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miércoles, 27 de febrero de 2013

EL MONACATO OCCIDENTAL (I)

 




El monacato hizo su aparición en Occidente un siglo más tarde que en Oriente, y su desarrollo fue más lento, tardando mucho en arraigar el ascetismo característico de la vida monástica. Pero, una vez penetrado en la Iglesia occidental, superó con mucho en florecimiento al monacato oriental. A partir del s. VI y durante la Edad Media, el monacato fue en la Iglesia occidental el sostén más firme y seguro de su ortodoxia, de su espiritualidad y de la cultura cristiana en todas sus manifestaciones.

Desde luego, el monacato organizado tuvo sus antecedentes en algunos casos esporádicos de cristianos fervientes, quienes durante las persecuciones romanas se entregaron a una vida solitaria de gran austeridad; consta de un modo particular que también en Occidente se desarrolló desde los siglos I y II la institución de las vírgenes consagradas.



I. San Atanasio



(295-373) Es el más célebre de los obispos alejandrinos y una de las personalidades mas recias de la antigüedad cristiana. Fue el gran campeón de la fe de Nicea, en medio de las terribles persecuciones que hubo de sufrir en su larga y azarosa vida. Ardua fue la lucha por él emprendida, con férrea convicción, al servicio de la verdad contra los arrianos y contra el mismo poder imperial. Cinco veces hubo de abandonar su sede episcopal y sufrir por mas de diecisiete años el destierro; pero nada ni nadie fue capaz de doblegar la inquebrantable energía con que resistió con todos los medios posibles el poder de sus muchos y potentes adversarios.

Había nacido en el año 295, en Alejandría, y recibió una educación esmerada, clásica y cristiana al mismo tiempo. Fue ordenado diacono en 318 y nombrado secretario del obispo de Alejandría, San Alejandro, con compañía del cual intervino valientemente en el concilio de Nicea (325) contra los arrianos. A la muerte de San Alejandro, en 328, le sucedió en la sede episcopal, aclamado por la muchedumbre que gritaba: Es un hombre honrado, virtuoso, un buen cristiano, un asceta, un verdadero obispo.

San Atanasio conocía perfectamente y estimaba en gran manera la vida prospera de los solitarios de Egipto. Recuerdese solamente que entre sus más preciosos escritos históricos se cuentan la biografía de San Antonio y la historia de los monjes de Egipto.

En uno de sus destierros a Occidente, San Atanasio llevó consigo dos monjes, Isidoro y Ammonio, con cuya conversación y ejemplo fueron desapareciendo los prejuicios aquí existentes contra el género de vida de los solitarios de Egipto. Al mismo tiempo, los vivos relatos sobre la vida maravillosa de San Antonio y la heroica penitencia de tantos otros monjes orientales llegaron a entusiasmar a multitud de personas, con lo que se dio comienzo a diversos núcleos de vida eremitita. Así se tiene noticia, en varias poblaciones de Italia, de algunos de Nursia. Entre los que fomentaron este género de vida deben contarse: San Eusebio de Vercelli, el cual, en su destierro de Oriente, tuvo ocasión de conocer la vida monacal, que luego imito en su asceterium fundado por él en Roma.

La espiritualidad de San Atanasio es de una elevación extraordinaria. Nuestra edificación en Jesucristo tiene por término necesario nuestra unión intima con El. Y por Jesucristo nos unimos también con el Padre y el Espíritu Santo. Este profundo conocimiento de los misterios divinos es el fruto de un ascetismo que purifica el espíritu. San Atanasio lo declara expresamente al final de su tratado Sobre la encarnación del Verbo: Juntamente con el estudio profundo de la Sagrada Escritura y la verdadera ciencia, es necesaria una vida honesta, un alma pura, una virtud cristiana para que el alma pueda, en la forma posible a la naturaleza humana, ser instruida sobre el Verbo de Dios. Sin un pensamiento puro y la imitación de su vida no se pueden comprender bien las palabras de los santos. Y el que quiera captar el pensamiento de los teólogos debe, ante todo, purificar y lavar su alma por su manera de vivir, y cercarse a los santos por la imitación de sus acciones.

San Atanasio fue también un acérrimo defensor de la vida célibe y virginal, sobre todo en su famoso tratado de la Virginidad. Escrito con admirable sencillez este pequeño libro constituye para las vírgenes cristianas un precioso manual que les recuerda sus deberes y les indica los medios de santificarse, sin recurrir a austeridades extraordinarias ni llamar inútilmente la atención.

San Atanasio desplegó hasta su muerte una actividad incansable en defensa de la fe y en el ejercicio pastoral sobre los fieles. Murió el 2 de mayo del año 373 y fue uno de los primeros obispos no mártires que recibió un culto público como santo.



