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lunes, 28 de octubre de 2013

Introducción a la Tercera colección de los escritos de Isaac el Sirio



 



Temas dominantes de la Tercera colección

Desde el punto de vista del contenido, la Tercera colección es, por la variedad de los temas tratados, ciertamente más limitada respecto a las anteriores. Parecería casi una colección de discursos que intentan retomar y precisar algunos de los argumentos sobre los cuales Isaac se ha desplayado ya otras veces y que constituyen como el centro de su meditación teológica-ascética.

El tema al que se refiere con más frecuencia es ciertamente el de la oración, al cual Isaac dedica los discursos 1-4, 8-9 y 16. Siguen, en orden de importancia, tres discursos (5-6 y 11) dedicados al tema del pecado y al de la salvación; dos cartas (12-13) que tratan de manera más específica sobre la vida monástica; dos discursos (7 y 10) compuesto de oraciones, en los cuales Isaac a menudo reformula sus ideas más queridas expresándolas bajo la forma de invocación.

De la oración a la oración espiritual

Abre la colección un discurso dedicado al tema de la “asiduidad” con Dios, es decir del commercium o “intimidad” que unen al hombre con su Creador. Es esta una primera forma de oración, vista como una asiduidad que se vuelve vínculo estrecho por el “deseo ardiente del corazón” [24]. Por este camino los solitarios son llamados a pregustar y a prefigurar la vida del mundo futuro.

En la búsqueda de tal asiduidad, el solitario dispone de lo que Isaac llama la “conducta del pensamiento”. Es decir, el afinamiento de la mirada, que se vuelve capaz de contemplar ante todo el amor de Dios por sus creaturas. Esta comprensión del amor que Dios siente por la creación podrá estrechar al solitario en una intimidad serena con su Dios:

No hay nada que sea capaz de alejar el pensamiento del mundo, como el entretenerse con esperanza; nada que [sea capaz] de hacernos íntimos de Dios, como el invocar su sabiduría; nada que nos permita acceder al amor, como el descubrir su amor por nosotros; y nada que eleve la mente por la admiración, más allá de todo lo que es visible, para hacer permanecer, más allá del mundo, ante Dios, como el investigar los misterios de su naturaleza [25].

Ciertamente, a esta “conducta del pensamiento” el solitario llegará sólo a través de las fatigas del cuerpo, gracias al camino de la ascesis, como Isaac recuerda en el segundo discurso. Sin embargo, se apresura en subrayar que, si bien el camino es el de la ascesis, él no debe anhelar otra cosa más que vivir en filiación con Dios, en una relación desbordante con él. No hay lugar, en la ascesis de Isaac, para una pretendida perfección personal. Todo está orientado a esta intimidad con Dios:

Ornato de hábitos excelentes, [el solitario] desde aquel momento [vive sin] excitación ni temor; ya lo que percibe es solo la paternidad [de Dios] y [su] ser hijo: ¡ninguna otra cosa hay entre él y Dios! [26].

La oración como meditación sobre Dios es el argumento del tercer discurso. Esta consiste en el mantener vivo el recuerdo de Dios en el corazón mismo de la vida humana y de cada acción y del sentimiento del cual el hombre es sujeto.

En este mismo tercer discurso, y después en el cuarto, Isaac afronta de modo original sobre todo el tema de la oración de petición. Su reflexión se mueve por dos constataciones, ambas “evangélicas”, pero que parecen contradecirse: por una parte, la seguridad hecha por Jesús a sus discípulos sobre el hecho de que el Padre conoce ya aquello de lo que ellos tienen necesidad, antes aún que se lo pidan; y, por otro, el hecho que Jesús ha enseñado a los suyos una oración, el “Padre nuestro”, que es un conjunto de súplicas.

