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jueves, 26 de diciembre de 2013

El pensamiento de San Agustín



 
La obra de San Agustín, el más grande de los padres latinos, se sitúa en un momento importante de la historia. La etapa de consolidación dogmática de que son reflejo los cuatro primeros concilios ecuménicos terminará unos veinte años después de su muerte. El proceso de descomposición política de la mitad occidental del Imperio culminará también en las décadas que siguen a su muerte.

Mientras tanto, el distanciamiento de Oriente y de Occidente ha seguido avanzando. Agustín, que nos confiesa sus dificultades infantiles en aprender el griego, y así nos deja ver que su enseñanza era todavía parte importante de una educación liberal, conoció aún esta lengua, en la que a veces aparecen citas en sus escritos. Sus obras conocerán en Occidente una difusión y una popularidad cada vez mayores, pero serán prácticamente ignoradas en Oriente, tanto en su época como después. En general, los occidentales seguirán conociendo los escritos de los autores orientales antiguos e importantes, mientras que en Oriente se desconocerá cada vez más a un Occidente al que se considera bárbaro.

En Occidente la obra de San Agustín influirá de manera eficaz y profunda en las concepciones filosóficas y teológicas, en el derecho y en la vida política y social; su influencia no iba a desaparecer ni siquiera con los grandes avances que produjo en teología y en filosofía la obra de Santo Tomás de Aquino, ya más de ochocientos años después. Agustín es uno de los grandes artífices de Europa, a través de su influencia en la cultura medieval y después. Nos ha parecido pues razonable tratar su pensamiento aparte, para que no quede desdibujado por el de los otros autores.


 
Características generales
 
Según Agustín, para entender hace falta creer; la fe es necesaria para la actividad del filósofo, por lo que repite su conocida frase "crede ut intelligas". Pero se cree con la inteligencia; ésta tiene que saber por qué tiene que creer y a quién ha de creer, además de que tiene que entender el significado de lo que cree; por eso añade también "intellige ut credas". En estas dos expresiones se puede resumir la postura de Agustín ante las relaciones entre fe y razón.

Agustín tenía un buen conocimiento de la filosofía de su tiempo. Había leído, entre otras, las obras filosóficas de Cicerón, y a Séneca; pero fue su encuentro con los neoplatónicos el que mayor impacto le causó y el que tuvo unas consecuencias más profundas y duraderas; en Milán descubrió a Plotino y a Porfirio, lectura que le sirvió ya enseguida, como él mismo nos cuenta con gran entusiasmo en las Confesiones, para salir del escepticismo filosófico en que se hallaba sumido. Aunque, como es de esperar, discreparía de muchas de las afirmaciones de estos autores y de su sistema filosófico en general, se puede decir que fue Agustín quien cristianizó el neoplatonismo de una manera no muy diferente a lo que luego haría Santo Tomás con Aristóteles.

Pero ya que hemos aludido a este paralelo con Santo Tomás, podemos añadir también algunas de sus diferencias de método: Agustín es mucho menos sistemático y no crea una terminología precisa ni se sujeta por tanto consistentemente a ella en sus exposiciones; por otra parte, su obra está llena de intuiciones. El balance general es que Agustín ofrece una gama muy rica de perspectivas, aunque a menudo están o poco desarrolladas o desarrolladas de manera poco rigurosa, de modo que en muchos aspectos ha sido ampliamente superado por Santo Tomás.

Como principios de la filosofía de San Agustín se podrían señalar especialmente dos. El primero es que el interior del hombre es en sí mismo un reflejo objetivo de la realidad, de manera que estudiando el alma humana se comprende también mucho mejor lo que está fuera del hombre. El segundo es la noción de participación: todos los bienes limitados que conocemos son por participación de un Sumo Bien, único, que es Dios.

El hombre es un compuesto de alma y cuerpo; el alma es inmaterial, lo que Agustín demuestra filosóficamente haciendo notar que el alma es capaz de conocer lo inmaterial, y lo semejante se conoce sólo por lo semejante. Su unión con el cuerpo parece concebirla a la manera de la de dos substancias completas, y es para él un profundo misterio, aunque sea de orden natural; se pregunta con insistencia cuál puede ser el origen del alma humana, y parece inclinarse por la creación individual de cada una por Dios, pero a su vez no encuentra del todo satisfactoria esta explicación, pues no sabe entonces cómo explicar la transmisión del pecado original por la generación.

El mundo, con su inestabilidad, proclama que es creado por un ser estable, no susceptible de cambio, un ser necesario por oposición a la contingencia del mundo. De Dios podemos conocer naturalmente muchas cosas, pues todas las perfecciones que vemos en el mundo están en Él; pero están de una manera diferente y superior, y esto mismo nos hace ver lo mucho que no podemos conocer de Dios. Lo que más nos puede ayudar en nuestro conocimiento natural de Dios es el conocimiento del hombre; la misma existencia en el entendimiento humano de verdades inmutables nos demuestra la existencia de un Ser inmutable del que proceden, pues no podríamos concebirlas a partir de lo que observamos en el mundo, que es siempre mudable.