II. San Jerónimo



(347-420) San Jerónimo es, sin discusión, el más grande apóstol del ascetismo en su época y uno de los hombres más cultos y eruditos de su siglo.

Nació en Stridón (Dalmacia) hacia el año 347. Su vida puede dividirse en dos partes casi iguales: la primera (347-385), muy agitada y variada, constituye un periodo de formación y de preparación; la segunda (385-420), mas sosegada, corresponde a su retiro de Belén y a sus grandes trabajos sobre la Sagrada Escritura.

Muy joven (hacia los doce años) su familia le envió a Roma para su formación literaria. Se apasionó por los clásicos, latinos y griegos, filósofos y poetas: Virgilio sobre todo, le encantaba. En su ardor por la ciencia se procuró una pequeña biblioteca personal, copiando por su mano libros enteros. Por desgracia, los estudios no fueron freno suficiente para contener sus pasiones juveniles, azuzadas por el ambiente malsano que se respiraba en Roma. Las cenas entre amigos jóvenes, bien rociadas con vino, ponían a prueba la castidad del más fuerte. Mas tarde deploró (quizás exagerándolos por humildad) sus extravíos juveniles: Jamás juzgaré casto al ebrio (escribía desde Belén). Dirá cada cual lo que quiera: yo hablo según mi conciencia. Sé que a mí la abstinencia, omitida, me ha dañado, y recobrada, me ha aprovechado. Nunca, sin embargo, perdió la fe; e incluso, siendo solamente catecúmeno, le gustaba visitar las catacumbas admirado la firmeza de los primeros cristianos.

Fue bautizado en Roma el año 366 por el papa Liberio, al terminar sus estudios. Emprendió varios viajes. En Francia entró en contacto con la colonia monástica de Tréveris. Estuvo luego en Aquilea. Y después de un sueño misterioso, que interpretó como un aviso del cielo, se trasladó al desierto de Calcis, al este de Antioquia, donde vivió en plan de monje varios años, entregado a las más espantosas penitencias para dominar sus pasiones. Hacia el año 378 (contando treinta y uno de edad) se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquia, pero a condición de seguir siendo monje, esto es, solitario, y no dedicarse al servicio del culto. Después trató en Constantinopla con San Gregorio Nacianceno e hizo también amistad con San Gregorio de Nisa. 

Hacia el año 382, invitado por el papa San Dámaso, Jerónimo se trasladó a Roma. Llegó a ser secretario del anciano papa y hasta se habló de que seria su sucesor. Recibió el encargo de revisar el texto de la Sagrada Escritura, y ya no cesó de ocuparse en trabajos bíblicos. Hasta que se extinga su vida en el retiro de Belén, irá acumulando códices, cotejando textos, para darnos su versión del hebreo y del griego que recibió después del nombre famoso de Vulgata latina.

Tres años pasó en Roma en medio de grandes persecuciones y envidias. Al principio, con fama de sabio y de santo, todos se inclinaban ante él. Pero todo empezó a cambiar cuando propuso un programa de perfección a un grupo de damas de la nobleza romana, que lo aceptaron con entusiasmo. El plan, calcado en las austeridades de los monjes, consistía en abstenerse de carne y de vino, ayunar diariamente, dormir en el suelo, etc. A él se sometieron gustosas las viudas Marcela y Paula, así como la hija de ésta, Eustaquia, y otras damas romanas, como Albina, Asela, etc. Por otra parte, llevado de su amor a las Escrituras, Jerónimo dio a sus discípulas lecciones bíblicas; les enseñó el hebreo para que pudieran cantar los salmos en su lengua original; les aconsejo que tuvieran día y noche el Libro sagrado en las manos. Las murmuraciones fueron surgiendo solapadamente. Jerónimo, ajeno a la tempestad que le rodeaba, quiso corregir los escándalos que veía a su alrededor. En la carta sobre la virginidad, que escribió a su discípula Eustaquia, lanzó críticas mordaces sobre los abusos del clero romano. La tormenta estalló cuando murió la joven Blesila, otra hija de Paula. Era una viuda muy joven, y, cuando todos esperaban que se volviera a casar, fue convertida por Jerónimo. Su noviciado, por decirlo así, solo duró tres meses, porque murió apenas iniciada su vida ascética. En sus funerales, el público gritó contra el detestable género de los monjes y le acusó de haber provocado con sus ayunos la muerte de la amable y noble joven.