Como fiel discípulo de Teodoro de Mopsuestia, Isaac argumenta ofreciendo un breve comentario a las invocaciones del “Padre Nuestro”. La tesis de fondo es que la oración de petición, más que a Dios, es útil a aquel que la hace. Dios no tiene necesidad de que se le rece. Es el discípulo quien tiene necesidad de traducir en palabras sus necesidades y esto ante Dios y con aquellas precisas palabras que Jesús le ha dejado, porque por aquellas palabras dichas bajo una forma de oración él recibe consolación y enseñanza. Isaac distingue, en efecto, varias “justificaciones” a aquella particular oración de intercesión que es el “Padre nuestro”: esta es ante todo maestra de vida, en el sentido de que plasma la vida y los deseos, ya que sugiere a aquel que ora qué cosas son buenas pedir y, por tanto, desear. Invitando a invocar al Reino, esta pues introduce en el hombre los gérmenes de la vida más allá de la muerte, lo impulsa a permanecer en ella y a esperar con ardor su plena manifestación. Y finalmente es fuerza para afrontar el mal que sobreviene.

Las palabras de la oración del “Padre nuestro” no son pues tanto palabras para “decir” sino sobre todo palabras para “meditar”.  Aquellas peticiones “meditadas” se vuelven ocasión de conversión y de consolación. Esto sin embargo es posible con la condición de que aquel que ora penetre en las palabras que dice:

Reposando continuamente en Dios y [permaneciendo] en la quietud de los pensamientos, la mente podrá dedicarse a escrutar cada forma de la oración, para recibir el conocimiento de Dios, a través de la penetración de los misterios [contenidos] en las palabras [27].

Hay un misterio de las palabras para discernir y penetrar. No es la repetición sino es el penetrar en este corazón, que da a la oración de petición su justo valor. Isaac dice en efecto claramente que la utilidad de la oración no es ciertamente para Dios –como se manifestará en el mundo futuro donde no habrá más necesidad de liturgia- sino para aquel que ora:

En verdad, es por nuestra causa que [Dios] mostraba todas estas cosas; [es por nosotros] que ha sido condescendiente  a todo esto y ha mostrado tener necesidad de las alabanzas de los hombres y de la santificación de los seres espirituales [28].

Dios en efecto da a los hombres independientemente de sus pedidos. Y es justamente este su don incondicionado lo que lo hace verdadero Padre. Por esto, dice Isaac, nosotros conocemos “la auténtica paternidad” de Dios [29].

Aclarado el sentido de la oración de petición, Isaac retoma la reflexión sobre la oración como intimidad, intercambio de presencias entre Dios y el hombre. La oración es estar ante Dios para “escrutarlo”, para penetrar en sus sentimientos, para conocer qué es lo que lo mueve. Orar es meditar las propiedades de Dios que, según Isaac, son “la bondad, el amor y la sabiduría” [30].

Esta meditación introduce allí donde no hay más espacio para los pedidos:

La plenitud del amor no tiene necesidad de pedir a [Dios] nada, excepto el poder solamente fijar el pensamiento en Dios, sin saciarse jamás. Sucede en efecto, cuando el pensamiento empieza a penetrar en el amor y en el conocimiento divino, este desea formular súplicas para obtener esto o aquello, y [a menudo] se trata incluso de realidades elevadas y nobles. [Pero] después que ha escrutado la grandeza de [Dios a partir] del amor ardiente de sus misterios, este comprende que lo que percibe es para él más importante que el vagar en las realidades que son externas a [Dios] y que no pertenecen a su naturaleza. En efecto, la oración [compuesta] de pedidos y demandas es un [conjunto] de movimientos confusos y [consiste en] orar estimulado por necesidades concretas, mientras el don del amor en la oración es el silencio del Espíritu. En efecto, cuando el pensamiento está unido a Dios, este se abstiene de pedir y de la oración [31].

En el discurso octavo, Isaac retoma el tema de la oración como memoria de Dios. Esta última abre el camino a la inhabitación del Espíritu Santo en el corazón del hombre y mantiene alejadas las tentaciones. El hombre que ora está representado como un templo en cuyo interior hay un altar sobre el cual el Espíritu celebra su liturgia. Es como si el orante no fuese otra cosa más que el espacio litúrgico ofrecido al Espíritu santificante. Espacio sobre el cual se despliega el Poder que cubre con su sombra y fecunda al Intelecto de aquel que ora, reduciéndolo al silencio.

