística representan a toda la Iglesia, comenzando por sus sucesores, se refiere a todo el acto eucarístico. Su punto culminante está en la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, y en la fe en sus palabras.
Desde sus orígenes la Iglesia cumple solemnemente los gestos del Señor, considerándolos individualmente para meditarlos uno por uno, como para aprender siempre de nuevo el significado de ellos: la presentación de los Dones, la consagración, la fracción y distribución de la Comunión.[138] Por ello, las palabras “Tomad y comed” no incluyen simultáneamente el gesto de la fracción de la hostia; en tal caso debería tener lugar enseguida la comunión. Por el contrario, en este momento altamente místico, la liturgia indica que el celebrante debe inclinarse y proferir las palabras con voz clara, no alta, para que sea favorecida la contemplación, como hace el Obispo en el Jueves Santo cuando exhala sobre el crisma. El celebrante “en su actitud y en su modo de pronunciar las palabras divinas debe insinuar a los fieles la presencia viva de Cristo”.[139] En este momento, en efecto, se cumple el Sacrificio sacramental.[140]
 
38. En los primeros siglos, una invocación acompañada por el gesto de las manos extendidas (epíclesi), para la santificación y la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, era dirigida al Padre antes de la consagración, para que enviara el Espíritu Santo. El fundamento de esta oración se encuentra en las palabras pronunciadas por el Señor después de haber instituido el misterio: “Cuando venga el Paráclito,...Él dará testimonio de mi...y os recordará todo lo que yo os he dicho...Él me dará gloria” (Jn 15,26; 14,26; 16,14). A causa de las controversias sobre la divinidad del Espíritu Santo, entre los siglos IV y V, fue propuesta la epíclesis, como lo atestiguan algunas tradiciones litúrgicas. La mayor parte de las anáforas la conserva en su puesto original, como el Canon Romano, que pide al Padre que envíe el Espíritu, “el poder de su bendición”.[141]
Los Padres, que han sostenido la importancia de la epíclesi al Espíritu, consideraban que ésta debía estar unida a las palabras de la institución para que el signo sacramental se cumpliera. En efecto, las palabras del Señor son espíritu y vida (cf. Jn 6,63). Él obra conjuntamente con el Espíritu Santo y es el único que consagra la Eucaristía y que dispensa el Espíritu. De todos modos, el Concilio de Trento ha establecido que la epíclesis no es indispensable para la validez de la Eucaristía.[142]
Como indica San Ambrosio: “... ¿qué decir de la bendición de Dios, en la cual actúan las mismas palabras del Señor y Salvador? Puesto que este sacramento que tu recibes se cumple con la palabra de Cristo ... La palabra de Cristo, por lo tanto, que ha podido crear desde la nada aquello que no existía, ¿no puede cambiar las cosas que son en lo que no eran? En efecto, no es menos difícil dar a las cosas una existencia que cambiarlas en otras ... El mismo Señor Jesús proclama: ‘Esto es mi cuerpo’. Antes de la bendición de las palabras celestiales la palabra indica un particular elemento. Después, de la consagración ya designa el cuerpo y la sangre de Cristo. Él mismo la llama su sangre. Antes de la consagración se llamaba con otro nombre. Después de la consagración es llamada sangre. Y tu dices: ‘Amén’, es decir, ‘así es’”.[143]
 
39. En la Divina Liturgia se hace memoria de aquellos en quienes Cristo vive. San Dionisio el Areopagita dice: “Está presente, inseparablemente, la multitud de los santos, que demuestra cómo ellos están indivisiblemente unidos a Él con una unión sobrehumana y sagrada”.[144] No puede existir, por lo tanto, contraposición entre el culto al Señor y el culto a los santos. Cuando ellos tenían vida trataban de hacer todo para la gloria de Dios, ahora se alegran por el hecho de que por causa de ellos Dios es glorificado.[145] Las Intercesiones expresan la ofrenda de la Eucaristía en comunión con toda la Iglesia, celeste y terrena, por todos sus miembros vivos y difuntos.[146] En primer lugar es invocada la Madre de Dios y siempre Virgen María, porque la consagración que ella hizo de sí al Señor, es análoga a la entrega de nuestra vida que se renueva siempre en el sacrificio eucarístico. Ofrecemos la Eucaristía en memoria de los santos para honrarlos y para agradecer a Dios, que nos los ha dado como intercesores en nuestro favor. Ellos mismos, que representan una acción de gracias de parte de los hombres por los beneficios divinos, interceden e intervienen en nuestras eucaristías.
Cristo se entrega a sí mismo también a los difuntos “según una modalidad - dice Cabasilas - que solo Él conoce”;[147] si se encuentran en estado de purificación, reciben una gracia no menor a aquella de los vivos, observa San Juan Crisóstomo, que obtiene para ellos la remisión de los pecados.[148]
 
40. La Eucaristía es la presencia viviente de Cristo en la Iglesia. La humillación del Señor, lo ha llevado a transformarse en alimento para el hombre (cf. 1 Co 10,16; 11,23 s). Uno de los símbolos tradicionales de este misterio es el pez: “... me preparó como alimento el pez de la fuente ... incontaminado, que la virgen pura toma y cada día ofrece a los amigos para que coman, con vino excelente, que ofrece mezclado con el pan”, como indica el célebre epígrafe de San Abercio, obispo del II siglo, el más antiguo de contenido eucarístico. Otro símbolo de la donación de sí mismo es el pelicano: “Pie pellicane Jesu Domine....” exclama Santo Tomás de Aquino en el himno Adoro te devote. El misterio de la encarnación del Verbo continúa en el Cuerpo eucarístico, pan del hombre. Jesús lo ha preanunciado en el discurso de Cafarnaúm: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo” (Jn 6,41). Su carne es verdadero alimento, su sangre es verdadera bebida (cf. Jn 6,55). En la comunión eucarística se alimenta la comunión eclesial, la comunión con los santos; en efecto: “Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10,17).
41. La Eucaristía es el convivio pascual del Cordero inmolado, Cristo el Señor. La plena participación de los fieles en la Misa se cumple en la santa comunión, recibida con las debidas disposiciones externas e internas.[149] Por lo tanto, así como no es aceptable la abstención prolongada por exceso de escrúpulo, así tampoco debe alentarse la frecuencia indiscriminada.
La exclusión de la comunión a causa de pecados graves es atestiguada por las mismas palabras de la institución: “sangre de la Alianza, que es derramada ..... para perdón de los pecados” (Mt 26,28) y también por las antiguas anáforas.[150] Desde los orígenes la Iglesia ha exigido un itinerario para los catecúmenos y para los penitentes; estos últimos podían participar en la Mesa como akoinônetôi (privados de la comunión); para los pecados graves era necesario recurrir a la penitencia canónica. El hecho de que muchos Padres insistan en la necesidad de ser dignos, demuestra que el pedido de la remisión de los pecados, también en la epíclesi postconsagratoria, no es una invitación dirigida a los reos de pecados graves a acercarse a la Eucaristía sin la previa penitencia. Si bien es posible participar válidamente en la Misa también sin la comunión, que es parte integrante, pero no esencial, del sacrificio,[151] sin embargo se afirma que la participación plena en el cuerpo de Cristo no se realiza sin una buena disposición.[152]
42. La preparación personal se perfecciona a través de los ritos de la Comunión:
- Padre nuestro: en esta oración está el pedido del pan cotidiano, que es también el pan eucarístico, mientras “se implora la purificación de los pecados, de modo que realmente los santos Dones sean dados a los santos”[153] Pidiendo el perdón, se pide también saber perdonar, para que el Reino y la voluntad de Dios se cumplan en nosotros y seamos hechos dignos de recibir el Sacramento.
- El rito de la paz: el saludo de la paz, es decir del perdón, que en las liturgias orientales y en la ambrosiana se hace antes de la anáfora, en el rito romano tiene lugar antes de la comunión. El Señor resucitado apareció en medio a los suyos y ofreció su paz, preparó, dice San Juan Crisóstomo, “la mesa de la paz”.[154] La Eucaristía da la paz y la salvación de las almas, que es el mismo Cristo (cf. Ef 2,13-17); Él ha sido inmolado para pacificar las realidades celestes y terrenas, para vivir en paz con los hermanos.[155] Por ello, la Eucaristía es el vínculo de la paz (cf. Ef 4,3): “Así como la paz establece la unidad entre las cosas diversas, así la agitación divide lo que es uno en muchos”.[156] En efecto, “paz ... es la Iglesia de Cristo”.[157] El cristiano, pidiendo la paz, en realidad pide el Cristo: “Quien busca la paz busca a Cristo pues Él es la paz.”.[158] La liturgia es el misterio con el cual la paz de Cristo llega de nuevo a toda la creación.
Las Constituciones Apostólicas describen así el rito de la paz: “Los miembros del clero saluden al obispo y, entre los laicos, los hombres saluden a los hombres y las mujeres a las mujeres.”.[159] El beso de la paz es una acción sagrada, una experiencia de unidad que aúna a los fieles entre ellos y con el Verbo.[160] En consecuencia, la paz se implora principalmente con la oración que pide también la unidad para la Iglesia y para la familia humana, expresando el amor recíproco con un breve diálogo entre el sacerdote y los fieles. El rito, de todos modos, no obliga al intercambio del gesto de la paz, que se cumple según la oportunidad.[161] En tal caso, tanto en el estilo sobrio de la liturgia romana como en estilo rico del rito bizantino, cada uno da el saludo de la paz a aquellos inmediatamente vecinos, evitando abandonar el propio puesto y procurando no crear distracción. Sería oportuno, por lo tanto, disciplinar este rito para el decoro de la liturgia.
“Paz” es uno de los nombres que los primeros cristianos daban a la Eucaristía, porque ella significa reunir, superar las barreras, conducir a los hombres a una nueva unidad. Con la comunión eucarística los cristianos, perdonándose unos a otros antes de comulgar, han creado condiciones de paz en un mundo sin paz.
- Fracción del Pan: este rito significa que, aún siendo muchos, al compartir el pan partido nos trasformamos en un solo cuerpo. Dice San Juan Crisóstomo: “Lo que Cristo no ha padecido en la cruz lo padece en la oblación por causa tuya y acepta ser partido para poder saciar a todos”[162] Pero el Cristo aún partido no se divide. Después de la fracción cada partícula del santo pan es Cristo entero. [163] Todos aquellos que se acercan a la comunión reciben todo el Cristo, que satisface totalmente. Ninguna comunidad puede recibir Cristo sino con toda la Iglesia.
- Unión de las especies: es un gesto simple en el rito romano pero de gran significado, que exalta la obra del Espíritu, desde la encarnación a la resurrección del Señor. La liturgia bizantina lo explica como “Plenitud del Espíritu Santo”; además, en el singular rito del zéon, vertiendo agua caliente, se dice: “Fervor del Espíritu Santo. ¡Ahora Cristo resucita!”
-Preparación personal: la realiza el sacerdote con espléndidas oraciones recitadas en voz baja y con algún instante de silencio, que anticipa aquel más prolongado después de la comunión. Es un ejemplo para ayudar a los fieles en la propia preparación.
 
