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martes, 29 de octubre de 2013

Cartas para persuadir a la práctica de la oración interior - Cartas IX - XV



 



Carta IX

¡Nuevamente mi alma busca algo nuevo sobre el camino de la contemplación! Nuevamente se esfuerza por encontrar el modo de ser persuadida, de descubrir los métodos más simples para entrar constantemente en ella misma. No deja de leer, de imaginar, de preocuparse por elegir lecturas sobre esto. ¿Cuándo esta desenfrenada agitación se transformará en una actividad constante y en la concretes de una tranquila ocupación?... ¡Cuántas veces has experimentado que los preparativos para la oración te han hecho sólo perder tiempo! El pensamiento que dice: “Leo esto y el espíritu se me inflamará; escribo esto otro e inmediatamente me pongo a orar”, este pensamiento  es la voz de la pereza y el engaño del enemigo… En verdad, si bien la lectura de libros sobre la oración es una gran ayuda para la oración, como han afirmado los padres, es necesario sin embargo que no supere en duración el ejercicio mismo de la oración. Si las personas santas han sacado más provecho por orar y no por las muchas lecturas, significa pues que tenemos necesidad de dedicarnos más tiempo a la oración. Si la oración del corazón nos cansa, podemos dedicarnos a la oración vocal. Pero para que la oración se nos haga siempre más familiar e íntima, debemos cuanto nos sea posible negarnos a nosotros mismos, no rechazar ningún impulso a la oración y no soñar empresas terrenas.
¡Presta atención a esto! Y cada día renueva tu decisión por la oración.

(10 de mayo 1854, en el monasterio de San Nicolás [1])


Carta X

Cuántas veces nos hemos ya decididamente propuesto no dejar pasar en absoluto ningún impulso interior a la oración sin entrar al menos un momento en nosotros mismos. La fecundidad de esto ha sido confirmada por innumerables experiencias. Pero, ¡cómo son inconstantes nuestros propósitos! ¡Cómo fácilmente los olvidamos! Cuánta pérdida trae esto a la paz interior. Tanto esto, como lo contrario, es confirmado por la experiencia.

¡Toma coraje, alma mía! Persevera en la obra emprendida y persuádete de que no hay nada más útil, nada de mayor beneficio como la oración, sobre todo en soledad.

Decide firmemente consagrar a la oración aunque sea un breve momento, aunque sea cinco minutos, a cada impulso del espíritu a la oración, a pesar de cualquier tipo de distracción, y dejando toda ocupación, cualquiera sea. De este modo mostrarás la debida y absoluta atención a la oración del publicano [47].

(7 de junio 1854, en el monasterio de San Nicolás)


Carta XI

La verdadera oración del creyente es fuente, causa, madre de todo bien, paz y salvación: “Todo lo que pidan en la oración con fe, lo obtendrán” [48], dijo Jesucristo. Sin oración no es posible adquirir la virtud, vencer las pasiones, obtener la salvación. “No lo obtienen, porque no piden” [49], decía el apóstol Santiago.

Pero nosotros no podemos orar verdaderamente: no sabemos cómo o por qué cosas orar [50]. No podemos mantener la mente en la pureza y en la atención: el pensamiento del hombre, en efecto, está inclinado al mal desde su juventud [51]. No tenemos la fuerza para generar en nosotros una fe viva en la oración, ya que tampoco la fe viene de nosotros. ¡Es un don de Dios! [52].

Y a nosotros, ¿qué nos queda? ¿Esperar quizás el momento en el cual el Espíritu, que intercede en nosotros con gemidos inefables, despierte dentro de nosotros las condiciones arriba expuestas relativas a la oración, sin las cuales la oración no puede alcanzar el propio fin: “Si bien piden, piden mal” [53]? O ¿esperar que nuestro espíritu sienta estar en el estado más apto para orar, cuando nos preparamos del modo conveniente para la oración, y sólo ahí comenzar a rezar?

¡Absolutamente, no! La Santa Escritura manda orar siempre sin cansarse [54]; orar incesantemente [55]; orar en todo tiempo con el espíritu [56].

De todo esto resulta que a nosotros nos queda orar frecuentemente. La cantidad es dada justamente por nuestra voluntad, mientras que la calidad y la perfección de la oración dependen completamente de la gracia de Dios. La cantidad, en efecto, atrae también la calidad, como observan los santos padres de la Iglesia.

¡Así, recemos lo más a menudo que nos sea posible! ¡Decidámonos absolutamente a dedicar el tiempo de nuestra jornada más a la oración que a los otros ejercicios! ¡No dejemos ni un solo recuerdo de la oración en la mente, ni un solo impulso en el espíritu sin sumergirnos completamente en la oración, suspendiendo todas las ocupaciones y las acciones de los sentidos, por todo el tiempo que nos sea posible! Esta decisión, sin dudas, traerá el fruto esperado: ¡aprender la verdadera oración!

