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lunes, 28 de octubre de 2013

El don del arrepentimiento


 



Este escrito es de 1938, el año de la muerte de Silouan. Puede ser considerado su testamento espiritual.


Señor, mi alma te ha conocido y ahora escribo de tu misericordia a tu pueblo.

Pueblos todos, no se aflijan por las dificultades de la vida. Solamente, luchen contra el pecado e invoquen la ayuda de Dios: él les dará lo necesario porque es misericordioso y nos ama.

Pueblos todos, mi alma desea que conozcan al Señor y contemplen su misericordia y su gloria. Tengo setenta y dos años y mi muerte está cerca: escribo sobre la misericordia del Señor que me ha sido revelada por medio del Espíritu Santo.

¡Si solo pudiese hacerles subir a un alto monte! Desde la alta cumbre verían el rostro manso y misericordioso del Señor y sus corazones exultarían.

En verdad les digo: nada bueno conozco en mí, y mis pecados son numerosos, pero la gracia del Espíritu Santo ha borrado mis pecados. Por esto sé que ha todos aquellos que luchan contra el pecado el Señor da no solo el perdón, sino también la gracia del Espíritu Santo, gracia que alegra el alma colmándola de paz, suave y profunda.

Oh Señor, tú amas a tus creaturas. Pero, ¿quién podría conocer tu amor? ¿quién podría gustar tu dulzura, sino lo instruyese el Espíritu Santo?

Te ruego, Señor, envía sobre el mundo –este mundo que es tuyo- la gracia del Espíritu Santo, a fin de que todos conozcan tu amor. Consuela a los hombres con el corazón oprimido: en la alegría glorificarán tu misericordia.

Consolador bueno, con lágrimas en los ojos te suplico: consuela a las almas angustiadas de los hombres; haz conocer a todos los pueblos tu voz suave que anuncia: “Les son perdonados sus pecados” (cf. Mc 2,5). Sí, oh Misericordioso, tú sólo puedes realizar maravillas y no hay maravilla más grande que esta: amar a un pecador en su miseria (cf. Rom 5, 6-8). Amar a un santo es fácil, él es digno. ¡Oh Señor, escucha la oración de la tierra! Todos los pueblos están angustiados, todos entristecidos por los pecados, todos privados de tu gracia: viven todos en las tinieblas.

¡Pueblos todos, tierra toda, gritemos al Señor! Nuestra oración será escuchada. El Señor se alegra del arrepentimiento y de la conversión  de los hombres (cf. Lc 15, 7.10). Todas las potencias celestiales esperan que también nosotros gustemos la dulzura del amor de Dios y contemplemos la belleza de su rostro.

Serena y dulce es la vida de los hombres sobre la tierra si transcurre en el santo temor de Dios. Hoy en cambio los hombres viven según la voluntad y la razones humanas, han abandonados los santos mandamientos y confían encontrar la felicidad en otro lugar distinto que en el Señor. No saben que sólo el Señor es nuestra verdadera alegría y que sólo en el Señor el hombre encuentra la felicidad.

Como el sol reanima a las flores del campo,
como el viento las mece,
así el Señor calienta al alma,
así le infunde vida.

El Señor nos ha hecho el don de cada cosa para que podamos glorificarlo. Pero el mundo esto no lo entiende. ¿Y cómo podría entender lo que no ha visto ni probado? Yo mismo, cuando estaba en el mundo, pensaba así: “Ser sano, atractivo, rico y estimado por los hombres: ¡esto es la felicidad!” y tenía motivo para estar orgulloso. Pero cuando conocí al Señor por medio del Espíritu Santo, entonces comencé a entender que toda la gloria del mundo es como humo que el viento dispersa.

Ahora la gracia del Espíritu Santo infunde alegría y gozo en el alma: en esta profunda paz contemplo al Señor y me olvido de la tierra.

Señor, reconduce a ti a tu pueblo (cf. Lc. 1,16): conocerán tu amor y todos verán en el Espíritu Santo la mansedumbre de tu rostro. Todos podrán gozar ya aquí sobre la tierra de la visión de tu rostro: contemplándote como eres, se volverán semejantes a ti (cf. 1 Juan 3,2).