 
43. El sacerdote eleva la Hostia consagrada, como el Cuerpo de Cristo fue elevado sobre la cruz,[164] diciendo en la liturgia latina: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los llamados a la cena del Señor”; y en la bizantina: “Las cosas santas a los santos”. Además, “dado que la comunión a los misterios no es permitida indiferentemente a todos, el sacerdote no invita a todos ... invita a comulgar a cuantos están en la condición de participar dignamente: Las cosas santas a los santos ... él aquí llama “santos” a quienes son perfectos en la virtud, y también a cuantos tienden a aquella perfección, aunque todavía les falte para tenerla. En efecto, nada impide a éstos que, participando en los santos misterios, sean santificados”[165]
La Eucaristía es el sacramento de los reconciliados, ofrecido por el Señor a quienes son una sola cosa con Él. Por este motivo, desde el inicio, el discernimiento precede a la Eucaristía (cf 1 Co 11,27 s) bajo pena de sacrilegio.[166] La Didaché asume esta tradición apostólica y hace pronunciar al sacerdote, antes de la distribución del sacramento, estas palabras: “Si uno es santo, venga; se no lo es, se arrepienta”.[167] La liturgia bizantina contiene todavía este llamado. En la liturgia romana el sacerdote invita a la comunión y con los fieles pronuncia la frase evangélica “Señor, no soy digno” para expresar sentimientos de humildad;[168] la respuesta es el Amén personal de cada fiel al comulgar.
44. De las fuentes antiguas se deduce que la comunión no se toma sino que se recibe, como símbolo de lo que significa, es decir Don recibido en actitud de adoración. En los casos previstos de comunión bajo las dos especies, en el rito latino, debe recordarse la doctrina católica al respecto.[169] En los ritos orientales debe observarse la tradición según los respectivos cánones.[170]
Se recomienda una verdadera devoción al acercarse a recibir la comunión. San Francisco de Asís “ardía de amor hacia el sacramento del Cuerpo del Señor, con todas las fibras de su ser, lleno de estupor, más allá de todo límite, por tan benévola dignación y generosísima caridad ... Comulgaba frecuentemente y con tanta devoción, que conmovía a los otros”.[171] Y Cabasilas invita a reflexionar que “mientras comulgamos con una carne y una sangre humanas, recibimos en el alma a Dios: cuerpo de Dios no menos que de hombre, sangre y alma de Dios, mente y voluntad de Dios no menos que de hombre”[172] La realidad del Cuerpo de Cristo es su persona y su vida, misterio y verdad salvífica para abrazar, como Santo Tomás de Aquino, con la fe y la razón.
Finalmente, la oración después de la comunión pide los frutos del misterio celebrado y recibido, puesto que a la obtención de los mismos está ordenada la Santa Misa.[173]
 
 
La Mistagogía Eucarística para la Nueva Evangelización
 
45. El Señor ha prometido: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No somo nosotros quienes lo hacemos presente, sino que es Él quien se hace presente entre nosotros y permanece todos los días. Para tener acceso al misterio de su presencia permanente, los fieles son instruidos a través de la catequesis para los catecúmenos, íntimamente unida a la liturgia, y la mistagogía o catequesis postbautismal para los iniciados.[174]
La iniciación cristiana alcanzó su estructuración teológico-litúrgica en los comienzos del V siglo, gracias a las homilías catequísticas. Los alejandrinos, comenzando con Orígenes y terminando con el Pseudo Dionisio, proponían una mistagogía alegórica: consideraban la liturgia y la Escritura, como un camino de elevación de la letra al espíritu, de los misterios visibles, los sacramentos, al misterio invisible. Así la liturgia seguía la narración bíblica y proponía una escatología moral personal como itinerario de esta vida hacia Dios. La mistagogía de los antioquenos, especialmente San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia, consistía en describir a través de la liturgia los hechos históricos y mistéricos de la salvación, vistos como tipológicos. Para ellos los sacramentos reproducen imitando (mímesis) o hacen memoria (anánmnesis) de los gestos salvíficos de la vida de Jesús y anticipan la liturgia definitiva, más aún, la transfieren al presente a causa de la presencia del Señor resucitado entre aquellos que se reúnen para el culto.
46. Mientras en algunas partes del mundo el sentido del misterio permanece verdaderamente fuerte, en otras, en cambio, se nota una difundida mentalidad que no niega formalmente el misterio de Dios, sino la posibilidad de reconocerlo con la razón y adherir a él libremente. Un neopaganismo ofrece mensajes que invitan a evadirse de la realidad y a refugiarse en los mitos, en los ídolos, que pueden consolar la existencia sólo por un instante. Al mismo tiempo, se manifiesta ampliamente también una exigencia de espiritualidad.[175] Además, avanzan las tendencias gnósticas que llevan a buscar el sentido de la historia en pocos privilegiados, que lo conocerían por presunta revelación.
La Iglesia quiere ayudar a la humanidad a encontrar nuevamente el misterio escondido desde siglos y manifestado en Jesucristo (cf. Ef 3,5-6). Dado que mistagogía significa conducir por un camino que lleva al misterio, se comprende porqué no basta un itinerario litúrgico sin una comprensión personal.
 