Especialmente importante con el fin de mantener viva la oración es pues la lectura de la Escritura, la lectio divina, a la cual Isaac dedica el discurso nueve. Aquello que la oración es para las fatigas ascéticas, lo es la lectio para la oración. Ella es como el alma, el íntimo alimento de la oración:

Lo que la fuerza de la oración es para la conducta, lo es la lectio para la oración. Toda oración, en efecto,  que no es alimentada por la luz de las Escrituras, es rezada según un conocimiento carnal, aunque implore cosas buenas [32].

La lectio es útil en la medida  en la cual entretenga en la meditación de las realidades divinas. Y a este fin ella debe ser constantemente orientada. El modo de la lectio puede incluso cambiar, de acuerdo a las situaciones y a la experiencia de cada uno, pero ella permanece como una exigencia para todos: 

Cuando la ocupación de la [meditación] sea reforzada y fortalecida en el alma, entonces no se tendrá [más] necesidad de lectio. No significa que se pueda uno volver perfecto sin ella, pero no habrá necesidad de una lectio muy extendida. Vale decir que no es necesaria una meditación prolongada de las Escrituras, si bien, ciertamente, no se deba alejar [jamás] la Escritura de las propias manos [33].

En su grado más elevado, había dicho ya Isaac en las colecciones precedentes, la oración se vuelve “no-oración”. A esta precisión está dedicado el último breve discurso, el decimosexto, donde el Ninivita trata de lo que ahora llama “oración espiritual”. Más allá de la oración y de la “oración pura”, está la “oración espiritual”, que no es otra cosa más que una pura acción del Espíritu en lo intimo del orante, dándose esto en una total inactividad. Dice Isaac de este estadio:

Mientras todo está en la quietud, el Espíritu realiza en ella la propia voluntad y no hay ni siquiera oración, sino silencio [34].

El poder del pecado y del amor de Dios

También en este segundo tema, al cual le son dedicados tres discursos, reconocemos uno de los pilares de la reflexión isaaquiana: el pecado, con todo su poder destructivo, es confrontado con el amor misericordioso de Dios.

El punto de partida es la consideración que, en toda su acción Dios no está movido por ninguna otra cosa más que por su amor. Ya la creación había sido un acto divino movido únicamente por su amor. De este amor, la redención es su siguiente relato. ¿Cómo es posible entonces que la recapitulación final, que Isaac expresa con la imagen de la deificación, no sea también expresión del amor incondicional de Dios? Isaac se pregunta, y pregunta al lector: “¿Qué conductas [el hombre] ha ofrecido en intercambio para volverse Dios?” [35]

Esta plenitud de la divinidad, es decir de la comunión con Dios, ofrecida al hombre es el efecto de la redención. Cristo, el anti-Adán por excelencia, se ha despojado de su divinidad, se ha vaciado, para que por su vaciamiento la creatura recibiese la plenitud de su salvación:

Este es el “vaciamiento” del cual habla la divina Escritura. Este es aquel vaciarse de sí mismo del cual habla san Pablo con admiración indecible, cuya exégesis es la comprensión profunda del acontecimiento del amor divino [36]

La exégesis de este “vaciamiento” es el camino por el cual el hombre podrá penetrar en el secreto corazón de Dios y en su voluntad más verdadera. En este “vaciamiento” está el signo más elocuente de la esencia misma de Dios. El hombre no le queda más que escrutarlo, meditarlo, comprenderlo y callar ante lo que permanece indecible:

Entonces nos detendremos y permaneceremos en silencio, después que [Él] nos haya mostrado lo que no tiene fin, es decir, ¡el amor de Dios por su creación! [37]

Una larga meditación sobre el amor de Dios y sobre su relación con el esfuerzo humano, es el tema fundamental del discurso sexto, que en algunos puntos parece casi hacer resonar la polémica luterana-católica del siglo XVI.

