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lunes, 30 de diciembre de 2013

LOS MALOS PASTORES Y LA VERDADERA RESTAURACIÓN DE LA IGLESIA, SEGÚN SANTA CATALINA DE SIENA


  • LA SOLUCIÓN QUE SEÑALA LA SANTA ES LA MISMA QUE REQUIERE LA ACTUAL CRISIS DE LA IGLESIA: EXTIRPAR LOS LOBOS Y SUSTITUIRLOS POR PASTORES VIRTUOSOS Y FIELES AL CORAZÓN DE CRISTO.

 

Uno de los dolores más agudos de santa Catalina de Siena (1347-1380) fue el espectáculo de los pastores mercenarios o incluso lobos. Había, sin duda, pastores excelentes. Pero no es menos cierto que la vida de muchos era escandalosa. Durante su estadía en Aviñón, Catalina había conocido de cerca la corte pontificia y sus prelados indignos. Los había visto también durante sus viajes por Italia. En aquellos tiempos era común que las familias influyentes procurasen ubicar en dichas dignidades a sus hijos, aunque fueran del todo ineptos. Varios santos, como San Vicente Ferrer y Santa Brígida, o también hombres eminentes, como Petrarca, por ejemplo, criticaron acerbamente tales aberraciones. Su mensaje encontraba eco ya que, como hemos dicho, en aquel siglo la población era, a pesar de todo, profundamente creyente. El mal no tenía entonces, como ahora, carta de ciudadanía, de desfachatez, de desafío a los principios del orden natural y sobrenatural. Los que obraban el mal, aceptaban las censuras que se les hacía en nombre de la moral cristiana.

La situación de la Iglesia era algo que hacía sangrar el corazón de Catalina por una herida que cada nuevo espectáculo reavivaba. A ella se le puede aplicar con toda verdad lo que Unamuno decía refiriéndose a España: le dolía la Iglesia. En el Diálogo transcribe unas palabras muy severas que Dios Padre dirige a los sacerdotes:
«Tú debes ser espejo de honestidad, y lo eres de deshonestidad. Yo sufrí que [a Cristo] le fueran vendados los ojos para iluminarte, y tú arrojas, con ojos lascivos, saetas envenenadas al alma y al corazón de aquellos en los que tan maliciosamente te fijas. Yo sufrí que le diesen a beber hiel y vinagre, y tú, como animal desordenado, te deleitas en tus comidas delicadas, haciendo un dios de tu vientre. Hay palabras vanas y deshonestas en la boca, con la que estás obligado a amonestar a tu prójimo, a anunciar mi palabra y a rezar, con la boca y el corazón, el Oficio. Y yo de ella no percibo más que hediondeces... Yo sufrí que le fueran atadas las manos para libertarte, a ti y a todo el linaje humano, de las ataduras de la culpa. Y las tuyas, ungidas y consagradas para administrar el santísimo sacramento, las empleas torpemente en tactos deshonestos... Todos tus miembros, como instrumentos desafinados, dan mal sonido, porque las tres potencias del alma están congregadas en nombre del demonio, cuando debías congregarlas en nombre mío...».
Incluso llega a compararlos a demonios encarnados, porque se han identificado con la voluntad del demonio; «hacen su mismo oficio, administrándome a mí...». Y también: «Por sus defectos, se envilece la sangre, es decir, que los seglares pierden la debida reverencia que debían tener para con ellos y por la sangre».

Catalina coincide plenamente, y no podía ser de otra manera, con estas apreciaciones de Dios. Ella sabe que la santidad del clero está estrechamente unida con la belleza de la Esposa de Cristo y la salvación de las almas. «Hoy día se ve todo lo contrario –afirma en una de sus cartas–; no sólo no son templos de Dios, sino que se han convertido en establos y cuadras de cerdos y otros animales». Buena parte de la culpa la tienen los obispos que, como le dice el mismo Dios en el Diálogo, «se han preocupado más de multiplicar el número de sacerdotes que las virtudes de los mismos».

