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lunes, 28 de octubre de 2013

La eficacia de la oración

 

 


“Si ustedes que sois malos, saben dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!” Lc 11, 13


Los dones de la vida cristiana –sea de un orden general, como el nuevo nacimiento, la redención que perdona los pecados, la justificación por la gracia y la santificación por la sangre de Cristo… sea de orden personal, como los carismas del amor, de la humildad, de la piedad, del ardor espiritual en la constante intimidad del Señor-, todos estos dones, pueden desplegarse con potencia y eficacia solo por medio de la oración.

Es por medio de la oración que se despliega la eficacia de la naturaleza de Cristo en nosotros. Es por medio de la oración que la fuerza de su vida y de su muerte penetra en nuestros actos y en nuestros comportamientos.

Es por medio de la oración que nuestros pensamientos y nuestras palabras, incluso nuestro silencio y nuestra calma, pueden exhalar “el buen perfume de Cristo” (2 Co 2, 15).

Solo en la vida de oración pueden manifestarse la eficacia de la redención, la fuerza de la salvación, la victoria sobre el pecado y un testimonio vivo del nuevo nacimiento.

Sin la vida de oración todo intento de proclamar estos efectos divinos en la naturaleza humana permanece en el ámbito teórico o falsificado. No es más que la manifestación del yo y de la voluntad del “hombre viejo” que persiste como tal, con sus actitudes, sus pasiones y su naturaleza de polvo.

Si aceptamos esta verdad de la oración, si ponemos, sin contar lo que nos pueda costar, todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas, alcanzaremos inevitablemente los misterios inefables de Cristo que conocemos sólo por lo que de ellos hemos oído hablar.

Esto podrá realizarse solo cuando la oración se haya vuelto nuestra principal ocupación, la prioridad que supera toda prioridad, la obligación que desafía toda obligación, la felicidad que encierra toda felicidad, orar en todo instante, en toda circunstancia, en todo lugar…, para entrar en la intimidad ininterrumpida de Cristo con un ardor que no decae nunca, guiada por su palabra, por su vida, por sus obras y por sus gestos, “aprended de mí” (Mt 11, 29). Nuestra vida entera, en todos sus detalles, está orientada hacia un fin único: ser agradables al Padre en la docilidad de la persona de Jesucristo. Esto llena, entonces,  nuestra vida y nuestros pensamientos: adherirnos a Él durante el sueño y durante nuestra vigilia, en nuestras palabras y en nuestros silencios, a fin de que sea “Él quien viva en nosotros” (Gal 2, 20) y no más nosotros mismos. Sentimos, entonces, con certeza a Cristo “formarse” en nosotros (Gal 4, 19) para transformarnos día a día en una creatura nueva, a su imagen y a su semejanza, según su voluntad. Probaremos entonces que Él cumple en nosotros todas nuestras aspiraciones espirituales y que no rechaza nada de todo lo que deseamos y que pedimos en la oración.

Así pues, veremos cambiar en profundidad nuestra vida, detener las hemorragias del pecado, extinguir los fuegos de la violencia, abrir en nosotros cada mañana un oído nuevo (cf. Is 50, 4) capaces de escuchar la misteriosa verdad del evangelio que el Espíritu  interiormente nos revela, con vigor y elevación, porque la verdad toda entera nos es accesible.

Paso a paso que avanzamos en la vida de oración, paso a paso que nuestros corazones se enraízan en el vivo deseo de intimidad de Cristo, gustamos mejor el sentido de la unión con Dios, sentimos tejerse en nosotros los hilos eternos que nos ligan a su persona y dirigen nuestros sentidos y nuestros pensamientos. Esto que en un tiempo –deseosos de conformar nuestras palabas, nuestros pensamientos y nuestras acciones a la voluntad de Cristo- pedimos con tristeza, con sudor y lágrimas, lo encontramos ahora, ya realizado y presente en nuestra vida como en un sueño. Dios pone ahora una custodia a nuestros labios (Sal 141, 3), un centinela a nuestros ojos, da fuerza divina a nuestros oídos que se abren sólo a quien es puro, y nuestro corazón no desea otra cosa más que alegrar a Dios y amarlo.

En el curso de la vida de oración el hombre se despierta y se encuentra imprevistamente frente a un tesoro enterrado en el campo evangélico que él ha fatigosamente trabajado con coraje y constancia. En efecto, los dones que recibe en el propio espíritu, en la propia alma y en el propio cuerpo durante su búsqueda constante de la oración, le persuaden que realmente ha descubierto la perla del evangelio. Entonces en su alegría extrema le es fácil vender todo para tener solo aquellos dones de Cristo que superan toda comprensión.

