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viernes, 28 de junio de 2013

EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO. SERMÓN SEGUNDO



EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES PEDDRO Y PABLO. SERMÓN SEGUNDO

Estos santos, cuyo glorioso martirio celebramos, nos ofrecen muchos motivos y materia abundante de qué hablar. Aunque temo que con tanto repetir las palabras de salvación, pierdan su valor. La palabra humana es algo insignificante y etéreo, no pesa nada si se detiene jamás, carece de valor y conciencia. Azota el aire, y por eso se llama verbo. Vuela como la hoja en alas del viento, y nadie la ve. Hermanos, ninguno de vosotros reciba o desprecie de ese modo la Palabra de Dios. Os digo sinceramente que mejor le hubiera sido a ese tal no haberla oído. 
 Las palabras de Dios son frutos llenos de vida, no simples hojas, y si son hojas, lo son de oro. Por lo tanto, no las tengamos en poco ni pasen de largo, ni dejemos que se las lleve el viento. Recoged incluso los pedazos, que nada se desperdicie. Porque la tierra que ha sido favorecida con lluvias abundantes y no produce fruto, es tierra de desecho y a un paso de la maldición. Nos lo dice el Evangelio a propósito de la higuera estéril: si después que el viñador la cava y la echa estiércol sigue sin dar fruto, seguro que la cortará de un hachazo.
 Estoy convencido que si el Señor no encuentra en los seglares todo lo que espera, se mostrará con ellos más paciente que con nosotros. Porque a nosotros nos concede la lluvia abundante de los consuelos celestes, y nunca nos falta ni la azada de la disciplina, ni el estiércol de la humildad y de la pobreza. ¿No es acaso estiércol lo que abominan los egipcios y ofrecemos al Señor? Un estiércol repugnante pero muy fecundo. Quien desee la fecundidad no se asuste de su mal olor: porque de ese repugnante montón de estiércol que llevamos al campo, brota la hermosa gavilla de espigas que traemos al granero. 
 Así pues, no despreciéis esa inestimable vileza, sino apreciad el oprobio de Cristo mucho más que todos los tesoros de Egipto. Y además del estiércol terreno, contamos siempre con la lluvia celeste que son las fervorosas oraciones, la rumia gustosa de los salmos, la meditación sabrosa y el consuelo que dan las Escrituras. También es lluvia esto que recibís de mis labios, si cuando os hablo llegan hasta vosotros algunas gotas del río que alegra la ciudad de Dios, y bebéis del torrente de sus delicias.
 Pero a veces debo cavar vuestra tierra, porque me han puesto de guarda y viñador. ¡Pobre de mi! Nunca guardé ni cultivé la mía, y ahora mientras ocupo este lugar, tengo este deber de cavar y abonar. Es una tarea muy pesada, pero no puedo dejarla de hacer, porque el hacha es más temible que la azada, y el fuego más que el estiércol. Así, pues, a veces tengo que amonestar y reprender: la reprensión, la corrección y el reproche son como el estiércol; y si no fuera porque es necesario, desagrada mucho más aún al que tiene que usar de ello. ¿Y por qué algunos se ablandan con este estiércol, y otros se vuelven más duros que las piedras? Dice la Escritura que con el estiércol de los bueyes el perezoso se vuelve como una piedra. ¿No es cierto que se ablanda el que recibe humildemente la corrección, responde con mansedumbre e intenta corregirse? 
 Esta es la lluvia buena y fecunda: corregir al justo con misericordia, pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza. Porque de la grasa que produce el ungüento del pecador brotan muchos cardos y espinas, y retoñan a granel las raíces venenosas. Por eso al llamar misericordia la reprensión del justo, indica claramente cómo debe aceptarse: con sentimientos de humildad, con espíritu de devoción y con gratitud. Si a acogemos así será para nosotros una manteca exquisita, no el semillero de vicios como el ungüento del impío. Como dice el Apóstol, su fruto es una consagración que lleva a la vida eterna. 
 Mas ¿qué podemos hacer contigo, indolente, que ante semejante misericordia te irritas y enfureces? ¿No echamos buen estiércol en tu campo? ¿Por qué tiene piedras? Tú mismo eres el enemigo que hizo esto, porque quien ama la maldad se odia a sí mismo. Y lo haces al empeñarte en no abandonar sino en excusar tu desidia; el estiércol lo conviertes en piedras y en vez de manteca estás lleno de piedras. Os digo esto, hermanos, para ue comprendáis con qué humildad debemos oír, con qué docilidad debemos ecibir y con cuánta diligencia debemos conservar todo lo que pertenece a la salvación de las almas: no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como palabra de Dios. Unas veces nos alienta, otras nos exhorta y otras nos reprende.
