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jueves, 29 de agosto de 2013

EL APRENDIZAJE DEL CUIDADO: dejarse llevar y embellecer

 
Vivir como hermanos es la experiencia gozosa que nos regala Dios. Un Dios que celoso en el amor nos cuida “como la niña de sus ojos” (Dt 32,10). Su relación con nosotros brota de la gratuidad y la libertad. Es un Dios discreto, que establece alianza perpetua vinculándose en fidelidad y gratuidad., Dios se siente implicado en nuestra vida porque vive enamorado de nosotros. El amor hace posible la posesión mutua, en el respeto y la libertad, y la recrea constantemente: con su compasión, con su amistad, con su gratuidad, con su ternura, con su perdón y acogida incondicional. Vivimos bajo el cuidado de Dios.
Vivir con los hermanos en creciente vinculación nos lanza al aprendizaje del cuidado mutuo.
 
El cuidado no es evidente.
Mc 5,25-34; Lc 10,25-32
Aquellos discípulos que acompañaban a Jesús, a la orilla del mar, se sienten reclamados y desbordados por aquellas gentes que acuden a estar con el Maestro. Junto a Jesús parecen más evidentes las necesidades y sufrimientos de las personas. No sólo son las pobres gentes, sino hasta el jefe de la sinagoga ha acudido a él. La presencia del jefe de la sinagoga les hace sentirse responsables de que pueda tener un buen encuentro con el Señor. Sin embargo la gente les oprimía. Y están preocupados y afanados en hacer sitio al Señor para que pueda moverse. En medio de esta situación les pasa inadvertida la presencia de aquella mujer que desde hace doce años padece flujos de sangre y que ha padecido mucho y que intenta tocar a Jesús. Se convierte en una más en medio del gentío. No ven. Su servicio les hace insensibles a la persona concreta, a los detalles pequeños. Aquella pobre mujer no tiene fuerzas más que para tocar levemente el manto de Jesús. Es un gesto inapreciable, insignificante… aunque ella haya puesto toda su fe y confianza en él.
Jesús responde con otra pregunta: “¿Quién me ha tocado los vestidos?”. Ellos se sienten molestos, parece como si Jesús no se diera cuenta de la situación y del trabajo que están haciendo, y que les atribuyera alguna responsabilidad; “Estás viendo y aún nos preguntas”… Pero Jesús sigue mirando a su alrededor para descubrir quien era. Jesús se interesa por cada persona concreta de manera cuidadosa. Cada una es valiosa, aún en su insignificancia. Lo que importa es la relación personal, el encuentro. Cada persona requiere reconocimiento, tiene un nombre, una historia, una fe. Jesús pone en evidencia cómo descubrimos la atención a nuestros hermanos más necesitados. El cuidado sólo es posible cuando nos descentramos, y ponemos en el centro la realidad concreta del otro. Cuando el otro es alguien valioso en sí mismo, y no una carga o un problema. Supone una sensibilidad atenta y una disposición a percibir lo profundo que el otro intenta manifestar con sus gestos, palabras… Requiere un “olfato” nuevo, capaz de discernir lo que habita en el interior.
También aquel sacerdote y levita, que caminó de Jericó, ven a la persona caída en el camino, y dan un rodeo para evitarle, viven cogidos por sus urgencias, y se muestran indiferentes ante la necesidad concreta del hermano. La abandonan a su suerte. No se dejan afectar. En su interior tal vez han sentido pena, o incluso remordimiento, pero han antepuesto lo propio a la realidad del otro. No han dejado que la dolencia del otro les cambiara sus planes.
El desinterés y la indiferencia se oponen al cuidado. Cuidar es más que un acto, es una actitud. Abarca más que un momento de atención, o desvelo. Representa una actitud de ocupación, de preocupación, de responsabilización y de compromiso, afectivo con el otro. (“y cuidó de él… y le encargó que le cuidara…” Lc 10,34).
El ser humano sin cuidado, deja de ser humano. Si no recibe cuidado desde el nacimiento hasta la muerte, se desestructura, o pierde el sentido y se muere. Si a lo largo de la vida no se hace con cuidado todo lo que uno emprende, acaba por dañarse a sí mismo o por frustrar lo que vive. El cuidado posibilita la existencia humana, la relación, la convivencia, la vinculación fraterna… Es un modo de ser.
 
