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martes, 29 de octubre de 2013

La adoración litúrgica en la Iglesia de Oriente


 



La adoración y la santificación del Nombre.

Oculta en el misterio del corazón, la fe no se revela. Sin embargo, sin por esto traicionarla, hay un acto que revela de mejor modo su presencia y vitalidad: la adoración. Habitualmente se reza a partir de las inquietudes que habitan en el corazón. El Querubikón [1] nos invita a dejarlas sobre el umbral del templo y a asociarnos al coro de los ángeles, que tienen una única preocupación: glorificar, cantar y adorar a Dios.

La palabra latina adorare viene de ad y orare, “dirigirse a alguien”, “rogarle”. La genialidad griega, más creativa, ofrece allí una imagen: proskýnesis que viene de prós, “delante”, y kynéo, “besar, abrazar”. Ante el objeto de adoración hacer el gesto de postrarse. Es la imagen perfecta de la religión, de la absoluta dependencia del hombre a su Fuente.

Y cada vez que los seres vivientes daban gloria, honor y gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postraban delante del que está sentado sobre el trono y adoraban al que vive por los siglos de los siglos. Apoc. 4, 9-10.

Todas las creaturas en el cielo y sobre la tierra, bajo la tierra y en el mar, y todos los seres que allí se encontraban, oí que decían: “A Aquel que está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos”. Y  los cuatros seres vivientes decían: “Amén”. Y los ancianos se postraron en adoración. Apoc. 5, 13-14.

Y todos los ángeles estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, y se inclinaban con el rostro en tierra ante el trono y adoraron a Dios. Apoc. 7, 11.

Entonces los cuatros ancianos y los cuatros seres vivientes se postraron y adoraron a Dios, sentado sobre el trono, diciendo: “Amén, Aleluya”. Desde el trono venía una voz que decía: “Alabad a nuestro Dios, todos ustedes, sus siervos”. Apoc. 19, 4-5.

En la espiritualidad ortodoxa la adoración tiene un sentido que se relaciona con la oración sacerdotal de Cristo: “He manifestado tu Nombre a los hombres” (Juan 17,6), y la orientación es dada por la invocación del Padre nuestro: “Sea santificado tu Nombre”. La glorificación del Nombre (onomatodoxía) es presentada de modo admirable por la teología paulina: “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, sobre la tierra y en los abismo” (Fil. 2, 9-10).

La imagen que se repite en los Padres de la Iglesia cuando hablan de la caída es la de una integridad, de una totalidad de los inicios que ha sido quebrada, como un vaso que se rompe en miles de pedazos. En su infinita paciencia, Dios comienza nuevamente su obra, la recompone y reuniendo los fragmentos esparcidos reconstituye en primer lugar el Nombre escrito, que es la Biblia. Así, el Nombre pronunciado y “representado” se convertirá en culto. Dibujado se volverá ícono, edificado y traducido en figura se presentará como templo. Es por esto que en el corazón de la tradición mística se coloca la oración perpetua (“orad ininterrumpidamente”: 1 Ts 5, 17), la llamada oración de Jesús, que es veneración del Nombre: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”. Hesiquio al respecto afirma: “Un corazón que se ha vuelto perfectamente extraño a las fantasías [por el nombre de Jesús] engendrará pensamientos divinos y misteriosos, exultantes en él, tal como nadan los peces y saltan los delfines en el mar calmo” [2].

En la literatura ascética se habla frecuentemente del método “antirrético” [3], que consiste en enfrentar a las tentaciones combatiéndolas abiertamente. Pero es eficaz sólo para los fuertes según Dios. “A nosotros los débiles no nos queda más que refugiarnos en el nombre de Jesús”, decía un padre. Juan Clímaco, autor de la Escala del paraíso, escribe que la oración ideal saca los elementos discursivos, los loghismoí, y se vuelve una “sola palabra” (monologhía), el nombre de Jesús [4].