Después de haber ratificado que cuando el intelecto comprende en verdad el amor de Dios, este es reducido al silencio, y que nuestra obrar no es otro que el lugar en el cual el amor de Dios y su fuerza se revelan y se despliegan, Isaac afirma de manera muy clara que la justificación del hombre es obra exclusiva de Dios y no de los esfuerzos humanos:

Es gracias a lo que [Dios] obra que nosotros somos justificados y no gracias a lo que obramos nosotros. Es gracias a lo que él obra, en efecto, que nosotros heredamos el cielo y no gracias a lo que nosotros obramos. Se ha dicho, en efecto: El hombre no es justificado por sus obras ante Dios; y también: ¡Ninguno se gloríe de las obras, sino [de la] justicia que [viene] de la fe! Esta justicia, en efecto, se nos dice que no [viene] de las obras, sino de la fe, es decir de la [fe] en Jesucristo. [38]

Solo Dios tiene el poder de justificar y salvar. Al hombre se le pide que se haga dócil  a esta acción, de dejarse tomar por el poder del amor divino, de “ceder” a la salvación. Los modos para obrar este “ceder” son muchos e Isaac los enumera a partir de la fe que es el camino más derecho para acceder al amor de Dios. Pero cuando la fe no es operante, queda la conversión. Y cuando esta última no se transforma en un real cambio de vida, queda el deseo de la conversión. Hay en esta reflexión  de Isaac como una carrera por encontrar un “ranura”, aunque sea muy pequeña. Como una fisura a través de la cual la gracia de Dios pueda entrar en el hombre y sanarlo. Dice Isaac dirigiéndose a Dios:

A veces sucede que yo mancho también esta mínima [obra]; y no solo que no tengo para ofrecer ninguna obra buena sino que muchas veces también la voluntad sincera que yo tenía de un deseo bueno se desvía [lejos] de ti, se sumerge en el mal y se separa de ti; como también yo, por otra parte, me vacío de una sincera voluntad en la relación contigo. Entonces, mientras yo falto, sea por obra o por voluntad, por el solo pensamiento de la conversión que sale de mí, al instante tú me das la plenitud de la justicia [39].

Esto, Isaac afirma haberlo aprendido de su experiencia de pecador siempre perdonado y justificado. Y apoyándose sobre esta experiencia, se pregunta –y pregunta al lector, que podría objetar esta posición-: “¿Quién es [tan] justo para poder negar esta gracia?” [40].

Puesta esta base, el discurso llega a su culmen: si es Dios la causa de la justificación, entonces todos pueden beneficiarse y no sólo en este mundo, sino también en el futuro. Aquel “castigo [pena]”, que Isaac prefiere llamar “instrucción”, reservada en el mundo futuro a los que tienen necesidad de purificación será también esta parte del régimen de la misericordia:

En el mundo futuro será la gracia la que juzgará y no la justicia. [Dios] acorta la duración de los sufrimientos y, por la fuerza de su gracia, hace a todos dignos de su reino [41].

Quien sabe discernir esta caridad de Dios y espera por ella la propia salvación, se alegra interiormente porque sabe que aquella misma salvación podrá tocar a toda creatura, sabe que es “el universo entero el que sacará beneficio de la bondad de Dios” [42]. Entonces su no es una alegría miserable, pero plena, porque él no confía en sí mismo sino en Dios:

Si uno hace depender la propia alegría de sus conductas, por esto mismo, su alegría es ilusoria. Es más: ¡su alegría es una alegría miserable! Y no es sólo su alegría la miserable sino también su conocimiento. Quien, en efecto, se alegra porque ha comprendido que Dios es verdaderamente bueno, él es consolado con una consolación que pasa y se alegra de una alegría verdadera [43].

Dios ama a los pecadores. Para él, “un pecado no vale tanto como un pecador” [44]. Su voluntad es “perdonar a todos los hombres” [45]. Su alegría “es la salvación de la creación” [46]. Solo, él pide al hombre que “discierna” la gracia que le es aplicada [47].

