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jueves, 26 de diciembre de 2013

Fiesta de San Juan, Apóstol y Evangelista

 
 

 Fiesta de San Juan, Apóstol y Evangelista (27 de diciembre).

   Nota: Dado que en la Misa del día del Domingo de Resurrección consideramos el texto de JN. 20, 1-9, y en esta ocasión consideramos JN. 20, 2-9, remito a mis lectores a que vuelvan a leer, el ejercicio de lectio divina de la Misa del día, del Domingo I de Pascua.
   Estimados hermanos y amigos:
   El nombre "Juan", significa "Yahveh ha hecho gracia". Efectivamente, Dios hizo una admirable gracia cuando permitió que, el Santo cuyo recuerdo celebramos este día, fuera Apóstol de Nuestro Salvador.
   San Juan era hijo de un pescador llamado Zebedeo, hermano menor del que fue el Apóstol de Nuestro Salvador Santiago el Mayor, e hijo de Salomé, quien era hermana de María Santísima.
   Zebedeo tuvo la dicha de que sus hijos trabajaran para él, junto a los jornaleros que tenía contratados. Juan, -su hijo menor-, se hizo seguidor de San Juan el Bautista, el cual lo animó a que se hiciera discípulo de Jesús, junto a San Andrés, hermano de San Pedro, -a quien los católicos conocen, como el primer Papa, de la Iglesia a que pertenecen-.
   San Juan era muy humilde, así pues, vemos que, cuando en su Evangelio se supone que debe citar su nombre, se menciona como un discípulo del Señor anónimo, lo cual es aprovechado por los exegetas modernos para designar a la comunidad de los creyentes, porque, el citado Apóstol de Nuestro Señor, aparece en el Evangelio que escribió, como un ejemplo de fe, digno de ser imitado, por los seguidores de Jesús, de todos los tiempos.
   San Juan tuvo la dicha de ver cómo Jesús realizó su primer milagro en una boda en Caná de Galilea, convirtiendo agua en vino, cuando aún no había sido designado por Jesús, para que fuera su Apóstol. Este hecho nos hace reflexionar sobre la manera en que Jesús nos llama a servir a Nuestro Santo Padre en sus hijos los hombres, pues el Señor nos evangeliza adaptándose a nuestro ritmo de abrazar la fe que profesamos, antes de darnos a conocer, la misión que quiere que desempeñemos.
   Quizá, al leer los Evangelios, podemos tener la impresión, de que, los Apóstoles de Nuestro Salvador, siguieron al Señor apenas lo conocieron. Este hecho no es veraz, pues, dichos seguidores de Nuestro Salvador, antes de ser Apóstoles, fueron discípulos del Mesías, y lo seguían en algunas ocasiones, hasta que, lentamente, se le unieron, y no volvieron a separarse de Él, con la excepción de la noche de aquella víspera de la Pascua hebrea, en que, el Señor, fue puesto a disposición de sus enemigos, para que lo asesinaran.
   Después de haber sido discípulo de San Juan el Bautista, y de haber visto cómo Jesús hizo su primer milagro en Caná de Galilea, San Juan volvió a incorporarse al trabajo de la pesca, junto a su padre, Santiago, y los jornaleros, que Zebedeo tenía contratados. Quizá nos sucede que, después de obviar nuestras actividades ordinarias, para intentar conocer al Señor, decidimos aplazar la búsqueda de Nuestro Santo Padre para un tiempo posterior, o, simplemente, decidimos abandonarla, cansados de no encontrar las respuestas que necesitamos conocer.
   Antes de que se fortalezca nuestra fe en Dios, nos sucede que se nos debilita la citada virtud teologal, pero, a pesar de ello, si Dios nos tiene destinados a desempeñar una determinada misión, nos fortalece, hasta que somos capaces de cumplir su voluntad. A pesar de que San Juan dejó temporalmente su búsqueda espiritual, y se reincorporó al negocio de pesca de su familia, Jesús se le hizo el encontradizo, y no sólo lo invitó a él a que lo siguiera permanentemente, sino que también le extendió la invitación de seguirlo a Santiago, el hermano mayor del Apóstol, cuya fiesta estamos celebrando.
   Cuando los citados hermanos aceptaron la invitación que Jesús les hizo, fueron formados espiritualmente por Nuestro Salvador, para que fueran sus Apóstoles. Es importante recordar que los Apóstoles de Nuestro Salvador no eran hombres con admirables cualidades espirituales, sino gente como nosotros, con virtudes y defectos. Jesús aprovechó las virtudes de sus seguidores para perfeccionarlos, y también se valió de algunos de sus defectos, para encaminarlos a cumplir la voluntad de Nuestro Padre común.