A los ojos de un hombre así, todo lo que hasta ahora podría haber atraído al corazón, al espíritu y al cuerpo: ciencia, fortuna, notoriedad, fuerza, salud, poder, placeres, gloria y pasiones de este mundo, todo pierde el propio valor y termina en el polvo. Él no desea otra cosa que privarse de todo, incluso su vida  no tiene más valor a sus ojos (cf, Hechos 20, 24).

El secreto de la eficacia de la oración es resaltado por la insistencia de Cristo: “Es necesario orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1); “Velad y orad” (Mt 26, 41); “Todo aquello que pidan con fe en la oración lo obtendrán” (Mt 21, 22).

Porque es solamente en la oración que nuestra voluntad encuentra la suya. Pero, la voluntad de Cristo tiene por objeto fundamental nuestra salvación, nuestra renovación y nuestra redención y nada del mundo puede hacerla fallar, solo el hecho de no rezar.

Todos los enfermos, los ciegos y los paralíticos que han orado a Cristo para que los curara han sido curados y ninguno ha sido rechazado entre los que han creído en Él y a Él han pedido…

La voluntad de Cristo está presente en cada instante y es capaz de conducir a la plenitud de la salvación a todos los que, por medio de la oración de fe, se abren a ella. A través de la oración nuestra voluntad coincide con la suya, porque cuando oramos recibimos su Espíritu, nos conformamos a su voluntad y su fuerza permanece en nosotros.

Y como el alma, sin la oración, no puede reconocer el proyecto de Cristo sobre sí, así también Dios, sin la oración, se niega a reconocer los deseos del hombre: “En cada necesidad expongan a Dios vuestras peticiones, con oraciones, súplicas y acción de gracias” (Fil 4, 6).

Quien no ora no puede esperar recibir del Señor guía, renovación, gracias y salvación. Él se confía a su propia voluntad, a los movimientos de su espíritu, a las tendencias de su corazón, como quien niega la intervención de Cristo o sustrae la propia alma a la mirada de Dios.

El hombre que no ora parece estar satisfecho de la propia situación y parece desear seguir sin cambiar, ni renovarse, ni emprender un camino de salvación. Pero sin que se dé cuenta, su situación empeora día a día, los vínculos que lo ligan a su cuerpo y a la tierra se refuerzan y su “yo” se vuelve la única fuente de sus expectativas y de sus pasiones.

En cuanto a su relación con Cristo, permanece superficial y formal, privada de fuerza, incapaz de obrar el más mínimo cambio o renovación. Así, en el momento de la prueba, de la necesidad, del peligro o de la enfermedad llega incluso a renegar de Cristo.

Si, el hombre que no ora no puede obrar en sí ningún cambio, ninguna renovación, ni puede tener con Cristo una relación auténtica y eficaz. Por cuanto el culto que presenta expresa solo un formalismo exterior y superficial que no puede dar frutos.

Por medio de la oración, no atraemos a Cristo desde el cielo, sino que lo descubrimos en el interior de nosotros mismos. Por motivo de su inmenso amor, de su extremada misericordia y del ofrecimiento de sí que Él ha hecho por nuestra salvación, a Él le gusta, por medio del bautismo, habitar en nuestro hombre nuevo. En la oración lo encontramos a la puerta de nuestro corazón que no deja de llamar hasta que le hayamos abierto (cf. Ap 3, 20). Y cuando respondemos, Él habita nuestra vida, y enseguida comenzamos a emerger del mundo de las tinieblas y tiene inicio nuestra resurrección. El hombre nuevo, creado a imagen de Cristo, vive, crece, se desarrolla solo si Cristo permanece en su corazón a través de la oración de fe y de deseo. “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3, 17). Porque Cristo es palabra de vida, palabra que el hombre conserva en su corazón por la oración y el evangelio.

Él es la Vida eterna (cf. 1 Jn 5, 20) y el reino verdadero en el hombre que le acoge en su propio corazón por la oración y la comunión con los santos misterios.

Él es la Luz verdadera (cf. Jn 1, 9) para el espíritu del hombre que, en la oración, acoge su verdad y sus mandamientos para vivirlos.

Vencedor de la antigua serpiente, capaz de aplastarle la cabeza, Cristo asume sobre sí la tarea de anular sus proyectos, de poner fin a sus tentaciones y a sus seducciones en el hombre que, por medio de la oración, establece con él una intimidad real y constante. Sin una vida de oración con Cristo no hay luz, ni vida eterna, ni reino, ni victoria.

La oración es fuerza actuante que nos une al Cristo que vive en nosotros, fuente de todas bendiciones, de toda vida verdadera, de toda fuerza. “Cristo Jesús, el cual por obra de Dios ha sido hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención.” (1 Cor 1, 30)

El hombre que no ejercita la propia capacidad de orar no puede unirse al Cristo que está en él y vive extraño a su sabiduría divina, privado de su justicia, de su santificación y de su redención.

