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jueves, 1 de agosto de 2013

Pedro Fabro (o Favre), Beato


Primer Sacerdote Jesuita, 1 de agosto
 
Pedro Fabro (o Favre), Beato
Pedro Fabro (o Favre), Beato

Jesuita

Martirologio Romano: En Roma, beato Pedro Favre, presbítero. Fue el primero entre los miembros de la Compañía de Jesús que mantuvo duros trabajos en distintas regiones de Europa. Murió en la ciudad de Roma, mientras se dirigía al Concilio Ecuménico de Trento (1546).

Refiere el padre Diego Laínez que cuando, en 1535, San Ignacio salió de París para atender en España a su salud quebrantada, dejó "al buen maestro Pedro Fabro como hermano mayor de todos" los compañeros de un mismo ideal, consagrado meses antes con voto en la colina de Montmartre. Este era el Beato Fabro: el primer sacerdote de la Compañía, ordenado tres semanas antes de aquel voto, y el primer miembro de aquel grupo estable de hombres excepcionales que, con San Ignacio a la cabeza, habían de fundar una nueva Orden.

Oriundo del pueblecito de Villaret, parroquia de San Juan de Sixt, situado en las faldas del Gran Bornand en el ducado de Saboya, donde había visto la luz primera durante las alegrías pascuales de 1506, aquel sencillo y humilde pastorcito ya a los diez años había sentido una atracción irresistible hacia el estudio. Sus padres, movidos por las lágrimas del niño, se vieron obligados a modificar los planes que sobre él tenían y ponerle a estudiar, primero en el vecino pueblo de Thónes y a los dos años en La Roche, bajo la dirección del piadoso sacerdote Pedro Velliard, que le educó no menos en la doctrina que en el temor de Dios.

Siete años permaneció en aquella escuela, hasta que a los diecinueve de edad, en 1525, se dirigió a París para empezar el curso de artes o filosofía en el colegio de Santa Bárbara. La Providencia guiaba sus pasos para que, sin él preverlo ni pretenderlo, se fuese encontrando con sus futuros compañeros. En aquel colegio tuvo como maestro al español Juan de la Peña, el cual, a su vez, cuando encontraba alguna dificultad en la lectura de Aristóteles, se la consultaba a Pedro Fabro, porque "era buen griego". Maestro y discípulo compartían una misma habitación, en la que también por aquel mismo tiempo encontró alojamiento un condiscípulo de Fabro y de su misma edad, nacido solamente seis días antes que él: el navarro Francisco Javier. Más adelante, en octubre de 1529, se les juntó un tercer compañero, quince años mayor que ellos, destinado por Dios a ejercer un influjo decisivo en su vida: era Ignacio de Loyola. Esta convivencia y comunidad de estudios no podía menos de acercar a estos tres nobles espíritus; pero mientras Javier tardó todavía varios años en dejar sus planes de mundo; el dulce saboyano se rindió más fácilmente al ascendiente que sobre él ejercía Ignacio. Dios se valió de un difícil período de escrúpulos y luchas interiores para que Fabro se pusiese bajo la dirección de Ignacio, ya por entonces hábil maestro de espíritus. Cuatro años duró esta íntima comunicación, pero dos bastaron para que Fabro se decidiese a seguir a su compañero en una vida de pobreza y apostolado. Decisiva influencia ejercieron los ejercicios espirituales, que Fabro hizo con tanto rigor que estuvo seis días sin comer ni beber nada, y sin encender el fuego en el crudo invierno de París. Más adelante, según el testimonio del mismo San Ignacio, había de tener el primer lugar entre los que mejor daban los ejercicios.