47. El Señor camina con su pueblo, acompaña siempre la misión de la Iglesia con su presencia, que nos transforma y nos hace entrar en el tiempo definitivo (éschaton). Al principio de la mistagogía hay un encuentro de fe con el Señor a través de su gracia. La costumbre de las Iglesias orientales de dar la comunión a los niños junto con el bautismo y la confirmación indica claramente que la gracia de la Eucaristía viene antes que cualquier intervención humana. ¿Cómo podría hacerse mistagogía sin ser atraídos por Jesús? El Evangelio narra encuentros de Jesús con hombres y mujeres de distintas condiciones. Del encuentro de Cristo con el hombre nace un camino de conocimiento que se despliega en experiencia de fe: “¿dónde vives? .... y se quedaron con él aquel día” (Jn 1,38-39). Así sucedió que algunos lo siguieron. Ésta es la mistagogía de Dios hacia el hombre: comienza por tomar nuestra realidad humana para llevarla a la redención.
La mistagogía hoy en día deberá evitar el alegorismo, que a menudo resulta incomprensible y abstracto e induce a comentarios confusos; en cambio, la mistagogía confiará en la fuerza del Espíritu, que se comunica mediante la sobriedad de las palabras y de los gestos sacramentales. La misión del Espíritu Santo es hacer comprender lo que Jesucristo ha revelado. Él es el mistagogo invisible. Según San Basilio Magno, aún cuando las personas de Trinidad cumplan individualmente algo en modo exclusivo, permanece en las tres el mismo plan de conjunto.[176]
Por lo tanto, volver a descubrir la metodología de los padres es importante para responder a la necesidad visual de imágenes y símbolos, que caracteriza al hombre contemporáneo. La misma contribución de los teólogos medievales es útil para responder a la exigencia racional de la adhesión al misterio. Este patrimonio es conservado en las oraciones y en los ritos litúrgicos: de su comprensión depende en parte la participación al misterio eucarístico.[177] Pero también la catequesis debe ayudar a los sacerdotes y a los fieles a comprender y a poner en práctica los diversos aspectos de la celebración de la Eucaristía.[178]
 
48. El método mistagógico consiste en leer en los ritos el misterio de Cristo y contemplar la subyacente realidad invisible. Por ello, el mistagogo en la liturgia no habla en nombre proprio, sino que se hace eco de la Iglesia, la cual le ha confiado aquello que a su vez ella ha recibido. La liturgia no puede ser tratada por el celebrante y por la comunidad “como propiedad privada”.[179]
San Juan Bautista es la figura más emblemática del ministro que se hace pequeño para dejar crecer al Señor. Éste es el fundamento del poder sacro, exousía en el Espíritu Santo, confiado a la Iglesia por Cristo, sacerdocio de Cristo participado en sus ministros. San Cirilo de Jerusalén recuerda que la palabra ecclesía se encuentra por primera vez en el pasaje en el cual es asignado a Aarón el ministerio sacerdotal. Sacerdocio e Iglesia nacen en el mismo momento y son partes inseparables uno del otro.[180] El Canon Romano dice: “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa”. Respetando la diferencia de funciones propias del Cuerpo, en la Misa el sacerdote cumple la función de Cristo cabeza, mientras todos los fieles ejercitan la función de los miembros de Cristo. El sacerdote obra in persona Christi, en el sentido que no es él que obra sino Cristo en él (cf. Gal 2, 20).
49. La Eucaristía extiende su eficacia a todo el obrar del ministro, puesto que la función sacerdotal no incluye solo la santificación, sino también el gobierno y la enseñanza. Ésta es la verdad del ministerio del obispo cuando celebra la Eucaristía. Además, en él se muestra en plenitud, y “con mayor evidencia”,[181] la Iglesia sacramento de unidad . La misma verdad constituye el fundamento del ministerio del presbítero “cuando celebra la Eucaristía ... con dignidad y humildad”;[182] pero es también el modelo de las funciones diaconales, de los ministros, en particular el acólito, del ministro extraordinario de la comunión, de todos los fieles, que deben “ofrecerse a sí mismos....”con profundo sentido religioso y caridad hacia los hermanos.[183]
 
50. La mistagogía supone el decoro de la celebración. La liturgia romana, en su sobriedad, quiere que “los edificios sagrados y las cosas destinadas al culto divino sean en verdad dignas y bellas y símbolos de las realidades celestiales”.[184] En efecto, el misterio es puesto en luz “también por el sentir y la expresión exterior de suma reverencia y de adoración que tienen lugar en el transcurso de la liturgia eucarística”.[185] Por esta razón, Juan Pablo II, hablando del decoro de la celebración eucarística, ha invitado a observar las reglas litúrgicas de la Iglesia, que se traducen en expresiones externas.[186] El término latino ordo, usado para los ritos litúrgicos, nace del precepto apostólico paulino (cf. 1 Co 14, 40), que establece que en la asamblea litúrgica todo sea moderado por el decoro y el orden jerárquico.[187] En primer lugar, según el profundo espíritu de la liturgia “el vestir un hábito especial para cumplir una acción sagrada indica el salir fuera de la común dimensión de la vida cotidiana para entrar en la presencia de Dios en la celebración de los divinos Misterios”.[188] Responden a esta exigencia las normas sobre todos los objetos sacros. Todo esto expresa el sentido del misterio. San Francisco de Asís exigía a los frailes que los cálices, los copones y los linos destinados a la Eucaristía fueran preciosos y fueran tratados con sumo respeto y veneración.[189]
 
51. El canto y la música deben ser dignos del misterio que se celebra, como lo atestiguan los salmos, los himnos y los cánticos inspirados de la Sagrada Escritura (cf. Col 3, 16). Por ello, desde los primeros siglos, la Iglesia ha siempre considerado la música sacra como una parte integrante de la liturgia. A pesar de haber aceptado diversas formas musicales, el Magisterio de la Iglesia ha constantemente confirmado que es conveniente “que estas diversas formas musicales sean acordes con el espíritu de la acción litúrgica”,[190] para evitar que el culto del misterio sea contaminado por elementos profanos inadecuados.
 
52. En la encarnación del Verbo no sólo se realiza el encuentro de Dios con la humanidad que espera la salvación, sino que también se hace visible a los hombres la imagen de Dios (cf. Jn 14,9). A su vez, con el misterio pascual de Cristo el hombre es implicado en un movimiento de ascensión hacia Dios, que pasa necesariamente a través de la cruz, y por lo tanto a través de la realidad humana (cf. Col 1, 15-20). La celebración de estos misterios encuentra una profunda analogía con “las actividades más nobles del ingenio humano”, entre las cuales, con todo derecho, se cuentan las artes liberales, y sobre todo el arte religioso. Éste, en efecto, como la liturgia, eleva el espíritu a la contemplación a través de la experiencia sensible, y por ello, es particularmente adecuado para “orientar santamente los hombres hacia Dios”.[191]
No podían, por lo tanto, faltar en la vida de la Iglesia expresiones de fe a través de un rico patrimonio artístico. Es por este motivo que “la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración”.[192] Así, para el decoro del espacio sacro destinado a la celebración eucarística han sido construidos espléndidos monumentos arquitectónicos; para hacer venerable el altar en occidente y el iconostasio en oriente han sido realizadas maravillosas obras de arte; y para la dignidad del servicio litúrgico han sido creados preciosos objetos sagrados.
 
53. La concepción cósmica de la salvación que llega, como “una Luz de la altura” (Lc 1,78), ha inspirado la tradición apostólica de la orientación hacia el Este de los edificios cristianos y la posición del altar, con la finalidad de celebrar la Eucaristía hacia el Señor, como sucede actualmente entre los orientales. “No se trata en este caso, como frecuentemente se dice, de presidir la celebración dando la espalda al pueblo, sino de guiar al pueblo en el peregrinaje hacia el Reino, invocado en la oración hasta el retorno del Señor”.[193]
En el rito romano la colocación diversa del ambón y del altar provoca una espontánea variación de la mirada y también de la atención sobre las diferentes acciones litúrgicas que allí se cumplen. También en el culto eucarístico fuera de la Misa los fieles, desde que entran en la iglesia, dirigen la mirada hacia la custodia del Santísimo Sacramento.
 