Gloria al Señor que nos ha dado el arrepentimiento: en el arrepentimiento todos serán salvados, todos, sin excepción. Sólo quien no se arrepiente no será salvado: yo veo su desesperación y por esto lloro de compasión por ellos. Si cada alma conociese al Señor, si comprendiese cuánto nos ama, nadie desesperaría por la propia salvación, ninguno elevaría lamentos.

¿Qué debemos esperar? ¿Que alguien entone para nosotros una melodía celestial? Pero el Espíritu que obra es el único y el mismo (cf. 1 Cor 12,11):

en el cielo,
todo vive por obra del Espíritu Santo;
sobre la tierra,
a nosotros nos es dado el mismo Espíritu Santo;
en la Iglesia de Dios,
las divinas liturgias
se realizan en el Espíritu Santo;
“en los desiertos, sobre los montes,
en las cavernas” (Heb 11.38),
en cualquier parte los ascetas de Cristo
viven en el Espíritu Santo.

Si lo custodiamos, si permanecemos libres (cf. Juan 8, 31-36) de toda tiniebla,  la vida eterna permanecerá en nosotros. Si todos los hombres se arrepintiesen y observaran los mandamientos de Dios, tendríamos un paraíso en la tierra, porque el reino de Dios está dentro de nosotros (cf. Lc 17,21). El reino de Dios es el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo es el mismo en el cielo como en la tierra.

El Señor da el paraíso y el reino eterno al pecador que se arrepiente. En su infinita misericordia se da a sí mismo, no se acuerda de nuestros pecados, como no recordó los del ladrón sobre la cruz (cf. Lc 23, 39-43).

Grande es tu misericordia, Señor. ¿Quién podrá darte gracias de modo adecuado por haber infundido sobre la tierra tu Espíritu Santo (cf. Juan 19, 30)?

Grande es tu justicia, Señor. A los apóstoles prometió: “No os dejaré huérfanos” (Juan 14, 18). Nosotros ahora vivimos de esta misericordia y nuestra alma advierte que el Señor nos ama. Quien no lo advierte que se arrepienta: el Señor le concederá la gracia que guiará a su alma. Si, sin embargo, ves a un pecador y no sientes compasión, entonces la gracia te abandonará. Hemos recibido el mandamiento del amor (cf. Juan 13,34) y el amor de Cristo tiene compasión por todos y el Espíritu Santo nos infunde la fuerza para realizar el bien.

¡Espíritu Santo, no nos abandones!
Cuando tú estás en nosotros,
el alma advierte tu presencia,
encuentra en Dios su felicidad:
tú nos das el amor ardiente por Dios.

El Señor ha amado tanto a los hombres, sus creaturas (cf. Juan 3,16), que les ha santificado en el Espíritu Santo y les ha hecho sus semejantes. Misericordioso es el Señor (cf. Sal 103,8), y el Espíritu Santo infunde en nosotros la fuerza para que seamos misericordiosos. Humillémonos, hermanos. Con el arrepentimiento recibiremos el don de un corazón compasivo: entonces veremos la gloria del Señor, conocida por el alma y por la mente por la gracia del Espíritu Santo.

Quien se arrepiente en verdad está dispuesto a soportar cualquier tribulación: “fatiga y trabajo, hambre y sed, frío y desnudes” (2 Cor 11,27), desprecio y exilio, injusticia y calumnia. Su alma en efecto está tendida hacia Dios y no se preocupa de las cosas del mundo (cf. 1 Cor 7, 32-34), sino que se dirige a Dios con una oración pura.

Quien es aficionado a las riquezas y al dinero no puede jamás permanecer en Dios con espíritu puro (cf. Lc 16, 13): su alma está constantemente tomada por las preocupaciones con respecto a qué hacer con estos bienes terrenos. Si no se arrepiente sinceramente y no se entristece por haber pecado ante Dios, morirá prisionero de esta pasión, sin conocer al Señor.

Cuando te tomen lo que posees, tú dalo (cf. Mt 5, 40-42): el amor de Dios no opone rechazo.

Pero quien no ha conocido el amor de Dios no puede ser misericordioso: la alegría del Espíritu Santo no permanece en su alma.

Si el Señor misericordioso
ha sufrido para darnos el Espíritu Santo
que procede del Padre, si nos ha dado su cuerpo y su sangre,
entonces es evidente
que nos dará también todo
lo que necesitamos.
(cf. Lc 11, 9-13; Mt 6,33)

Abandonémonos a la voluntad de Dios: veremos su providencia y el Señor nos colmará más allá de toda nuestra esperanza.