Mientras se iba desarrollando esta transformación en el interior de Fabro avanzaban también sus estudios teológicos, hasta que el 22 de julio, fiesta de Santa María Magdalena, celebró su primera misa. El 15 de agosto siguiente, en la fiesta de la Asunción de María al cielo, pudo celebrarla cuando, junto con Ignacio, Francisco Javier, Nicolás de Bobadilla, Diego Laínez, Alonso Salmerón, Simón Rodrigues, hizo el voto de vivir en pobreza y de peregrinar a Jerusalén, y, en caso de resultar esto imposible en el espacio de un año, ponerse en Roma a la disposición del Papa; voto renovado en los dos años sucesivos, cuando, si bien estuvo ausente San Ignacio, se asociaron a los anteriores en 1535 el compatriota de Fabro Claudio Jayo y en 1536 los franceses Juan Coduri y Pascasio Broet.

Desde el voto de Montmartre las vidas de Ignacio y de sus compañeros se funden en una sola, aun cuando el curso de los acontecimientos iba a conducir a unos y a otros por caminos del todo distintos. En noviembre de 1536 Fabro y los demás se encaminaban a Venecia con intención de poner en práctica su voto jerosolimitano. Allí se reúnen con Ignacio, que les espera, según lo convenido. Mientras aguardan el tiempo en que debía hacerse a la vela la nave peregrina, se reparten por los hospitales de la ciudad y se ejercitan en las obras de caridad y de celo. Obtenido el necesario permiso de Roma, asisten con los demás peregrinos a la procesión del Corpus el 31 de mayo. En el mes de junio de aquel año 1537 reciben todos los que no eran sacerdotes las sagradas órdenes. Todo estaba preparado para la partida cuando un hecho inesperado se la impidió. Ante el peligro inminente de una guerra entre Venecia y el Turco no salió ninguna nave para Tierra Santa, hecho éste que no había ocurrido desde hacía años y tardó mucho tiempo en volver a repetirse. Los primitivos historiadores hacen constar esta circunstancia, haciendo ver en ella la mano de la Providencia, que tenía otros designios sobre aquel puñado de hombres dispuestos a las más grandes empresas.

Mientras los demás se repartieron por diversas ciudades en espera de nuevos acontecimientos, Ignacio, Fabro y Laínez en el otoño se encaminan a Roma. En el camino, poco antes de entrar en la Ciudad Eterna, Ignacio recibió la célebre visión, que, por el lugar donde ocurrió, suele ser llamada de La Storta. En ella Dios le prometió para él y los suyos una especial protección en Roma. Bien pronto el papa Paulo III se sirvió de aquellos hombres que se habían puesto a su servicio directo. A Fabro le confió la enseñanza de la Sagrada Escritura en la universidad de La Sapienza (noviembre de 1537 a mayo de 1539). A partir de esta fecha comienza para Fabro la serie ininterrumpida de sus misiones apostólicas, que le obligaron a recorrer en un sentido u otro casi toda Europa, de Roma a Colonia, de Ratisbona a Lisboa.