Ciertamente, Isaac ratifica la importancia del trabajo ascético y pide a los solitarios que, imitando la vida de los hombres santos que le han precedido, ellos muestren un respeto “diferente” respecto a la mundanidad en su modo de comportarse. El amor de Dios, dice Isaac citando la enseñanza de Teodoro de Mopsuestia, no debe ser motivo de relajación sino más bien de un mayor “empeño en la justicia” [48]. El amor del cual el hombre ha hecho experiencia – mucho más que de los castigos amenazadores- debe volverse causa del amor humano.

El haber hecho experiencia del amor es lo que puede durablemente sostener el amor, como también es la conciencia de no haber amado lo subiente lo que le hará sufrir y después lo purificará en el otro mundo y no un deseo de venganza de Dios. Dice al respecto Isaac:

[Nosotros] pecadores, en aquel momento seremos castigados sobre todo por el aguijón del amor de [Dios] que sigue [nuestro] éxodo por aquí abajo. Ha dicho, en efecto: Aquel a que mucho se le ha perdonado, mucho ama. Entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Dios será todo en todos [49].

Muchas más veces y en varios discursos Isaac describe a Dios como a la búsqueda  de lo que él llama una “artimaña” para poder revestirse de toda su misericordia [50]. Una artimaña para entrar en la vida de cada uno, sin violar su libertad. Entre estas “artimañas” Isaac une también la intercesión. Para aquellos que no muestran ningún signo de “hundimiento” en el amor de Dios, estos últimos pueden entrar en su existencia gracias a la intercesión de otros. A este tema, y en particular a cómo la oración de los vivos alcanza también a los muertos, el Ninivita dedica el discurso undécimo.

El punto de partida del discurso es una pregunta que Isaac se hace acerca de las palabras de Pablo que habla de una resurrección ya sucedida para aquellos que están en Cristo. “¿Cómo es que es visible”, se pregunta Isaac, tal resurrección, si la creación está aún afligida por la enfermedad y la muerte? Su respuesta es que las palabras del Apóstol no se refieren al cuerpo sino al pensamiento. Esta resurrección se manifiesta en realidad como una “renovación de nuestra mente” [51]. No es en la carne que nosotros ya hemos resucitado sino en la comprensión renovada que tenemos de Dios y de su misterio. Por esto, Isaac diferencia en la humanidad tres generaciones: los que no tienen ningún conocimiento de Dios; los que tienen un conocimiento limitado; y finalmente los que tienen de él un conocimiento profundo que no se para en el exterior de la Escritura sino que penetra su significado íntimo.

Estos últimos, que por consiguiente, no creen que Dios sea duro, sujeto a la cólera o cosas de ese tipo, son aquellos que ya han resucitado. La resurrección se manifiesta entonces en el creer en la bondad de Dios. Los verdaderos resucitados son aquellos que conocen al Dios bueno y humilde.

Nosotros poseemos sobre Dios una inteligencia superior y tenemos de él un conocimiento elevado: los conocemos como alguien que perdona, que es bueno, que es humilde [52].

Hecha esta premisa, Isaac entra en el núcleo de su discurso que intenta demostrar cómo aquellos que están todavía en vida –y que tienen este conocimiento de Dios para poderse llamar resucitados-  pueden llevar beneficio a cuantos están ya más allá de la muerte, en una comunión que no tiene más fronteras y que ni siquiera la muerte puede romper.

