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martes, 29 de octubre de 2013

Amar el ayuno



 



“Aprended de mí”

La Iglesia imita a Cristo: todo aquello que Cristo ha hecho también la Iglesia lo hace, para que la vida de él pueda volverse su vida. La llamada de Cristo dirigida a Mateo: “Sígueme” significa en realidad: “Toma para ti mi vida”. La Iglesia ha asumido esta invitación como parte de la propia llamada.

En la vida y en la obra de Cristo el ayuno se presenta como la primera respuesta al acto de la unción y del ser colmado del Espíritu Santo. Representa la primera batalla en la cual Cristo saca del medio a su adversario, el príncipe de este mundo. Con su experiencia de cuarenta días de absoluto ayuno, en los cuales hizo callar la voz del diablo, Cristo pone para nosotros la base de nuestro comportamiento en las confrontaciones con el enemigo y con todos sus atractivos e ilusiones. “Esta especie de demonios no se puede expulsar si no por la oración y el ayuno” (Mc 9, 29). Cuando en efecto se hace un ayuno sostenido por la oración, Satanás abandona la carne.

En cuanto Hijo de Dios, Cristo no tenía necesidad de ayunar, ni le era necesario en su confrontación abierta con Satanás, así como tampoco tenía necesidad del bautismo o de ser colmado del Espíritu Santo. Pero él realiza todas estas cosas por amor a nosotros, para que su vida y sus acciones puedan volverse nuestras. Ya que, si sabemos que Cristo fue bautizado a fin de que fuese “manifestado a Israel” (Juan 1,31), del mismo modo afirmamos que ha sido colmado del Espíritu Santo a fin de “ser tentado por el diablo”. Esto sucede a para que fuese revelado ante los espíritus de las tinieblas y pudiese entrar abiertamente en la lucha con el demonio, en  favor de nuestra estirpe.  En cuanto al ayuno, éste tenía el objetivo de elevar a la carne al nivel de la lucha contra los espíritus del mal, aquellos poderes que ejercían su dominio sobre nuestra parte más débil, la carne. Debemos saber que el bautismo, la plenitud del Espíritu Santo y el ayuno constituyen en la vida de Cristo una serie fundamental e indivisible de actos, culminada con la total victoria sobre Satanás, en vista a su completo aniquilamiento a través de la cruz.

Es entonces extremadamente importante aceptar y luego sentir el poder de cada uno de los tres actos en lo más profundo de nosotros, y hacer descender por Cristo sus acciones en nosotros, a semejanza de cuanto obraron en él, de modo que su misma vida se vuelva nuestra vida. En efecto, el fin último del bautismo, del ser colmados del Espíritu santo y del ayuno es que Cristo mismo pueda habitar en nosotros: “No soy yo el que vivo, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

En el bautismo es roto el vínculo con el viejo Adán, y podemos recibir en Cristo nuestra condición de hijos de Dios. En el ser colmado del Espíritu santo es roto nuestro vínculo con el demonio y con la vida de pecado, a fin de que en Cristo podamos recibir al Espíritu de vida. En el ayuno finalmente es roto el vínculo entre el instinto y Satanás, para que en Cristo la carne pueda conseguir la victoria en su vida según el Espíritu.

No podemos pues nunca separar uno del otro de estos tres actos: el bautismo en efecto otorga la plenitud del Espíritu, y la plenitud del Espíritu (a través del ayuno) asegura a la carne la victoria para caminar según el Espíritu. A través de estos tres elementos el hombre vive en Cristo y Cristo en el hombre.

La separación en el tiempo de estos tres actos no atenúa su fusión, ni los separa al uno del otro. En una visión espiritual, en efecto, el bautismo recibido en la infancia, la plenitud del Espíritu en la madurez psíquica y física, y el ayuno, lugar en que concluyen estos tres actos, no pueden ser separados. En efecto, aunque se suceden en tiempos distintos, a causa de la necesidad humana, espiritualmente son un único acto. Estos brotan para nosotros de Cristo, que es el “Acto único”, la “Palabra única”. En cada uno de los tres actos, Cristo toma personalmente morada en nosotros para darnos su plenitud, su imagen y su vida, a fin de que podamos vivir en él como Acto único y Palabra única, y no vivir más en nuestro yo con su imagen desgarrada y quebrada.