   San Pedro era muy impulsivo, pero Jesús supo hacerlo reflexivo y apto para afrontar y confrontar experiencias difíciles. Jesús no cambió la forma de ser de sus seguidores instantáneamente, pues logró su propósito lentamente, durante los años que vivieron sus citados amigos, desde que aceptaron la invitación de seguirlo.
   Los hermanos Juan y Santiago, fueron apodados por Jesús "Boanerges" (hijos del trueno), por causa de su carácter violento.
   Además de ser ásperos de carácter, dichos hermanos, también eran egoístas. En cierta ocasión, Juan reprendió a un hombre que expulsaba demonios en nombre de Jesús, que no pertenecía a la comunidad apostólica, creyendo que el privilegio de hacer milagros debía ser exclusivo de Jesús y de sus seguidores, de entre los cuales ellos querían ser los principales, por lo cual se valieron de la intercesión de su madre, para que Jesús cumpliera su deseo. El Señor les dijo que sus seguidores deben pensar en servirse recíprocamente, y no en ser poderosos a nivel material.
  ¿Conocemos a algún cristiano que se aproveche de la Palabra de Dios para utilizarla ágilmente para hacerse poderoso?
   En cierta ocasión en que Jesús no fue hospedado por unos samaritanos que lo rechazaron porque no se adaptaba a su forma de pensar totalmente, e iba de camino hacia Jerusalén, Juan y Santiago le pidieron permiso al hijo de María, para hacer descender fuego del cielo, para carbonizarlos, por causa de su atrevimiento, de rechazar al Señor. Por su parte, el Mesías, que no vino al mundo a hacer el mal, reprendió seriamente a los citados hermanos.
   Conozco a muchos cristianos que les hacen promesas a Dios y a sus Santos, a cambio de que los beneficien, y, si no obtienen del cielo lo que desean, pierden la fe, o se enfadan, porque quieren adaptar, tanto a Dios como a sus fieles siervos, a la consecución de sus intereses. Jesús no quiere hacerles ningún mal a estos cristianos, pero quiere enseñarles a anular su voluntad, para que puedan cumplir la voluntad del Dios Uno y Trino.
   A pesar de su agresividad y egoísmo, los hermanos Juan y Santiago, le dijeron a Jesús que estaban dispuestos a morir por El y su Evangelio, el día en que fueron reprendidos por el Señor, por querer destacar sobre sus compañeros, y no pensar en la mejor manera de hacerse siervos de ellos.
   El mal carácter de los hijos del trueno, se convirtió en fortaleza para que ambos hermanos defendieran la fe que profesaban. Este hecho lo patentizan la muerte de Santiago que fue ordenada por Herodes Agripa, y la forma en que Juan sobrevivió a la persecución de que fueron víctimas los cristianos, tanto por parte de los judíos, como por parte de los romanos.
   El egoísmo de dichos hermanos, fue sustituido por el afán de defender la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros, en cumplimiento del mandato que recibieron de Jesús, de evangelizar a cuantos quisieran profesar, la fe que los caracterizaba.
   San Juan se caracteriza por sus notables sensibilidad y conocimiento de la espiritualidad. Su confianza en Dios fue tan grande, que escribió su Evangelio y el Apocalipsis sin interpretar las escenas que describió en los citados volúmenes bíblicos, albergando en su corazón la esperanza de que, el Espíritu Santo, les interpretaría sus relatos, a quienes estuvieran destinados, a conocer plenamente, el significado de dichas obras.
   Los hermanos Juan y Santiago, junto a San Pedro, fueron los tres Apóstoles que tuvieron una relación más abierta con Jesús. Esta es la razón por la que Nuestro Señor les permitió presenciar la resurrección de la hija de Jairo, la Transfiguración de Nuestro Salvador en el monte Tabor, y su agonía en el huerto de los Olivos, la noche en que fue traicionado por su Apóstol Judas.
   Juan fue el único Apóstol que no abandonó a Nuestro Maestro, durante las horas que se prolongó su Pasión, y, cuando Jesús murió, permaneció cerca del cadáver del Mesías, hasta que Nicodemo y José de Arimatea lo sepultaron.
   La enseñanza que deseo que obtengamos de la meditación que os he propuesto este año, consiste en que, a imitación de los Santos Pedro, Juan y Santiago, nos dejemos evangelizar por el Señor, y nos abramos a la recepción de los dones del Espíritu Santo, para que el Paráclito concluya el proceso de nuestra santificación personal.
   Os deseo que Dios os colme de bendiciones, y os conceda la plenitud de la dicha.
   Juan, un hombre de fe.