En esta tradición el Nombre es considerado como un lugar teofánico de la presencia de Dios. Ya para los hebreos el nombre de JHWH tenía un valor en sí mismo: “He aquí, yo envío a un ángel delante de ti… Ten respeto de su presencia… porque mi Nombre está en él” (Ex 23, 20-21). El ángel es un mensajero temible, porque es el lugar en el cual el Nombre es puesto, es portador de la presencia de Dios. En otro lugar leemos que si el Nombre es pronunciado sobre un país o sobre una persona, estos entran en relación íntima con Dios. El Nombre es refugio y fuerza, es objeto de culto porque contiene una modalidad particularísima de la presencia. Esto ayuda a comprender por qué el nombre de Dios en la época del Antiguo Testamento estaba rodeado de una veneración llena de sagrado temor y no podía ser pronunciado sino por el gran sacrificador en el día de Yom Kippur, en el Santo de los santos del templo.

Jesús, Jeshua’, quiere decir “salvador”. Nomen est omen, el nombre es presagio, augurio, contiene en potencia a la persona y su destino. Hermas en el Pastor dice: “El nombre del Hijo de Dios… rige todo el mundo” [5], porque en él está presente y nosotros lo adoramos en su Nombre.

El término filosófico “absoluto”, referido a Dios, designa su unicidad y su plenitud, pero oculta una cierta abstracción. La Biblia llama a Dios el Existente, el Santo, el Amor, precisa los nombres de la Trinidad, pero ninguno de estos nombres puede pretender captar la totalidad de la realidad divina. Quizás sea el Santo, la santidad la que mejor exprese la esencia de Dios, su trascendencia ante la cual somos tomados por un sagrado temor y nos postramos.

Jerusalén es la ciudad santa porque Dios la presenta como una casa en la cual reside su Nombre: “En este templo y en Jerusalén, que he elegido entre todas las tribus de Israel, pondré mi Nombre para siempre” (2Re 21, 7). El Nombre se vuelve objeto del culto sinagogal, objeto de adoración, lo que explica la presencia en el Padre nuestro de aquella palabra de gran fuerza, cuyo significado corre el peligro de disiparse por el hábito y la excesiva familiaridad del uso: “Sea santificado tu Nombre”.

Es importante remontarse a la vitalidad original de la expresión y acordarse que en hebreo existen dos términos opuestos y bien distintos: chillul ha-shem, “profanación del Nombre”, y qiddush ha-shem, “santificación del Nombre”, y este en el sentido más fuerte: dar testimonio de Dios aunque se ponga en riesgo la propia vida, glorificar a Dios si es necesario hasta derramar la propia sangre, sinónimo de martirio. La Iglesia está fundada sobre el agua y sobre la sangre –“Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre” (1 Juan 5, 7-8) – y los mártires son su gloria, lo que hace decir a Orígenes aquella palabra extraordinaria: “La vida tranquila es obra de Satanás, que priva a la Iglesia de sus mártires”. Es en sus mártires que la Iglesia adora a Dios y santifica el Nombre.


Las oraciones de santificación del Nombre

El Padre nuestro –“sea santificado tu Nombre”- nos ha sido entregado por Dios. Tenemos luego la revelación angélica, el canto de adoración de los ejércitos celestiales, el Sanctus, en el cual el Nombre se despliega en su ontología trinitaria: “Santo, santo, santo, es el Señor Sebaot: llenos están el cielo y la tierra de tu gloria” [6]. Y finalmente la ofrenda humana, que es realizada en el mismo sentido que la glorificación trinitaria, el Trisághion: “Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, ten piedad de nosotros” [7]. El Padre, fuente de la santidad, el santo; el Hijo, el fuerte, aquel que triunfa sobre la muerte; el Espíritu Santo, el vivificante, soplo de la vida eterna.