En la trama complicada de sus viajes continuos hay dos hilos orientadores que señalan una doble dirección. Ignacio quería que Fabro diese impulso a la Compañía, sobre todo en Portugal y España. El Papa y el mismo San Ignacio querían valerse de su poder de atracción para salvar a las ovejas perdidas en las regiones protestantes. Un breve recorrido sobre los hechos externos de su vida nos presenta el siguiente cuadro de actividades: En octubre de 1540 parte hacia Alemania como teólogo del doctor Ortiz, consejero del emperador, acompañándole en los coloquios de Worms y de Espira y en la Dieta de Ratisbona. Allí le llega la orden de San Ignacio de encaminarse a España. Parte el 21 de julio de 1541, y, atravesando Baviera, el Tirol, su tierra saboyana, en la que se detiene diez días de intenso trabajo apostólico, por Francia entra en España. Cuatro meses han sido necesarios para este viaje de Ratisbona a Madrid. Apenas han pasado cinco meses, y le llega la orden de regresar nuevamente en compañía del cardenal Morone a Alemania. Seis meses se detiene en Espira. El cardenal Alberto de Brandeburgo le invita a Maguncia y allí conquista para la Compañía a Pedro Canisio, joven entonces de veintidós años y futuro apóstol de Alemania. En agosto y septiembre de 1543 le encontramos en Colonia. Pero no podía permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. Esta vez le llega la orden de partir para Portugal; pero, cuando se dispone a emprender el viaje, pierde la ocasión de embarcarse en Amberes. En Lovaina cae enfermo. El nuncio en Renania, Juan Poggi, recibe la autorización para retenerle en Colonia, y en esta ciudad permanece seis meses, parte trabajando para desarraigar la herejía, parte dedicando su apostolado a los católicos y en íntimo trato con los cartujos colonienses. Por todo ello se aficiona a la ciudad del Rhin más que a ninguna otra. Pero Portugal sigue reclamándole, y en agosto de 1544 llega por mar a Lisboa, de donde pasa a Evora y a Coimbra. En mayo de 1545 se traslada por segunda vez a España, visitando Salamanca, Valladolid, Madrid, Toledo y otras ciudades de Castilla. Por entonces su salud empieza a debilitarse y se ve forzado a guardar cama en Madrid. Una nueva llamada parte desde Roma el 17 de febrero de 1546, la última de todas. Es menester que se ponga en camino para ir a Trento y juntarse con los padres Laínez y Salmerón, que trabajan en el concilio. Esta vez hace el viaje pasando por el reino de Valencia, llegando hasta Gandía, donde puso la primera piedra del colegio de la Compañía fundado por el duque Francisco de Borja. En Barcelona vuelve a sentirse enfermo y se ve forzado a detenerse tres semanas. Pero era necesario obedecer a la orden del Papa. Se embarca y llega a Roma cuando los calores son más intensos. A los pocos días sus fuerzas sucumben, y el 1º de agosto de 1546, fiesta de las cadenas de San Pedro, ve romperse las que a él le tenían atado a la tierra. Contaba entonces cuarenta años y cuatro meses de edad, y expiraba exactamente diez años antes que San Ignacio.

Pero en el Beato Fabro, más que la sucesión de los hechos externos, cautiva el encanto que emana de toda su persona. Los testigos del proceso de 1596 nos lo presentan como de mediana estatura, rubio de cabello, de aspecto franco y devoto, dulce y maravillosamente gracioso. Ejercía sobre todos los que le trataban un extraordinario poder de captación. A esto se añadía un talento, que era una especie de carisma, en el arte de conversar. Más que en los púlpitos le vemos actuar en el trato penetrante y espiritual con las más variadas personas, desde los grandes de la tierra y los dignatarios eclesiásticos hasta la gente sencilla, que le recordaba su origen montañés. Por su hablar y su obrar parece un precursor de su compatriota San Francisco de Sales, que tanto le estimó, y que dejó de él un hermoso elogio en su Introducción a la vida devota. Por su mansedumbre y caridad ha sido también comparado con San Bernardo. "¿Es un hombre, o no es más bien un ángel del cielo?", dirá de él San Pedro Canisio.

No todo en él era efecto de un natural excepcionalmente dotado. Por encima de sus cualidades descuella una virtud aparentemente sencilla, pero en la que es fácil encontrar rasgos de verdadero heroísmo. Su alma de niño no excluyó durante la infancia y juventud las luchas de la pasión. De ahí más adelante la angustia en que le sumergieron los escrúpulos. Su misma atracción hacia los ideales más elevados no excluye que sintiese la inclinación hacia una carrera seglar en el mundo. Pero él resistió a todo. Ya a los doce años consagró a Dios, con voto, su castidad. Más adelante hizo aquel otro tan revelador de su fina sensibilidad: el de no acercar jamás su rostro al de ningún niño; que eso pudiese ocurrirle con personas mayores, ni pensarlo siquiera. No es de maravillar que un alma tan pura sintiese como nadie el atractivo de la oración.

