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sábado, 21 de diciembre de 2013

LITURGIA: SÁBADO SANTO, en espera de la resurrección

“Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación” (Is 12, 2)
Queridos amigos y hermanos del Blog: el Sábado Santo, día de la "Soledad de María" junto a Ella, la Virgen de los Dolores, es el momento más indicado para contemplar el misterio pascual de la pasión-muerte-resurrección del Señor, en el que converge y actúa toda la historia de la salvación. A esto invita la liturgia proponiendo una serie de lecturas escriturísticas que tocan las etapas más importantes de esta historia maravillosa, para después concentrarse en el misterio de Cristo.

Ante todo, viene presentada la obra de la creación (1ª lectura), salida de las manos de Dios y por él contemplada con complacencia: “Y vió Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (Gen 1, 31). De Dios, bondad infinita, no pueden salir más que cosas buenas, y si, demasiado pronto, el pecado viene a trastornar toda la creación, Dios, fiel en su bondad, planifica inmediatamente la restauración, que realizará por medio de su Hijo Divino. De éste aparece una figura profética en Isaac, a quien Abrahán se dispone a inmolar para obedecer el mandato divino (2ª lectura); y si Isaac fue liberado, Cristo, después de haber sufrido la muerte, resucitará glorioso.

Otro hecho notable es el milagroso “paso” del Mar Rojo (3ª lectura) realizado, con la intervención de Dios, por el pueblo de Israel, símbolo del bautismo, mediante el cual los que creen en Cristo “pasan” de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad y a la vida de los hijos de Dios. Siguen bellísimos textos proféticos sobre la misericordia redentora del Señor, quien, a pesar de las continuas infidelidades de los hombres, no cesa de desear su salvación. Después de haber castigado las culpas de su pueblo, Dios lo llama a sí con el cariño de un esposo fiel hacia la esposa que lo ha traicionado: “Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré…; con misericordia eterna te quiero –dice el Señor, tu redentor-” (Is 54, 7-8).

De ahí la apremiante invitación a no dejar pasar en vano la hora de la misericordia: “Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y el tendrá piedad; que vuelva a nuestro Dios, que es rico en perdón” (Is 55, 6-7). Si todo esto es verdad para el pueblo de Israel, mucho más lo es para el pueblo cristiano, hacia el cual la misericordia de Dios ha alcanzado el vértice del misterio pascual de Cristo. Y Cristo “nuestra Pascua”, Cordero inmolado por la salvación del mundo, incita a todos los hombres a que abandonen el camino del pecado y vuelvan a la casa del Padre, caminando “a la claridad de su resplandor”, con alegría de conocer y hacer “lo que le agrada al Señor” (Bar 4, 2. 4).

La historia de la salvación culmina en el misterio pascual de Cristo, se hace historia de cada hombre mediante el bautismo que lo inserta en este misterio. De hecho, por este sacramento “fuimos sepultados con él (Cristo) en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos… así también nosotros andemos en una nueva vida” (Rom 6, 4). Esto explica por qué ocupa tan alto lugar el bautismo en la liturgia de la Vigilia Pascual: en los textos de la Sagrada Escritura y en las oraciones, especialmente en el rito de la bendición del agua y de la administración del sacramento a los neófitos, y por último en la renovación de las promesas bautismales.

Celebrar la Pascua significa “pasar” con Cristo de la muerte a la vida, “paso” iniciado con el bautismo, pero que debe ser realizado cada vez más plenamente durante toda la vida del cristiano. “Porque si nuestra existencia está unida a Cristo en una muerte como la suya -apremia san Pablo- lo estará también en una resurrección como la suya” (ibid 5). No se trata de bellas expresiones, sino de realidades inmensas, de transformaciones radicales obradas por el bautismo y de las cuales los creyentes se olvidan demasiado, inconscientemente. Participar en la muerte de Cristo quiere decir morir con él “al pecado de una vez para siempre” (ibid 10), y por lo tanto, morir cada día a las pasiones, a las malas inclinaciones, al egoísmo, al orgullo; quiere decir –según la triple renuncia de las promesas bautismales- renunciar cada vez más a Satanás, a sus obras, a sus seducciones. Y todo esto, no sólo con las palabras, ni por el tiempo que dura una función litúrgica, sino durante toda la vida. “Consideraos muertos al pecado –grita el Apóstol- y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (ibid 11).

En virtud del bautismo, no sólo recibido, sino vivido, el pueblo cristiano se presenta como aquel pueblo preconizado por Ezequiel (36, 25-26; 7ª lectura), asperjado y purificado con un “agua pura” -agua que brota del costado traspasado de Cristo crucificado-, que recibe de Dios “un corazón nuevo” y “un espíritu nuevo”, dones eminentemente pascuales. Con estas disposiciones, cada uno de los fieles puede considerarse preparado y dispuesto para cantar el Aleluya, a asociarse al gozo de la Iglesia ante el anuncio de la resurrección del Señor, considerándose también él resucitado con Cristo para gloria de Dios.

En este Sábado Santo pidamos a la Virgen Dolorosa, estrechamente partícipe de la pasión del Hijo como lo fue de todas las vicisitudes de su vida, que nos de la gracia de vivir con santa expectación la espera de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

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