   Estimados hermanos y amigos:
   Aunque casualmente este año celebramos la Solemnidad de la Sagrada Familia en este día por ser hoy el Domingo dentro de la octava de Navidad según lo requiere de nosotros nuestra Santa Madre la Iglesia, es conveniente que recordemos al Santo al que celebramos el veintisiete de diciembre, dado que el citado Apóstol de nuestro Señor es un gran ejemplo a seguir para todos los cristianos, por causa de la fe que le hizo entregarse a la causa de nuestro Señor, hasta el punto de no amedrentarse ante las persecuciones que tuvo que sufrir por causa de ello. Por causa de la citada fe de San Juan, según San Gregorio de Nisa, esta festividad ya se celebraba en el tiempo de Navidad en el siglo IV, pues, aunque no murió martirizado tal como les sucedió a San Esteban y a los Santos Inocentes cuyo martirio recordaremos mañana, su ejemplo debe estimularnos, no sólo para que tengamos el deseo de que Dios nos aumente la fe, sino para que, en el caso de que tengamos que dar la cara por Cristo en tiempos difíciles, que las persecuciones no nos impidan profesar la fe que tenemos libremente y sin miedo, tanto a no ser oídos, como a morir por causa de las creencias que marcan nuestra vida de cristianos practicantes.
   San Juan es uno de los Apóstoles de nuestro Señor más conocidos por la Cristiandad, tanto por ser el autor del cuarto Evangelio, de tres Cartas Católicas y del Apocalipsis, como por el papel que desempeñó en la Iglesia primitiva, de la cual San Pablo lo menciona como columna de la misma, en el siguiente texto, contenido en GÁL. 2, 8-9.
   San Juan es llamado "el Teólogo" por causa de la profundidad de sus relatos. Dicha profundización le valió a nuestro Santo para que la piedad popular lo convirtiera en el patrón de los teólogos y de los libreros, por causa de la creencia existente de que fue vendedor de libros.
   Para comprender la grandeza de San Juan, bástenos el hecho de recordar que dicho Apóstol es el "discípulo amado" por el Mesías que menciona en su Evangelio que no menciona su nombre, ora por la humildad que le caracterizaba, ora por el deseo de que todos los que llegaran a leer su Evangelio tuvieran una fe tan grande como la suya, pues San Juan escribió en su biografía del Señor, en el capítulo veinte, donde cuenta cómo San Pedro y él entraron en el sepulcro del Salvador, después de que aconteciera la Resurrección del Hijo de María, de cuyo cadáver llegaron a creer que había sido robado:
   "Entonces entró también el otro discípulo (Pedro entró primero en el sepulcro de Jesús, dado que Juan, aunque llegó antes, le cedió el derecho de ser el primer investigador de lo sucedido con el Señor, por ser Pedro el príncipe del Colegio Apostólico), el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos" (JN. 20, 8-9).
   Al meditar sobre tan gran personaje, nos preguntamos:
   ¿Quién era San Juan?
   ¿De qué familia acaudalada de creyentes ejemplares procede nuestro Santo?
   Sorprendentemente, en un mundo cuya mayoría de sus habitantes tienen la costumbre de valorar a las personas por lo que tienen en vez de por la conducta que observan, el Dios que ensalza a los humildes, de una familia de pescadores de Betsaida, cuyo cabeza de familia se llamaba Zebedeo, de quien su hijo mayor era llamado Santiago o Jacobo, eligió a Juan, -el benjamín de la familia-, para hacer de él el Santo al que hoy recordamos llenos de admiración, cuyo ejemplo de fe viva nos enseña que los Santos no nacen, sino que se hacen.