Su Memorial, o diario espiritual, en el que durante los últimos cuatro años de su vida dejó un reflejo de su alma, nos descubre con una ingenuidad espontánea su intensa vida de oración. Todo le sirve para elevarse a Dios, En todas las partes por donde pasa encuentra objetos de culto. Venera con singular devoción las reliquias de los santos —y esto es en él característico— venera con singular devoción a los ángeles de los poblados por donde pasa y de las personas con quien trata. A todos encomienda a Dios en sus oraciones, y la oración, junto con su trato exquisito, se convierte en su principal arma de apostolado. Oraba especialmente por ocho personas, y esta oración es significativa porque nos revela hacia dónde convergían los anhelos de su alma apostólica: el Sumo Pontífice, el emperador, el rey de Francia, el rey de Inglaterra, Lutero, el sultán de Turquía, Bucero y Melanchton. A estos dos últimos herejes había tenido ocasión de combatirlos en Colonia. Como, entre todas, le atraían especialmente las almas más necesitadas, de ahí sus ansias por la salvación de Alemania, su voto de ofrecer todas sus energías por aquel país: punto éste que le acerca a su hijo espiritual San Pedro Canisio.

En un alma tan privilegiada no podía faltar la característica del sufrimiento. En el Beato Fabro la ocasión de su dolor radicaba en su temperamento, extremadamente sensible. Era una lira que vibraba al menor roce, y las impresiones le llegaban hasta lo más hondo del alma. En un sujeto así pueden imaginarse las luchas interiores que tuvo que sostener. En su juventud fueron las intranquilidades de conciencia y los estímulos de la pasión. Más adelante fue la oscilación constante entre los planes que soñaba y el abatimiento al ver que no podía realizarlos. Versátil, de humor desigual, creyendo a veces haberlo conseguido todo, otras teniéndolo todo por irremisiblemente perdido. Tremendamente irresoluto, sufrió el tormento de la indecisión. Reconocía en sí mismo el defecto de querer abrazar demasiado, no sabiendo aferrar las cosas y las situaciones conforme aconsejaba la razón. De ahí un complejo de pusilanimidad, matizado de melancolía. Pero el Beato no se dejó arrastrar por sus tendencias temperamentales. Procuró combatir la desconfianza con el recurso constante a Dios. San Pedro Canisio nos dirá que luchó contra el espíritu de temor y desconfianza que le atormentaba. Meta suprema para él, la estabilidad del corazón, estorbada tanto por la tristeza infundada como por la vana alegría. La sensación de insuficiencia quedó en él transformada por la gracia en una maravillosa humildad, y esta virtud, a su vez, animó los demás aspectos de su espiritualidad: su caridad, su celo de las almas, pero, sobre todo, su oración. Además del recurso a Dios, su salvación fue la obediencia a sus superiores. La carta ignaciana de la obediencia se hizo letra viva en el Beato Fabro.

Obediencia la suya que llegó al heroísmo. Cuentan que, al salir de Barcelona con el cuerpo enfermo, a quien le disuadía de emprender semejante viaje le respondió: “No es necesario que yo viva, pero es necesario que obedezca". Y por obediencia murió, a semejanza de Jesucristo.

Años después San Francisco de Sales se mostró maravillado de que su compatriota no hubiese sido honrado como otros. Pero tampoco al Beato Fabro le faltó este tributo de la veneración y aun del culto; culto que, aunque muy tarde, reconoció finalmente la suprema autoridad del papa Pío IX el 5 de septiembre de 1872.



Beato Pedro Favre, religioso presbítero
fecha: 1 de agosto
n.: 1506 - †: 1546 - país: Italia
otras formas del nombre: Pedro Fabro
canonización: Conf. Culto: Pío IX 31 ago 1872
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Roma, beato Pedro Favre, presbítero, que fue el primero entre los miembros de la Orden de la Compañía de Jesús que soportó difíciles responsabilidades en diversas partes de Europa, y murió en la Urbe, cuando partía hacia el Concilio de Trento.