Se trata de comprender que el ayuno es un acto divino de vida que recibimos por Cristo junto al bautismo y a la plenitud del Espíritu. La Iglesia se ha preocupado desde el inicio de introducir en el propio cuerpo los actos de la vida de Cristo, a fin de que estos puedan volverse actos dadores de vida para todos sus miembros. Si en efecto la Iglesia imita a Cristo en su disciplina de vida, esto sucede para que le sea concedida por Dios la gracia y la autoridad de poseer a Cristo mismo como vida para sus miembros. Esta Iglesia que es una sola cosa con Cristo, es imagen viviente y eficaz de la vida de Cristo. El evangelio habla de ella como la “esposa de Cristo” unida a su Esposo. Y cada vez que el evangelio declara que la Iglesia es hecha una sola cosa con Cristo, repite también que Cristo, por cuanto se ofrece a sí mismo, permanecerá siempre como su único Esposo. Ya que ni Cristo se convertirá en la Iglesia, ni la Iglesia se convertirá en Cristo. Todo esto nos confirma la necesidad que nosotros, como miembros del cuerpo de Cristo, tenemos de esforzarnos en adquirir a Cristo para poder volvernos más semejantes a Él y para poder ser una esposa “sin mancha”, una novia “casta” en un estado de continuo enamoramiento, como la Virgen que concibe y engendra al Logos. La virginidad significa aquí mantenerse “incontaminados respecto al mundo”. El estar contaminados es la impía unión entre Satanás y “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida” (1 Juan 2, 16). Estas tres cadenas son sueltas y rotas por Cristo durante el ayuno sobre el Monte de la Tentación. Él entregó las cadenas rotas como una prenda de aquella herencia por vivir y por alcanzar completamente a través del ayuno, en la plenitud del Espíritu y en el sacramento del bautismo.

En este sentido el ayuno es una de las etapas fundamentales de las que Cristo se sometió. Nadie puede pretender vivir en la plena madurez  de Cristo o que Cristo permanezca en él en toda su estatura si descuida el ayuno. Ya que, si el bautismo es una fase y la crucifixión otra, el ayuno es una fase extremadamente importante entre las dos. En efecto, la plenitud del Espíritu santo, que se cumple en Cristo con el bautismo, eleva a la carne al nivel de un extraordinario ayuno, esto es de la total privación del alimento y de la bebida, en la soledad absoluta y en la oración. Elevó así a la carne a  la estatura de la cruz.

Es imposible para el hombre llevar bien la propia cruz y pasar a través de las tentaciones del demonio, las pruebas del mundo y la opresión de los malvados sin llevar a cumplimiento la etapa del ayuno sobre el Monte de las Tentaciones. Si el estar llenos del Espíritu santo no hace a alguien apto para el ayuno, entonces  inevitablemente éste será incapaz de soportar la tribulación de la cruz.

Por esto,  la imitación que la Iglesia hace de las obras de Cristo es para nosotros una necesaria lección de vida, en la cual podemos descubrir nuestra salvación, la fuerza, la seguridad y la victoria. Cristo no fue bautizado para sí mismo y por consecuencia tampoco ayunó para sí mismo. Las obras de Cristo – que son por sí mismas fuerzas poderosas y omnipotente- se vuelven fuente de nuestra salvación y de nuestra vida. Sin embargo, su poder no nos es conferido si no hacemos experiencia y no las practicamos. En efecto, aquel que es bautizado se reviste de Cristo, quien recibe la plenitud del Espíritu santo vive por medio de la vida de Cristo y quien ayuna consigue la victoria de Cristo sobre el príncipe de este mundo.