LA IGLESIA PERSEGUIDA POR SUS PASTORES CORROMPIDOS Y HEREJES

...la avaricia...
Para ella, tres eran los pecados que en su tiempo más degradaban al clero: la lujuria, la avaricia y la soberbia. A su juicio, había llegado la hora de hablar claro en favor de la reforma. Lo que se debía reformar no era, por cierto, a la Esposa misma, que siempre seguirá siendo santa, y no se disminuye ni altera por los defectos de sus ministros, sino a estos últimos. «Ha llegado el momento de llorar y de lamentarse porque la Esposa de Cristo se ve perseguida por sus miembros pérfidos y corrompidos», señala en una carta.
«El cuerpo místico de la santa Iglesia está rodeado por muchos enemigos –le escribe a un monje–. Por lo cual ves que aquellos que han sido puestos para columnas y mantenedores de la santa Iglesia se han vuelto sus perseguidores con la tiniebla de la herejía. No hay pues que dormir, sino derrotarlos con la vigilia, las lágrimas, los sudores, y con dolorosos y amorosos deseos, con humilde y continua oración».
Pero Catalina no se contentará con llorar, rezar y ayunar. Dará pasos concretos dirigiéndose directamente al Papa, ya que sólo él está en condiciones de remediar tanto mal. En carta a Gregorio XI le dice, de parte de Cristo, que tiene que decidirse a emplear su poder para arrancar del jardín de la Iglesia las flores corruptas, «los malos pastores y gobernadores llenos de impureza y avaricia, e hinchados de orgullo, que emponzoñan y pudren este jardín». Él deberá usar de su poder para remover a esos personajes de modo que se vuelvan a sus casas, poniendo en su lugar a pastores según el corazón de Dios.

El Señor le había explicado en el Diálogo la razón por la cual la Iglesia se encontraba en esa situación, y era porque al elegirse a los pastores no se miraba si eran buenos o malos, sino tan sólo al deseo de complacerlos o pagarles algún favor, en orden a lo cual los encargados de informar al Santo Padre sobre los candidatos le hacían llegar referencias positivas sobre los mismos. A veces los que informan alaban a los malos o a los mediocres, porque son iguales que ellos. Cuando el Papa se entera de la realidad, debería removerlos. Si lo hace, cumplirá con su deber. En caso contrario, no quedará sin castigo al tener que dar cuenta ante el Señor de sus ovejas.

Para evitar este tipo de medidas drásticas, como lo es la deposición de obispos indignos, el Santo Padre tendría que escoger de entrada a personas humildes, que por modestia rehúyen las prelaturas, y no a las que las andan buscando para dar pábulo a su vanagloria. Por no obrar así, tenemos los obispos que tenemos, esos obispos que, como le dice nuestra Santa a fray Raimundo, «han tomado la condición de la mosca, que es tan bruto animal, que poniéndose sobre la cosa dulce y aromática, no se cuida de ella, sino que de allí parte a posarse sobre las cosas repugnantes e inmundas».