Aprender a llevar al hermano
Mc 2,1-12
En Cafarnaúm, la casa junto al mar (Jn 6,17), los discípulos aprenden lo más valioso: quienes son mis hermanos con los que tengo que compartir y aprender a vivir en estado permanente de relación. (Mc 3,31-35). “Estos son mi madre y mis hermanos a los que quiere que amemos y cuidemos en la fe y en la vocación”.
Estando con Jesús la casa se convierte en lugar de compasión cotidiana, celosa y sin fatiga con todos aquellos que le buscan. Llenos de su Palabra, empezamos a vaciarnos de nosotros mismos y empezamos a llenarnos de sus urgencias. “Al poco tiempo”, casi sin darnos cuenta, la casa se abre como brazo que extiende la mano y toca el sufrimiento de los hermanos.
El cuidado brota desde la capacidad de afectarse y sentirse afectado por el otro. “Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio”. Construimos el mundo a partir de lazos afectivos, que hacen que las situaciones y las personas se vuelvan preciosas y portadoras de valor. Nos preocupamos de ellas. Les dedicamos tiempo, y sentimos responsabilidad por el vínculo que se ha establecido. El sentimiento nos vuelve sensibles a lo que nos rodea, nos une a los demás y nos lanza a implicarnos con las personas, a ver su necesidad. Hace que las personas sean importantes para nosotros. “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.”
Aquellas gentes se sienten responsables e implicadas con el paralítico “que es llevado por todos”. Es el hermano indefenso, que no es capaz de palabra, ni decisión… no tiene fuerzas en su debilidad… no hace resistencias… su curación está en manos de sus hermanos… se deja querer en su indigencia. Y los hermanos no le abandonan, cargan con él y le llevan al que confían le puede curar. A los pies del Señor. La necesidad del hermano despierta la fe que salva, nos hace creativos, nos lanza a vivir una vocación samaritana. (Id 56). El cuidado no significa dejar de hacer y de intervenir en la realidad. Significa renunciar al escepticismo, al fatalismo, al racionalismo… a considerar imposible al otro. No importan las dificultades. Cuando se ama se pone todo en juego. El cuidado significa ponerse al lado y al pie de cada hermano para que no sufra, y pueda sanarse y crecer… El cuidado es creativo “rompieron el techo y lo descolgaron”, es capaz de aprovechar las posibilidades del momento para el bien del otro, por encima de cualquier obstáculo, prejuicio o norma… El cuidado es hacer lo que nos toca hacer, sabiendo que el que sitúa y salva es Dios. “Hijo, tus pecados son perdonados”, y sabiendo retirarse cuando ya no somos necesarios. “Se levantó y salió a la vista de todos”. El cuidado es gratuito.
Jesús nos desnuda ante las necesidades concretas de nuestros hermanos. “¿Por qué pensáis así en vuestro corazón?” y nos recuerda que sólo cuando nuestro corazón se pone en juego podemos crecer en el amor y en el servicio. Para vivir como hermanos no basta lo implícito, nuestras relaciones crecen cuando “lo que piensa el corazón” se manifiesta.
“Bienaventurados los que por amor a sus hermanos no se desaniman y caen en el desaliento ante las “multitudes” que nos frenan, y con creatividad buscan y ponen todos los medios posibles para que se realice el encuentro con Jesús. Bienaventurados cuando no nos da miedo que nos lleven en camilla, ni abrir el techo de nuestras miserias, para que nos descuelguen y acerquen al Señor de la Vida”.
 