Cristo declara con extrema claridad en qué medida sus acciones y su vida tienen influencia sobre nosotros. “Si pues el Hijo les ha hecho libre, seréis libres de verdad” (Juan 8, 36). Pero, ¿cómo puede el Hijo liberarnos del mundo, del demonio y de nuestro yo sino es viviendo en nosotros y ofreciendo a nosotros su vida, sus obras y su victoria? Él repite a menudo: “Permaneced en mí y yo en vosotros”. Se trata en realidad de una acción recíproca. Nosotros cumplimos sus acciones y vivimos según su ejemplo, y por esto él  nos entrega el poder de sus acciones, de su vida y de su ejemplo. Él atrae nuestra atención: “Aprended de mí” (Mateo 11, 29): aquí él revela el haberse puesto a sí mismo como modelo de vida y de obras, como nuestro “Precursor”, como “primicia”, para que podamos imitarlo incesantemente en cada cosa, a fin de ser “semejantes a él”. Él se hace semejante a nosotros para que nosotros podamos volvernos semejantes a él.
Después de haber terminado el recorrido de nuestra salvación por medio de todas estas obras, Cristo se nos aparece con el rostro pálido y heridas sus manos, sus pies y su costado, y nos pregunta: ¿Creed en mí? ¿Creed en la obra que he realizado? ¿Me quieres verdaderamente como Esposo? No espera a escuchar nuestro “Sí” de esposa indolente: nos invita a una total comunión con él en el sufrimiento y también en la gloria. Debemos entonces demostrar nuestra comunión con él en la fe a través de la comunión con él en las obras: solo las obras en efecto testimonian la autenticidad de nuestra fe. Pero Cristo, como Esposo verdadero, no nos deja solos en la búsqueda de las obras que debemos cumplir, sino que él mismo fija la dirección de nuestras obras y de nuestra vida: “Yo soy la vida”; “Quien me sigue no caminará en tinieblas”. Seguirlo a él no es seguir solo a una teoría intelectual, sino  más bien es  ponerse en sus huellas, imitar sus obras y estar en comunión con él en el amor y en el sufrimiento.

Todos los mandamientos de Cristo referente a las obras – la pobreza voluntaria, la ascesis, la renuncia a la familia, el despojo o el llevar la cruz – giran en torno a la persona de Cristo y terminan en él: “por amor a mi”; “ven y sígueme”; “por amor a mi nombre”; “sed mis discípulos”; “ven detrás de mí”; “velad conmigo”.
Cristo comparte con nosotros todas las obras que amó realizar o, más bien, nosotros la compartimos con él por medio de nuestro amor, de nuestro sacrificio y de nuestra renuncia. Por él derivan todas nuestras obras: nuestra ascesis por su ascesis, nuestro ayuno por su ayuno, nuestro amor por su amor. En definitiva, se trata aquí de una real comunión que profundizamos cotidianamente imitándolo siempre más en las acciones y haciendo siempre más profundamente la conciencia de su presencia en nuestra vida, permitiéndole actuar en nosotros hasta hacernos libres, capaces de una respuesta espontánea y pronta, como una esposa en el trato con su esposo.

Todas las obras que realizamos en el nombre de Cristo, por su amor y su imitación (ayuno, vigilia, paciencia, tolerancia en los sufrimientos y en las persecuciones, actos de culto, amor hasta el sacrificio, crucifixión) no son más que una transposición voluntaria del deseo de imitarlo y de estar unidos a él (“seguidme”): expresan comunión en el espíritu, en el corazón y en la intención.

He aquí como estas obras pueden ser  un camino para expresar explícitamente el ofrecimiento de toda el alma a Cristo, en un amor dócil y en un seguimiento total, sobre el ejemplo de Juan, de Santiago su hermano y de todos los otros discípulos. Ellos ofrecieron su vida y entregaron su alma a Cristo en el mismo momento en el que lo vieron y lo escucharon. Abandonaron la casa y el trabajo y se volvieron sus seguidores: “He aquí que hemos dejado todo y te hemos seguido”, volvámonos así verdaderamente copartícipes de las obras de Cristo, de las etapas de su vida y de sus sufrimientos: “Ustedes son aquellos que han perseverado conmigo en las pruebas” (Lc 22, 28).

Es posible que todas estas obras –ayuno, vigilias, oración, actos de culto o de sacrificio- expresen un amor al Señor vivido en lo secreto y que se unan a las tareas de la vida cotidiana como las de ganar dinero para vivir o la de criar a los hijos. Tenemos el ejemplo de muchos que siguieron a Jesús no de un modo público, como Nicodemo, José de Arimatea, Marta, María, Lázaro, y otros cuyo alto grado de amor en su relación con Cristo no era absolutamente inferior al de los apóstoles mismos. Sin embargo, aquellos que han dejado efectivamente todo – incluso sus casas y sus trabajos- y han seguido a Cristo, son aquellos que, a través de las obras espirituales, han demostrado de modo más explícito la estima a la persona de Cristo como el bien más precioso: “Hemos dejado todo y te hemos seguido”. El término “seguido” indica aquí un pasaje de las obras mundanas a las obras espirituales, en efecto Cristo es tan grande como para llenar enteramente nuestra vida y satisfacer todas nuestras necesidades, volviéndose así nuestra única actividad, nuestra única esperanza y nuestro único interés.