Pedro Favre era el más viejo de los primeros compañeros de san Ignacio de Loyola y, junto con san Francisco Javier, el más estimado por él. También fue uno de los primeros jesuitas que se dedicaron a combatir el protestantismo. Había nacido en Saboya en 1506, en el seno de una familia de campesinos. A los diez años, mientras cuidaba las ovejas, Pedro soñaba con poder estudiar algún día. Finalmente, para gran gozo suyo, fue enviado a estudiar, primero en casa de un sacerdote de Tônes y, después, en la escuela de la localidad. En 1525, se trasladó a París e ingresó en el Colegio de Santa Bárbara. Ahí compartió la habitación con un navarro llamado Francisco Javier y conoció a un antiguo estudiante de la Universidad de Salamanca, Ignacio de Loyola. Los tres se hicieron íntimos amigos. En 1530, Favre y Javier obtuvieron la licencia en artes. Favre vaciló algún tiempo acerca de la carrera que debía escoger, pues le atraían por igual la medicina, la abogacía la enseñanza, y Dios no le había llamado todavía claramente a abandonar el mundo. Por fin, decidió seguir a Ignacio y recibió la ordenación sacerdotal en 1534. El 15 de agosto del mismo año celebró en Montmartre la misa en la que los siete primeros jesuitas hicieron los votos. Favre era el superior del grupo con el que se reunió San Ignacio, en Venecia, a principios de 1537; pero no pudieron partir a Tierra Santa, a donde querían ir a predicar el Evangelio, porque la guerra con los turcos hacía imposible el viaje. A fines de ese año, Favre fue con Ignacio y Laínez a Roma, donde se les nombró predicadores de la Sede Apostólica. Favre fue profesor en la Universidad durante algún tiempo.

En aquella época, el emperados Carlos V trataba de arreglar las dificultades religiosas que habían estallado en Alemania, mediante una serie de «dietas» o reuniones entre los católicos y los jefes protestantes. Paulo III nombró a Pedro Favre como representante suyo en la dieta celebrada en Wurms en 1510. La reunión fracasó, como se sabe, y Favre asistió el año siguiente a la dieta de Ratishona. Pedro estaba convencido de que, tanto el emperador como los altos dignatarios eclesiásticos, no se daban cuenta de que mucho más que las discusiones con los herejes, lo que necesitaba la Iglesia en Alemania era una verdadera reforma en la vida del clero y los fieles. Favre quedó abrumado al ver el estado religioso del país, la negligencia y mala vida de los católicos y se dedicó a la predicación y la dirección espiritual en Speyer, Ratisbona y Mainz. En esta última ciudad, Pedro Canisio, que era todavía laico, hizo los ejercicios bajo la dirección del beato e ingresó en la Compañía de Jesús. Si la Renania se conservó católica, lo debió en gran parte a la actividad y la influencia de Pedro Favre. Éste trabajó con gran éxito en Colonia, cuyo arzobispo, Herman von Wied, era protestante, y contribuyó a fundar ahí la primera residencia de los jesuitas. Después fue enviado a Portugal y más tarde a España. A su paso por Francia, estuvo siete días prisionero; entonces, hizo el voto de no admitir jamás estipendios por la misa y la predicación, a no ser que ello constituyese una injusticia respecto de otros sacerdotes. En España prosiguió la tarea de dar los Ejercicios de san Ignacio a clérigos y laicos y obtuvo éxitos muy notables. También tradujo al latín los ejercicios para los cartujos de Colonia. Uno de los españoles que experimentaron los frutos benéficos de la influencia de Favre fue el duque de Gandía, Francisco de Borja.