El discurso es polémico, por consiguiente no por todos compartido, pero las bases en las cuales Isaac se apoya son seguras: las Escrituras y sobretodo la liturgia, en particular la eucaristía. Él cita diversos pasajes de la Anáfora de Teodoro de Mopsuestia subrayando que lo que allí se ora es objeto de fe. Dice de modo polémico:

¡Yo lo he dicho y todavía lo repito y no lo niego: hay para los pecadores difuntos un socorro que [viene] del sacrificio de nuestro Señor en su favor! [53]

Y más adelante lo repite:

¡Has comprendido el camino que Dios ha enseñado a los hombres y como ha introducido en ellos la fe a propósito de lo que es su voluntad, que está fijada en la oración y es a él presentada en la Iglesia! ¿Por qué considera que esta oración es audaz? ¿le falta quizás fe? O bien es un adversario de la voluntad de Dios? [54]

La eucaristía es en efecto un sacramento celebrado por los pecadores y no por los justos. También por los pecadores aún en vida. Y esto debe ser creído y proclamado con fuerza. Nada debe esconder esta verdad, ni siquiera el temor del relajamiento. Dice Isaac con fuerza: “Ni siquiera el temor al relajamiento vale como para ocultar la verdad de nuestra fe” [55]. Él es consciente de la grandeza del misterio que está proclamando y se declara asombrado él mismo. No intenta hacer “apología del pecado” [56] pero no puede callar la grandeza de la Economía del amor de Dios.

Dos cartas dirigidas a los solitarios.

El primero de los dos discursos que, según el título, son en realidad cartas, está dirigido a un solitario angustiado por la vida comunitaria. El “monje-cenobita” al cual Isaac responde se pregunta si es según Dios vivir “en medio de [mucha] gente” y acoger las “aflicciones” que tal vida comporta.

La respuesta de Isaac es una larga exhortación en la cual, presentando el ejemplo de los mártires y de los monjes que le han precedido en aquel camino, invita a sus interlocutores a reflexionar sobre las razones de la vida monástica y sobre las aflicciones que naturalmente recogen los que la emprenden.

Desde el inicio, Isaac recuerda que a la vida monástica se es conducido a través de diversas situaciones. El camino no es único para todos, sino que cada uno le acompaña su experiencia real, marcada por la alegría o por el dolor, por la audacia o por el temor. Ninguna situación por tanto puede impedir el acceso a la vida monástica como ninguna puede llevarle hacia él naturalmente. Dios puede actuar en cada historia humana. Dice Isaac:

¡Sea que la entrada al monasterio de un [solitario] haya sido la tristeza o la aflicción; o que haya sido la alegría; o que haya sido el celo, o el amor, o el temor, o la pasión y la compunción; o que haya sido las aflicciones causadas por los hombres, etc.; sea también que su [entrada] hubiese sucedido porque hubiera comprendido [la exigencia] de la justicia, o porque [deseaba] convertirse de los pecados, de todo esto se puede encontrar [vestigios] en aquellos que [nos] han precedido! [57]

A quien ha perdido, quizás, la memoria de su propio ingreso en la vida monástica, Isaac recuerda que son varias las razones, pero sigue habiendo un único fin. Testimonio de esta variedad son las vicisitudes de los antiguos monjes a los cuales él refiere, a menudo citando pasajes de sus Vidas. Tenemos aquí también una abertura sobre lo que podía ser la “cultura” religiosa del Ninivita.

El segundo punto afrontado en esta carta parece ser una respuesta al mismo monje angustiado por los propios pecados. Ahora no se trata de la cuestión sobre angustias provocadas por la vida, sino de la tristeza inspirada por Satanás con motivo de sus pecados. Teodoro de Mopsuestia, citado por Isaac, recuerda que “el esfuerzo de Satanás es el de persuadir a todos los hombres de que Dios no cuida de ellos” [58]. Es el mal de la desesperación, del cual el solitario debe cuidarse más que del mismo pecado. E Isaac agrega:

¡Ciertamente, es bueno y es conveniente que uno, acordándose de los propios pecados, considere no ser digno de los cuidados de Dios [hacia él]; pero él se acuerda también de la misericordia de Dios y es consolado! [59]

La conciencia de haber pecado no supera a la certeza de la misericordia de Dios. Si bien Isaac repite que esto no debe hacer dudar a cuantos piensan que así todo lo “moral” pierde significado. El verdadero arrepentimiento, en efecto, dice Isaac con una afirmación que invierte el modo común de pensar, no nace del “temor”, sino del haber gustado el perdón:

El pecador, que ha pecado contaminándose en su cuerpo y que luego se cuenta entre aquellos que se convierten, no se aflige en su voluntad a causa del temor de Dios; y no [se afligirá] hasta que no se convierta en íntimo de Dios, y no adquirirá hasta entonces la parresia del corazón y la confianza de que sus pecados del pasado han sido perdonados [60].