Esta es precisamente la doctrina ortodoxa que la Iglesia ha recibido de los apóstoles acerca del celo, del fervor y la luchas en las obras, y es la medida fundamental que cada uno dispone  para medir la importancia que atribuye a Cristo. En efecto, según el grado de interés y de sinceridad  en la obra espiritual puesto en la vida de cada uno es como se revela la luz proveniente de Cristo. Y esto, por consecuencia, da testimonio del Padre: “Así resplandezca vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras obras buenas y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Los apóstoles heredaron la vida entera de Cristo y fueron testigos oculares y partícipes de sus obras y de sus acciones. Heredaron los largos ayunos del cual tuvieron ejemplo: “Esta especie de demonios no puede expulsarse  de ningún modo sino con la oración y el ayuno” (Mc 9, 29). Heredaron la oración nocturna: “Velad y orad” (Mc 14, 38). Heredaron la agonía de la oración, con frecuentes postraciones y sudores semejantes a gotas de sangre: “Y llegada la agonía, oraba más intensamente y su sudor se volvió como gotas de sangre que caían a tierra… Y dijo a sus discípulos: ‘¿Por qué dormís? Levantaos y orad’” (Lc 22, 44-46). Heredaron la tolerancia y la paciencia en medio de los insultos de la autoridad y de la traición de los compañeros: “Si me han perseguido, los perseguirán también a ustedes” (Juan 15, 20). Heredaron el ministerio sobre las plazas entre los enfermos, los pecadores y los pobres. Heredaron la lucha, el sufrimiento y la crucifixión, los dones más excelentes dejados a ellos por Cristo. “El cáliz que yo bebo, ustedes lo beberán” (Mc 10,39). “Entonces Pablo responde: ‘¿por qué lloran así y destrozan mi corazón? Yo estoy dispuesto no solo a ser prisionero, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (Hechos 21, 13). Todas estas obras  las heredaron no como acciones separadas de Cristo, sino como parte y porción de él. Cristo moraba en sus corazones por la fe cuando recibieron al Espíritu Santo, y ellos entonces realizaron, según su promesa, todas las obras de Cristo, ¡también los milagros y la muerte!

La Iglesia ha heredado esta experiencia viva de los apóstoles, es decir, ha heredado al Cristo obrando en los apóstoles. Así la importancia o, más bien, la indispensabilidad de las obras en la Iglesia significa que la Iglesia fija la mirada sobre Cristo mismo que es quien obra en nosotros, como lo hizo en los apóstoles, y realiza los mismos actos por él realizados para nuestra salvación. La Iglesia en efecto cree en lo que Pablo sostiene: “Es Dios que obra en ustedes el querer y el obrar” (Fil 2, 13). Y tiene confianza que esto lleva a la afirmación paulina: “haz todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). Es a través de Cristo y en su presencia que deben ser realizadas las obras: solo la obra de Cristo lleva a la gloria de Dios, porque: “Jesús, Cristo y Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 11).

Está ahora claro que la fe de la Iglesia en las obras no es más que la fe en la vida perfecta de Cristo. A esta perfección pertenece la obra entera de Cristo y, o mejor aún, su entera misión y su amor compasivo por toda la humanidad. Las obras no son por esto las acciones limitadas, realizadas por la voluntad humana para hacer resaltar al propio yo. La importancia de las obras en el pensamiento de la Iglesia se basa sobre el hecho de que cada una de ellas debe brotar de la voluntad de Cristo y ser llevadas a su cumplimiento por su poder: “Todo puedo en aquel que me da fuerzas” (Fil 4, 13). Las obras pues deben realizarse para gloria de Dios. En otras palabras deben  revelarlo y testimoniarlo: “Para que viendo vuestras buenas obras den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Por esto el concepto de “fe y obra” en la Iglesia ortodoxa es inseparable de la persona viva de Cristo, que es la fuente tanto de la fe como de las obras en la vida humana. El fin último de la fe y de las obras es la glorificación de Dios Padre, una obra esencial que pertenece exclusivamente a Cristo: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.