54. La tradición neotestamentaria, en continuidad con la liturgia hebraica del templo, ha querido separar el santuario, lugar santo de Dios (cf. Gn 28, 17; Es 3, 5), donde los ministros cumplen los divinos misterios, del lugar que ocupan los fieles, los catecúmenos y los penitentes. Es el espacio sagrado del culto divino, que en las Iglesias de oriente, como en las de rito latino debe “distinguirse”[194] en el interior del templo.
 
55. La imagen bíblica y patrística del cielo que desciende sobre la tierra, se manifiesta en la Eucaristía celebrada sobre el altar.
No es necesario que el altar sea grande, sino que tenga una forma proporcionada al espacio presbiteral. El sacerdote sube allí para los ritos de las ofrendas, mientras que en la concelebración los sacerdotes se disponen alrededor del mismo en el momento de la anáfora.[195] La especial recomendación de que exista en cada iglesia un altar fijo es expresión de la veneración debida al mismo, como signo de Jesucristo, piedra viva (1 Pe 2,4).[196] Por idéntico motivo el altar es ornamentado y recubierto, al menos por un mantel digno.[197]
56. El altar es símbolo de Cristo, del Calvario y del Sepulcro del cual resurge glorioso el Señor,[198] y es también mesa,[199] sobre la cual es preparado el Cordero de Dios, mientras la comunión de los fieles es distribuida fuera del santuario. Por ello, el altar es venerado, incensado junto al libro de los Evangelios colocado sobre el mismo.[200] He aquí lo que afirma el Catecismo al respecto: “El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da. ‘¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?’ dice san Ambrosio (De Sacramentis 5,7) y en otro lugar: ‘El altar representa el Cuerpo (de Cristo), y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar’ (Ibidem 4,7)”[201]
 
57. La adoración no se contrapone a la comunión y ni siquiera puede ser considerada al margen de ella: la comunión alcanza la profundidad de la persona cuando va acompañada por la adoración. No hay conflicto de signos entre el tabernáculo y el altar de la celebración eucarística. La presencia eucarística no es cronológica, limitada a la Misa. Es un misterio que perdura en el tiempo hasta la parusía del Señor glorioso.
Los orientales, aún cuando no tienen la adoración eucarística, conservan frecuentemente sobre el altar el artofòrio, reserva de los Santos Dones para los enfermos y los ausentes, y colocan allí también el libro de los Evangelios.
58. La necesaria proporción entre el altar, el tabernáculo y la sede es debida a la preeminencia del Señor respecto a su ministro. La posición central del tabernáculo y de la cruz no debe ser comprometida por la sede del celebrante, para la cual la liturgia recomienda que se evite “la forma di trono”.[202] Si el altar central comprende el tabernáculo, conviene que la sede no sea antepuesta, dado que el celebrante debe ser y aparecer humilde. Si además, con el altar al centro del presbiterio, la sede es colocada detrás, será necesario buscar soluciones significativas y funcionales para favorecer “la comunicación entre el sacerdote y la asamblea de los fieles”.[203]
En conclusión, es oportuno recordar que, tanto en occidente como en oriente, “la disposición de los lugares, las imágenes, los ornamentos litúrgicos, los objetos sagrados no quedan librados al gusto de cada uno, sino que deben corresponder a las exigencias intrínsecas de las celebraciones y ser coherentes entre ellos.”.[204]
 

 
La Eucaristía: un don para adorar
 
59. San Cirilo de Jerusalén exhorta: “Después que tu habrás comulgado con el cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz de su sangre, no extendiendo las manos, sino inclinándote y diciendo Amén en actitud de adoración y veneración”.[205] De la comunión sacramental, se puede decir que nace la adoración, término que indica un gesto de inclinación profunda del cuerpo y del alma. Los principales gestos de adoración, que, entre otras cosas, unen a católicos y ortodoxos, son el inclinarse (proskýnesis) y la genuflexión (gonyklisía). Así como el estar en pie es significativo de la resurrección, la postración a tierra es signo de adoración a Aquel que, resucitado, es el Viviente. En el Nuevo Testamento, especialmente en la liturgia del Apocalipsis, se repite varias veces el término proskýnesis y aquella liturgia celestial es presentada a la Iglesia como modelo y criterio para la liturgia terrestre. Los gestos de adoración, que la liturgia pide que sean observados, corresponden al reconocimiento de la majestad del Señor y de la pertenencia del hombre a Dios.
Arrodillarse o estar en pie son dos actitudes de la única adoración. Esos gestos deben cumplirse durante la plegaria eucarística y la comunión. Además, la adoración devota alude al misterio presente y recuerda que la Misa no es sólo un convivio fraterno. Es necesario reforzar el espíritu de la liturgia cristiana como comunión con Cristo, adoración a Dios y ofrenda a Él de todas las cosas, de la historia, del cosmos, de sí mismo.
 
60. Comulgar significa entrar en comunión con el Señor y con los santos de la Iglesia terrestre y celeste. Por esta razón la comunión y la contemplación se implican recíprocamente. No podemos comulgar sacramentalmente, sin hacerlo de manera personal: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Ésta es también la verdad más profunda de la piedad eucarística.
Para la Iglesia católica la actitud de adoración está reservada no sólo a la celebración de la Eucaristía, sino también a su culto fuera de la Misa, como “valor inestimable” destinado a la “comunión sacramental y espiritual” de los fieles.[206] En la liturgia bizantina durante los ritos de la comunión se canta “Hemos visto la Luz”; en efecto, contemplar la Eucaristía no es una presunción, mientras es un abuso alimentarse de ella sin discernimiento (Cf. 1 Co 11,28). En la Iglesia latina es necesario custodiar y reforzar cuanto ha sido trasmitido por la fe de dos milenios.[207]
La adoración de la Eucaristía comienza con la comunión y se prolonga en los actos de la piedad eucarística, adorando a Dios Padre en Espíritu y Verdad, en Cristo resucitado y viviente, realmente presente entre nosotros.
 
61. Lo sagrado es un signo del Espíritu Santo. Dice San Basilio Magno: “Hacia Él se vuelve todo lo que tiene necesidad de santificación”.[208] No obstante en el tiempo de la desacralización se piensa que el límite entre lo sacro y lo profano no existe más, Dios no se retira del mondo para abandonarlo a su mundanidad. Mientras el mundo no sea transformado, y Dios no sea todavía “todo en todo” (1 Co 15,28), se conserva la distinción entre sacro y profano.
La nota mística de la Eucaristía se percibe también en las oraciones preparatorias del sacerdote para la Misa y para la comunión, en las de acción de gracias; además en el silencio,[209] en los gestos de purificación,[210] en la incensación,[211] en las genuflexiones y en las reverencias.[212 Ésto hace que la participación sea, sobre todo, íntima.[213] Se nos hace partícipes de una acción que no es nuestra, aún cuando se realice en modo humano, porque Él, que es la Palabra, después se hizo carne; la verdadera acción de la liturgia es una acción de Dios mismo. Ésta es la novedad y la particularidad de la liturgia cristiana: es Dios mismo el que obra y el que cumple lo esencial. Sin la consciencia de ser hechos partícipes, las actitudes que se asumen en la liturgia son solo exteriores.
 
