Queridos amigos y hermanos del Blog: la liturgia de la Iglesia tiene un calendario propio al cual se denomina Año Litúrgico, que comienza con el I Domingo de Adviento y termina con la Solemnidad de Cristo Rey. El centro de todo el ciclo es la Pascua de Resurrección, a ella todo confluye y de ella todo depende.
El misterio de la salvación comienza evangélicamente con la Venida de Jesucristo a la tierra (Tiempo de Adviento y Navidad), se va desarrollando en semilla con su predicación (Tiempo Ordinario o durante el año) y termina pascualmente con su vuelta al cielo (Tiempo de Cuaresma y Pascua). Así durante el ciclo litúrgico la Iglesia “desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor” Constitución “Sacrosanctum Concilium” n. 101, 2).
Cristo es el modelo, maestro y pastor de su Iglesia, y sus misterios son fuente sobrenatural de fecundidad espiritual y apostólica; por eso, a través del ciclo litúrgico, los fieles tenemos una ascesis y una mística para encontrar, diaria y periódicamente, los recursos útiles y necesarios para el desarrollo de nuestro caminar en la fe en pos de Jesús.
Dentro de este todo nos referiremos al llamado “ciclo natalicio” o de la manifestación del Señor: Adviento y Navidad, unidos entre sí por esta referencia, la perspectiva común de la venida del Señor.
El Adviento comienza el domingo más cercano al la fiesta de San Andrés Apóstol (30 de noviembre), o sea, entre el 27 de noviembre y el 3 de diciembre. Dura cuatro semanas incompletas, concluyendo el 24 de diciembre. Litúrgicamente el día del inicio del Adviento se dan la mano la primera y la última palabra del año cristiano: “¡Ven, Señor Jesús!”, según la afirmación del Apocalipsis.
En todo este tiempo están presentes las dos venidas del Señor: la de la Navidad, en carne mortal, y en forma de Niño; y la triunfal, como juez, al fin del mundo. Pero, este mismo Salvador, velada, mística y salvíficamente, viene todos los días a las almas justas. Ninguna de estas tres venidas debe ser ignorada ni desaprovechada en el Adviento.
El Cristo de la promesa es el que llena la historia sagrada de todo el Antiguo Testamento, nos pone en sintonía con la fe de nuestros padres. El Cristo Redentor, el del Evangelio, a él esperamos, siempre vivo e inmortal, aunque figurado en un pesebre, para adorarle, colmarle de honores y escuchar su Palabra. El Cristo místico, siempre presente, él se nos da en la intimidad del alma, en su presencia Eucarística, en la fuerza arrolladora de su Espíritu.
Este espíritu de esperanza vigilante es lo que caracteriza a este tiempo, una invitación silenciosa al recogimiento interior, dentro del quehacer cotidiano; a una prudente moderación en la vida, a un renovar la práctica de los ejercicios piadosos; a vivir con gran dignidad nuestra realidad de hijos de Dios que esperamos su manifestación gloriosa.
Ojalá que podamos aprovechar este sagrado tiempo que estamos viviendo, le pedimos a la Virgen que nos ayude y nos comprometemos a hacer realidad en nosotros lo que la liturgia de la Iglesia nos propone.
Con mi bendición.
“¡Ven, Señor Jesús!”
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