El Señor perdona los pecados de quien tiene compasión del hermano. El hombre misericordioso no recuerda el mal recibido: tampoco si lo han maltratado y ofendido, tampoco si le han quitado lo que poseía, su corazón no se turba porque conoce la misericordia de Dios. Ningún hombre puede arrebatar la misericordia del Señor: es inviolable porque habita en lo alto de los cielos, junto a Dios (cf. Mt 6,20).

Mi espíritu es débil: como la llama de una vela que se apaga al mínimo soplo del viento. El espíritu de los santos, en cambio, es ardiente: como zarza que no se consume (cf. Ex 3,2) y no teme ningún viento. ¿Quién me dará semejante ardor como para que mi amor por Dios no conozca reposo, ni de día ni de noche (cf. Sal 132, 3-4)? El amor de Dios es fuego devorador: por esto los santos soportan toda tribulación y reciben el don hacer milagros. Curan enfermos, resucitan a muertos, caminan sobre el agua, se elevan de la tierra durante la oración, hacen descender la lluvia del cielo. Yo quisiera aprender sólo la humildad y la mansedumbre de Cristo (cf. Mt 11, 29): en su amor pueda yo no ofender jamás a nadie y llegar a orar por todos como por mí mismo.

¡Pobre de mí! Escribo sobre el amor de Dios. Pero a Dios no lo amo como debería. Por esto, triste y afligido, como Adán expulsado del paraíso, gimo y grito: “Señor, ten piedad de mí, tu creatura caída”. ¡Cuántas veces me has hecho el don de tu gracia! ¡Y yo en mi vanagloria no la he cuidado! Si bien mi alma te conoce, mi Creador y mi Dios, por esto te busco gimiendo, como José arrestado y esclavo en Egipto (cf. Gen 37,28).

Te he amargado con mis pecados y tú has alejado de mí tu rostro. Mi alma te desea y sufre por tu lejanía.

¡Espíritu Santo, no me abandones! Cuando te alejas de mí, los malos pensamientos asaltan mi corazón: mi alma llora lágrimas amargas.

Señora toda santa, Madre de Dios, tú conoces mi dolor. Ves que he entristecido al Señor y él me ha abandonado. Te suplico: sálvame, que soy  una creatura de Dios; sálvame, que soy tu siervo.

Si piensas mal de los hombres, un espíritu malvado vive en ti y te inspira pensamientos malvados contra los hermanos. Si uno muere sin arrepentirse, sin perdonar al hermano, su alma estará allí donde está el espíritu malvado que la ha esclavizado.

Esta es la verdad: si perdonas, el Señor te ha perdonado. Si no perdonas, el pecado permanece en ti (cf. Mt 6, 14-15). El Señor quiere que amemos al prójimo.

Si eres consciente
que el Señor ama al prójimo,
significa que el amor de Dios está en ti;
si eres consciente
que el Señor ama mucho a sus creaturas,
si tú mismo tienes misericordia
por cada creatura,
si amas a los enemigos,
si te consideras inferior a todos,
entonces
la poderosa gracia del Espíritu Santo está en ti.

 Quien tiene en sí al Espíritu Santo –aunque no lo posea en plenitud- se preocupa por todos los hombres, noche y día. Su corazón sufre por cada creatura de Dios y de modo particular por aquellos que no conocen a Dios, que se oponen a él y que van hacia el encuentro con el fuego de los tormentos. Por estos, aún más que por sí mismo, él ora noche y día, para que todos se arrepientan y lleguen a conocer al Señor.

El Señor oraba por los que lo crucificaron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).

Esteban, primer diácono, oraba por aquellos que lo lapidaron: “Señor, no les tengas en cuenta sus pecados” (Hechos 7,60).

También nosotros, si queremos que la gracia de Dios permanezca en nosotros, debemos orar por los enemigos.

Si no tienes compasión del pecador que probará los tormentos del fuego, entonces en ti no permanece la gracia del Espíritu Santo sino que en ti mora un espíritu malvado:

Y mientras aún tengas vida
lucha mediante el arrepentimiento
por liberarte de él.

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