La experiencia del perdón abre a la verdadera conversión y a “sentir sufrimiento por los propios pecados” [61] que se vuelven el instrumento más válido en la lucha contra los asaltos futuros del maligno. Por esto, y sólo por esto, Isaac invita a reconocer y recordar los propios pecados: para recordar y reconocer la medida de la misericordia de Dios. Él dice:

Aquel que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios tenida hacia él [62].

En la última parte de la carta, Isaac vuelve al tema de la aflicción del cual su destinatario se lamenta. La invitación del Ninivita es a perseverar y su argumento es muy simple: hay en el mundo muchos hombres y mujeres que sufren hambre, sed y todo otro género de aflicciones sin haberlo elegido, además están las historias de los mártires que han sufrido aflicciones semejantes e incluso más dolorosas. Ante todas estas historias de hombres y mujeres, que han sufrido y que sufren sin haberse en efecto  empeñado de forma explícita a soportar aquellas privaciones, ¿cómo es posible que un monje se lamente del hambre, de la sed o de otras cosas, él, que por el contrario, eligió libremente todo esto? Dice Isaac:

Si tú estás golpeado, afligido y atormentado en el camino de esto que es excelente, acuérdate de aquellos que están afligidos, golpeados y sometidos a todo tipo de tormentos violentos, contra su voluntad, a causa del mundo. Y glorifica a Dios que te ha hecho digno, porque tú eres golpeado según su voluntad, a causa del temor de Dios y de la vida de conversión, por amor a esto que es excelente y por temor del pecado, conforme a la elección de tu voluntad. [63]

La segunda carta se presenta como un complemento de la anterior, si bien en realidad trata de todo lo contrario. Isaac le distingue lo que podemos llamar los tres grados de la alegría: fervor, alegría y perfección.

Según un esquema que hemos visto ya para la oración, también aquí la “perfección” es la plenitud del sentimiento de la alegría, en el cual el hombre no actúa más, sino que es el Espíritu Santo que exulta en él. El ser humano entonces no tiene más que callar y dejarse asombrar. Este último estadio de la alegría se realiza en momentos que son puro don para gozar, con la conciencia de que estos no podrán ser de ningún modo retenidos. Así los describe Isaac:

 Esto se verifica cuando uno comienza a recitar pero luego [en un cierto momento], a causa de los movimientos maravillosos que se revelan en la inteligencia, su lengua se detiene y es reducida al silencio; y el versículo [del salmo] es interrumpido y no se puede continuar porque la inteligencia es reducida a la quietud y se detiene. Y este no es ya capaz de [orar] los salmos, porque la mirada de su inteligencia es tomada [lejos] de los salmos, cerca de las realidades escondidas que se elevan en su interior. [Estos] sin embargo no son pensamientos habituales sino maravillosos e indecibles. Si uno, en efecto, interrumpe la liturgia y la oración de su propia voluntad, cuando no siente [aún] estos [movimientos], se llena de pensamientos pecaminosos y lo domina un vano vagabundear.[64]

Huellas de la oración

Rasgo típico de los escritos de Isaac es el de alternar discursos y oraciones. A menudo, también el corazón mismo de un discurso, el Ninivita interrumpe sus argumentaciones para dirigir a Dios una invocación, una alabanza o un grito de júbilo. También en esta Tercera colección, dos de los catorce discursos están constituidos casi enteramente de oraciones.

El discurso séptimo alterna en realidad oración y meditación, sobre argumentos sin embargo que son idénticos. Isaac reflexiona y a menudo después alaba por aquello que ha comprendido. O bien ora y rápidamente después se detiene a explicar esto que ha orado. Los temas, por tanto, de estas oraciones son los mismos que hemos vistos en los otros discursos.