Mientras en la tradición latina el Trisághion es cantado una vez al año, el viernes santo en la misa de los presantificados (e incluso con un significado cristológico), en la ortodoxia el Trisághion atraviesa todos los oficios cotidianos [8] con el significado trinitario y expresa de modo particular una forma litúrgica de adoración. Es interesante notar que, coherentemente con la palabra de Hermas, según el cual el Nombre sostiene al universo, el concilio en Trullo aconseja cantar el Trisághion en ocasión de los trastornos cósmicos que sacuden los fundamentos de la tierra. La verdad suprema, el Trisághion, hace callar, apacigua los elementos agitados. La presencia subyacente del caos pre-formal es así sofocada, in-formada por la armonía del cosmos divino. El mismo significado tiene el Trisághion que se canta durante el rito del funeral, en el momento del entierro.


La liturgia como acto de adoración

Así entramos ya en el ámbito propiamente litúrgico. La palabra “liturgia” significa “obra común”, y en cuanto oficio divino ella es esencialmente teocéntrica. No es un simple instrumento, sino un acto que tiene en sí mismo su fundamento.

La liturgia es el culto de adoración el cual no está sobre sí mismo, sino sobre Dios, sobre el esplendor de su santidad, al que el hombre dirige su mirada. Ella no consiste en el perfeccionar el propio conocimiento o en el instruirse sobre Dios, sino, como dice un Padre de la Iglesia: “La ciencia se vuelve amor”. La santificación litúrgica es un “de más”, algo que viene dado gratuitamente. Juan Crisóstomo observa aquello que ha contenido un perfume guardará siempre el aroma. En los momentos de la liturgia nosotros nos encontramos ante Dios, en su luz, y le adoramos. La liturgia toma el nombre también de “eucaristía”, “acción de gracias”, y en eslavo antiguo de “participación”. El hombre se prosterna entra en la nube de la gloria de Dios y se vuelve un fragmento, un ícono, un espejo en el cual se refleja la luz.

El culto litúrgico es una invitación a participar en la epifanía, y esto justamente porque el culto contiene la historia del evento y el evento mismo. No tiene nada de pieza de museo o de una simple conmemoración. No repite nada, sino que celebra una realidad permanente. El culto suprime la corriente efímera del tiempo, lo “rescata” colocándolo en el tiempo sagrado: el relato de la institución eucarística nos introduce en la santa cena. El “ahora” del Evangelio de Juan (cf. Por ejemplo Juan 2, 4; 5, 25; 7, 30; 8,20 y passim) pertenece a una medida diferente de nuestro tiempo, pertenece al eón litúrgico.

Lo sagrado hace su irrupción, hace el ingreso en el “ahora” y se hace presente expulsando el tiempo y el espacio profanos. En los distintos momentos de la liturgia –que al inicio es anunciada por la proclamación: “Bendito el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” [9]- nosotros estamos realmente en la dimensión del reino de Dios, éste viene y se hace presente, y se expresa en la acción litúrgica y en los actos simbólicos. El símbolo aquí posee todo su significado originario de vínculo y participación: entre lo sagrado y su símbolo, su figura visible, existe una comunión en el nivel de esencia (el pan y el vino no “significan” simplemente la carne y la sangre, sino que lo son). El terror que en un templo se experimenta ante cada imagen de lo sagrado progresa en la conciencia de que lo sagrado no se deja ni aferrar ni reproducir, y la profunda verdad de la interdicción del Deuteronomio (cf. Dt 5,8), que se ubica antes de la encarnación, se explica justamente con el presupuesto de que en la imagen se nos representa el ser mismo. Después de esto, por una suerte de “deslizamiento”, se ha sustituido la concepción de lo inadecuado de todas las imágenes, para establecerse finalmente, en el séptimo concilio ecuménico, en la definición dogmática de ícono [10], tan rica de matices y decisiva. Los querubines del arca representaban ya lo celestial, pero fue necesario esperar a la encarnación para que la humanidad de Cristo revelase la imagen de Dios (“Quien me ha visto, ha visto al Padre”. Juan 14, 9).