Aprender a embellecer al hermano
Lc 7,36-50
El cuidado brota cuando el amor gratuito, el amor que nos hace humanos, el que sólo busca el gozo de compartir y el bien del otro, el que no está marcado por intereses o búsquedas de apropiación, el que parece no ser necesario, ni tener sentido, ni ser muy “eficaz”… nos lleva a romper todo tabú, miedo y recelo de expresión hacia el hermano. Y provoca la apertura más íntima al otro, el exceso de la vida, la irrupción de los gestos, de la ternura, de los detalles… todo por crear las condiciones para que el amor mutuo se instaure, se comunique… y haga feliz y plena la vida que compartimos. El cuidado supone aprender a “embellecer” al hermano. Sin este cuidado, la unión del amor no tiene lugar, no se mantiene, no crece, ni permite la comunicación. Sin el cuidado no se crea el ambiente propicio para que florezca, a la vista de todos, el amor entre los hermanos.
Aquella mujer pecadora pública, condenada y juzgada… criticada por todos y utilizada por todos… rompe toda norma, y se adentra en una reunión de hombres, a la que no ha sido invitada… se expone a las críticas… por amor a Jesús… necesita estar con Él… mostrarle su afecto… sin otro motivo… Se coloca detrás, y a los pies de Jesús. Se coloca en el lugar del siervo. El cuidado sólo es posible si estamos dispuestos a salir de nuestras seguridades, de nuestros lugares de poder y dominio. El cuidado no busca el reconocimiento. Es directo, no levanta la voz, para que los demás lo vean o reconozcan. La mujer no habla. Mantiene silencio… está pero en el reverso de la escena, desde abajo. Y Jesús se deja querer. Percibe sus intenciones profundas. Le deja el tiempo que necesita para manifestar su amor. No le reprocha nada. Un diálogo profundo en el silencio.
El cuidado saca lo más profundo y personal de cada uno. Nuestra manera más íntima de ser. Viendo cómo nos cuidamos sabremos cómo somos de verdad. La mujer se relaciona con Jesús con todo su cuerpo: con la boca (besa), con los ojos (llora), con los cabellos (seca), con las manos (acaricia y unge).
El cuidado del hermano hace aflorar en nuestra vida la ternura. Besar es gesto de ternura. Es una manera de brindar el afecto al otro, de hacerlo sensible. La ternura va más allá de la razón. Es un afecto que nos da a conocer y que abre la puerta al encuentro con el otro. La ternura no es sentimentalismo (que nos repliega sobre sí mismo y se recrea en sus sensaciones). Por el contrario la ternura de aquel beso irrumpe cuando se descentra, sale en dirección al otro, lo siente como diferente, y quiere participar de su existencia, quiere dejarse tocar por la historia de su vida, la valora, (p.e. el beso de bienvenida, de la madre al niño, de los enamorados). La relación de ternura no implica angustia, porque no busca ventajas ni dominación… es deseo profundo de compartir caminos, de vincularse, de expresarte que estoy a tu lado…
El cuidado del hermano hace aflorar la amabilidad profunda que somos. Bañar los pies con lágrimas, es gesto que transmite los sentimientos más profundos del corazón. El cuidado se construye con nuestro corazón, con lo que va por dentro… si no es así se convierte en carga, en exigencia, en apariencia… La amabilidad que requiere el cuidado supone captar y expresar el valor que el otro me provoca. Sentir lo profundo del corazón secreto. La persona amable es la que es capaz de auscultar, de prestar atención… y sacar sus propias entrañas para aliviar al otro.
El cuidado del hermano hace aflorar la caricia (“enjugaba y ungía con el perfume”). No como pura excitación psicológica que es pasajera y no nos implica personalmente. Sino como actitud concreta que ennoblece y embellece a la otra persona en su totalidad. Y acariciamos con respeto, con delicadeza… sin imposiciones. Como ligera y suave presencia, como el aroma del perfume,… la caricia es leve. Nunca hay caricia en la violencia, o cuando se invade la intimidad de la persona. La caricia da concreción al afecto y al amor. Requiere respeto por el otro y renunciar a cualquier otra intención, pretensión o demanda del otro. La caricia no espera respuesta, aunque sea capaz de provocarla. Es desinteresada.
Acariciar es relacionarnos con lo mejor de nuestro ser, con los más valioso, con gratuidad, sis prisas… para llegar a lo profundo de la vida, del corazón del otro. La caricia del cuidado es la expresión de un amor regalado y gratuito, que trae sosiego, integración, aceptación, confianza. Es una inversión de cariño que siembra intimidad y vincula en lo definitivo. Luis Carlos Restrepo: “la caricia es una mano cubierta de paciencia que toca sin herir y suelta para permitir la movilidad del ser con quien entramos en contacto”.

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