La palabra griega basileia, frecuente en las palabras de Jesús, significa a la vez el «reinado», la soberanía de un rey (basíleus), y el «reino», el territorio sometido a ese rey.
En el Antiguo Testamento
El pueblo de Israel* vivió con reyes (heb. mélek) durante más de cuatro siglos: desde Saúl, David y Salomón (siglos XI-X) hasta el exilio (587). Además, del 932 al 722, las tribus del Norte formaron un reino separado de Judá: Israel. Desde el exilio, los judíos están sometidos a los babilonios, y después a los persas y a los griegos. Hacia el final del exilio (538), un profeta anuncia que Israel ya no tiene necesidad de monarquía, pues su verdadero rey es el Señor: «¡Ya reina tu Dios!» es la buena nueva, fuente de esperanza (Is 52,7). A lo largo de los siglos, Dios se da a conocer como el verdadero Señor de su pueblo: lo salva, lo guía, lo reúne como un pastor cuida de su rebaño (Ez 34). Varios «salmos del reino» (Sal 96-99) proclaman esta realeza única de Dios. La esperanza de la venida del reino de Dios adquiere dos formas:
- espera del reino del Hijo* del hombre, que liberará a Israel y destruirá a sus enemigos (Dn 7,9-14), y
- espera del Mesías, el futuro rey ideal, no como un caudillo guerrero, sino como «rey (…) humilde y montado en un asno» (Zac 9,9).
Las parábolas de Jesús
El anuncio de la llegada del reino de Dios está en el núcleo de la predicación de Jesús en Galilea: «El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando. Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15). Mateo habla del «reino de los cielos», según el lenguaje judío que evita nombrar a Dios* y le llama «los cielos». Jesús no ofrece una definición del reino de Dios, pero habla sobre todo de él mediante imágenes, en las parábolas. Presenta este reino como una semilla creciendo en los corazones (Mc 4,1-20), de manera invisible pero irresistible (Mc 4,26-29), o bien como un pequeño grano que se convierte en un árbol (Mc 4,30-32), o incluso como un tesoro o una perla preciosa (Mt 13,44-46).
Los milagros de Jesús
Jesús no sólo anuncia el Reino como cumplimiento de las profecías (Lc 4,18-19), sus actos se corresponden con sus palabras. Lleva a cabo «signos» sorprendentes de este reino de Dios: los milagros*. Son siempre liberaciones del mal: curaciones de impedidos o enfermos (Mc 2,1-12), curaciones de poseídos (Mc 1,21-28). Otros gestos simbolizan la vida que Jesús quiere dar: pan en abundancia para una multitud (Mc 6,34-44); vino ofrecido en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), una peligrosa tempestad apaciguada (Mc 4,35-41), etc.
El reino de Dios: ya, pero todavía no
Los «signos» llevados a cabo por Jesús muestran que el reino de Dios ya ha comenzado y transforma la vida de las personas. Pero el aparente fracaso de Jesús, rechazado y condenado, manifiesta que este reino está aún lejos de estar realizado completamente. Estamos en el tiempo de la Iglesia*, tiempo de crecimiento del reino de Dios, que tiende a su cumplimiento al final de los tiempos: «¡Venga a nosotros tu reino!» Nosotros esperamos la venida gloriosa de Cristo, su advenimiento (o su parusía), que realizará las bodas del Cordero con la humanidad salvada (Ap 19,1-9). Desde ahora, cada uno puede acercarse a este Reino viviendo las «bienaventuranzas»: «Dichosos* los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5,3-10). «Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás» (Mt 6,33).
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