Así como, según Platón, el ojo para ver el sol debe ser semejante al sol, el acto de adoración presupone también esta conformidad entre quien adora y aquel que es adorado (la imagen de Dios es la condición objetiva). La noción fundamental de participación delinea la perspectiva ortodoxa correcta en la cual situar las nociones de la santidad y de lo sagrado. Estas implican una relación de pertenencia a Dios, la idea de separar, poner a parte, el concepto de consagración, santificación, purificación: “¡Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar sobre el cual tú estás es suelo santo!” (Ex 3,5). Este lugar es santo, no por su naturaleza, sino por la presencia de Dios, así como es santa la parte del templo que contiene el arca de la alianza, así como son santos los libros santos, porque contiene la palabra de Dios y su presencia en esta Palabra. El beso de los primeros cristianos era llamado “santo” porque sellaba la comunión en Cristo y su presencia en esta comunidad: “Donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Los ángeles son santos porque viven en la luz de Dios, son partícipes, y esto último hace de ellos “las luces segundas” [11]. Pablo se dirige a los “santos” (cf., por ejemplo, 1 Cor 1,2; Ef 1,1; Fil 1,1; Rm 1,7), santos por el bautismo, por la participación en el cuerpo de Cristo del cual son miembros. La liturgia explicita bien en forma concisa este estado de las cosas. Antes de ofrece la santa cena el presbítero anuncia: “Las cosas santas a los santos”, y la asamblea responde con la confesión de su indignidad: “Uno solo es santo, uno solo es el Señor, Jesucristo” [12]. El único santo por naturaleza es Cristo, los miembros de su cuerpo son santos sólo por comunión-participación. “Tu luz resplandece sobre el rostro de tus santos”, canta la Iglesia. “Cristo ha amado a la Iglesia… para hacerla santa… sin mancha ni arruga o nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).

Por esto el Trisaghion y el Sanctus ponen a la asamblea en el esencial acto de adoración, en el cual se realiza la comunio sanctorum, con una consecuencia: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44).  


La liturgia eucarística

El pequeño ingreso

Al inicio de la liturgia se coloca el pequeño ingreso: el presbítero y el diácono hacen la procesión llevando solemnemente el evangelio: es la venida de Cristo al mundo. La oración dicha “del ingreso” muestra la amplitud mística, misteriosa, de esta venida: “Haz que, junto a nosotros, hagan su ingreso también los santos ángeles que, junto a nosotros, celebran la liturgia y glorifican tu bondad. Ya que a Ti se dirige toda gloria, honor y adoración” [13]. La última palabra subraya fuertemente el sentido de este rito, la adoración, y explica la irrupción de lo celestial en lo terreno, en el pequeño y en el gran ingreso. Los ángeles celebran en el cielo la liturgia eterna y toman parte de la liturgia de los hombres que no es más que una inserción en el tiempo de la adoración perpetua, condición normal de toda creatura. Es un tema iconográfico muy desarrollado, llamado “de la divina liturgia”, que representa a Cristo con vestidos pontificales en el altar, rodeado de ángeles concelebrantes y por presbíteros y diáconos.

“Bendito el ingreso de tus santos” [14], dice el presbítero: es la invitación a la adoración de Dios por parte de todas las potencias de la santidad de la Iglesia (y la santidad es mucho más que una característica accidental de la Iglesia: es la característica esencia). Los santos y todos los hombres en su principio de participación en la santidad de Dios, y el coro de los ángeles, todos juntos, en asamblea litúrgica se postran: Dios, el Santo que se oculta en el misterio mismo de su esplendor como en una nube, es adorado por todas las potencias de su misma santidad, radiante sobre el rostro de sus santos. Es aquí, en el corazón mismo de su trascendencia (santidad) que Dios obra su inmanencia: paradoja de lo más impresionante, que puede ser aferrada sólo de modo apofático, con una aproximación en las tinieblas, franja de la inaccesible luz divina. Expresión incomprensible, esta paradoja se coloca más allá de cualquier conocimiento conceptual:

Nos conduce directamente hacia el vértice súperincognoscible y resplandecientísimo y altísimo de las Escrituras ocultas, allí donde los misterios simples y absolutos e inmutables de la teología son revelados en la niebla luminosa del silencio que enseña arcanamente. [15]

Los ángeles, como dice un texto litúrgico, inmersos en la más profunda maravilla, se cubren el rostro con las alas. Un padre decía que el saber conceptual crea los ídolos de Dios, sólo el asombro puede comprender algo.