La doctrina de la creación de la nada, que enseña ya el Génesis, es la base necesaria para entender el mundo. Dios crea todo según unas ideas eternas. Crea directamente la materia prima; y crea indirectamente todo lo que existe, a través de unas rationes seminales, es decir, de unas ordenaciones racionales capaces de germinar e inmersas en la materia prima. La existencia del mal, uno de los problemas que más le había hecho sufrir en vísperas de su conversión, no ofrece ya dificultad: el mal no procede de Dios ni directa ni indirectamente, pues en cuanto mal es una deficiencia de ser y no necesita por tanto una causa; de manera parecida, podríamos añadir, a como un agujero es una deficiencia de substancia y, como tal, no precisa de una causa, sino de la ausencia de una causa.

El problema del conocimiento lo resuelve teniendo en cuenta que Dios, causa de nuestro ser, lo es también de nuestro obrar y por tanto de nuestro conocer. Es Dios quien enseña interiormente la verdad; por esta iluminación natural del alma por Dios, conoce el hombre lo inteligible de las cosas. También la felicidad del hombre viene de Dios y es el mismo Dios, que aquí poseemos sólo en esperanza.

 
La Santísima Trinidad y el Verbo Encarnado
 
La exposición de Agustín sobre la Trinidad es más clara y más profunda que las de los Padres anteriores. En su tratado Sobre la Trinidad comienza con la profesión de fe, para exponer luego las dificultades que la razón sugiere e investigar a continuación cómo la Sagrada Escritura ayuda a disiparlas.

En lugar de partir de la trinidad de las personas parte de la unidad de la esencia divina, para decir casi enseguida que las tres Personas, que han de existir necesariamente, sólo pueden subsistir como personas y distinguirse una de otra por sus relaciones respectivas.

Fiel a su principio de buscar en el interior del hombre la luz para entender lo exterior, explica que el Hijo procede del Padre según el entendimiento, como ya había anunciado Tertuliano; y que el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo como de un único principio, aunque principalmente del Padre pues de Él ha recibido el Hijo el poder de espirar al Espíritu Santo, procede de ambos por vía de voluntad o de amor.

El alma humana posee una semejanza de la Trinidad, aunque es una semejanza muy lejana, en sus tres facultades: memoria, inteligencia y voluntad. Las acciones de Dios ad extra provienen de la esencia de Dios y son por tanto comunes a las tres personas.

En cuanto a Cristo, también su doctrina se distingue por la precisión de sus expresiones: en Cristo hay una persona en una y otra naturaleza; una doble naturaleza, un solo Cristo. En el mismo momento en que fue creada, la naturaleza humana de Cristo fue asumida a la unión personal con el Verbo; pero en Cristo permanecen, inalteradas, ambas naturalezas, la humana y la divina. La manera de hablar de Agustín es prácticamente la misma que luego se utilizará en los concilios de Éfeso y de Calcedonia.

 
La Virgen María
 
Después de lo dicho sobre la unidad de persona de Cristo no es de extrañar la insistencia de Agustín en que puede y debe llamarse a la Virgen María Madre de Dios. También enseña claramente la virginidad perpetua de María, sin dejar de subrayar la virginidad en el parto; la pregunta de María al ángel Gabriel indica su propósito de permanecer virgen, propósito con el que iba a iniciar un camino que luego seguirían tantos cristianos; sin embargo, su matrimonio con José fue un verdadero matrimonio.

Excluye todo pecado personal de María, pero se discute si también excluyó que hubiera heredado el pecado original; en realidad sus obras dan pie para argumentar en ambos sentidos. María es además madre de la Iglesia y también modelo suyo, pues la Iglesia es virgen y madre como ella.

La Iglesia y el primado de Pedro y de Roma
Su enseñanza sobre la Iglesia es especialmente luminosa. La Iglesia de los donatistas no puede ser la verdadera Iglesia, pues no se encuentra en ella la unidad, la santidad, la apostolicidad ni la catolicidad o universalidad. La unidad supone comunión en la fe, en los sacramentos y en el amor, a los que se oponen respectivamente la herejía, el cisma y el pecado; aunque no es hereje el que se equivoca en la fe, como hacen los que nacieron en el seno de una comunidad donatista y en ella permanecen de buena fe, sino el que resiste culpablemente a la doctrina católica. Nunca hay motivos justificados para separarse de la Iglesia, y quien lo hace se pierde, pues fuera de la Iglesia no hay salvación; los que se separan voluntariamente lo hacen siempre llevados de motivos torcidos: ambiciones, apasionamientos, falta de caridad.