La Eucaristía: sacramentum pietatis
62. La liturgia es la fiesta de la resurrección de Cristo. Para un cristiano, éste es el sentido de la fiesta y sobre todo del domingo. Las expresiones de piedad del pueblo de Dios, especialmente las del culto eucarístico fuera de la Misa, tienen con la liturgia eucarística un vínculo originario, que exige atento discernimiento.
En la liturgia se ejercita en modo especial la inculturación de la fe. Puede decirse que ésta se realizó por primera vez en la encarnación, cuando la Palabra asumió la naturaleza humana y comenzó a expresarse con la palabra del hombre, en el tiempo, en el lugar y en la cultura particulares en que Jesús vivió. El Concilio Vaticano II ha puesto en evidencia cómo de este evento nace la intención de llevar el evangelio, la liturgia y la doctrina cristiana a las culturas locales, para llegar eficazmente a los destinatarios, en especial a los pobres y a los simples de corazón.
63. De la liturgia se distingue la piedad popular, que, en la unidad de la fe, une grandes espacios y abraza culturas diversas. Ella puede ser considerada como manifestación espontánea que surge de la liturgia. Del ámbito litúrgico, en efecto, nacen formas de adoración eucarística antiguas y nuevas, como la bendición del Santísimo, la procesión eucarística, la Hora santa, las Cuarenta Horas, la Adoración perpetua, los Congresos eucarísticos.[214]
Liturgia y piedad popular son ambas expresiones de la fe y de la vida del pueblo cristiano. Paralelamente a la preocupación por la inculturación del cristianismo en culturas no cristianas, debe prestarse atención y cuidar las culturas y las tradiciones religiosas populares florecidas en el seno del cristianismo. Es el mismo Espíritu Santo que suscita la liturgia y, en la fe, también la piedad popular.
64. En el culto dado a la Eucaristía fuera de la Misa se perciben las líneas de una espiritualidad eucarística, que, “tiende a la comunión sacramental y espiritual ......La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia”.[215] La contemplación y la adoración hacen más fuerte el deseo de la unión total de la creatura con su Señor y creador, y al mismo tiempo iluminan la consciencia de nuestra indignidad. Por ello, el Santo Padre recuerda también la práctica de la “comunión espiritual”, recomendada por los maestros de vida espiritual, para cuantos no pueden comulgar sacramentalmente.[216]
Por lo tanto, también fuera de la Santa Misa, el Señor Jesús es pan de vida espiritual. Es el arcano misterio del Dios-con-nosotros que nos acompaña en nuestro camino.
 
 
La Eucaristía: un Don para la Misión
65. El significado personal de la Eucaristía es puesto en evidencia, puede decirse, por San Cirilo de Jerusalén, el cual observa que con el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo el hombre se transforma en “un solo cuerpo (sýssomos) e una sola sangre (sýnaimos) con él”.[217] San Juan Crisóstomo, por otra parte, siente la voz de Cristo que le dice: “He descendido nuevamente sobre la tierra, no sólo para mezclarme entre tu gente, sino también para abrazarte: me dejo comer por ti y me dejo desmenuzar en pequeñas partes, para que nuestra unión y ligazón sean verdaderamente perfectas. En efecto, mientras los seres que se unen conservan separadamente la propia individualidad, yo en cambio, constituyo un todo contigo. Por otra parte, deseo que nada se interponga entre nosotros; sólo quiero esto: que ambos seamos una cosa sola”.[218] Por esta razón el cuerpo del fiel se transforma en demora del Dios trinitario: “Cristo habita en él mismo, junto con el Padre y el Paráclito”.[219] Así, en la Divina Liturgia bizantina, durante la comunión, se canta: “Hemos visto la luz verdadera; hemos recibido el Espíritu celestial; hemos encontrado la verdadera fe, adorando a la Trinidad inseparable, porque la Trinidad nos ha salvado”.
Por lo tanto, la comunión tiene eficacia ontológica, en cuanto es unión a la vida de Cristo que transforma la vida del hombre. Por medio de ella se establece una pertenencia vital, que perfecciona y cumple la adopción filial del bautismo.
66. Otro aspecto de la gracia sacramental eucarística es el de ser antídoto que libera[220] y preserva del pecado.[221] La Eucaristía fortifica la vida sobrenatural del cristiano y la protege contra la pérdida de las virtudes teologales. Es un sacramento de vivos, es decir, de aquellos que gozan de la unión con Cristo y con la Iglesia. El pecado mortal, en efecto, provoca la separación de Dios y de la Iglesia, impidiendo así acercarse a la Eucaristía. Por ello, la Eucaristía es antídoto, medicina eficaz para sanar las heridas del pecado mediante la misericordia divina, por ella significada y actuada: “El Señor, amante del hombre, vio inmediatamente cuanto había sucedido y la grandeza de la herida y se apuró a proceder a la cura, para que ella, extendiéndose, no se convirtiera en una herida incurable ... Ni siquiera por un instante cesó, movido por su bondad, de cuidad al hombre.”[222]
En consecuencia, la Eucaristía es un don que nos interpela personalmente y este carácter personal del sacramento debe ser reafirmado en la pastoral.
 
La Eucaristía vinculum caritatis
67. El efecto primario real de la Eucaristía es la verdad de la Carne y de la Sangre presentes en ella. Como se lee en una epístola del papa Inocencio III: “La forma es del pan y del vino, la verdad es de la carne y de la sangre, la potencia es de la unidad y de la caridad”.[223] Santo Tomás de Aquino confirma esta verdad diciendo que el efecto inmediato es el cuerpo verdadero de Cristo,[224] inmolado y vivo, presente en el sacramento. Esta presencia sustancial es actual para aquellos que participan de ella en un lugar y en un tiempo determinados. En ellos la Eucaristía realiza esa transformación, que es una prenda del banquete celestial. El Concilio Vaticano II recuerda que “en toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación”.[225]
La unidad con Cristo, cabeza del cuerpo místico que es la Iglesia, es el fruto principal de la Eucaristía, que así manifiesta su significado.
La pertenencia a Cristo y la incorporación a la Iglesia es el efecto inmediato y específico del bautismo (cf. Rm 6, 1-11), el cual, sin embargo, se perfecciona en la Eucaristía. Así, precisamente a raíz de su inserción en el cuerpo de Cristo por el bautismo, el fiel cristiano puede participar en la Eucaristía. Por tanto, la Eucaristía presupone la comunión eclesial recibida en el bautismo.[226] En ella se ejercita el sacerdocio bautismal y se crece en la relación vital con Cristo (cf. Jn 6, 55-57). Íntimamente unido a este aspecto está la unidad de los fieles, que atestiguan la caridad recíproca, como miembros del mismo cuerpo, unidad necesaria para que el mundo crea (cf. Jn 10, 9-17; 15, 1-11; 17, 20-23). Cristo en la Eucaristía nos invita a la caridad dentro y fuera de la Iglesia.
 
68. La Eucaristía, sobre todo en el momento de la enfermedad y de la muerte, es llamada viático para la vida eterna. Con este sacramento se ofrece una prenda de la gloria futura, de la visión de Dios como Él es. El concilio de Trento se vincula así con la tradición patrística, que llamaba a la Eucaristía medicina de la inmortalidad del hombre e invitaba a alimentarse de ella hasta el retorno del Señor en la gloria, cuando, según la promesa (cf. Jn 6, 54), se cumplirá el último efecto de la Eucaristía: la resurrección de la carne.[227]
La Eucaristía es el banquete para vencer la muerte[228] y con ella “se asimila, por decirlo así, el ‘secreto’ de la resurrección”[229] para vivir eternamente. La vida eterna no es una vida larga, ni simplemente un tiempo sin fin, sino otro nivel de existencia. San Juan distingue entre bios, como vida transitoria de este mundo, y zoé, como verdadera vida que entra en nosotros al encontrarnos con el Señor. Éste es el sentido de su promesa: “el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna.....ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 24), “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás” (Jn 11,25). En virtud de este significado escatológico de la Eucaristía esperamos la resurrección definitiva, cuando Dios será todo en todo (cf. 1 Co 15, 28).
69. El cristianismo no promete sólo la inmortalidad del alma, sino la resurrección de la carne, es decir, de todo el ser humano. La gracia transformadora de la Eucaristía compenetra todo ámbito antropológico, extiende su influencia a los aspectos existenciales de cada hombre, como la libertad, el sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte. Si no respondiera a estas preguntas fundamentales del hombre, sería muy difícil confiar en este sacramento como instrumento de salvación y de transformación del hombre en Cristo.
 