“No hay otro medio para conocer a Dios que vivir en él”, escribe Simeón el Nuevo Teólogo. Teólogo es quien sabe adorar. La verdadera teología es un conocimiento de Dios, conocimiento por inhabitación. Los espirituales son los seres “instruidos personalmente por Dios” porque, según Gregorio Pálamas, “con su gracia, Dios los hace dioses sempiternos que participan de las propiedades y que actúan en comunión con ellas”: es el valor fundamental gnoseológico del conocimiento litúrgico por la adoración.

Después de la bendición del ingreso, el diácono eleva el evangelio y proclama: “¡Sabiduría!” [16]. Es un llamado a los fieles a evitar todo lo que puede distraer su atención y a dedicarse enteramente al acto de adoración. El coro canta el Venite adoremus: “Venid, adoremos y prosternémonos ante Cristo! Salva, oh Hijo de Dios, maravilla entre los santos, a nosotros que te cantamos” [17]. Es el momento en el cual, en el oficio pontifical, el obispo entra en su función sacerdotal, litúrgica. Esto marca el inicio de la liturgia que se concentra en el acto de adoración. Siguen los cánticos que commemoran exactamente en este momento a los santos del día y de la Iglesia. El significado del conjunto es grandioso en su amplitud. Todo converge en el acto de la postración: la venida de Cristo, rodeado de las nubes de testigos y de siervos de su gloria, es la santidad de Dios resplandeciente en su principio, la asamblea de los santos.

El diácono se inclina y se dirige al presbítero: “Bendícenos, señor, en el momento del Trisághion”. El presbítero lo hace diciendo: “Porque tú eres santo, oh Dios nuestro, a ti damos gloria… ahora y por siempre” [18]. “Todo tiene su momento”, dice el Qohelet (Qo 3,1). Dios “ha hecho bella todas las cosas en su tiempo… ha puesto en el corazón [de los hombres] la duración de los tiempos” (Qo 3,11). Así, está también el tiempo litúrgico del Trisághion, el tiempo de la adoración. El presbítero lee las oraciones del Trisághion:

Oh Dios santo que reposas entre los santos, que con triple voz eres celebrado por los serafines, glorificado por los querubines y adorado por todo poder celestial… Tú que nos has hecho dignos, a nosotros humildes e indignos siervos tuyos, de estar también en esta hora ante la gloria de tu santo altar y de ofrecerte la debida adoración y doxología: Tú, oh Soberano, acepta también por boca de nosotros pecadores el himno del Trisághion. [19]

El presbítero se postra tres veces diciendo el Trisághion y el coro canta: “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros” [20], puerta de acceso al misterio del Dios trinitario de donde, en la amplitud de la adoración litúrgica, Cristo avanza y aparece ante los fieles. Antes del fin del canto, el diácono dice: “¡Con fuerza (dýnamis)!” [21]. Invitación a redoblar la intensidad y a hacer resonar plenamente el himno. Si la liturgia es pontifical, el obispo avanza durante el canto teniendo en la mano izquierda el dikérion (candelero con dos velas cruzadas) y en la mano derecha el trikérion (candelero con tres velas), figuras de Cristo y de la Trinidad. Bendice al pueblo haciéndole la señal de la cruz (es la máxima densidad de la representación, que en el momento de la señal de la cruz alcanza lo indecible de la santidad divina).


El “Sanctus” y el “Querubikón”.

Siguiendo el desarrollo litúrgico llegamos al segundo momento. Al inicio del canon eucarístico el presbítero dice: “¡Elevemos nuestros corazones! (Sursum corda)… ¡Demos gracias al Señor!”, y la asamblea canta: “Es digno y justo adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Triada consubstancial e indivisible” [22].  Es el resumen del tema de la anáfora. Allí se subraya con fuerza en toda su amplitud la adoración eucarística, una eucaristía trinitaria: acción de gracias al Padre que nos ha dado al Hijo; al Hijo por la cruz, el sepulcro, la resurrección, la ascensión, su reinado a la derecha del Padre, su futura gloriosa venida; y al Espíritu Santo por la epíclesis, la santificación, en definitiva por la locura de ser un Dios amigo de los hombres.