El criterio que asegura correctamente que estas obras son hechas a través de Cristo y para la gloria del Padre es la perfecta imitación de Cristo en toda palabra, acción y comportamiento. En todo se debe invocar al Espíritu de Cristo con  la oración, para que las obras sean purificadas de toda escoria de la voluntad propia y del pensamiento humano y puedan estar exentas de adulación, hipocresía, falsificación, perjuicio y amor propio. Todas estas cosas en efecto hacen las obras inútiles, privadas de frutos y consagradas a la muerte.

El ayuno agradable a Dios.

Cuando nos esforzamos por caminar a lo largo del camino estrecho, debemos ser siempre conscientes de encontrarnos a la sombra de la cruz, para poder perseverar por más grande que puedan ser las adversidades. Para alcanzar la perseverancia es esencial que los sacrificios que ofrecemos sean siempre ofrecidos por amor.
Debes saber, hermano querido, que esforzarse por el camino estrecho comporta el riesgo de caer o en el pecado negativo de la desesperación o, en el extremo opuesto, en un sentido de heroísmo o de perfección en la virtud. Podemos alcanzar el amor auténtico solo evitando estos dos peligros que amenazan nuestro progreso sobre la vía estrecha y esto puede ser realizado si descubrimos como vencer nuestro yo. Para que no nos suceda ni el apenarnos por nosotros, por temor a caer en la desesperación, ni el de alabarnos a nosotros mismos, por temor de caer en el sentido de heroísmo, que los santos llaman “vanagloria”.

Si cavamos en profundidad en la esencia del amor divino, modelo del amor que intentamos seguir, encontramos que puede ser alcanzado solo mediante la negación de sí, hasta la renuncia o incluso la destrucción de sí mismo. Esto lo aprendemos por Cristo sobre la cruz y por su vida anterior. Por esto, para avanzar en el amor, debemos practicar el odio a nosotros mismos, hasta no tener más algún interés por nuestro yo o por las cosas de este mundo que estábamos habituados a considerar una ganancia.[1]

El ayuno es una prueba en la cual la persona desafía al yo. Es un ejercicio en el cual el yo debe ser olvidado y sufrir la resistencia por parte del todo el ser. El ayuno debe por consiguiente ser considerado un acto de amor supremo, una vía física para entrar en la experiencia de la cruz y una parte inseparable de esta experiencia.

Dentro de nosotros la vida del Espíritu Santo es reavivada si seguimos a Cristo en el desierto del ayuno para ser puestos de frente a la destrucción, al menos parcial, del yo, como un cordero es llevado al matadero. El secreto del renacer de la vida del Espíritu en nosotros está en el grado en que cada uno logra llegar a este amor ofrecido para ser conducidos hacia el matadero. Si queremos seguir el camino de la cruz hasta el final, esta es solo una primera prueba.

Sabed bien que el esfuerzo del ayuno es advertido primero por todo el cuerpo, que es el espacio físico en el cual es relegado el yo y en el cual se revelan su naturaleza y sus deseos. Cuando pues ayunamos agotamos al cuerpo y así, indirectamente, subyugamos al yo [2]. Y si subyugamos al yo a través del dominio del cuerpo, hemos de hecho llegado cerca de la destrucción del yo, al menos en parte.

A través del ayuno nosotros cumplimos en cierto sentido la palabra del Señor: “Quien pierda la propia vida a causa de mí, la salvará” (Lc 9, 24). Pero querría volver a la palabra “en parte”. Nosotros en efecto debemos tener como objetivo alcanzar un estado de aceptación no del aniquilamiento parcial del yo, sino el de aceptar aniquilarlo totalmente, y esto puede realizarse sólo por un acto deliberado de la voluntad. En otras palabras, si comenzamos con cualquier ejercicio (como el ayuno, por ejemplo) que nos lleva a la victoria parcial sobre el yo, debemos completar el sentido de satisfacción derivado de la aceptación de este estado con el de una aceptación de la destrucción total del yo. Esto se alcanza mediante la aceptación mental –de buen agrado, sin temor alguno, ni restricción- de la muerte misma: “Hemos hasta recibido sobre nosotros la sentencia de muerte para aprender a no poner la confianza en nosotros mismos.” (2 Cor 1, 9)

Cuando Abraham, nuestro padre, ofreció a su hijo Isaac, con las manos hizo esta ofrenda solo en parte, pero en la intención la cumplió totalmente. En efecto, después que Abraham dio prueba de su plena voluntad de ofrecer totalmente a Isaac, su único hijo, Dios no le permitió llevar a cumplimiento el asesinato. Esto, y solo esto, es el motivo por el cual Dios rescató a Isaac. Y lo rescató por medio de un carnero, símbolo de Cristo, que habrá de rescatar las almas de aquellos que han parcialmente destruido su yo por medio de sus acciones, pero totalmente en la intención.