Paulo III deseaba que Favre fuese uno de sus teólogos en el Concilio de Trento. El beato sentía cierta repugnancia a participar en el Concilio, pero, según escribió: «Decidí plegarme al deseo del arzobispo de Mainz, quien quería que le acompañase al Concilio de Trento, que iba a comenzar el 19 de noviembre. Antes de tomar esa determinación, me había sentido movido por varios espíritus y había experimentado cierta melancolía; pero el Señor me sacó de esa prueba mediante la santa virtud de la obediencia ciega, que es mucho más eficaz que la consideración de la propia insuficiencia o de la dificultad de cumplir lo que se manda». En 1546, el Papa llamó a Favre al Concilio, lo cual no hizo sino confirmarle en su anterior resolución, aunque se hallaba enfermo y el calor del verano era insoportable. Desgraciadamente, el esfuerzo que tuvo que hacer fue demasiado grande para sus fuerzas. Aunque sólo tenía cuarenta años, estaba gastado por los viajes y el trabajo, de suerte que murió poco después de llegar a Roma, en brazos de san Ignacio.

Pedro Favre dejó en su «Memorial» una descripción detallada de su propia vida espiritual durante un largo período, en el que anotó, casi día por día, las gracias que Dios le otorgaba, sobre todo en la misa. El párrafo que citamos a continuación es característico: «Un día fui al palacio a oír el sermón en la capilla del príncipe. Como el portero no me conocía, no me dejó entrar, de suerte que tuve que quedarme fuera. Entonces pensé cuántas veces en mi vida he dejado entrar en mi alma pensamientos vanos e imágenes pecaminosas y he cerrado la puerta a Jesús, que se quedaba llamando afuera. También pensé cuan mal recibe el mundo a Jesús y oré por mí y por el portero, para que el Señor no nos haga esperar largo tiempo en el purgatorio antes de admitirnos en el cielo. Tuve igualmente otros muchos buenos pensamientos en esa ocasión. de suerte que quedé muy agradecido con el portero del que Dios se había valido para darme tanta devoción.» Quien era capaz de sentimientos tan bondadosos no podía menos de oponerse al empleo de la violencia contra los protestantes y no concebía grandes esperanzas sobre las dietas y conferencias demasiado formales. Ello no le impidió hablar personalmente con Lutero y Melanchton y refutarles en las discusiones públicas, no sin gran fruto; pero consideraba mucho más importante emplear la persuasión para convertir profundamente los corazones y llevarles de la mano a la enmienda de la vida y al redil de Cristo. A este propósito escribió: «Es necesario que quien desea ayudar a los herejes de la época actual los quiera y los ame realmente y desarraigue de su corazón todos los pensamientos y sentimientos que tenga contra ellos. El siguiente paso consiste en ganarse la buena voluntad y el afecto de los herejes, tratando y conversando con ellos sobre los puntos en que estancos de acuerdo con ellos y evitando cuidadosamente los puntos controvertidos que llevan al distanciamiento y las recriminaciones mutuas. El primer paso hay que darlo en el terreno de las cosas que nos unen y no en el de las que nos separan.»

Simón Rodríguez confesaba que había en Favre un encanto y una bondad que jamás había visto en otro hombre: «No encuentro palabras para expresar el afecto encantador con que se ganaba la voluntad y el corazón de cuantos conocía para dirigirlos a Dios. Cuando Favre hablaba de las cosas divinas, parecía que tenía en sus labios la llave de los corazones, pues los movía y atraía poderosamente. Y sólo la reverencia con que las gentes escuchaban sus palabras, llenas de suave gravedad y firme virtud, igualaba el amor que sabía inspirar». El culto del Beato Pedro Favre fue confirmado en 1872.

Desde que los jesuitas españoles empezaron a publicar los Monumenta Historica Societatis Jesu, están al alcance de todos los lectores muchísimos documentos relacionados con los primeros compañeros de San Ignacio. En un volumen de casi mil páginas, titulado Fabri Monumenta, hay una edición crítica de las cartas y el Memoriale de Favre y de los documentos del proceso de beatificación; entre éstos se cuenta el "processus informativus", que se inició extraoficialmente en 1596 y fue ratificado en 1607 por el obispo de Ginebra, que era entonces san Francisco de Sales. Acta de confirmación de culto en ASS 07 (1872-3), pág. 138.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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