El ministerio humano y el ministerio de los ángeles confluyen en un único movimiento de adoración: “Santo, santo, santo, es el Señor Sebaot: llenos están el cielo y la tierra de tu gloria” [23]. A la palabra del Antiguo Testamento: “Sed santos porque yo soy santo” (Lv 11,44), responde la palabra del Nuevo Testamento: “Vosotros, por tanto, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad y la perfección designan la misma realidad: el camino infinito hacia la plenitud, el contenido positivo del siglo futuro inaugurado desde aquí abajo. La santidad es un ser puesto a parte en vista de la santificación del Nombre. El santo por tanto no es un súper hombre, o uno que se ha hecho de todo tipo de méritos, sino aquel que encuentra su verdad humana como ser litúrgico (es la definición bíblica del hombre, base de toda antropología), es el hombre del Trisághion y el hombre del Sanctus: “Quiero cantar al Señor mientras tenga vida, cantar himnos a mi Dios mientras exista” (Sal 104, 33).

Si la adoración se focaliza sobre el polo de la santidad, en el extremo opuesto aparece la esencia de la tentación: “Seréis como Dios” (Gen 3,5), que desemboca en su objetivo: “Todas estas cosas yo te daré si, lanzándote a mis pies, me adoras” (Mt 4,9). No está más el deseo de la semejanza con Dios, sino de la unicidad. Deus non est, Deus est. Por esto Dios dice: “Al Señor, tu Dios, adorarás: sólo a Él darás culto” (Mt 4,10). Ahora bien, este culto, como dice la oración del ofertorio, “es algo grande y temible para las mismas potencias celestiales… El Rey de reyes y el Señor de los señores avanza” [24], y el canto del Querubikón expresa el tema del gran ingreso, la adoración a Cristo rey:

Nosotros que místicamente representamos a los querubines, y a la vivificante Triada cantamos el Himno del Trisaghion, dejamos de atender a toda preocupación de esta vida. Porque recibimos al Rey del universo, invisiblemente escoltado por los ejércitos celestiales. Aleluya, Aleluya, aleluya. [25].

Porque “el reino, el poder y la gloria” no están únicamente “por venir”, sino que el tiempo litúrgico es ya la venida, la parusía. En la adoración litúrgica nosotros nos dirigimos hacia la “mesa sin velo” y la contemplamos desde ahora, estamos en las realidades últimas. Esta situación se da entre dos eones que comprenden la epíclesis, la invocación al Espíritu Santo: “¡Ven y habita en nosotros!” Para realizar su vocación de ser litúrgico, el hombre es carismático, pneumatóforo: “En él también vosotros… habéis recibido el sello del Espíritu Santo… en espera de la completa redención de los que Dios se ha adquirido para alabanza de su gloria” (Ef. 1,13-14). No se podría precisar con mayor exactitud el destino litúrgico del hombre.

El sacramento ortodoxo de la confirmación (unción crismal) comprende la fórmula: “Sello del don del Espíritu Santo” [26]. Sobre la totalidad de las facultades del hombre y de su economía es colocado el sello. Si el bautismo nos ofrece en don la restauración de nuestro ser, la confirmación nos arma de los dones de la gracia, -como dice admirablemente el sínodo de Elvira- de los “actos en vista de… dar testimonio sin temor ni debilidad” y realizar el apostolado del amor carismático. En la Torat hay una palabra especialmente profunda, Dios dice: “Si no creéis, vosotros hacéis como si yo no existiera”. Es en este modo en el que Friedrich Nietzsche concebía la finalidad última del ateísmo: el asesinato de Dios. La mejor forma de dar testimonio (martyría) es la adoración que como acto contiene la proclamación de la verdad y la glorificación, la santificación del Nombre. Por el contrario, el hombre que no adora atenta contra la santidad de Dios.