Cuando Abraham ofrece a su hijo Isaac lo sustituyó, según el plan divino, con un carnero. Esto representa  la destrucción del cuerpo como rescate del alma. De igual modo, en la prueba del ayuno o en cada acto de negación de sí basado sobre el sacrificio y sobre el rescate, estamos llamados a no tener ninguna piedad de nosotros mismos y a hacer de la ofrenda de nosotros y de nuestros cuerpos una ofrenda total en la intención. Esto significa que deberemos estar dispuestos a aceptar una sentencia de muerte en cada momento, deseándola en lo profundo del corazón como fundamento de la vida.

Pero Dios vigila para impedir que la destrucción penetre en el alma. Dios rescata al alma: “Bendito sea Dios que ha rescatado mi alma” (2 Sam 4,9). Cristo, bendito sea su nombre, ha rescatado nuestras almas y así frente a la experiencia del auto-aniquilamiento no hay temor o alarma alguno, tal como para inducirnos a buscar un carnero para ofrecer en lugar de nosotros mismos. Esto significaría que nuestro ofrecimiento es incompleto y nuestra intención débil e indecisa. En el momento en el cual la intención alcanza el nivel de la  completa negación de sí y el consentimiento total de la auto-aniquilación, vemos al manso carnero inclinado y colgado del árbol, ofrecido por nuestro misericordioso Padre en el tiempo oportuno, a fin de que ninguno de aquellos que lo aman y creen en él perezcan.

El significado de todo esto es que, si en nuestro lugar ofrecemos otra cosa, es rechazado, y si nosotros miramos alrededor en busca de un carnero para sacrificar en vez de a nosotros mismos, somos privados de la promesa hecha para siempre en Isaac, e incluso somos privados de Cristo mismo. En efecto, cualquiera que no sabe ofrecer totalmente su vida o es temeroso de enfrentar el sacrificio de sí – y por esto de la muerte- se da cuenta que su intención retrocede y  rechaza la muerte. Huye y ofrece cualquier sacrificio externo, como un acto de culto o una ofrenda de dinero, o usa cualquier otra estrategia para evitar sacrificar su propio yo. Así pierde la parte propio de la herencia en Cristo redentor, porque Cristo rescata de la muerte a aquellos que han aceptado la muerte.

Por esto, la experiencia de la destrucción de nuestro yo no debe tener nada que ver con la autocompasión o la debilidad de la fe. No debe ser incompleta, ni debemos buscar sustituirla con el ofrecimiento de dinero o de cualquier otra cosa de este mundo, y ni siquiera el dar a cambio el mundo entero, porque el alma es mucha más preciosa que todas las cosas. No hay nada que pueda ser ofrecido en sustitución al alma, excepto Cristo, sea bendito su nombre. Sólo él puede ser ofrecido, porque él en la condescendencia y humildad de su amor atribuye a su alma divina un valor igual a la del alma humana.

Pero repetimos de nuevo que Cristo, bendito sea su nombre, no puede convertirse en rescate para el alma humana si el hombre no ofrece su propia alma sobre el altar del amor, en la muerte del mundo, haciendo un sacrificio total con toda su voluntad, renunciando a sí mismo para siempre, alzando el cuchillo con su misma mano resueltamente y con una ardiente decisión, dando así prueba de haber aceptado la muerte.

Cada prueba, cada lucha contra el yo y cada ayuno en el cual el hombre no sabe alcanzar el nivel de negación de sí (como vemos en el cuchillo alzado por la mano de Abraham para inmolar a Isaac, su único hijo, o en la mano de Dios que abandona a su Hijo amado clavado en la cruz) lo priva del rescate (es decir de Cristo) que ha sido preparado por Dios a cambio del alma ofrecida de este modo. Si sucede esto, la lucha no es más vista como una lucha ni el ayuno como ayuno para destruir al yo, en obediencia al mandamiento, sino que es visto, por el contrario, como un gesto de complacencia del alma y un reforzamiento de su poder.