(14 de abril de 1855. En el monasterio de San Nicolás)


Carta XII

¿Por qué te entristeces durante la oración y no rechazas este pensamiento que te turba diciéndote que es vana tu oración distraída y fría, y por consecuencia eres combatido? … Es la memoria del Espíritu que suspira junto a ti. Es la voz de tu ángel custodio. De cualquier modo que sea realizada tu oración, sométete a la voluntad de Dios y esfuérzate solo de orar frecuentemente. Disponiéndote a la oración, no estés sediento sólo de la satisfacción espiritual, más bien decide estar como sea del agrado de Dios mantenerte: en la consolación o en la sequedad. De este modo conservarás la paz interior y evitarás la tristeza [57]. Nosotros mismos, que sin el Espíritu Santo no podemos ni siquiera pronunciar el nombre del Señor Jesús, ¿Seremos capaces de orar como se debe? … Incluso si tu oración se hace para ti un ejercicio oprimente e incluso doloroso, no pierdas el ánimo ni siquiera en esos momentos y continúa orando aunque sea sólo con los labios, considerándote indigno de la dulzura de la oración interior. Soporta los ataques del enemigo y recuerda, que sólo la frecuencia y el coraje de perseverar pertenecen a nuestra voluntad, mientras la verdadera oración es un don de la gracia, como enseñan los santos padres [58], y por esto espera tranquilo la hora de la voluntad de Dios, que es capaz de hacer imprevistamente suave tu oración.

(24 de octubre de 1855, en el monasterio de San Nicolás)


Carta XIII

El voto más importante y el primerísimo deber del monjes consiste en el cumplimiento del mandamiento dirigido en el momento de la tonsura: “Hermano, toma la espada espiritual [59] – y a estas palabras le acompaña la entrega del rosario-; deberás, de hecho, pronunciar incesantemente, cuando estés sentado y cuando te levantes, cuando te acuestes y cuando estés de viaje o en el trabajo, las palabras de esta oración: ¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!” [60] En este mandamiento están resumidos todos los votos y deberes del monje, por esto éste le viene dado último, casi como conclusión o sello de todas las instrucciones. Y en verdad, si el monje lo cumpliese sin excepción, si se dedicase incesantemente a la obra de la oración, invocando el nombre del Señor Jesucristo en todo tiempo, en este sólo mandamiento él cumpliría todos. No le quedaría tiempo ni para conversaciones que distrajeran la mente, ni para la inactividad, madre de todos los vicios. Incluso en los momentos de distención sería custodiado de las tentaciones gracias a la fuerza de la invocación del Nombre. Cualquier pensamiento malo sería desenmascarado y destruido por la memoria de la presencia de Dios en nosotros. Cualquier intención pecaminosa y cualquier iniciativa oscura, iluminada por la luz de Jesucristo, desaparecería, y el pecado cometido sería al instante purificado por las invocaciones penitentes del nombre de Dios (Gregorio el Sinaíta y Juan de Karpathos) [61]. Toda obra, toda ocupación sería coronada con éxito. Y por esto, aquel que ora incesantemente, ¡viviendo con el cuerpo sobre la tierra, con la mente moraría en los cielos! Y a través del irreprensible cumplimiento del mandamiento de la oración podría cumplir ágilmente también los otros, gracias al poder de la oración de Jesús y a la gracia del nombre de Dios por él invocado, según la palabra de Jesucristo: “Quien permanece en mí, da mucho fruto” [62].

(1º de mayo de 1856. En el monasterio de Nueva Jerusalén [63])


Carta XIV

Imagina, hermano amadísimo, que tu alma y tu corazón adquiriese el gusto del dulce alimento de la oración interior. Que la oración que obra por sí misma calentase tu espíritu. Entonces, tú serías completamente liberado de todo cuanto nos causa aflicción en el largo camino de nuestra vida. Ninguna ofensa, ni desventura, pobreza, desprecio, aridez, tristeza, temor, enfermedad, enemistad, debilidad y persecución podría verdaderamente afligirnos, turbar nuestra paz interior… El recuerdo de la felicidad de la vida de oración, su solo descenso a nuestro corazón, haría que todo esto fuese vencido, expulsado desenmascarado. El ejercicio mismo en la comunión con el nombre de Jesucristo te alegraría y deleitaría también en medio de las grandes desventuras. ¡He aquí el misterio que conduce a una vida feliz sobre la tierra y la salvación en el cielo!... ¡Piensa en ti mismo con atención y esfuérzate en encontrar este tesoro, llevado en vasijas de barro! [64].