Los componentes de la adoración

El evangelio nos ofrece un pasaje que provee todos los elementos de la adoración: el Magnificat cantado por la purísima Theotókos.

Ante todo este acto es precedido por una actitud humana adecuada. Frecuentemente los hombres aspiran a ocupar el lugar más alto, el amigo del esposo ambiciona siempre la gloria del mismo esposo, así como la sierva la de su dueña. Ahora bien, Juan Bautista permanece en la alegría purísima de no ser otro más que el amigo del esposo y la virgen María dice: “He aquí la sierva del Señor” (Lc 1,38). Es la humilde aceptación de la voluntad suprema y del propio destino personal: todo lo que sucede es adorable. A través del verdadero objeto de adoración el sujeto toma y hace suya la verdad desde el inicio y el final: es el conocimiento litúrgico inmediato para la adoración.

En segundo lugar la Virgen pronuncia el fiat por parte de la humanidad, que responde al fiat de la creación divina. El acto de adoración revela un asentimiento: “Se haga tu voluntad”. El ser humano conserva la posibilidad del titanismo demoniaco de decir: “Que tu voluntad no se haga”, y aquí en María, las dos voluntades, divina y humana, se unen en una modalidad cristológica. El alma realmente libre de toda esclavitud encuentra su vocación fundamental y canta: “Mi alma magnifica al Señor… santo es su Nombre” (Lc 1, 46.49). Estamos en el corazón de la adoración, de su contenido litúrgico positivo.

Y finalmente todo acto de adoración conduce al “pleroma” escatológico, el Magnificat habla de cumplimiento, del tiempo de la restauración, cuando Dios será “todo en todos” (1 Cor 15, 28): los hombres “verán su rostro y llevarán su Nombre sobre la frente” (Ap 22,4).

El acto de adoración aparece en su cuádruple valor: gnoseológico, de comunión, de transformación en realidad litúrgica y de paso a la otra dimensión. Esto revaloriza el tiempo histórico, lo rescata porque lo colma de un mensaje trans-histórico y lo hace signo y apertura al totalmente Otro. En la adoración, gracias al evento litúrgico, se ve el tiempo en que sucede el devenir del ser. Es contemporaneidad de los eventos, que muestra el poder que la liturgia tiene de dar vuelta al tiempo, y sin caer en repeticiones y reproducciones, de colocar al sujeto en la realidad que permanece. El significado esencial y positivo de la escatología en la historia es que todo objeto, permaneciendo en sí mismo, adquiere una cualidad que lo hace otra cosa muy distinta: un símbolo y una profecía.

Si el éxtasis y el éntasis místico son carismas raros, la liturgia ofrece en cambio a todos la experiencia escatológica de la adoración, con aquella transparente pureza que evita cualquier forma de evasión y conduce al acercamiento más real con la realidad última.

Pero hoy esta vía de “teognosis” litúrgica es bastante descuidada. Un gran espiritual describiendo al hombre moderno decía: “En él se levanta un muro infranqueable entre la inteligencia y el corazón”. Es el intelectualismo, que rompe con la lógica del corazón y, por tanto, toma distancia de las funciones axiológicas de los valores. Ahora bien, según Jung, el desorden mental viene por la anomalía generalizada: si una función particular del espíritu humano se desarrolla de modo monstruoso a expensas de las otras, que se han atrofiado, esto genera algunos seres humanos en serie, planos, anormales, aburridos, porque están privados de la dimensión de la profundidad y de la integridad, de la dimensión del Espíritu Santo.  Pero la verdadera enfermedad que sacude a nuestra época es, según Max Scheler, la “especulación descendente” de los valores espirituales.