El Señor se sometió a un extraordinario ayuno para cumplir en la carne y a través de la carne lo que ya había hecho perfectamente aceptando la encarnación: él “se despojó a sí mismo” (Fil 2, 7). De muchos modos realizó el despojamiento de sí, pero el ayuno fue el más maravilloso, porque en el ayuno en realidad él sacrificó místicamente su cuerpo. El ayuno al cual se sometió y en el cual experimentó de modo definitivo el hambre y la sed extrema por cuarenta días, demostró su clara y ardiente intensión de cumplir el sacrificio definitivo.

El Señor de hecho sacrificó al propio cuerpo antes de la cruz: cuando en la última cena lo ofrece a los discípulos, ofrece a ellos su cuerpo crucificado por un acto de su voluntad antes que fuese crucificado en manos de los pecadores, sacrificado en la intención antes que fuese sacrificado por los poderosos. En otras palabras, Cristo puede decir: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo que es ofrecido… Tomad, bebed, esta es mi sangre que es derramada…” solo porque él en su alma se ha ya confrontado con este estado interior. El sacrificio y la efusión de la sangre habían sido  realizados en su voluntad y en la intención, como da testimonio y prueba el ayuno. No era en efecto algo fácilmente concebible que el Señor, mientras estaba sentado en medio de sus discípulos y comía y bebía con ellos, pudiese decir: “Esto es mi cuerpo que se ofrece… esta es mi sangre que se derrama…”, a menos que no hubiese ya sufrido este sacrificio, si bien místicamente, en el ayuno.

El Señor se sacrificó a sí mismo por el mundo antes que el mundo lo crucificara. Realizó el ofrecimiento de su cuerpo, o de sí mismo, como un sacrificio en provecho del mundo inmediatamente después de haber sido bautizado, cuando fue impulsado al desierto por el Espíritu. Él obedeció de buen agrado y fue a afrontar la prueba del ayuno, que es el aspecto voluntario de la cruz.

He aquí por qué el Señor tuvo cuidado de instituir  y de celebrar el rito de la eucaristía antes de la cruz, y no después de la resurrección: para mostrar que el sacrificio y la ofrenda eran un acto libre.

El cuerpo místico ofrecido en la última cena bajo las especies del pan y del vino es el ejemplo más profundo que el hombre ha conocido de lo invisible hecho visible y del futuro actualizado en el presente. La profecía del Antiguo Testamento se limitaba a delinear al pueblo una imagen de eventos en un futuro oscuro, en cambio la profecía presentada por Cristo en el Nuevo Testamento es la buena nueva del cumplimiento futuro en el presente y una recepción física de lo invisible y de lo intangible. Esta es el significado de: “Tomad, comed… Tomad, bebed… este es mi cuerpo… esta es mi sangre”.

Te ruego, observar, hermano, que esto era dicho un día antes de la crucifixión, pero Cristo veía que los eventos inminentes estaban en acuerdo con su voluntad. Veía la cruz elevada y sobre ella su cuerpo que era asesinado y su sangre que era derramada. Se veía a sí mismo cercano a todo esto. Y así tomó el pan e infundió en él el misterio del cuerpo partido, y tomó el vino e infundió en él el misterio de la sangre derramada y alimentó a sus discípulos. Entonces ellos comieron de sus manos el misterio de su voluntad y bebieron el misterio de su amor, el misterio de sus sufrimientos, el misterio de la salvación.

Por esto, cuando participamos en el misterio del cuerpo y de la sangre de la Eucaristía, no sólo participamos de la cruz, sino también de una vida místicamente derramada y de un cuerpo que ha luchado con un severo ayuno, con la privación, la necesidad y el dolor.

Entonces, si nos encontramos cara a cara con sufrimientos semejantes a aquellos que cotidianamente encontramos cuando damos testimonio de la verdad, debemos considerarnos solidarios o en comunión “con aquellos que fueron tratados de este modo” (cf. Hebreos 10,33). Por esto no debemos desanimarnos: comunión con la carne y la sangre es en efecto una expresión que significa comunión con la vida entera de Cristo, que es una vida cargada de tribulaciones, ayunos y sufrimiento.