 Confieso humildemente que me he distraído y he olvidado por completo la fiesta. Pero para vosotros no será un despropósito si todo esto queda bien grabado en vuestra mente.
 Ahora intentemos decir unas breves palabras sobre esta solemnidad. Celebramos la fiesta de los apóstoles de Cristo, que merecen toda nuestra veneración. Y dudo que haya alguien capaz de expresarles dignamente tanta estima. Tus amigos, oh Dios, han sido colmados de honor, y su autoridad ha sido plenamente confirmada. Si cuando vivían en este mundo lo podían todo, no por sí mismo sino en Cristo, ¿qué no podrán ahora que viven con él en la felicidad eterna? Siendo aún mortales y destinados a la muerte parecían tener imperio sobre la vida y la muerte: con su palabra mataban a los vivos y resucitaban a los muertos. ¿No están ahora mucho más colmados de honor y su autoridad no está mucho más confirmada? 
 ¿Qué es lo que hoy celebramos en esta solemne memoria de los Apóstoles? ¿Su nacimiento, su conversión, o la gloria de su vida y milagros? Hoy, hermanos, no celebramos su nacimiento humano, como hicimos hace unos días en honor de San Juan. A éste se le honra cuando nace, porque nace ya santificado. Por otra parte, Juan es el único cuyo nacimiento es más famoso que su martirio, pues aunque murió por Cristo, también fue un testigo de la justicia y de la verdad. Es evidene que su nacimiento está orientado a Cristo, porque fue un hombre enviado por Dios. Nació y vino a ese mundo para dar testimonio de la verdad. Tampoco recordamos hoy la conversión y los milagros de los apóstoles, como hacemos en otros días, cuando la Iglesia recuerda con gozo la convesión de uno o cómo un ángel libró a otro de la cárcel. Hoy veneramos de manera especial su muerte, la realidad más horrorosa para la sensibilidad humana.
 Considerad, hermanos, el juicio de la santa Iglesia, que no se guía por apariencias, sino por la fe. La fiesta más grande la dedica a recordar la muerte de los apóstoles. Hoy fue crucificado Pedro, y Pablo degollado. Este es el motivo de la fiesta y la causa de tanta alegría. Al celebrar este día festivo y alegre, la Iglesia se rige, sin duda alguna por el Espíritu de su Esposo, el Espíritu del Señor, a quien, como dice el salmo, le agrada muchísimo la muerte de los santos.
 ¡Cuántos estarían presentes en el martirio de los apóstoles y ninguno envidiaría su santa muerte! La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia. Sí, los insensatos sólo veían su muerte; pero a juicio del Profeta: tus amigos son colmados de honores, su autoridad ha sido plenamente confirmada. Hermanos, la gente insensata cree que los amigos de Dios mueren. Los sensatos en cambio, están convencidos de que se duermen. Esto hacía su amigo Lázaro: dormir. Y Dios da la herencia a sus amigos mientras duermen.
 Procuremos vivir como los justos, pero, sobre todo, deseemos morir como ellos. La sabiduría da la preferencia a los últimos momentos de los justos, y nos juzga tal como entonces nos encuentra. Es absolutamente necesario que el final de esta vida esté en armonía con el comienzo de la futura, y no se permite la más mínima desemejanza.
 Pongamos un ejemplo:
si uno quiere coser o unir dos cintas, no se fija en todas las partes de la cinta, sino en que los extremos que va a unir sean lo más iguales posibles. Algo parecido es lo que quiero deciros: por muy santa que sea nuestra vida, si el final está envuelto en pecado, no está en armonía con la vida espiritual futura, porque la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios. Hijo, dice el Sabio acuérdate de tus novísimos y no pecarás. Este recuerdo infunda temor, el temor aparte del pecado y no admita la negligencia.
 Por eso dice Moisés de algunos: si fueran sensatos lo entenderían, comprenderían su destino. En estas palabras yo encuenro tres cosas que son  qué se nos recomienda: la sabiduría, la inteligencia y la providencia. Creo que se refieren a tres tiempos distintos: para renovar en nosotros la imagen de la eternidad usemos de lo presente con sabiduría, juzguemos lo pasado con la inteligencia y proveamos el futuro con precaución. Esta es la esencia de la vida espiritual y el ideal al que aspiran todos los esfuerzos: ordenar sabiamente lo que hacemos, examinar nuestra vida ante Dios con espíritu de contrición y disponer atentamente lo que nos queda.