SANTA CATALINA FUSTIGA EL SILENCIO COBARDE O CÓMPLICE DE LOS OBISPOS

Lo que a Catalina más le sulfura es el silencio cobarde o cómplice, especialmente de los obispos. Cuando el lobo infernal arrebata a las ovejas, los pastores duermen en su egoísmo. «¿Por qué guardáis silencio? –le escribe a un prelado–. Este silencio es la perdición del mundo. La Iglesia está pálida; se agota su sangre». La falta, le dice a otro obispo, está en ese amor perverso que tienen por sí mismos, que les impiden reprender cuando deben hacerlo.
«Yo quiero que estéis privado de este amor, mi queridísimo pastor, yo os pido que obréis de modo que el día en que la suprema Verdad os juzgue no tenga que deciros esta dura palabra: “Maldito seas, tú que no has dicho nada”. ¡Ah, basta de silencio!, clamad con cien mil lenguas. Yo veo que a fuerza de silencio, el mundo está podrido. La Esposa de Cristo ha perdido su color (cf. Lam 4, 1), porque hay quien chupa su sangre, que es la sangre de Cristo, que, dada gratuitamente, es robada por la soberbia, negando el honor debido a Dios y dándoselo a sí mismo».
Muchas veces vuelve Catalina sobre este amor propio que crea la cobardía de espíritu y logra que la boca se clausure. En carta al abad de Marmoutier, que le había escrito para preguntarle lo que pensaba sobre la situación, le responde que una de las causas del mal estado de la Iglesia es el exceso de indulgencia. Los sacerdotes se corrompen porque nadie los castiga, enquistados en sus tres grandes vicios: la impureza, la avaricia y el orgullo, no pensando más que en los placeres, los honores y las riquezas. Tampoco los prelados corrigen a sus fieles ya que, como dice nuestra Santa, «temen perder la prelatura y desagradar a sus súbditos». No quieren descontentar a los demás, buscan vivir en paz y tener buenas relaciones con todos, aunque el honor de Dios exige que luchen.
«Semejantes individuos, viendo pecar a sus súbditos, fingen no verlos para no encontrarse en el trance de castigarlos; o bien, si los castigan, lo hacen con tal blandura que se limitan a pasar un ungüento sobre el vicio, porque temen siempre desagradar a alguien y dar lugar a pendencias. Esto nace de que se aman a sí mismos».
Una y otra vez insiste Catalina en la incompatibilidad que existe entre la caridad y este tan cobarde como temeroso egoísmo. Cristo no ha venido a traernos un pacifismo timorato, bajo el cual el mal se desarrolla mejor que el bien. Ha venido con la espada y el fuego.
«Querer vivir en paz –dice Catalina– es con frecuencia la mayor de las crueldades. Cuando el absceso se halla a punto, debe ser cortado por el hierro y cauterizado por el fuego: si ponemos en él únicamente un bálsamo, la corrupción se extiende y provoca a veces la muerte».
Estas palabras están tomadas de una de sus cartas al papa Gregorio XI. Dios mismo, refiriéndose a los pastores, confirmó su idea en el Diálogo: «Dejarán de corregir al que está en puesto elevado, aunque tenga mayores defectos que un inferior, por miedo de comprometer su propia situación o sus vidas. Reprenderán, sin embargo, al menor, porque ven que en nada los puede perjudicar ni quitar sus comodidades». Es decir, serán fuertes con los débiles y débiles con los fuertes.
 «Todo lo que harán será abrumar, con las piedras de grandes obediencias, a los que las quieren observar, castigándolos por culpas que no han cometido. Lo hacen porque no resplandece en ellos la piedra preciosa de la justicia, sino de la injusticia. Por eso obran injustamente, dando penitencia y odiando al que merece gracia y benevolencia y santo amor, gusto y consideración, confiándoles cargos a los que como ellos son miembros del diablo».
Como resulta lógico, ya que es el Papa quien tiene la responsabilidad sobre la Iglesia universal, a él le dirige sus cartas más urticantes. Si seguimos así, Santo Padre, le escribe en una de ellas, el enfermo, no viendo su enfermedad, porque nadie se lo advierte, y el médico, no atreviéndose a recurrir al hierro y al fuego, ciego que guía a otro ciego, ambos caerán en el abismo.
«Oh Babbo mío, dulce Cristo de la tierra, seguid el ejemplo de vuestro homónimo San Gregorio. Podéis hacer lo que ha hecho, pues era un hombre como Vos y Dios es siempre lo que era entonces; sólo nos falta la virtud y el celo por la salvación de las almas... Así quiero veros. Si hasta ahora no habéis obrado resueltamente, os pido con instancia que en lo sucesivo obréis como hombre valeroso y sigáis a Cristo, cuyo Vicario sois».
El verbo de Catalina se vuelve de una energía sin igual. «Valor, Padre mío –le dice al Papa–. Sed hombre. Os digo que nada tenéis que temer... No seáis un niño tímido. Sed hombre, y tomad como dulce lo que es amargo... Obrad virilmente, que Dios está de vuestra parte. Ocupaos en ello sin ningún temor; y por más que veáis fatigas y tribulaciones, no temáis, confortaos con Cristo, dulce Jesús. Que entre las espinas nace la rosa, y entre muchas persecuciones brota la reforma de la Iglesia».
El término «virilidad» reaparece a menudo en estas cartas. «Ahora necesitamos un médico sin miedo que use el hierro de la santa y recta justicia, porque se ha usado ya el ungüento tan excesivamente, que los miembros están casi todos podridos». Luego de insistir: «Os lo digo, oh dulce Cristo de la tierra: si obráis así, sin astucia y sin cólera, todos se arrepentirán de sus falacias y vendrán a apoyar la cabeza en vuestro seno..., ¡oh dulce Babbo!», concluye: «Id presto hacia vuestra Esposa que os espera toda pálida, para que le devolváis el color».
RECURRE AL PAPA Y A SUS COLABORADORES