El significado social de la Eucaristía
70. Alimentándose de la Eucaristía, los cristianos nutren la propia alma y se transforman ellos mismos en alma que sostiene el mundo,[230] dando así a la vita el sentido cristiano,[231] que es un sentido sacramental. Es del sacramento que surge el don de la caridad y de la solidaridad, porque el sacramento del altar no se puede separar del mandamiento nuevo del amor recíproco.
La Eucaristía es la fuerza que nos transforma[232] y nos hace fuertes en las virtudes. Ella “da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas”,[233] en la familia, en el trabajo, en el compromiso político. La misión de cada uno en la Iglesia recibe fuerza y confianza de esta connotación social de la Eucaristía.
71. Ya desde el comienzo del siglo II, San Ignacio de Antioquía definía a los cristianos como aquellos que “viven según el domingo”,[234] en la fe de la resurrección del Señor y de su presencia en la celebración eucarística.[235] San Justino, en cambio, ponía de manifiesto la urgencia ética al terminar la Eucaristía dominical: “Aquellos que están en la abundancia, y desean dar, dan a discreción lo que cada uno quiere, y cuanto se recoge es depositado ante el que preside; y él mismo socorre a los huérfanos y a las viudas, y a quienes están descuidados a raíz de una enfermedad o de otra causa, y a los que están en la cárcel, y a los que viven como extranjeros: en pocas palabras, [él] provee a todos los que se encuentran en la necesidad”.[236]
La Eucaristía fundamenta y perfecciona la missio ad gentes.[237] De la Eucaristía nace el deber de cada cristiano de cooperar al crecimiento del Cuerpo eclesial.[238] La actividad misionera, en efecto, “por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía, ... hace presente a Cristo, autor de la salvación”.[239] El mandato misionero, que ha implicado no pocas veces el martirio, sufrido aún en nuestros días por pastores y fieles precisamente durante la celebración de la Eucaristía, tiende a hacer llegar a la multitud de los hombres la salvación ofrecida en el sacramento del pan y del vino.
Por lo tanto, la santa comunión ofrece todos sus frutos: nos hace crecer en nuestra unión con Cristo, nos separa del pecado, consolida la comunión eclesial, nos compromete en relación a los pobres, aumenta la gracia y da la prenda de la vida eterna.[240]
 
 
 