 El Apóstol lo dice así: vivamos en este mundo con sobriedad, rectitud y piedad. Es decir: practiquemos la sobriedad en esta vida, demos una justa satisfacción de la pasada, redimiendo los tiempos vacíos de frutos de salvación y presentemos el escudo de la piedad a los peligros que nos amenazan en el futuro. Sólo la piedad, el culto humilde y ferviente a Dios es útil para todo. Por otra parte, si queremos estar preparados para la muerte, lo mejor que podemos hacer es examinar atentamente los peligros que nos amenazan y desconfiar por completo de nuestro ingenio, y más aún de nuestros méritos. Confiemos exclusivamente en la protección divina, con todo el fervor de nuestro espíritu, y avanzando con humildad hacia él, cuyo mejor regalo y el don más valioso es un fin dichoso y una muerte santa.
 El evangelio recomienda estas tres cosas con aquellas palabras del Señor: dichosos los pobres, los mansos y los que oran. Dichosos los que saben apreciar las cosas, si con un un paladar interior especial, nacido del deseo de las cosas de arriba, desechan lo presente. Dichosos los que se preparan para el más allá, aceptando docilmente el mensaje plantado en ellos, que es capaz de salvarlos, y caminando con fervor de corazón a la herencia futura. Dichosos los que reconocen sus errores pasados y riegan, continuamente, su lecho con lágrimas.
 ¿Comprende que desea el varón santo, qué quiee conseguir para aquellos por quien hora? Si fueran sensatos, dice él, lo entenderían y comprenderían su destino. Como si quisiera decir: ¡Ojalá tuvieran el espíritu de sabiduría, de inteligencia y de consejo! Hermanos, ¡Ojalá tuviéramos esto nosotos! Para disponer tranquilamente nuestros asuntos con sabiduría, rechazar con inteligencia los pecados de la vida pasada y proveer el futuro con espíritu de consejo. ¡Ojalá sepamos ser sobrios en esta vida, ojalá aceptemos a corregirnos de la vida anterior, y ojalá nos abandonemos con fe ciega a Dios, para tener, por su misericordia, un fin dichoso! Este es el triple cordel que nos lleva a la salvación: una conducta ordenada, un juicio recto y una fe ardiente.
RESUMEN
 La palabra de Dios tiene vida por si misma y hasta una sílaba posee un inmenso valor. Podemos compararla al abono que nutre la tierra. Nuestras vidas pueden resultar dolorosas, de la misma manera que el estiércol produce mal olor, pero luego propicia que nazcan y crezcan las espigas. La oración y las Escrituras son nuestro consuelo. Los seglares no disfrutan de estas ventajas. El estiércol puede ser asimilado a la corrección y a la advertencia. Aunque su olor sea desagradable, produce espigas frondosas. En cambio el perfume del impío ocasiona el crecimiento de espinas y cardos. 
 Pero el tema fundamental de esta conmemoración es la de los apóstoles Pedro y Pablo, muy cercana a la de San Juan. Tenían poder sobre los vivos y los muertos, pero hoy recordamos su muerte; ese trance fundamental para todo cristiano. 
 Para los no creyentes, algo insensatos, estamos hablando de su muerte. Para los creyentes, comentamos un sueño profundo que genera la verdadera vida. Este trance del mundo de los vivos, al de los aparentemente muertos, cuando está rodeado de virtud y santidad, es un ejemplo para todos.
 Es muy importante llegar a nuestros últimos días en un estado de paz y quietud espiritual, de conformidad con Dios, para que nuestra vida terrena sea una especie de puente con la eternidad prometida.
 Debemos buscar la justa satisfacción de los errores cometidos en el pasado, vivir con sobriedad y prepararnos, para el futuro, con el escudo de la piedad. Esa virtud no depende de nuestros méritos sino de la fe en Dios. Ese es el camino para una muerte limpia y digna.
 Hay un triple cordel que nos lleva a la salvación. Está compuesto por tres fibras: una conducta ordenada, un comportamiento justo y una fe ciega que nos hace abandonarnos en las manos de Dios. Aceptemos estos consejos y actuaremos con sabiduría.

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