Páginas

martes, 3 de diciembre de 2013

Alegría

      

 


nubes y atardecer sobre el aguaLa alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
El encuentro y reencuentro personal con Jesucristo donde fuente última de la verdadera alegría. Él nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez.

ANTIGUO TESTAMENTO

Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13). Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9). Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!

NUEVO TESTAMENTO

El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?

No hay comentarios:

Publicar un comentario