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miércoles, 27 de febrero de 2013

Justicia injusta o cobardía atrevida.


 
Foto: Justicia injusta o cobardía atrevida.  No olvidemos que también nosotros seremos juzgados un día por Cristo   Hace tiempo me dejó consternado una noticia increíble. En cierto lugar de los estados Unidos de América, una joven reveló a las autoridades ser la autora de un homicidio por el que ya habían juzgado y condenado a su hermano. Éste se había entregado y declarado culpable (siendo inocente) para encubrir y proteger a su hermana. Lo increíble del caso es que los representantes de la justicia estaban empeñados en sostener que la sentencia dictada era inapelable por más que el veredicto haya recaído sobre un inocente. ¡Qué injusta es a veces la “justicia”!  Basta pasear la mirada por la historia con ojo más o menos despierto para percatarse de que, a lo largo de los siglos, los hombres han cometido, en nombre de la “justicia”, no pocas injusticias. Desgraciadamente, ostentando la “equidad”, se ha condenado a inocentes e indultado a culpables. Y, en aras del “derecho”, se ha llegado a menospreciar a gente de bien y a honrar a auténticos malhechores.  He estado repasando en estos días las actas de un antiguo proceso, que, por cierto, también concluyó con un injusto veredicto de condena. Es un caso ya milenario, pero, curiosamente, por más centurias que le han llovido encima, no deja de resultar muy actual.  El juicio al que me refiero tuvo lugar un día de madrugada. (¿Qué prisa tendría la chusma aquella por condenar a aquel preso?). Llevaron ante el procurador, Poncio Pilato, a un cierto Jesús de Nazaret. El intendente romano sometió personalmente al reo a varios interrogatorios, de los que sacó más o menos en claro varias cosas: que ese Jesús era Rey, pero su Reino no era de este mundo; que el poder que tenía sobre aquel nazareno le había sido dado de arriba; que su pecado era menor que el de los que le habían entregado en sus manos; y sobre todo, que no encontraba ningún delito en él que mereciera la muerte.  ¡Admirable, esto último! Pilato no halló de qué condenar a muerte al imputado. Nada de lo que se le acusaba merecía, a sus ojos y entendimiento, semejante castigo. Esto consta sobradamente por los documentos históricos. El procurador mandó azotar a Jesús como reprimenda, estimándolo castigo suficiente y proporcionado. Incluso, dado que por Pascua solía liberar a un preso, pensó que la muchedumbre escogería a Jesús y no a Barrabás, un verdadero asesino. Pero fue al revés. En fin, Pilato buscaba soltar al inocente galileo; y hasta ese momento, se podría decir que dio muestras de buen juicio y razonable justicia.  Pero ¿por qué ocurrió después lo que sucedió ? ¿Qué fue lo que cegó sus ojos y ofuscó su entendimiento para entregar a Cristo a un suplicio que no merecía? Las actas son claras al respecto. El querer seguir siendo considerado como el amigo del César fue lo que obcecó la visión de Pilato. El pretender complacer a la gente fue lo que ofuscó su mente y su corazón. Prefirió el aplauso de hombres, el quedar bien ante ellos, que el hacer justicia a un inocente, como le dictaba su razón. Quiso verse reconocido como amigo del César, aun a costa de enemistarse con Dios. Atendió más a los gritos irracionales de la turba que a los reclamos insistentes de su conciencia. E, ilusamente, consideró que lavándose las manos, todo estaba arreglado. ¡Qué infantil!  Bueno, y ¿qué tiene todo esto de actual? Pues, a decir verdad, mucho. Porque resulta que a Cristo lo seguimos hoy condenando a muerte injustamente montones de veces. Los modernos del siglo XX continuamos con frecuencia haciendo atrevidamente el Pilato.   Hoy mandamos a Cristo a la cruz cada vez que por miedo a quedar mal ante los “amigos”, ocultamos puerilmente el carnet de cristianos y actuamos como paganos. Hoy emulamos al gobernador romano siempre que elegimos ser tenidos por amigos de la moda, del dinero, del placer (poderosos Césares actuales), convirtiéndonos así en enemigos de Dios. Nos lavamos las manos enlodando nuestra conciencia cuando declinamos cobardemente en otros la responsabilidad de nuestros desmanes y desatinos.  Estimado lector, creo que nos conviene más practicar la verdadera justicia ante Dios y ante los hombres. Es preferible liberar con valor a Jesús en esa conciencia nuestra que nos invita al bien a despecho del mal.  No olvidemos que también nosotros seremos juzgados un día por Cristo. Y aquel día nos vendrá muy bien haber sido sus amigos y haber quedado bien ante Él, aunque en contra quizá de los demás.  Autor: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma



No olvidemos que también nosotros seremos juzgados un día por Cristo

Hace tiempo me dejó consternado una noticia increíble. En cierto lugar de los estados Unidos de América, una joven reveló a las autoridades ser la autora de un homicidio por el que ya habían juzgado y condenado a su hermano. Éste se había entregado y declarado culpable (siendo inocente) para encubrir y proteger a su hermana. Lo increíble del caso es que los representantes de la justicia estaban empeñados en sostener que la sentencia dictada era inapelable por más que el veredicto haya recaído sobre un inocente. ¡Qué injusta es a veces la “justicia”!