Jerónimo consternado, tobo que abandonar Roma en 385 y emprendió el camino de Jerusalén. Poco después se reunían con él en oriente Paula y Eustaquia. Juntos visitaron los santos lugares. Mas tarde llegó hasta Alejandría y el desierto de Nitria. En Alejandría se puso en contacto con Dídimo el Ciego, a quien propuso sin dudas sobre la Sagrada Escritura. Hacia el año 386 se estableció definitivamente en Belén, junto al pesebre del Señor. Con el rico patrimonio de Paula pudieron construir tres monasterios femeninos y uno de hombres, dirigido por Jerónimo. Allí pasó Jerónimo los siete últimos lustros de su vida, dedicado a la oración, a la penitencia y a una incansable actividad literaria. Murió el 30 de septiembre del año 420. La Iglesia le declaró doctor, y es considerado como el Doctor Máximo de las Escrituras. 



Doctrina de San Jerónimo- El ascetismo que recomendaba San Jerónimo era el propio de la vida religiosa, de la que fue siempre ardiente propagandista con su palabra y, sobre todo, con su ejemplo. Quería que el elegido por Dios estuviera pronto a sacrificar lo que tuviera de mas caro. Concretamente recomendaba a los jóvenes ascetas: 

- El amor a la soledad y al retiro, no dudando en declarar que se ahogaba en el mundo: “el mundo es para mí una cárcel; la soledad, el paraíso”.

- La vida común, bajo la autoridad de un superior.

- La oración continua, alimentada, sobre todo, por los salmos.

- La austeridad en el vestido y el alimento.

- El estudio de los libros santos, sobre todo en su lengua original.



En general, puede decirse que contemplaba la vida religiosa sobre todo desde su aspecto más austero. Las virtudes fuertes atraían su alma grande, que sentía horror por la mediocridad tanto en el orden moral como en el intelectual. Con tales disposiciones se explica perfectamente que se dejase llevar, a veces, por duras expresiones orales o escritas. Pero, a pesar de tales vehemencias temperamentales, no se le puede negar su condición de gran apóstol de la vida perfecta.

En cuanto a la famosa Regla de San Jerónimo hay que decir que, en realidad, el santo no escribió regla alguna. Según parece, el doble monasterio fundado por él en Belén se regia por la de San Pacomio, entonces en boga en Oriente. Pero, dado el enorme prestigio que adquirió San Jerónimo en toda la Iglesia, se entresacaron de sus escritos, y en particular de las relaciones y elogios sobre los héroes de la vida anacoretita y cenobítica, un conjunto de normas para la vida monacal. Esto es lo que se ha designado como Regla de San Jerónimo, bien conocida en nuestros días y por la que se rigen diversas órdenes antiquísimas, sobre todo las jeronimianas de hombres y mujeres. 

En su famosa epístola al monje Rústico da, entre otras, las siguientes normas:

a) En sus visitas a su familia, el monje será muy reservado, ya que puede encontrar personas extrañas que constituyen un peligro para su corazón. Procure imitar a San Juan Bautista, quien, a pesar de tener parientes santos, vivía no obstante en el desierto; sus ojos no buscaban mas que a Cristo y se desdeñaban de mirar cualquier otra cosa. Es necesario también huir de la multitud que e congrega en las ciudades.

b) El religioso tendrá siempre en sus manos y ante sus ojos un libro. Aprenderá de corazón todo el Salterio, el libro por excelencia de la plegaria monástica. Orará continuamente y guardará con gran cuidado sus sentidos para que no se introduzcan en su alma pensamientos vanos. Si ama apasionadamente la ciencia de las Escrituras, no amará los vicios de la carne.

c) El monje debe preservarse también de sueños e imaginaciones capaces de conducirle a las caídas más lamentables. Por ello, trabajará sin cesar, a fin de que el demonio le encuentre siempre ocupado.

d) Los principiantes en la vida monástica deben vivir siempre en comunidad. Como San Basilio, San Jerónimo comprende los peligros de la soledad para los novicios: el solitario está expuesto a seguir sus caprichos, no teniendo superior a quien obedecer. Favorece también la vanagloria, fomentando la ilusión de ser el único en el mundo que ayuna y hace penitencia. En la vida cenobítica, por el contrario, es guiado e instruido por los superiores y edificado con el ejemplo de los hermanos. Es preciso, por lo mismo, respetar a los superiores, amarles como padres y seguir sus instrucciones con la mayor exactitud.



III. San Ambrosio de Milán



Aunque personalmente no fue un monje, San Ambrosio (333-397) fue un celoso propagandista de la vida consagrada a Dios, sobre todo entre las vírgenes cristianas. 

Con menos ardor que Jerónimo, pero con no menor insistencia, San Ambrosio exhortaba a las jóvenes de Milán a que abrazaran la virginidad, reivindicando enérgicamente para ellas la libertad de responder al llamamiento de Dios contra la presión de sus familiares.