   Con el pensamiento de que en el mundo hay cosas más importantes que la obtención de dinero, el impetuoso Juan se enfrentó al riesgo de dejar su trabajo, separarse de su familia y hacerse discípulo de San Juan el Bautista, un personaje al que, aunque lo admiramos porque no renegó de su fe ni aun ante la posibilidad de ser asesinado por observar la misma, probablemente no estaríamos dispuestos a ponernos en su piel si tuviéramos la ocasión de desempeñar la misión que llevó a cabo de preparar a los habitantes de Palestina a recibir al Mesías.
   Nuestro Santo escribió en su Evangelio, el texto de JN. 1, 29. ¿Cuál era el significado que encerraban las misteriosas palabras del Profeta?
   En el libro de Isaías, leemos el siguiente texto, que contiene una revelación -o anuncio- de la Pasión del Mesías: (IS. 53, 7). ¿Sabían los futuros Apóstoles Andrés y Juan la causa por la que San Juan el Bautista dijo que Jesús es el Cordero de Dios? Aunque no sabemos la respuesta a esta pregunta, hacemos bien al suponer que ambos amigos se hicieron seguidores de Jesús, teniendo presentes las siguientes palabras del hijo de Elisabeth: (LC. 3, 16).
   Sigamos meditando el Evangelio de San Juan.
   (JN. 1, 35-39). Es importante que pensemos que tanto Andrés como Juan eran unos discípulos del Bautista muy especiales, porque, en vez de ser como quienes se dedican a centrar su fe en unas creencias determinadas y a negarse a sustituir las mismas por otras creencias que quizá eran -y de hecho lo fueron en el caso que estamos meditando- mejores que las actuales, se niegan a seguir creciendo espiritualmente, unas veces por pereza, porque se sienten bien tal como están actualmente, o porque, el miedo a ser condenados, les impide seguir avanzando en el campo de la espiritualidad, por si acontece que Dios, después de haberles enseñado las verdaderas creencias, les recrimina por el hecho de haberse aventurado a aprender nuevos valores, como si los mismos no fuesen aceptos por nuestro Padre celestial.
   Aunque tanto Andrés como Juan hubieran podido seguir siendo discípulos del Bautista, sabiendo que su maestro les había enseñado humildemente que él no era el Mesías, imitando el valor de quienes cambian de religión con el propósito de encontrar la verdad, aunque ello les suponga el hecho de llevar a cabo muchos sacrificios, se hicieron seguidores de Jesús, aunque, quizá por la rudeza de su carácter, al ver la amabilidad con la que Jesús trataba a los pecadores, probablemente San Juan, en algunas ocasiones, hubiera querido que el Hijo de María hubiera tenido la mentalidad exigente de los esenios que, aunque se sometían a una forma de vida dura con el propósito de salvarse, estaban dispuestos a castigar severamente los pecados de sus hermanos de fe.
   Mientras que el Bautista acampaba con sus discípulos en determinados lugares en los que la gente le buscaba, Jesús siempre viajaba por toda Palestina buscando a sus oyentes, lo cual debió ser muy difícil para los Apóstoles del Bautista que, durante los días tenían que servir a los oyentes del Mesías y, durante las noches, tenían que ser instruidos en el conocimiento de la Palabra de Dios.
   Para comprender mejor lo que pudo sucederles a los Santos Juan y Andrés, supongamos el ejemplo de un cristiano que pasa varios años en una comunidad religiosa cerrada en la que es educado en el conocimiento de la Palabra de Dios y se le hace creer que tiene que hacer penitencia constantemente y convertir todos los actos de su vida en oraciones, aunque los mismos sean insignificantes. Dado que este cristiano, aunque se adecua al cumplimiento de las normas de su comunidad, tiene la sensación de que le queda algo muy importante por hacer para servir más y mejor al Señor, toma la decisión de abandonar su comunidad, sin que ello signifique que quiere dejar de ser discípulo de Jesús.