Con todo esto introduce ya una distinción entre lo que después se ha llamado Iglesia visible e Iglesia invisible. En la Iglesia visible, la que se ve, están mezclados buenos y malos, justos y pecadores. A la invisible pertenecen aquellos cristianos que son justos, pero también los que son justos y viven inculpablemente fuera de ella: incluso los excomulgados, si lo han sido injustamente y no abandonan formalmente la Iglesia. De todas maneras, aunque en su seno haya pecadores, la Iglesia es santa; es el cuerpo de Cristo, quien, como cabeza, forma una sola persona con ella, y está animada por el Espíritu Santo.

En la Iglesia de Roma siempre estuvo en vigor el principado de la cátedra apostólica. En materias de fe, cuando Roma se ha pronunciado, causa finita est.

 
El pecado de Adán y el bautismo
 
Por el pecado de Adán, todos los hombres contrajeron una culpa, pues todos pecaron en Adán y vinieron a ser una masa de perdición. Este pecado se transmite a causa de la concupiscencia, por medio de la cual los padres engendran a los hijos; por esto Jesucristo no lo heredó, pues no fue engendrado así. La concupiscencia desordenada es una consecuencia del pecado original y un castigo por él; la llama también pecado, en el sentido de que en su origen está el pecado y tiende hacia el pecado. El pecado original produce una separación de Dios, que es la que remedia el bautismo.

Cristo es mediador porque es hombre y Dios. El mediador debe estar en medio de los extremos que une, y ha de ser distinto de ellos. Cristo es mediador entre Dios, que es justo e inmortal, y los hombres, que son injustos y mortales, pues Cristo es a la vez justo y mortal.

El motivo de la encarnación no es otro que la salvación de los hombres a través de esta mediación; porque Cristo es redentor, es también mediador; y es redentor porque es sacerdote y víctima a la vez. Cristo no murió para pagar una deuda al demonio, sino para cumplir la voluntad de su Padre; y con su sacrificio ha purgado las culpas de la humanidad.

En cuanto a la aplicación de la redención a cada hombre, a la justificación, Agustín, ante el estímulo de las enseñanzas de Pelagio, desarrolló todo un nuevo cuerpo de doctrina. De hecho, al principio se había limitado a enseñar que la fe, origen de esa justificación, es obra del hombre, aunque es de Dios de quien recibe el hombre la posibilidad de hacer el bien.

Como ya hemos tratado el tema en la introducción a este período, no lo repetiremos aquí. Señalemos simplemente que la doctrina de la gracia y, en concreto, de la gracia que dispone para recibir la fe, fue la que más profundizó Agustín, al que por eso se llama comúnmente doctor de la gracia; y esto aunque en algunos aspectos, que no han sido recogidos por el Magisterio, fuera más bien rigorista.

Respecto al bautismo, Agustín habla también de la eficacia del bautismo de deseo. Del bautismo de los niños dice que no sería demasiado recomendable si no fuese una tradición apostólica, con lo que indirectamente da aún más valor a esta costumbre.

Sobre el bautismo y sobre los sacramentos en general, Agustín enseña que no dependen en su validez de la santidad del que los administra, pues su eficacia les viene de Cristo y no del ministro. Pero cuando una persona cismática o hereje o de otro modo indigna recibe el sacramento, no recibe su gracia; de manera que si se trataba del bautismo o del sacerdocio, que imprimen, dice, una marca (character) similar a la que se grababa a fuego en los soldados, recibe válidamente el sacramento; es decir, queda bautizado u ordenado; pero no recibe la gracia aneja al sacramento. Tanto el carácter sacramental como la noción de signo sacramental quedan mucho más claros con Agustín.

 
La Eucaristía
 
Aunque a menudo se complace en encontrar diversos simbolismos en la Eucaristía, no deja de expresar claramente muchas otras veces la fe en la presencia real de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino. La Eucaristía, que es la renovación de la muerte de Cristo, un sacrificio en el que Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima, es el sacrificio cotidiano de la Iglesia.

La penitencia
 
Agustín habla de la penitencia que precede al bautismo y de la penitencia de los pecados leves y de los pecados graves. Entre los pecados que en su terminología llama leves están aquellos que son fruto de la debilidad humana, y se perdonan con la oración, los ayunos y la limosna. Pero para los pecados graves hace falta la penitencia mayor; ésta puede ser pública o semipública, según que se haga con previa excomunión pública o en secreto, lo cual depende a su vez de que los pecados respectivos hayan o no causado un escándalo grave. Sólo esta penitencia tiene carácter propiamente eclesiástico, y se permite una sola vez; perdonar estos pecados corresponde a la Iglesia, a la que el Espíritu Santo concede este poder, y hasta un ministro indigno de la Iglesia, con tal de que sea verdadero ministro, puede perdonar. Los reincidentes no pueden ser admitidos a otra penitencia, pero pueden sin embargo confiar en la misericordia si hacen penitencia personal privada.

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