Desde los comienzos de su episcopado había dirigido a su pueblo, sobre la excelencia y la santidad del estado de virginidad, homilías tan elocuentes y persuasivas que las madres, a la hora de la predicación, retenían en sus casas a sus hijas para impedirles oír al orador. Desde Roma, donde había recibido el velo de las vírgenes de manos del papa Liberio, Marcelina, la hermana de San Ambrosio, pidió a su hermano la publicación de sus escritos sobre la virginidad de los que tanto se hablaba, a fin de que los que no habían tenido la suerte de escucharlos tuvieran al menos la alegría de leerlos. Tal fue el origen del tratado De las vírgenes, que se propagó rápidamente y que las familias arrancaban de las manos de sus hijas para impedirles tomar el velo.

San Ambrosio, como San Jerónimo en sus cartas sobre la virginidad, se inspira en los escritos que dirigía San Cipriano a las vírgenes de Cartago. Con estilo encantador hace el elogio de la virginidad, que tiene al cielo por patria y por autor al Hijo inmaculado de Dios. Y como regla de vida a las vírgenes (que en Milán residían todavía en el seno de sus familias y no en monasterios aparte) les aconseja hacer pocas visitas, amar el silencio y la modestia, sobriedad en el comer y beber, orar sin intermisión. Para su imitación les propone el ejemplo de algunas célebres vírgenes, tales como Santa Inés, Santa Tecla y, sobre todo, la Virgen María, que adquiere en los escritos de San Ambrosio el lugar que le corresponde en el desenvolvimiento de la vida consagrada plenamente a Dios. Dice el mismo: Que sea para vosotras la vida de María el tipo perfecto de la virginidad, donde, como en un espejo, resplandecen la imagen de la castidad y el ideal de la virtud. Ahí es donde debéis buscar vuestro modelo. El deseo de instruirse nace ante todo de la fama del maestro. Pero ¿Cuál más insigne que la Madre de Dios? ¿Cuál más glorioso que aquella que ha sido escogida por la gloria divina? ¿Cuál mas puro que aquella cuyo cuerpo ha sido engendrado sin corrupción? ¿Y que diré de sus otras virtudes? Fue virgen no solo en el cuerpo, sino también en el alma, porque jamás el mal ha alterado la pureza de su amor. Era humilde de corazón, grave en sus palabras, prudente en sus determinaciones, reservada en sus conversaciones, aplicada al estudio de los libros santos. La vida de María fue tan perfecta que puede proporcionar reglas de conducta para todos. ¡Cuantas virtudes admirables en esta Virgen! ¡Y que numerosas son las vírgenes al encuentro de las cuales saldrá ella al umbral de la celeste morada! ¡Que numerosas son las vírgenes que ella abrazará y conducirá al Señor diciéndole: He aquí las que, por una castidad inviolada, han conservado inmaculado el tálamo virginal de mi Hijo su esposo!

Las exhortaciones de San Ambrosio no permanecían estériles. De Placencia, de Bolonia y aun de Mauritania llegaban vírgenes a Milán para consagrarse a Dios. Muchas jóvenes milanesas solicitaban tomar el velo, aunque la mayor parte de ellas encontraban en sus familiares viva oposición, exponiéndose muchas de ellas a quedar desheredadas si perseveraban en su determinación. El obispo de Milán les recomendaba no dejarse impresionar por esta amenaza. Con frecuencia, como ha ocurrido siempre y en todas partes, la oposición de los parientes es mas aparente que real. Cuando se convencen de la inutilidad de su oposición, acaban por ceder a las justas exigencias del llamamiento de Dios.



IV. San Agustín



Aquí nos vamos a referir tan solo, muy brevemente, a su enorme influencia en la vida monástica. 

San Agustín (354-430) fue quien inauguró en África la vida cenobítica para los hombres. El mismo practicó su espíritu y virtudes desde su conversión hasta su muerte. 

La lectura de la vida de San Antonio y el relato de la profesión monástica de dos oficiales de Teodosio en Tréveris, acabaron de determinar a Agustín a renunciar a sus desordenes para entregarse del todo a Dios. Su conversión fue perfecta. Agustín formó el proyecto no solamente de vivir en cristiano, sino incluso como monje. Abandonó en seguida su cátedra de retórica, renunció al matrimonio y, después de visitar los monasterios de Milán, se retiró al campo, a Casiciaco, en los alrededores de la ciudad, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y varios de sus amigos y discípulos. La pequeña comunidad repartía su tiempo entre la oración, la lectura de la Sagrada Escritura y las conferencias filosóficas, cuyo resumen formará las primeras obras del gran doctor. La lectura de los salmos impresionaba vivamente a Agustín: la admiración, los transportes de entusiasmo y de alegría, el dolor y arrepentimiento al recuerdo de sus faltas, la confianza de la misericordia divina, atravesaban de parte a parte su alma durante la meditación de estos divinos cánticos. 