   Una vez que ha dejado su antigua comunidad religiosa, el citado cristiano empieza a formar parte de un movimiento, al cual le cuesta un gran esfuerzo adaptarse, ya que no se le exige orar determinadas horas dado que se considera que cuanto más ora más ama a Dios, no se le priva de estar en contacto con el mayor número de personas posible -aunque las mismas no sean creyentes- porque se sostiene la creencia de que los cristianos tenemos el deber de salvar al mundo por la transmisión del Evangelio de persona a persona, etcétera, pues ello significa un cambio de vida demasiado grande para que se adapte en un corto espacio de tiempo a quienes no le obligan a hacer nada presionándole diciéndole que, si no les es obediente, le expulsarán de su movimiento, lo cual no hace suponer que debe de dejar de cumplir los deberes característicos cristianos que todos conocemos.
   Andrés y Juan le hicieron a Jesús una pregunta muy significativa, dado que la misma encierra otros tantos interrogantes, así pues, los futuros Apóstoles del Mesías, le preguntaron al Maestro:
   ¿Quién eres?
   ¿Cuál es tu profesión?
   ¿Cuáles son tus ideales?
   ¿Crees en Dios hasta el punto de vivir inspirado por tu fe?
   Los Santos Andrés y Juan, cuando Jesús respondió las preguntas que ambos le plantearon, si tenían algo claro, es que iban a ser sus seguidores, costárales lo que les costara el hecho de caminar junto al mayor conocedor de la verdad de Dios al que habían tenido la oportunidad de conocer personalmente.
   Fueron tan grandes el amor y la confianza que San Juan tuvo con respecto a Jesús, que, durante la última Cena del Mesías con sus Apóstoles, recostó su cabeza sobre el pecho del Señor, por lo cual en griego se le llamó "Epistehios", -es decir-, el que está sobre el pecho.
   El amor de San Juan por el Mesías fue tan grande, que superó el miedo que podía tener cuando no se separó del Señor durante la Pasión y muerte del Redentor, a pesar de que ello podía significar su encarcelamiento, al ser considerado como colaborador del ajusticiado.
   San Juan escribió en su Evangelio algo que sucedió cuando Jesús fue crucificado, lo cual es un hecho de los más amados por los cristianos de entre todos los relatos evangélicos (JN. 19, 25-27).
   El hecho de ser el más amado de los Apóstoles del Señor, significó para San Juan la recepción del privilegio de hacerse cargo de la Madre del Mesías, a pesar de su juventud. Si para muchos jóvenes que sólo piensan en su egocentrismo es una carga el hecho de asumir responsabilidades en beneficio de otras personas, para San Juan debió ser un gran honor el hecho de recibir en su casa a la Madre de su Salvador.
   Exceptuando otros relatos bíblicos de los Evangelios y de los Hechos de los Apóstoles en los que aparece nuestro Santo, existen ciertas leyendas que, a mi juicio, -sin la intención de ofender a quienes las acepten como ciertas-, aparentan ser más leyendas de ficción que hechos reales, a no ser que se diera el caso de que Dios hiciera el tipo de milagros espectaculares que muchas veces queremos ver, y que nunca hace, para que vivamos de la sola fe, por lo que vamos a prescindir de la meditación de las mismas en esta ocasión.
   Antes de terminar esta meditación, deseo invitaros a que leáis el Evangelio de nuestro Apóstol. Pocos autores han sabido demostrarnos cómo, en la Persona del Hijo de María, Dios se hizo Hombre, para demostrarnos el amor de la Santísima Trinidad para con nosotros.
   Concluyamos esta meditación pidiéndole a nuestro Padre común que nos dé una fe grande y fuerte como la de San Juan Apóstol y Evangelista.