Carta XV

Si alguno siente estar insatisfecho de la propia suerte, atormentado del hastío provocado por la sequedad espiritual, impaciente e inconstante, o si por así decirlo se agita de una cosa a la otra; si, dejándose arrastrar por empresas futuras, es un soñador y, privado de firmeza, se aflige en el presente, todo esto no le viene de ninguna otra cosa sino por haberse alejado del propio fin: alejado de Jesucristo, incapaz de adherirse a él a través de la oración unitiva interior… Esto depende del hecho de que es aún un hombre exterior, un hombre solamente material. No ha tocado la propia vida interior, el propio corazón. No ha gustado ni probado la dulzura de la oración espiritual. ¡Oh! Si el hombre se ligase con un vínculo estrecho a Cristo, si no impidiese a la gracia conducirlo, su corazón conversaría incesantemente con Dios en la oración interior por medio del nombre de Cristo. ¡Entonces todos los sueños, todas las empresas vanas se disolverían! Entonces, no desearía nada sino a Jesús sólo. En cualquier lugar que habitase fluiría un río de paz, alegría, reposo y consolación. Entonces todos sus deseos superfluos se aplacarían, el futuro dejaría de turbarlo, viviría sólo el presente. Habiendo encontrado el Edén dentro de sí, ya no buscaría más –como decía un starets- ni Roma, ni Jerusalén, ni el Athos. En la más completa, indiferencia hacia cualquier lugar, hacia cualquier país, se acostaría en una oscura gruta o en una esquina polvorienta de una choza semioscura, estaría justamente como en la cama de un rey o mejor aún. Nada en la vida podría atemorizarlo, habiendo ya renunciado a sí mismo y habiéndose abandonado a Jesucristo, en la incesante consolación de la oración en su Nombre. Todos los peligros, todos los asaltos, todos los sueños, los terrores de la noche, las fieras y los bosques impenetrables no tendrían sobre él el más mínimo efecto. Éste permanecería ya en un mismo lugar, anhelando el ocultamiento de sí –“buscando esconderse”, como dice Gregorio el Sinaíta-, y no sería ya más capaz de peregrinar… Aquel que posee la alegría espiritual en el corazón está ya liberado de todo lo que procura aflicción en la vida. No hay ninguna tribulación exterior que pueda turbarlo. Él está sólo en la mitad, en el mundo: su espíritu está con Jesús en el cielo. Todas las desventuras, las enfermedades, es como si no las advirtiese. El encuentro con la misma muerte es para él como encontrar una mensajera de delicia y reposo. ¡Observad a estos! ¡Observarlos con atención: su mismo aspecto, el comportamiento exterior expresa la paz de su condición interior! En estos hijos de la gracia resplandece la auténtica renuncia a sí mismos. Para ellos las injurias, la pobreza, las humillaciones son dulces. La misma fatiga y las privaciones les consuelan. ¡Oh dulcísima oración interior! ¡Tómame en tu espacio reluciente y misterioso! ¡Lígame con los vínculos de la dedicación a ti y de la separación de todo lo que es corruptible, por amor a Jesús! ¡Enciende en mí tu fuego inextinguible: el fuego del dulcísimo amor por el Señor!



[1]  El monasterio de San Nicolás en Malojaroslavec en la provincia de Kaluga, fundado en el siglo XIV.

[2] “Dios, ten misericordia de mí, pecador” (Lc 18,13).

[3] Mt 21,22

[4] Palabras del apóstol Santiago dirigidas a los hermanos que viven en la distracción: Santiago 4,2.

[5] Cf. Rom 8, 26.

[6] Gen 8,21

[7] Paráfrasis de Ef. 2,8.

[8] Cf. Santiago 4,3

[9] Cf. Lc 18,1.

[10] Cf. 1 Ts 5,17.

[11] Cf. Ef. 6,18.

[12] Aquí y en otros lugares es utilizado unynie, el término técnico para designar la akedia.

[13] Cf. Infra, p. 63, n 68.

[14] Cf. Ef 6, 17.

[15] Cita del rito de tonsura y vestición del pequeño hábito (mantija).

[16] Los juicios expuestos en este párrafo  se encuentran en las enseñanzas de Gregorio el Sinaíta y en los Cien capítulos de avisos  a los monjes de la India de Juan de Karphatos, que vivió seguramente en la época de Diádoco y Nilo el Sinaíta, con los cuales Fozio se confronta. Cf. Dobrotoljubie III, pp. 75-102; La Filocalia I, pp. 400-427.

[17] Juan 15,5.

[18] El monasterio de la Resurrección llamado Nueva Jerusalén, a 70 kilómetros de Moscú, fue fundado en 1656 por el patriarca Nikon sobre el modelo de la iglesia jerosolimitana de la Resurrección de Cristo. Los oficios litúrgicos en el monasterio siguen el rito de la iglesia de Jerusalén.

[19] Cf. 2 Cor 4,7.

 

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