Después de su bautismo y de la muerte de su madre, Agustín se trasladó a Roma, donde, con Alipio y otros amigos, oraba, ayunaba y estudiaba la Sagrada Escritura y las verdades divinas. Agustín vendió lo que le quedaba de sus bienes y, según el consejo evangélico, distribuyó el precio entre los pobres.

Cuando hacia el año 391 fue ordenado sacerdote en Hipona, su primer cuidado fue establecer un monasterio de hombres que dirigió él mismo. La vida monástica no tardó en irradiar desde Hipona, y en muchas iglesias de África se hicieron fundaciones monásticas.

Finalmente, cuando le nombraron obispo de Hipona, en 396, Agustín obligó a sus clérigos a vivir en comunidad con él. Para ser asignado al servicio de su diócesis era preciso hacerse monje. El mismo describe en dos de sus sermones dirigidos a los fieles el género de vida de esta comunidad establecida en su mansión episcopal.

De acuerdo con la vida comunitaria de los primeros cristianos de Jerusalén, que inspira totalmente la concepción agustiniana del monasterio, no estaba permitido a ninguno de los clérigos del obispo de Hipona poseer nada propio. Todo debía ser común entre ellos, incluso el vestido. Debían también practicar una rigurosa pobreza, y toda falta contra esta virtud evangélica por parte de sus clérigos era particularmente penosa para el corazón de Agustín.

En la mesa estaba especialmente prescritas la sobriedad y la caridad en las conversaciones. A fin de descartar toda sospecha maliciosa, ninguna mujer podía residir en la comunidad, ni siquiera la propia hermana de Agustín. Los monjes de la comunidad se hicieron pronto célebres por su regularidad y fervor, y muchos de ellos fueron elegidos obispos de las iglesias vecinas.

Pero San Agustín no fue solamente protector y padre de monjes, sino también organizador admirable de la vida monástica con una Regla que ha servido de base a muchas importantes ordenes religiosas. Sin embargo, es conveniente precisar de qué forma fue San Agustín el autor de la famosa Regla que lleva su nombre.

Lo que constituye propiamente la Regla de San Agustín está entresacado de dos documentos suyos. El primero es la epístola 211, dirigida a unas religiosas por él fundadas, en donde se dan normas fundamentales sobre la obediencia, pobreza, caridad y humildad religiosa. El segundo documento es la celebre Regula ad servos Dei, calcada en la carta anterior y que en doce capítulos propone los principios básicos de la vida religiosa aplicados a varones.

La crítica histórica no ha podido todavía dictaminar con certeza cual de esos dos documentos es anterior al otro. Probablemente el segundo es una acomodación para varones de la carta escrita para las mujeres; pero esta acomodación parece que fue hecha por el propio San Agustín. 

Sobre la importancia y extensión que llegó a alcanzar al Regla de San Agustín basta tener presente que, aparte de la multitud de cenobios del norte de África en vida de San Agustín y en los siglos siguientes, fueron innumerables las instituciones y órdenes que tomaron como base esta regla. Ante todo, fueron los canónigos regulares, cuyo desarrollo se remonta a los tiempos inmediatos al obispo de Hipona y tienen su origen en el verdadero cenobio que organizó él en su mansión episcopal con sus clérigos. El tipo de los canónigos regulares, completamente organizados y desarrollados en el s. XII, lo forman los premostratenses, que adoptaron la regla de San Agustín. Sobre esta misma regla fundó Santo Domingo de Guzmán la orden de predicadores, y San Pedro Nolasco la orden de la Merced. Se basan también en ella las siervas de la Virgen María, toda la familia agustiniana en sus diversas ramas, los hermanos de San Juan de Dios y otras muchas.



V. San Martín de Tours



San Martín de Tours era originario de Sabaria, capital de Panonia, y, aunque nacido de padres paganos, se sintió bien pronto atraído por el cristianismo. Sentó plaza de soldado, y en este género de vida se distinguió por su vida penitente y corazón compasivo. A este periodo de su vida se refiere el conocido episodio de partir su capa con un pobre mendigo transido de frío. Inclinado por naturaleza a la vida solitaria, vivió algún tiempo como anacoreta y fue uno de los más eficaces promotores del monacato de Occidente. El prestigio extraordinario que consiguió y el renombre de santidad de que gozaba le encumbraron en 373 a la sede episcopal de Tours.

A San Martín había precedido San Hilario de Poitiers, gran admirador de San Atanasio y, como él, gran entusiasta de la vida monástica del Oriente, que había podido conocer en su destierro del año 355. En torno a su palacio episcopal de Poitiers organizó mas tarde un verdadero cenobio de clérigos, entre los cuales se hallaba San Martín. Este había manifestado ya desde su primera juventud una marcada inclinación a la vida cenobítica, y así, después de pasar algún tiempo entre los ascetas que San Hilario reunió en torno suyo, fundó él mismo hacia el año360, en unión de varios compañeros, un monasterio cerca de Poitiers, el monasterio de Ligugé, el primero en Francia.