Está por ejemplo la invocación por el conocimiento posible a través de los sentidos interiores:

¡Crea en mí ojos nuevos, tú que le has dado al ciego ojos nuevos! Cierra mis orejas exteriores y ábreme las orejas interiores; aquellas que oyen el silencio y obedecen al Espíritu, a fin de que por tu Espíritu yo escuche la palabra del silencio, aquella que se eleva en el corazón y no es escrita, que se mueve en el Intelecto y no es pronunciada, aquella que es proferida por los labios del Espíritu y es entendida por el oído incorpóreo. Océano de piedad, comienza a lavarme de la impureza de la naturaleza y a hacerme conforme a tu santidad. [65]

Está la confesión de que es el don de Dios el verdadero vínculo capaz de unirnos a él y no las amenazas:

¡Es tu don el que me hace aproximar al conocimiento de ti y no tu castigo! ¡Es tu misericordia la que me ha bañado de tu amabilidad y no [mis] fatigas [ascéticas]! Tú nos has revestidos de una naturaleza frágil, que en todo tiempo es testimonio de tu gracia. Tu sabiduría nos revela, por medio de nuestra debilidad, tu amor hacia nosotros. Has puesto en nosotros una inclinación para que testimonien tu naturaleza. Tu longanimidad en efecto es más grande que nuestras equivocaciones y que nuestros pecados. [66]

Está la invocación dirigida a Dios para que él nos conceda comprenderlo a partir, no de nuestras pequeñeces, sino de su grandeza:

Danos, Señor mío, el conocimiento para que te miremos a ti con tus ojos y no con los nuestros. [67]

El otro discurso constituído enteramente por oraciones, este es el décimo, precisa en el título el fin de estos textos: para la oración de la noche, “después del oficio”. El tema dominante de estas oraciones, breves y de particular belleza incluso poética, es en efecto la contraposición entre la luz y las tinieblas. Aquí presento sólo el inicio:

Durante la noche, cuando todas las voces, los movimientos del hombre y toda suerte [de afanes] se aquietan, ilumina en ti nuestra alma y sus movimientos, oh Jesús, luz de los justos. [68]
 

[24] Isacco, Terza collezione 1, 13.
[25] Ibid. 1,16
[26] Ibid. 2,6
[27] Ibid. 3,29.
[28] Ibid. 3,34.
[29] Ibid. 3,37.
[30] Ibid. 4,4
[31] Ibid. 4,6-7.
[32] Ibid. 9,3.
[33] Ibid. 9,10.
[34] Ibid. 16,5.
[35] Ibid. 5,4
[36] Ibid. 5,15.
[37] Ibid. 5,17.
[38] Ibid. 6,6.
[39] Ibid. 6, 14.
[40] Ibid. 6, 15.
[41] Ibid. 6, 18.
[42] Ibid. 6, 16.
[43] Ibid. 6, 22.
[44] Ibid. 6, 24.
[45] Ibid. 6, 33.
[46]  Ibid. 6, 41.
[47] Ibid. 6, 35.
[48] Ibid. 6, 59-60.
[49] Ibid. 6, 62.
[50] Cf. ibid.6,23.26.36; 7,39;11,23.
[51] Ibid. 11,3.
[52] Ibid. 11, 5.
[53] Ibid. 11, 16.
[54] Ibid. 11, 22.
[55] Ibid. 11, 26.
[56] Ibid. 11, 28.
[57] Ibid. 12, 4.
[58] Ibid. 12, 21.
[59] Ibid. 12, 25.
[60] Ibid. 12, 28.
[61] Ibid. 12, 29.
[62] Ibid. 12, 35.
[63] Ibid. 12, 37.
[64] Ibid. 13, 20-21.
[65] Ibid. 7, 34.
[66] Ibid. 7, 38.
[67] Ibid. 7, 41.
[68] Ibid. 10, 1.

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