Sin la oración, más allá de todo lo que hagamos para conocerlo, lo conoceremos solo de modo impersonal, como salvador del mundo y redentor de los hombres, como el que santifica a los santos y eleva a los pecadores. Pero nosotros mismos permaneceremos privados de todas estas gracias, porque es posible recibirlas solo acogiendo personalmente a Cristo en nuestras vidas, por la oración, a fin de que descanse en nuestros corazones, viva con nosotros, guiándonos en cada cosa y tomando parte en todo lo que nos preocupa.

Cristo no puede unirse a nuestros pensamientos, a nuestros sentimientos, a nuestros deseos y nuestros sentidos si antes no se une a nuestra alma en profundidad. Es por tanto absolutamente necesario que por medio de la oración el hombre se abra enteramente a Cristo, para que Él pueda habitar en la profundidad del alma creada por Él, a su imagen, pueda volverse su Señor y ser capaz de orientarla, de dirigir sus pensamientos, sus sentimientos, su voluntad y sus sentidos.

Cuando Cristo reina en el alma que en todo tiempo se le confía en la oración, Él se vuelve el verdadero centro de sus existencia y de su orientación. Entonces el hombre no encuentra más reposo fuera de Cristo, como el semejante no reposa realmente sino en su propio semejante. Y ya que el alma es creada en vista a la inmortalidad, ella encontrará en Cristo, cuando se una a Él, la plenitud de la propia felicidad, porque es Él, con su existencia, quien le concede la verdadera existencia y la inmortalidad.


Palabra de los Padres

“Por esto debemos pedir primero a Dios, con la fatiga del corazón y con fe, que nos conceda encontrar su riqueza, el verdadero tesoro de Cristo en nuestros corazones, con el poder y la energía del Espíritu. Y así habiendo encontrado provecho antes que nada para nosotros mismos, habiendo encontrado la salvación y la vida eterna, es decir, al Señor, ahora podremos ayudar también a otros, por cuanto es posible y por cuanto está en nosotros, ofreciendo cada palabra espiritual sacada del tesoro interior de Cristo y narrando los misterios celestiales. Por la bondad del Padre satisfecho, en efecto, de venir a habitar en cada hombre que cree y que le suplica. “Quien me ama será amado por mi Padre y también yo lo amaré y me manifestaré a él… Si uno me ama observará mi palabra y mi Padre lo amará y nosotros vendremos a él y moraremos en él.” (Jn 14, 21.23)”

“Así ha querido la infinita bondad del Padre, así es querido por el amor de Cristo, que está más allá de todo nuestro pensamiento, y así es prometido por la inefable bondad del Espíritu. Gloria a la inefable misericordia de la santa Trinidad.”

“Aquellos que han hechos dignos de llegar a ser hijos de Dios y de renacer de lo alto, por el Espíritu Santo, y que llevan en sí mismos a Cristo que los ilumina y les da descanso, son guiados por el Espíritu de múltiples y diversos modos, e invisiblemente en su corazón, en el reposo del espíritu, son movidos por la gracia.”

Macario el Grande, Hom. Sp. 18, 6-7


“Si uno es privado del vestido divino y celestial, es decir, del poder del Espíritu, como dice: “Si uno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece” (Rom 8,9), gima e invoque al Señor, para recibir del cielo el vestido espiritual y cubrir el alma descubierta de la energía divina, porque quien no usa el vestido del Espíritu se viste de la gran vergüenza de la ignominia de las pasiones.”

“El primer hombre al verse desnudo sintió vergüenza, tan grande es el deshonor que conlleva la desnudez. Si con la desnudez del cuerpo sentimos vergüenza, cuánto más el alma que está desnuda de la divina potencia y que no está revestida y envuelta de un vestido inefable, incorruptible y espiritual, que es en verdad el Señor mismo, Jesucristo, ¡está vestida de una vergüenza muy grande y del deshonor de las pasiones!”

“Por lo tanto oramos a Dios y suplicamos que nos revista del manto de la salvación, nuestro Señor Jesucristo, la luz inefable. Las almas que son revestidas no estarán desvestidas en la eternidad.”

“Si el Señor, venido a la tierra, curó a cuerpos corruptibles, cuánto más curará al alma inmortal, hecha a su imagen.”

“Tengamos fe, por lo tanto, y acerquémonos a Él en verdad, porque en seguida obrará en nosotros la curación. Ha prometido, en efecto, dar el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan (cf. Lc 11, 13), de abrir a aquellos que golpean, de dejarse encontrar por aquellos que lo buscan (cf. Mt 7,7) y no es mentiroso el que lo ha prometido. A Él la gloria y el poder por los siglos. Amén.”
Macario el Grande, Hom sp. 20, 1-8

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