Nombrado obispo de Tours, San Martín no cambió prácticamente de género de vida. No lejos de la ciudad se hizo construir una celda, a donde se retiraba a hacer vida de solitario; pero bien pronto se le juntaron gran numero de discípulos, que en 375 llegaban a ochenta. De este modo se formó el Monasterium Maius, el celebre monasterio de Marmoutier, que se convirtió rápidamente en plantel de excelentes monjes y aun de celosos prelados. A imitación de estos dos cenobios, de Ligugé y de Marmoutier, se fundaron otros varios bajo la dirección inmediata de San Martín. En todos ellos (según atestigua su discípulo Sulpicio Severo en la biografía que de él compuso) se llevaba una vida mixta de eremita y de cenobita, si bien predominaba esta última.

San Martín no escribió regla alguna. Sus monjes se gobernaban con las ordenaciones orales recibidas de él. Se reunían dos veces al día, por la mañana y por la tarde, y llevaban una vida de extremo rigor, caracterizada por la túnia de pelos de camellos que le servia de hábito. La veneración que todos sentían por su amado padre se manifestó a su muerte, pues se refiere que le acompañaron al sepulcro dos mil de sus monjes (397).



VI. Juan Casiano



Con Juan Casiano alcanza el monacato occidental su máximo exponente. Sus obras han ejercido enorme influencia en toda la espiritualidad cristiana posterior.

A) Vida- Por los datos que nos proporciona él mismo a lo largo de sus escritos, se conocen los principales episodios de su vida y la cronología de los mismos.

Nació (360) probablemente en Escita (otros, con menos probabilidad, le hacen nacer en Provenza), de familia acomodada y piadosa. Se le impuso el nombre de Casiano. Mas tarde adoptó el nombre de Juan, tal vez en recuerdo de su protector y maestro San Juan Crisóstomo. 

En consonancia con el rango social de su familia, recibió una esmerada formación clásica. Se entusiasmó por los poetas, especialmente por Virgilio.

Hacia el año 378 peregrinó a Palestina con Germán, amigo y paisano suyo, quien le acompañará en todas sus correrías monásticas. El objeto del viaje era ejercitarse entre los monjes de Palestina en la milicia espiritual. Se establecieron en Belén, llevando vida cenobítica cerca de la gruta del nacimiento de Jesús. Desde allí realizaron varias excursiones por los monasterios de Palestina, Siria y, seguramente, también Mesopotámica. 

En 380 viajan a Egipto en busca de la vida solitaria. Antes de pasar al desierto de Escete y la Tebaida se instalan en Panefisis, visitando a los famosos anacoretas de los contornos. Casiano sitúa en esta región las colaciones habidas con varios abades. Después de visitar Diolcos, donde el abad Piamon les inició en la vida anacoretita, partieron para Escete, término de su peregrinación. Allí se abrieron sus ojos a la vida contemplativa al contacto con el autentico espíritu monástico de los monjes egipcios.

En 387, rápido viaje a Palestina para visitar a los antiguos hermanos del cenobio de Belén, y vuelta al desierto de Escete. Recorrido por la ermitas de Cellis y probablemente también las de Nitria.

En 399 la carta de Teofilo de Alejandría contra los antropomorfitas ocasiona una violenta polémica entre el arzobispo y los monjes. La lucha termina con la expulsión de los origenistas. Casiano y Germán, tras unos veinte años de permanencia en Egipto, se embarcan para Constantinopla con otros cincuenta monjes. 

El año 400 San Juan Crisóstomo ofrece asilo a los expulsados y ordenó de diácono a Casiano a pesar de la oposición de éste. Por espacio de cinco años Casiano vivió en intima amistad con el santo obispo y al servicio de su iglesia de Constantinopla. En esta época visitó con Germán los monasterios de la Capadocia.

Al ser expulsado San Juan Crisóstomo de su sede constantinopolitana, Casiano y Germán se encaminan a Roma, en 405, para recabar del papa Inocencio I el favor para su perseguido pastor. Poco después Casiano es ordenado presbítero e interviene, según parece, en los asuntos eclesiásticos de la curia romana. Entabló amistad con el futuro papa San León Magno.

Hacia el año 415 llegó solo a Provenza con todo su bagaje se sólida doctrina monástica. Va a realizar la gran idea acariciada ya de antaño: la reforma de monaquismo occidental. Su programa es adaptar la austeridad de los orientales a las exigencias particulares de Occidente e introducir en la vida cenobítica lo esencial de la anacoresis.

