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lunes, 24 de junio de 2013

El quinto mandamiento del Decálogo


La vida humana es sagrada, porque es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador.

1. "No matarás"

«La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin (...); nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Catecismo, 2258).
El hombre es alguien singular: la única criatura de este mundo a la que Dios ama por sí misma. Está destinado a conocer y amar eternamente a Dios, y su vida es sagrada. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26-27), y éste es el fundamento último de la dignidad humana y del mandamiento no matarás.

El libro del Génesis presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia del pecado original. Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida: incluso de la de Caín, después de haber matado a su hermano Abel; sangre de su sangre, imagen de todo homicidio. Nadie debe tomarse la justicia por su mano, y nadie puede abrogarse el derecho de disponer de la vida del prójimo (cfr. Gn 4, 13-15).

Este mandamiento hace referencia a los seres humanos. Es legítimo servirse de los animales para obtener alimento, vestido, etc.: Dios los puso en la tierra para que estuviesen al servicio del hombre. La conveniencia de no matarlos o maltratarlos proviene del desorden que puede implicar en las pasiones humanas, o de un deber de justicia (si son propiedad de otro) (cfr. Catecismo, 2417). Además, no hay que olvidar que el hombre no es "dueño" de la Creación, sino administrador y por tanto, tiene obligación de respetar y cuidar la naturaleza, de la que necesita para su propia existencia y desarrollo (cfr. Catecismo, 2418).


2. Plenitud de este mandamiento

El mandamiento de salvaguardar la vida del hombre «tiene su aspecto más profundo en la exigencia de la veneración y amor hacia la persona y su vida».
La misericordia y el perdón son propios de Dios; y en la vida de los hijos de Dios también debe estar presente la misericordia, que nos lleva a compadecernos en nuestro corazón por la miseria ajena: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7).

También es necesario aprender a perdonar las ofensas (cfr. Mt 5, 22). Al recibir una ofensa hay que procurar no encolerizarse, ni permitir que la ira invada el corazón. Es más, en el Paternoster -la oración que nos dejó Jesús como oración dominical-, el Señor liga su perdón -el perdón acerca de las ofensas que hemos cometido- al perdón de los que nos han ofendido (cfr. Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4). En esta lucha nos ayudará: contemplar la Pasión de Nuestro Señor, que nos ha perdonado y redimido llevando con amor y con paciencia las injusticias; considerar que nadie debe resultar, para el cristiano, un extraño o un enemigo (cfr. Mt 5, 44-45); pensar en el juicio que sigue a la muerte, en el que se nos juzgará del amor al prójimo; recordar que un cristiano debe vencer el mal con el bien (cfr. Rom 12, 21); y ver las injurias como ocasión para la propia purificación.


3. El respeto de la vida humana
El quinto precepto manda no matar. Condena también golpear, herir o hacer cualquier daño injusto a uno mismo y al prójimo en el cuerpo, ya por sí, ya por otros; así como agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal. En este mandamiento se prohíbe igualmente darse a sí mismo la muerte (suicidio).

3.1. El homicidio voluntario

«El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza al cielo (cfr. Gen 4, 19)» (Catecismo, 2268).
La encíclica Evangelium vitae ha formulado de modo definitivo e infalible la siguiente norma negativa: «con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cfr. Rom 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal». Así, el homicidio que es sin excepción gravemente inmoral es aquél que responde a una elección deliberada y se dirige a una persona inocente. Por tanto, la legítima defensa y la pena de muerte no se incluyen en esta formulación absoluta, y son objeto de un tratamiento específico.

El poner la vida en manos del hombre implica un poder de disposición, que conlleva saber administrarlo como una colaboración con Dios. Esto exige una actitud de amor y de servicio, y no de dominio arbitrario: se trata de un señorío ministerial, no absoluto, reflejo del señorío único e infinito de Dios.


3.2. El aborto
«La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción» (Catecismo, 2270). No es admisible ninguna discriminación, ni siquiera la fundada en las diferentes etapas del desarrollo de la vida. En situaciones conflictivas, es determinante la pertenencia natural a la especie biológica humana. Con esto no se imponen a la investigación biomédica límites distintos que los que la dignidad humana establece para cualquier otro campo de la actividad humana.

«El aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente» . La expresión como fin o como medio comprende las dos modalidades de la voluntariedad directa: en este caso, el que actúa quiere conscientemente matar, y por eso cumple la acción.

«Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón y proclamada por la Iglesia». El respeto de la vida debe ser reconocido como el confín que ninguna actividad individual o estatal puede superar. El derecho inalienable de toda persona humana inocente a la vida es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación y como tal debe ser reconocido y respetado tanto por parte de la sociedad como de la autoridad política (cfr. Catecismo, 2273).
Así, podemos afirmar que «el derecho a mandar constituye una exigencia del orden espiritual [moral] y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano (...); más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa». Tanto es así que «leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia».
«Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano» (Catecismo, 2274).


3.3. La eutanasia

«Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor (...). Es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana (...). Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio». Se trata de una de las consecuencias, gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana, a las que puede llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.
«La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el encarnizamiento terapéutico. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla» (Catecismo, 2278).