Basta pasear la mirada por la historia con ojo más o menos despierto para percatarse de que, a lo largo de los siglos, los hombres han cometido, en nombre de la “justicia”, no pocas injusticias. Desgraciadamente, ostentando la “equidad”, se ha condenado a inocentes e indultado a culpables. Y, en aras del “derecho”, se ha llegado a menospreciar a gente de bien y a honrar a auténticos malhechores.

He estado repasando en estos días las actas de un antiguo proceso, que, por cierto, también concluyó con un injusto veredicto de condena. Es un caso ya milenario, pero, curiosamente, por más centurias que le han llovido encima, no deja de resultar muy actual.

El juicio al que me refiero tuvo lugar un día de madrugada. (¿Qué prisa tendría la chusma aquella por condenar a aquel preso?). Llevaron ante el procurador, Poncio Pilato, a un cierto Jesús de Nazaret. El intendente romano sometió personalmente al reo a varios interrogatorios, de los que sacó más o menos en claro varias cosas: que ese Jesús era Rey, pero su Reino no era de este mundo; que el poder que tenía sobre aquel nazareno le había sido dado de arriba; que su pecado era menor que el de los que le habían entregado en sus manos; y sobre todo, que no encontraba ningún delito en él que mereciera la muerte.

¡Admirable, esto último! Pilato no halló de qué condenar a muerte al imputado. Nada de lo que se le acusaba merecía, a sus ojos y entendimiento, semejante castigo. Esto consta sobradamente por los documentos históricos. El procurador mandó azotar a Jesús como reprimenda, estimándolo castigo suficiente y proporcionado. Incluso, dado que por Pascua solía liberar a un preso, pensó que la muchedumbre escogería a Jesús y no a Barrabás, un verdadero asesino. Pero fue al revés. En fin, Pilato buscaba soltar al inocente galileo; y hasta ese momento, se podría decir que dio muestras de buen juicio y razonable justicia.

Pero ¿por qué ocurrió después lo que sucedió ? ¿Qué fue lo que cegó sus ojos y ofuscó su entendimiento para entregar a Cristo a un suplicio que no merecía? Las actas son claras al respecto. El querer seguir siendo considerado como el amigo del César fue lo que obcecó la visión de Pilato. El pretender complacer a la gente fue lo que ofuscó su mente y su corazón. Prefirió el aplauso de hombres, el quedar bien ante ellos, que el hacer justicia a un inocente, como le dictaba su razón. Quiso verse reconocido como amigo del César, aun a costa de enemistarse con Dios. Atendió más a los gritos irracionales de la turba que a los reclamos insistentes de su conciencia. E, ilusamente, consideró que lavándose las manos, todo estaba arreglado. ¡Qué infantil!

Bueno, y ¿qué tiene todo esto de actual? Pues, a decir verdad, mucho. Porque resulta que a Cristo lo seguimos hoy condenando a muerte injustamente montones de veces. Los modernos del siglo XX continuamos con frecuencia haciendo atrevidamente el Pilato.

Hoy mandamos a Cristo a la cruz cada vez que por miedo a quedar mal ante los “amigos”, ocultamos puerilmente el carnet de cristianos y actuamos como paganos. Hoy emulamos al gobernador romano siempre que elegimos ser tenidos por amigos de la moda, del dinero, del placer (poderosos Césares actuales), convirtiéndonos así en enemigos de Dios. Nos lavamos las manos enlodando nuestra conciencia cuando declinamos cobardemente en otros la responsabilidad de nuestros desmanes y desatinos.

Estimado lector, creo que nos conviene más practicar la verdadera justicia ante Dios y ante los hombres. Es preferible liberar con valor a Jesús en esa conciencia nuestra que nos invita al bien a despecho del mal.

No olvidemos que también nosotros seremos juzgados un día por Cristo. Y aquel día nos vendrá muy bien haber sido sus amigos y haber quedado bien ante Él, aunque en contra quizá de los demás.

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