La ofrenda que en el jueves santo Jesús hizo de su cuerpo, sacrificado con un acto de voluntad precedente a la crucifixión del viernes, era realizada por un poder que venía de la realidad de la vida misma de Cristo. La cruz misma no fue otra cosa más que la expresión de una realidad ya existente, porque Cristo se crucificó a sí mismo para el mundo antes que el mundo lo crucificara. La crucifixión podría parecer el  acto conclusivo del Señor, pero en realidad era el tema de todo cuanto hizo en su vida, iniciada con la prueba del ayuno, cuando él por cuarenta días sacrificó su cuerpo por medio del hambre y su sangre por medio de la sed.

También Moisés ayunó por un período de cuarenta días, pero este debía prepararlo para poder recibir los mandamientos y la ley, es decir, la Palabra de Dios escrita. También Elías ayunó por cuarenta días, pero este ayuno debía hacerlo digno de ver y encontrarse con Dios. El ayuno de Moisés y de Elías volvió en provecho de ellos y de la humanidad. En cuanto al Señor Jesús, él ayunó no para recibir algo, sino para hacer una libre ofrenda de sí mismo con un acto de voluntad y para manifestar el futuro sacrificio de la cruz.

En cuanto a nosotros, no ayunamos para recibir algo, porque hemos recibido a Cristo y en él ya hemos recibido todo, antes de ayunar y aún antes de nacer. Y ni siquiera ayunamos para ofrecer algo, porque ninguna ofrenda nuestra, aunque llegáramos hasta dar la vida, es de alguna utilidad para quitar aunque sea un solo pecado. Ni tampoco nuestro ayuno puede ser llamado redentor, como si sacrificando nuestro cuerpo y nuestra sangre con el hambre y con la sed pudiésemos redimir a la más pequeña alma en la humanidad entera, o incluso a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque el pecado que está en nosotros ha privado de valor al acto redentor y dejado sin fuerza nuestro sacrificio.

¿Qué sentido tiene pues nuestro ayuno?
Ayunamos y ofrecemos nuestros cuerpos como sacrificio: la forma externa de este acto es soportar un trabajo, pero su esencia es la aceptación intencional de la muerte, para que podamos ser considerados dignos de ser místicamente unidos a la carne y a la sangre de Cristo. Es entonces que nos volvemos, en el sacrificio de Cristo, un sacrificio puro, capaz de interceder y de rescatar.

El ayuno, siendo por causa del pecado un sacrificio incompleto, debe ser consumado en la comunión, en la participación del Cuerpo y la Sangre, así se convertirá en un sacrificio perfecto, eficaz en la oración y en la intercesión. Por esto cada santa Comunión debe ser preparada por el ayuno y cada ayuno debe concluirse con la santa Comunión. Cuando recibimos la Comunión recién ahí nos es lícito interceder, porque nuestra ofrenda y nuestro sacrificio son hechos perfectos. “Ora para recibir dignamente la Comunión. Ora por nosotros y por todos los cristianos.” [3]

Durante la Cuaresma nos preparamos a la última cena, nos preparamos al encuentro entre dos realidades semejantes. ¿Cómo podría en efecto aquel que no se ha sacrificado a sí mismo ser digno de Aquel que ha sacrificado su vida? Si nosotros comemos de un cuerpo sacrificado sin sacrificar nuestro yo, ¿cómo podremos pretender que suceda la unión? La cena del jueves santo, que es la aceptación voluntaria de una vida de sacrificio, no es otra cosa que una preparación para aceptar los sufrimientos abiertamente, incluso el de la muerte.

Por esto, cada vez que comemos el Cuerpo y bebemos la Sangre, somos místicamente preparados para anunciar la muerte del Señor y para proclamar su resurrección. Todo testimonio de la muerte y de la resurrección del Señor lleva consigo el estar dispuestos al martirio. Y todo martirio lleva consigo la resurrección.


 

[1] La destrucción del yo se alcanza a través de la eliminación de la voluntad propia, la cual se mide por la aceptación o no de la muerte. El odio a sí mismo es un intento interior de liberar a la persona de la esclavitud del yo, para que pueda ser unida al otro (Dios u hombre) a través del amor. Sobre esta temática evangélica tan apreciada por los padres del desierto, se puede profundizar en el capítulo anterior de esta antología: “Negarse a sí mismo”, pp 147-161.

[2] El yo es subyugado cuando emprende una actividad que no es ni agradable, ni deseable. El logro de esto es un efecto secundario del ayuno (no el motivo principal, que es el amor).

[3] Liturgia copta.

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