No se contentó Catalina con recurrir directamente a Gregorio XI. Trató también de lograr la colaboración de otras personas para que influyesen sobre él. Así le escribía a un Nuncio:
«Os debéis fatigar junto con el Padre Santo, y hacer lo que podáis para extirpar los lobos y los demonios encarnados de los pastores... Os ruego que aunque debierais morir por ello digáis al Padre Santo que ponga remedio a tantas iniquidades. Y cuando venga el tiempo de crear pastores y cardenales, que no se hagan por halagos o por dineros y simonías; rogadle cuanto podáis, que atienda y mire para encontrar la virtud y la buena y santa fama en el hombre».
Algo semejante le recomienda a un abad confidente del Papa:
«Debéis trabajar según vuestros medios con el Santo Padre para arrojar a los malos pastores que son lobos y demonios encarnados que sólo piensan en engordar y poseen palacios suntuosos y séquitos brillantes... Y cuando llegue el momento de nombrar a los Cardenales o a otros pastores de la Iglesia, suplicadle que no se deje guiar por la adulación, la codicia o la simonía, no considere si los interesados pertenecen a la nobleza o a la clase media, porque la virtud y la buena reputación es lo que ennoblece al hombre ante Dios».
En 1378 Urbano VI accede al solio pontificio. Enseguida Catalina le escribe diciéndole que tiene «hambre de ver reformada la santa Iglesia con buenos, honestos y santos pastores». Ella se lo pedía directamente a Dios, como se ve por el Diálogo: «Por esta sangre te piden [las criaturas] que tengas misericordia con el mundo y vuelva a florecer la Iglesia santa con flores perfumadas de buenos y santos pastores, cuyo olor ahogue la hediondez de las flores malvadas y podridas».

Y también: «Reformada de este modo la Iglesia con buenos pastores, por fuerza se corregirán los súbditos, porque de casi todos los males que los súbditos cometen tienen la culpa los pastores malos».

Había visto claramente que la reforma sólo era posible con nuevos obispos, de espíritu sobrenatural, lúcidos y valientes. De ese puñado de nuevos obispos, aunque fuese reducido, partiría la verdadera restauración de la Iglesia.

adornos6

*Nótese -por su amor a la Iglesia- la libertad con que se dirige a los Vicarios de Cristo a los que como súbdita veneraba llamándoles el dulce Cristo de la tierra y considérese que la santa era muy apreciada de los Pontífices que acogían sus cartas con santa humildad y comprendiendo las razones y motivos que las animaban. Cualidades muy dignas de alabar tanto en ella como en ellos.

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