Fundó en Marsella dos monasterios; uno de hombres (la célebre Abadía de San Víctor) y otro de mujeres. San Próspero de Aquitania encomió a su monjes, diciendo que son varones santos y egregios en la práctica de todas la virtudes. 

Casiano se interesó por el nuevo monasterio del obispo Cástor y por el gran cenobio de San Honorato de Lerins. A petición del obispo Cástor escribió sus admirables Instituciones cenobíticas, en las que se ocupa de todo lo concerniente al hombre exterior. En seguida redactó su segunda y más importante obra: las Colaciones, es decir, las conversaciones tenidas por Casiano y Germán con los solitarios del yermo, para la edificación del hombre interior.

Hacia el año 430, a instancias de San León Magno, por aquel entonces archidiácono de Roma, escribió su tercera obra: De incarnatione Domini libri VII, contra el hereje Nestorio. 

En 432-33 San Próspero de Aquitania censuró las ideas semipelagianas de la Colación 13. Tras las réplicas de los defensores de Casiano, Próspero imploró la ayuda precisamente del arcediano León. La postura del futuro gran papa respecto a su amigo no pudo ser más benévola. Merced a él, San Próspero dejó de censurar en adelante las obras del abad de Marsella.

Alrededor del año 435 murió Casiano en Marsella al frente de su abadía. La fama de su santidad se extendió rápidamente por doquier y muy pronto empezaron varias iglesias a venerarle como santo. En Marsella, donde descansan sus restos en la abadía de San Víctor, se celebra todavía su fiesta el 23 de julio. Si su desliz semipelagiano ha sido parte para que su nombre no figure en el martirologio romano, no por eso la Iglesia ha dejado de reconocer siempre en él a uno de los grandes educadores de Occidente. Hay que tener en cuenta, con relación al error semipelagiano deslizado en su obra, que en aquella época no se había definido la doctrina verdadera sobre estas difíciles cuestiones. Ello o puede hacernos olvidar los grandes méritos de Casiano, su profunda piedad y su firme oposición a las herejías de Pelagio y de Nestorio.

B) Doctrina- Casiano es el primer autor que ha coordinado, en una amplia visión de conjunto, la doctrina ascética y mística de los antiguos monjes de Egipto. Hasta entonces se habían contentado los autores en reconocer algunas sentencias (Apotegmas) o piadosas anécdotas (Historia Lausíaca). El abad de San Víctor no realizó una verdadera síntesis doctrinal, pero con su información abundante y variada ha proporcionado todos los elementos para ella. Consideramos especialmente su doctrina sobre la perfección en general y sobre la oración en particular.

1- SOBRE LA PERFECCION en general. La perfección interior, espiritual, es el fin de la vida religiosa. Por eso la estudia Casiano en la primera conferencia de cada serie. Si en la conferencia 18 distribuye a los monjes en categorías según el género de su vida exterior (los cenobitas, que tienden a la perfección; los anacoretas, que la practican, y los sarabaítas o independientes, que se alejan de ella), añade enseguida que la perfección no consiste en el aislamiento de la celda, sino en las virtudes del hombre interior.



a) La caridad. En la conferencia 11 identifica la perfección con la caridad perfecta, que es la virtud del mismo Dios y nos asemeja a El, mostrando en el amor temeroso y en el amor de esperanza las etapas necesarias en la marcha hacia la perfección. El la conferencia primera, mas precisa aún, declara que el fin de la vida religiosa en conducir al alma, por la pureza de corazón y la caridad perfecta, a la contemplación, que es una anticipación de la bienaventuranza, el reino interior de que habla San Pablo: el reino de Dios o es comida no bebida, sino justicia, y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rom 14, 17). Este reino, que alcanzará su plena perfección en la otra vida, lo poseen en este mundo todas las almas justas; pero solamente lo gozan los perfectos acá en la tierra por el Espíritu Santo en la contemplación.



b) los principales obstáculos para la perfección son, según Casiano: 

- La concupiscencia de la carne y la del espíritu

- Los ocho vicios capitales. En su enumeración Casiano omite completamente la envidia: San Gregorio Magno le completará en este punto. Por el contrario, distingue también la vanagloria del orgullo: San Gregorio hará lo mismo y presentara al orgullo como la fuente de los otros siete vicios. Santo Tomas de Aquino corregirá a ambos, uniendo a estos dos últimos vicios y dando la clasificación definitivamente admitida en Occidente a base de siete pecados capitales.

- Las tentaciones diversas.

- El demonio, cuyo poder, por otra parte, es limitado.



c) Los medios directamente destinados a vencer estos obstáculos son principalmente: 

- La oración, de la que después comentamos.