En cambio, «aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona no pueden ser legítimamente interrumpidos» (Catecismo, 2279). La alimentación e hidratación artificiales son, en principio, cuidados ordinarios debidos a todo enfermo.


3.4. El suicidio
«Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella» (Catecismo, 2280). «El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mimo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo» (Catecismo, 2281).

Preferir la propia muerte para salvar la vida de otro no es suicidio, antes bien, puede constituir un acto de extrema caridad.


3.5. La legítima defensa
La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa puede ser incluso un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común (cfr. Catecismo, 2265).

3.6. La pena de muerte

Defender el bien común de la sociedad exige que se ponga al agresor en situación de no poder dañar. Por esto, la legítima autoridad puede infligir penas proporcionales a la gravedad de los delitos. Las penas tienen como fin compensar el desorden introducido por la falta, preservar el orden público y la seguridad de las personas, y la enmienda del culpable (cfr. Catecismo, 2266). «Para conseguir estas finalidades la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo (...). Estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes».

4. El respeto de la dignidad de las personas
4.1. El respeto al alma del prójimo: el escándalo

Los cristianos estamos obligados a procurar la vida y la salud sobrenatural del alma del prójimo, además de la del cuerpo.
El escándalo es lo contrario: «es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo (...). El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave» (Catecismo, 2284). Se puede causar escándalo por comentarios injustos, por la promoción de espectáculos, libros y revistas inmorales, por seguir modas contrarias al pudor, etc.

«El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen» (Catecismo, 2285): «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le echen al mar» (Mt 18, 6).


4.2. El respeto a la salud del cuerpo

El respeto al propio cuerpo es una exigencia de la caridad, pues el cuerpo es templo del Espíritu Santo (cfr. 1 Cor 6, 19; 3, 16ss.; 2 Cor 6, 16), y somos responsables -en lo que de nosotros depende- de procurar la salud corporal, que es un medio para servir a Dios y a los hombres. Pero la vida corporal no es un valor absoluto: la moral cristiana se opone a una concepción neopagana que promueve el culto al cuerpo, y que puede conducir a la perversión de las relaciones humanas (cfr. Catecismo, 2289).
«La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables» (Catecismo, 2290).

El uso de drogas es una falta grave, por el daño que representa para la salud, y por la huida de la responsabilidad de los actos que se pueden realizar bajo su influencia. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas inmorales (cfr. Catecismo, 2291).

La investigación científica no puede legitimar actos que en sí mismos son contrarios a la dignidad de las personas y a la ley moral. Ningún ser humano puede ser tratado como un medio para el progreso de la ciencia (cfr. Catecismo, 2295). Atentan contra este principio prácticas como la procreación artificial sustitutiva o el uso de embriones con fines experimentales.

4.3. El trasplante de órganos
La donación de órganos para trasplantes es legítima y puede ser un acto de caridad, si la donación es plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justicia y de la caridad.
«Una persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio que los órganos vitales sólo pueden donarse después de la muerte».

Es preciso que el donante o sus representantes hayan dado su consentimiento consciente (cfr. Catecismo, 2296). Esta donación, «aun siendo lícita en sí misma, puede llegar a ser ilícita, si viola los derechos y sentimientos de terceros a quienes compete la tutela del cadáver: los parientes cercanos en primer término; pero podría incluso tratarse de otras personas en virtud de derechos públicos o privados».


4.4. El respeto a la libertad física y a la integridad corporal

Los secuestros y el tomar rehenes son moralmente ilícitos: es tratar a las personas sólo como medios para obtener diversos fines, privándoles injustamente de la libertad. También son gravemente contrarios a la justicia y a la caridad el terrorismo y la tortura.

«Exceptuados los casos de precripciones médicas de orden estrictamente terapéutico, las amputaciones, mutilaciones o esterilizaciones directamente voluntarias de personas inocentes son contrarias a la ley moral» (Catecismo, 2297). Por lo tanto, no son contrarias a la ley moral aquéllas que se siguen de una acción terapéutica necesaria para el bien del cuerpo tomado en su totalidad, y que no se quieren ni como fin ni como medio, sino que se sufren y se toleran.


4.5. El respeto a los muertos
«Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal (cfr. Tb 1, 16-18), que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo» (Catecismo, 2300). «La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana» (CIC, can. 1176).


5. La defensa de la paz

«Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 8). Característica del espíritu de filiación divina es ser sembradores de paz y de alegría. «La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad (...). Es obra de la justicia (cfr. Is 32, 17) y efecto de la caridad» (Catecismo, 2304).

«A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 81,4)» (Catecismo, 2307).

Existe una «legítima defensa mediante la fuerza militar». Pero «la gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral» (Catecismo, 2309).

«Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra» (Catecismo, 2317).

«Ama a tu patria: el patriotismo es una virtud cristiana. Pero si el patriotismo se convierte en un nacionalismo que lleva a mirar con desapego, con desprecio -sin caridad cristiana ni justicia- a otros pueblos, a otras naciones, es un pecado».



Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2258-2330.
Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 25-III-95, cap. III.

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