72. El Señor Jesús ha instituido la Eucaristía como sacramento de comunión y de revelación del Padre. A este método ha adherido, en primer lugar, la Virgen María: “En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios... Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió ‘por obra del Espíritu Santo’ era el ‘Hijo de Dios’ (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino”.[241]
Desde la primera Pascua, en la cual el Señor Jesús ha cumplido con sus discípulos el nuevo y definitivo éxodo de la esclavitud del pecado, no existe más la sangre de un cordero, sino Pan y Vino distribuidos a todos, Cuerpo y Sangre del verdadero Cordero de Dios. Así se da cumplimiento a la nueva alianza.
Como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, citando a San Ireneo: “La Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: ‘Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar’”.[242]
73. En el Sacramento de la presencia real, la fe encuentra fuerza e impulso para que realmente la lex orandi permanezca vinculada a la lex credendi y se traduzca en la lex agendi de la vida y de la misión de la Iglesia. Por esta razón la Eucaristía tiene también un dinamismo personal: es don para celebrar, que ayuda a entrar en un conocimiento más profundo del misterio de la salvación, lleva a la comunión, conduce a la adoración y finalmente interpela a la vida a través de la misión y del ministerio pastoral, dando impulso a la caridad dentro y fuera de la Iglesia.
La Eucaristía por su naturaleza permanece inseparablemente ligada a las notas de unidad, santidad, apostolicidad y catolicidad de la Iglesia[243] profesadas en el Credo. Así, la vida y la misión de las comunidades cristianas en el mundo conservan el carácter propio de la Iglesia, cuando de ella custodian y promueven la entera riqueza de aquellos dones. El tema del Sínodo indica que la Iglesia vive de la Eucaristía, en el sentido que recibe de ella, como fuente, la vida divina que viene de lo alto, y en su misión tiende a ella como punto culminante de su misterio de comunión: “Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.”[244]
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Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 9: AAS 95 (2003), 438-439.
[14] De Mysteriis, 47: SCh 25bis, 182.
[15] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Redemptor hominis (4.III.1979), IV, 20: AAS 71 (1979), 309-316.
[16] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1356-1381.
[17] In S. Matthaeum, 82, 5: PG 58, 744.
[18] N. Cabasilae, Expositio divinae liturgiae, 32, 10: SCh 4bis, 204.
[19] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 2; Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 3, 28; Decr. de Presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 2,4,5.
[20] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 12: AAS 95 (2003), 441.
[21] Esta expresión de los Orientales, muy hermosa y significativa, indica la "última Cena" o "Cena del Señor"; el adjetivo "última" debe entenderse en relación al deseo de Cristo de comer por última vez la Pascua, según el rito judío, antes de morir, para darle el significado "nuevo y eterno", como "alianza mística". En este sentido puede ser considerada la >clave hermenéutica= de la Eucaristía, inseparable del misterio pascual, que comprende no sólo la muerte y resurrección, sino también la encarnación.
[22] Cf. S. Ioannis Chrysostomi, In S. Matthaeum, 82, 1: PG 58, 737-738.
[23] Cf. N. Cabasilae, De vita in Christo, I, 1: SCh 355, 74.
[24] S. Ioannis Chrysostomi, In epistula I ad Corinthios, 24, 5: PG 61, 205.
[25] S. Gregorii Nisseni, Homilia in Ecclesiastem, III: PG 44, 469.
[26] S. Maximi Confessoris, Mystagogia, 1: PG 91, 664.
[27] Homilia in Oziam, 6, 4: PG 56, 140.
[28] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 15: AAS 95 (2003), 442-443.
[29] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 7, 47; Decr. de Presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 5,18; Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 3.
[30] Cf., e.g., S. Cyrilli Ierosolomitani, Catechesin mystagogicam, IV, 2, 1-3; IV, 7,5-6; V, 22, 5: SCh 126bis, 136. 154. 172.
[31] Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 26: AAS 57 (1965), 766.
[32] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1328-1332.
[33] Cf. VIII: SCh 11,79.
[34] Cf. Ad Ephesios, 13, 1; Ad Philadelphienses, 4; Ad Smyrnenses, 7, 1: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 186; 220; 230.
[35] Cf. Didachen 9-10. 14: J.P. Audet ed., Parisiis 1958, 235-236; 240.
[36] Cf. I Apologiam 67, 1-6; 66, 1-4: Corpus Apologetarum Christianorum Secundi Saeculi, vol. I, pars 1, Wiesbaden 1969, p. 180-182; 184-188.
[37] Cf. Adversus Haereses, 4. 17, 5; 18, 5: SCh 100, 592. 610.
[38] Cf. Epistulam 63, 13: PL 4, 383-384.
[39] Cf. Catechesin magnam, 37: SCh 453, 315-325.
[40] Cf. Catechesin mystagogicam, 4, 3: SCh 126bis, 136.
[41] De Sacerdotio, III, 4: SCh 272, 142-144.
[42] Cf. Homilias Catecheticas 15 et 16: R. Tonneau-R.Devresse, ed., ST 145, in Civitate Vaticana 1949, 461-605.
[43] Cf. De Sacramentis, 4-5; De Mysteriis, 8-9: SCh 25bis, 102-137; 178-193.
[44] Cf. e.g. Sermonem 132: PL 38, 743-737.
[45] Cf. Sermonem 227, 1: PL 38, 1099-1101.
[46] Cf. De Civitate Dei, X, 5-6: PL 41, 281-284.
[47] Cf. Summam Theologiae, III, 73, a.1.
[48] Cf ibidem, 74, a.1; 79, a.1.
[49] Cf. Ibidem, 73, a.4.
[50] Cf. Breviloquium, VI, 9: Opera omnia, Opuscoli Teologici / 2, Romae 1966, 276.
[51] Semo 229, A (Guelferbytanus 7), Tractatus de Dominica Sanctae Paschae, 1; PLS 2, 555; E.D.G. Morin, Miscellanea Agostiniana, I, Romae 1930, 462.
[52] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 23: AAS 95 (2003), 448-449.
[53] Cf. ibidem, 59: AAS 95 (2003), 472-473.
[54] Ibidem, 40: AAS 95 (2003), 460.
[55] Cf. ibidem, 5: AAS 95 (2003), 436.
[56] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 3; Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 21: AAS 95 (2003), 447.
[57] Pauli VI, Institutio Generalis Missalis Romani (26.III.1970), 8.
[58] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 26: AAS 95 (2003), 451.
[59] Ibidem, 27: AAS 95 (2003), 451.
[60] Ibidem, 28: AAS 95 (2003), 451-452.
[61] Ibidem, 29: AAS 95 (2003), 452-453.
[62] Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 32.
[63] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 34: AAS 95 (2003), 456.
[64] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 26.
[65] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 35: AAS 95 (2003), 457.
[66] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 14.
[67] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 38: AAS 95 (2003), 458-459.
[68] Ibidem, 39: AAS 95 (2003), 459-460; cf. Congregationis pro Doctrina Fidei, Litt. Communionis notio (28.V.1992), 11: AAS 85 (1993), 844.
[69] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 35: AAS 95 (2003), 457.
[70] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 1, De reali praesentia D.N.I. Christi in ss. Eucharistiae sacramento, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1637-41; Can. 1-5: DS 1651-55.
[71] Cf. ibidem, Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 4, De Transsubstantiatione: DS 1642.
[72] Cf. ibidem, Decr. de communione euch., sess. XXI: DS 1725-1734.
[73] Cf. ibidem, Decr. de Missa, sess. XXII: DS 1738-1759.
[74] Cf. ibidem, Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 1, De reali praesentia D.N.I. Christi in ss. Eucharistiae sacramento: DS 1636-1637, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1638.
[75] Cf. ibidem, Decr. de Eucharistia, sess. XIII, cap. 5 - 8: DS 1643-1750; can. 1 - 3: DS 1751-1753.
[76] Cf. Pii XII, Litt. encycl. Mediator Dei (20XI.1947), II: AAS 39 (1947), 547-552.
[77] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 28.
[78] Cf. Innocentii III, Professionem fidei Waldensibus praescriptam, DS 794; Conc. Oecum. Lateranens. IV, Definitionem contra Albigenses et Catharos: DS 802; Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 1, De institutione sacrosancti Missae sacrificii: DS 1740, can. 2: DS 1752.
[79] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. Ap. Dominicae Cenae (24.II.1980), 8: AAS 72 (1980), 127-130; Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 28-29: AAS 95 (2003), 451-453.
[80] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 7; Decr. de activitate missionali Ecclesiae Ad gentes, 14.
[81] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 3; Decr. de presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 4-5.
[82] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 17; Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 2,15.
[83] Cf. Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 17-25: AAS 57 (1965), 762-766.
[84] S. Ignatii Antiocheni, Ad Smyrnenses 7, 1: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 230.
[85] Cf. Pauli VI, Sollemnem Professionem fidei (30.VI.1968), 25: AAS (1968), 442-443.
[86] Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 27: AAS 57 (1965), 766.
[87] S. Leonis Magni, Sermo 2 in Ascensione, 61 (74), 4: SCh 74bis, 280-282.
[88] De Mysteriis, 53: SCh 25bis, 186.
[89] Cf. Congregationis pro Doctrina Fidei, Declarationem Dominus Jesus (6.VIII.2000), 16: AAS 92 (2000), 756-758.
[90] De Trinitate, 8, 13: SCh 448, 396.
[91] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 55: AAS 95 (2003), 470.
[92] Ibidem, 10: AAS 95 (2003), 439.
[93] Ibidem, 61: AAS 95 (2003), 473-474.
[94] Ibidem, 12: AAS 95 (2003), 441.
[95] Ibidem, 23: AAS 95 (2003), 448-449.
[96] Ibidem, 11: AAS 95 (2003), 440-441.
[97] Ad Ephesios, 20, 2: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 190.
[98] In epistulam ad Ephesios, 11, 3: PG 62, 83.
[99] Cf. S. Cyrilli Alexandrini, De adoratione in spiritu et veritate, 11: PG 68, 761D.
[100] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 30.44-45: AAS 95 (2003), 453-454, 462-463.
[101] Ibidem, 61: AAS 95 (2003), 473-474.
[102] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 15.
[103] Cf. Codex Iuris Canonici, c. 844.
[104] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 22.
[105] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 46: AAS 95 (2003), 463-464.
[106] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 8; Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 19: AAS 95 (2003), 445-446.
[107] Cf. Tertulliani, Contra Marcionem, IV, 9, 9: SCh 456,124.
[108] De divinis nominibus, 4, 7: PG 3, 701C.
[109] S. Ioannis Chrysostomi, In epistulam I ad Corinthios, 24, 5: PG 61, 205s.
[110] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 8: AAS 95 (2003), 437438.
[111] Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Eucharistia, cap. 3, De excellentia ss. Eucharistiae super reliqua sacramenta: DS 1639.
[112] Cf. Conc. Florentin., Decr. pro Graecis: DS 1303, Decr. pro Armeniis: DS 1320, Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Eucharistia, sess. XIII, cap. 4, De Transsubstantiatione: DS 1642; etiam Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 319-324.
[113] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 7, De aqua in calice offerendo vino miscenda: DS 1748.
[114] Cf. Conc. Florentin.: Decr. pro Armeniis: DS 1321; Decr. pro Iacobitis: DS 1352; Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 1, De institutione sacrosancti Missae sacrificii: DS 1740.