Apóstol - Evangelista
Hijo del Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago
Fiesta: 27 de diciembre.
Emblemas: El águila (por su visión mística elevada), Un libro (por su escritos llenos del Espíritu Santo). Patrón
de teólogos y escritores Muerte: c.100 P.C.

Autor
del cuarto evangelio,
de las tres cartas que llevan su nombre en el NT y
del Apocalipsis.

Ver también:
12 Apóstoles 

El amor de Dios seg
ún San Juan

La misma vida se ha manifestado en la carne -San Agustín sobre I Juan





 
 
 
 
El discípulo amado
Etim. Juan: "Dios es misericordioso". SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado de Jesús" y a quien a menudo le llaman "el divino" (es decir, el "Teólogo") sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.
Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que fuesen sus Apóstoles. El propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento.
Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles que no murió martirizado.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el discípulo a quien Jesús amaba", y es evidente que era de los mas íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.
Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquella última cena, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel "otro discípulo" que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y honrarla, servirla y cuidarla en persona. 
Gran testigo de la Gloria del Maestro
Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos "vieron y creyeron" que Jesús había resucitado.
A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro sobre el futuro de su compañero:
«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21)
Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.» (Jn 21,22)

Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". (Jn 21,23).
Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se les dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.»
(Hechos 4:19-20)
Después, los Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquellos que "parecían ser los pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.
Efeso
San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol.  San Ireneo afirma que este se estableció en Efeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida. La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.
Maravillosas revelaciones celestiales
Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. "Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre". Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, "está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es
 el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.
Predicando la Verdad y el amor
Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten!".
Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpio el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado. "En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados". De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: "Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia". El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre joven! Ha muerto". "¿De qué murió, preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón" , fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. "¡Para esto he venido!", gritó San Juan. "¡Llevadme con vosotros!" Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza, pero Juan le gritó para detenerle: "¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía". El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros . . ." Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: "Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante".
San Juan murió pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.
Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la
ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua". Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo.
La frase "Asunción de San Juan", resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas "Actas de San Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocida y aun famosa por los milagro que se obraban allí.
El "Acta Johannis", que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
San Juan es sin duda un hombre de extraordinaria y al mismo tiempo de profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús nos enseña que esta combinación de virtudes debe ser el ideal del hombre, es decir el requisito para un hombre plenamente hombre.  Esto choca contra el modelo de hombre machista que es objeto de falsa adulación en la cultura, un hombre preso de sus instintos bajos. Por eso el arte tiende a representar a San Juan como una persona suave, y, a diferencia de los demás Apóstoles, sin barba.  Es necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su cabeza sobre el corazón de Jesús, y precisamente por eso ser valiente para estar al pie de la cruz como ningún otro.   Por algo Jesús le llamaba "hijo del trueno". Quizás antes para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de Dios.
Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. IV.

 
 
 
 
Juan, hijo del ZebedeoBenedicto XVI, audiencia general, 5 de julio, 2006
Zenit.org
Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia». Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús le llamó junto a su hermano (Cf. Mateo 4, 21; Marcos 1,19). Juan forma siempre parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (Cf. Marcos 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro en la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la vida (Cf. Marcos 5, 37); le sigue cuando sube a la montaña para ser transfigurado (Cf. Marcos 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando ante el imponente Templo de Jerusalén pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (Cf. Marcos 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf. Marcos 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta tarea (Cf. Lucas 22,8).
Esta posición de relieve en el grupo de los doce hace en cierto sentido comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió planteando a su vez un interrogante: preguntó si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en el conocimiento del misterio de su persona y esbozarles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. Poco después, de hecho, Jesús aclaró que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate de la multitud (Cf. Mateo 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los «hijos del Zebedeo» pescando junto a Pedro y a otros más en una noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino la pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba» será el primero en reconocer al «Señor» y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan 21, 1-13).

Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a Pedro mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11) o cuando se presentan ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con Pedro recibe la invitación de la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15). En particular, hay que recordar lo que dice, junto a Pedro, ante el Sanedrín, durante el proceso: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia fe queda como un ejemplo y una advertencia para todos nosotros para que estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra inquebrantable adhesión a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo humano o interés.

Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena (Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7). Sabemos que esta identificación hoy es discutida por los expertos, pues algunos de ellos ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea hacer de cada uno de nosotros un discípulo que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente; es necesario también vivir con Él y como Él. Esto sólo es posible en el contexto de una relación de gran familiaridad, penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por este motivo, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos… No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Juan 15, 13. 15).

En los apócrifos «Hechos de Juan» el apóstol, no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.

El culto de Juan apóstol se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza de gran veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano, según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.

De hecho, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a ponernos en la escuela de Juan para aprender la gran lección del amor de manera que nos sintamos amados por Cristo «hasta el final» (Juan 13, 1) y gastemos nuestra vida por Él.

1 comentario:

  1. ....bendita sea la Divina Providencia....!!
    ....no tengo palabras.....este blog....es uno, sino el mejor blog que he encontrado.....bendiciones....
    ....bellísimo...y gracias por compartir...

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