La reducción fenomenológica, como método sedicente científico, “arranca” las máscaras, “revela” llevando todo lo que es elevado, sublime, al interés económico (explotación) o a la libido sexual (la erotomanía del pansexualismo). Tal aproximación psicoanalítica aparece en profundidad como una terrible profanación de todos los valores y de lo sagrado mismo. Hoy más que nunca el mundo parece haber perdido el sagrado temor ante las cosas santas, es el secamiento de la fuente misma de la vida, la pérdida de la dimensión litúrgica. Frente a todo el esplendor del arco iris de la alianza divina, se levanta y se instaura una jornada gris y mediocre atravesada por “pequeñas eternidades de placer”.

El monismo de la indigencia repite incansablemente con triste monotonía paranoica: “No es más que esto…” Sí, es esto, pero también y al mismo tiempo otra cosa muy distinta. Una estatua es mármol, es un bloque de mármol, pero al mismo tiempo es también armonía, belleza, milagro.

Quien profana y rebaja los valores se eleva a su costa, pero sólo por un instante efímero, para luego desaparecer rápidamente, porque también él, realmente en aquel momento, “no es más que esto”, y nada más. El complejo de inferioridad – Minderwetigkeistskomplex – está en el origen de la actitud plebeya, que se venga de la vida y de lo verdadero. Ahora bien, el cristianismo es esencialmente aristocrático, porque está fundado sobre el reconocimiento del error, de la culpa. Al contrario de toda susceptibilidad y reivindicación, el espíritu de penitencia y de adoración es el origen de la actitud existencial que se puede calificar como litúrgica: el hombre que se postra afirma la jerarquía de los valores y su absoluta subordinación a ella.

El cristianismo no es la religión de los esclavos rebeldes, como dice Nietzsche, sino la de los “dioses… hijos del Altísimo” (Sal 82, 6), que encuentran en Cristo su dignidad de reyes, sacerdotes y profetas. En la communio sanctorum de la Iglesia estos están estructurados en reino, sacerdocio y profecía para ser entregados en las manos del Padre en la hora escatológica. El acto de adoración lo expresa plenamente: el rey hace la ofrenda de sí mismo, ofrenda real porque es radical; el presbítero celebra la liturgia de este don, lo transforma en oración; el profeta anuncia lo que permanece, con todo su ser que vive, canta y adora.

“Nosotros que místicamente representamos a los querubines” [27] acudamos ante aquel que viene y que está ya presente, postrémonos y adoremos. El asombro nace en el alma. Ella calla. Los místicos no hablan nunca de la cima. Sólo el silencio lo descubre.
 


 [1] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, pp. 83-87.

[2] Hesiquio el Presbítero, A Teodulo 156, en La Filocalia I, Torino 1982, p. 261.

[3] Este es un método para “contradecir”, oponer a los pensamientos que nos asaltan algunos versículos de la Escritura.

[4] cf. Juan Clímaco, La escala 15,51; 28,9.

[5] Hermas, El Pastor 91, 5.

[6] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, p. 96.

[7] Ibid., p. 72.

[8] Además del inicio de la divina liturgia, el Trisághion está en todas las horas (prima, tercia, sexta y nona) y el ritual de los oficios llama con este nombre una serie de oraciones centradas en el Trisághion que forman un conjunto, un bloque único en el interior de los oficios.

[9] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, p. 57.

[10] Cf. Concilio de Nicea II, Definiciones acerca de las sagradas imágenes, en Enchiridion symbolorum, pp. 341-343, nrr. 600-603.

[11] S. Bulgakov, La scala di Giacobbe, Lipa, Roma 2005, p. 43.

[12] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, p. 109.

[13] Ibid., pp. 69-70.

[14] Ibid., p. 70.

[15] Dionisio Areopagita, Teología mística I, I, en Id., Obras completas, pp. 405-406.

[16] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, p. 70.

[17] Ibid.

[18] Ibid., p. 71.

[19] Ibid.

[20] Ibid., p. 72.

[21] Ibid.

[22] Ibid., p. 95.

[23] Ibid., p. 96.

[24] Ibid., p. 84.

[25] Ibid., pp. 85-86.

[26] Unción con el sagrado Myron, en los Ritos de los sacramentos, p. 57.

[27] La Divina liturgia de Juan Crisóstomo, p. 85.

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