[115] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 1, De institutione sacrosancti Missae sacrificii: DS 1740; can. 2: DS 1752.
[116] Cf. ibidem, cap. 7, De praeparatione, quae adhibenda est, ut digne quis s. Eucharistiam percipiat: DS 1646-1647, cap. 8, De usu admirabilis huius sacramenti: DS 1648-1650, can. 11: DS 1661
[117] Cf. Institutioem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000) 19; Ioannis Pauli II Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 52: AAS 95 (2003), 467-468.
[118] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 199.
[119] Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 57.
[120] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), cap. II.
[121] Cf. ibidem, 51.
[122] Cf. IX,3: Audet, 323.
[123] Cf. Ioannis Pauli II, Adhort. Ap. postsynod. Ecclesia in Europa (28.VI.2003), 13: AAS 95 (2003), 657-658.
[124] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 67.
[125] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 56.
[126] Institutio Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 28.
[127] Cf. ibidem, 73.
[128] Cf. Theodori Andidensis, De divinae liturgiae symbolis ac mysteriis, 18: PG 140, 441C.
[129] De Sacerdotio, VI, 11: SCh 272,340.
[130] Cf. S. Germani Costantinopolitani, Historiam Ecclesiasticam et mysticam contemplationem: PG 98, 400C.
[131] VIII,12,2: F.X. Funk ed., Paderborn 1905, I, 494.
[132] De incomprehensibilitate Dei, 4, 5: SCh 28bis, 260.
[133] Cf. S. Anastasii Synaitae, Orationem de sacra Synaxi: PG 89, 833BC.
[134] Cf. S. Ioannis Chrysostomi, Homiliam in diem natalem Domini nostri Iesu Christi, 7: PG 49, 361.
[135] Cf. S. Basilii Magni, Homiliam in psalmum 115: PG 30, 113B.
[136] In epistulam II ad Corinthios, 18, 3: PG 61, 527.
[137] Cf. N. Cabasilae, Commentarium in divinam liturgiam, 15, 2: SCh 4bis, 125.
[138] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 72.
[139] Ibidem, 93; etiam Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1348.
[140] Cf. Institutionem Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 79 d.
[141] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1353.
[142] Cf. Benedicti XII, Lib. "Cum dudum" (VIII.1341): DS 1017; Pii VII, Breve "Adorabile Eucharistiae" (8.V.1822): DS 2718; Pii X, Ep. "Ex quo, nono" (26.XII.1910): DS 3556.
[143] De Mysteriis, 52.54: SCh 25bis, 188.
[144] De ecclesiastica hierarchia, 3, 9: PG 3, 464.
[145] Cf. N. Cabasilae, Commentarium in divinam liturgiam, 48, 5: SCh 4bis, 271-273.
[146] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 79g.
[147] N. Cabasilae, Commentarium in divinam liturgiam, 42, 3: SCh 4bis, 241.
[148] Cf. S. Ioannis Chrysostomi, In epistulam ad Philippenses, 3,4: PG 62, 204.
[149] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1384-1390.
[150] Cf. Constitutiones Apostolicas, VIII, 12, 39: F. X. Funk, ed., Paderborn 1905, I, 510, et Anaphoras alexandrinas Marci, Serapionis, Basilii copti.
[151] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 6, De Missa, in qua solus sacerdos communicat: DS, 1747, can. 8: DS, 1758.
[152] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 80.
[153] Ibidem, 81.
[154] Pseudo Chrysostomi, De proditione Iudae, 1, 6: PG 49, 381.
[155] Cf. ibidem, 381-382.
[156] N. Cabasilae, Commentarium divinae liturgiae, 12, 8: SCh 4bis, 111.
[157] Constitutiones Apostolicae, II, 20, 10: F.X. Funk ed., Paderborn 1905, I, 77.
[158] S. Basilii Magni, Homilia in psalmum, 33, 10: PG 29, 376.
[159] VIII, 11, 9-10: F. X. Funk ed., Paderborn 1905, I, 494.
[160] Cf. S. Maximi Confessoris, Mystagogiam, 13: PG 91, 691.
[161] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 82.
[162] In epistulam I ad Corinthios, 24, 2: PG 61, 200.
[163] Cf. S. Germani Costantinopolitani, Historiam ecclesiasticam et mysticam contemplationem: PG 98, 449B.
[164] Cf. S. Ioannis Damasceni, In epistulam ad Zachariam ep. de immaculato corpore, 5: PG 95, 409.
[165] N. Cabasilae, Commentarium divinae liturgiae, 36, 1: SCh 4bis, 223.
[166] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 2120.
[167] X, 6: Audet, 236.
[168] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 84.
[169] Cf. ibidem, 282.
[170] Cf. Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 59.
[171] Thomae a Celano, Vita Seconda, 201(789): Fonti Francescane, Padova 1980, 713.
[172] De vita in Christo, IV, 26: SCh 355, 288.
[173] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 17. 89.
[174] Cf. Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 30.
[175] Cf. Ioannis Pauli II, Ep. Ap. Novo millennio ineunte (6.I.2001), 33: AAS 93 (2001), 289-290.
[176] Cf. De Spiritu Sancto, V, 10: SCh 17bis, 280.
[177] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 48.
[178] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1135-1186.
[179] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 52: AAS 95 (2003), 467-468.
[180] Cf. Catechesin illuminandorum, 18, 24: PG 33, 1046.
[181] Institutio Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 92.
[182] Ibidem, 93; cf. 84.
[183] Ibidem, 95.
[184] Ibidem, 288.
[185] Ibidem, Proœmium, 3.
[186] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 49: AAS 95 (2003), 465-466.
[187] Cf. Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 34.
[188] Ibidem, 66.
[189] Cf. Fonti Francescane, I, Testamento, 13: 114; Lettere 208, 224.
[190] Ioannis Pauli II, Discorso ai partecipanti al Convegno Internazionale di Musica Sacra (25-27.I.2001): AAS 93 (2001), 351; cf. Lett. Ap. Spiritus et Sponsa (4.XII.2003), 4: L´Osservatore Romano (7.XII.2003), 7.
[191] Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 122.
[192] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 49: AAS 95 (2003), 465-466.
[193] Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 107.
[194] Institutio Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 295.
[195] Cf. ibidem, 215.
[196] Cf. ibidem, 297.
[197] Cf. ibidem, 304.
[198] Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 103.
[199] Cf. Institutio Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 296.
[200] Cf. ibidem, 273.
[201]Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1383.
[202] Institutio generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 310.
[203] Ibidem.
[204] Istruzione per l´Applicazione delle Prescrizioni Liturgiche del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, 108.
[205] Catechesis mystagogica, 5, 22: SCh 126bis, 172.
[206] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 25: AAS 95 (2003), 449-450.
[207] Para el culto eucarístico renovado dopo el Concilio Vaticano II se vea: Eucharisticum Mysterium, Instrucción de la Congregación de los Ritos y del Consilium aprovada y confirmada por Pablo VI (25 mayo 1967): EV, vol II, 1084-1153; Eucharistiae Sacramentum, con el cual la Congregación para el Culto Divino ha hecho la revisión del Rito de la Comunión y del Culto eucarístico fuera de la Misa (21 de junio 1973): ivi, vol. IV, 1624-1659; Inestimabile Donum della Congregazione per il Culto Divino sobre algunas normas relativas al culto eucarístico (3 abril 1980): Cf. ibidem, vol VII, 282-303.
[208] De Spiritu Sancto, 9, 22: SCh 17bis, 324.
[209] Cf. Institutionem Generalis Missalis Romani (20.IV.2000), 45.
[210] Cf. ibidem, 76; 278-280.
[211] Cf. ibidem, 276-277.
[212] Cf. ibidem, 274-275.
[213] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 10: AAS 95 (2003), 439.
[214] Cf. Congregationis de Cultu Divino et Disciplina Sacramentorum, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, ed. Vaticana 2002, n. 160-165.
[215] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 25: AAS 95 (2003), 449-450.
[216] Cf. ibidem, 34: AAS 95 (2003), 456.
[217] Catechesis mystagogica, 4, 1: SCh 126bis, 134.
[218] In epistulam I ad Timotheum, 15, 4: PG 62, 586.
[219] Exhortatio ad Theodorum lapsum, 1: PG 47, 278.
[220] Cf. Summam Theologiae, III, 79, 1.
[221] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Eucharistia, sess. XIII, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1638.
[222] S. Ioannis Chrysostomi, In Genesin, 17, 2: PG 53, 136.
[223] Innocentii III, Ep. "Cum Marthae circa" ad Ioannem quondam archiep. Lugdun. (29.XI.1202): DS 783.
[224] Cf. Summam Theologiae, III, 73, 6.
[225] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 26.
[226] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 35: AAS 95 (2003), 457.
[227] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Eucharistia, sess. XIII, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1638; cap. 8, De usu admirabilis huius sacramenti: DS 1649.
[228] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 17: AAS 95 (2003), 444-445.
[229] Ibidem, 18: AAS 95 (2003), 445.
[230] Cf. Ad Diognetum, V, 5.9.11; VI, 1-2.7: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 312-314.
[231] Cf. Orationem post Communionem I Dominicae Adventus, Missale Romanum, Typis Vaticanis 2002, 121.
[232] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 62: AAS 95 (2003), 474-475.
[233] Ibidem, 20: AAS 95 (2003), 446-447.
[234] Ad Magnesios, 9, 1: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, 196.
[235] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 41: AAS 95 (2003), 460-461.
[236] I Apologia, 67, 6: Corpus Apologetarum Christianorum Secundi Saeculi, vol. I, pars 1, Wiesbaden 1969, 186-188.
[237] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decr. de activitate missionali ecclesiae Ad gentes, 39.
[238] Cf. ibidem, 36.
[239] Ibidem, 9.
[240] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1391-1405.
[241] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 55: AAS 95 (2003), 470.
[242]Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1327.
[243] Cf. ibidem, partem II, sess. I, cap. II.
[244] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 22: AAS 95 (2003), 448
 
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El que oye a vosotros oye a mí; el que os rechaza a ustedes, rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a Aquel que me envió”. Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San LUCAS 10-13,16
 
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«El que no sirve para servir, no sirve para amar». La Madre Teresa lo afirmó y lo vivió.
 
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“¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8, 2).-
“En la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original… Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su plasmador...; si fueron seducidos por su hermosura, ... debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas”.
 
La fe es como una noche, una noche oscura, diseminada de estrellas. En efecto, San Juan de la Cruz - aquél gran místico de la cristiandad - justamente hablaba de la noche oscura de la fe en la vida espiritual. ¿No es verdad, sin embargo, que durante la noche se ve mucho más? Durante el día, es verdad, vemos con claridad, con más precisión (hasta podemos tocar las cosas, medirlas), a pesar de esto, vemos poco porque vemos lo que nos circunda ya que nuestro campo visivo es muy limitado. Durante la noche, también es verdad que vemos con menos claridad, sin precisión, sin embargo, podemos ver más plenamente, vemos más lejos y podemos ver las lejanas estrellas que están a miles de años luz, así podemos ver nuestra pequeña vida en el contexto del inmenso universo, en el contexto de la totalidad de la creación.
 
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