- El renunciamiento a los bienes del mundo, a si mismo, y a todo bien sensible.

- La penitencia, que es también un gran medio de satisfacer por el pecado.

- El ayuno, que no debe ser más que un medio para adquirir la virtud.

- La mortificación, que debe ser interior, para conducir el alma a dios, único centro de la actividad de su espíritu y de su corazón. 



d) Las virtudes son también, sin duda alguna, un gran medio para triunfar de los obstáculos; pero, además, al fijar al alma en el bien, contribuyen directamente a la realización de la perfección. Las primeras virtudes morales que se imponen al monje, aparte de las que supone la resistencia a los obstáculos, son las que lleva consigo la vida común, juzgadas particularmente necesarias para los principiantes (humildad, obediencia, dulzura, caridad, etc). Las más recomendadas son: 

- La discreción, que mantiene ente los extremos: exceso de fervor o relajación.

- La paciencia, que debe llevar a la perfecta indiferencia en la prosperidad o adversidad. 

- La verdadera amistad sobrenatural, que supone entre los amigos un mismo ardor en la búsqueda de la perfección.

- La fidelidad a las promesas.

- La pureza del alma, que permite ver a Dios y que viene de sólo Dios.



e) La paz, tan estimada por Casiano, mas que una virtud, es el coronamiento de todas las virtudes, o un efecto de la mas grande y necesaria de todas, la caridad. Esta paz, completamente sobrenatural, es un don de Dios. Lo veremos en la oración perfecta, que es una de sus condiciones más importantes.



2- SOBRE LA ORACION. La oración es uno de los puntos esenciales de toda vida cristiana. Una de las razones es porque en ella se manifiesta más claramente que en ninguna otra parte, junto con el esfuerzo del hombre por encontrar a Dios, la acción de Dios sobre el hombre. Los dones místicos, o sea el predominio de la acción divina en el alma, completan y perfeccionan la obra esbozada por la ascesis o esfuerzo del hombre ayudado por la gracia ordinaria.

La oración ocupa en la obra de Casiano un lugar preferente y excepcional. Le consagra muchas de sus conferencias. El la novena dice expresamente: Todo el edificio de las virtudes no se levanta mas que para alcanzar la perfección de la oración; y si no llega a ese coronamiento que une y traba todas su partes conjuntamente, no tendrá ninguna solidez ni duración. Sin las virtudes, es imposible adquirir esta pacifica y continua oración; y sin esta oración, las virtudes, que son el fundamento, no alcanzaran jamás su perfección.

Un poco mas lejos distingue cuatro clases de oración: la demanda de perdón por los pecados cometidos; la ofrenda de los votos y de las buenas resoluciones a Dios; la oración de petición, fruto del celo por la salvación de las almas; y la acción de gracias por los beneficios pasados, presentes y futuros. 

Estas cuatro formas de oración, que pueden engendrar otras muchas, son comunes a todos. Sin embargo, cada una de ellas es presentada como característica de un estado. Nadie se eleva a los últimos sino por grados, según el orden indicado: La primera conviene más particularmente a los principiantes, que sienten todavía la turbación y el remordimiento de sus faltas. La segunda corresponde a los que han hecho algún progreso y avanzan en la virtud elevándose hacia Dios. La tercera es propia de los que cumplen sus promesas con sus obras y son atraídos, por su propia caridad y la debilidad de los demás, a pedir por ellos. La cuarta, en fin, corresponde a los que, habiendo arrancado de su corazón todo lo que puede mancillar la conciencia, contemplan, en la paz y la pureza de su alma, las misericordias y las gracias que Dios les ha concedido, les concede o les prepara, abandonándose a esos impulsos de amor, a esa oración de fuego que el hombre no sabría expresar no comprender. 

Casiano describe con detalle esa oración perfecta, que es una oración de fuego: El alma que ha llegado a este grado de pureza y s ha arraigado en él, se entrega al mismo tiempo a otras plegarias; va con frecuencia de la una a las otras como una llama incomprensible y rápida. Ofrece a Dios aquellas plegarias inefables que el Espíritu Santo produce en nosotros con gemidos inenarrables (Rom 8, 26); y concibe tantas cosas a la vez, se expansiona en tan sublimes impulsos, que, en otro cualquier momento, no podría expresarlos ni siquiera volverlos a su recuerdo.

Esta oración tan elevada la atribuye expresamente a la acción secreta del Espíritu Santo. Lo dice muy claramente en un breve comentario al Padrenuestro. Y muestra en seguida cuales son las practicas que prepararon al alma para recibir la acción de la gracia divina: salmodia, exhortación, pensamiento de la muerte…, y señala las diversas formas que pueden revestir los sentimientos interiores del alma: gozo inefable, transportes espirituales, éxtasis, silencio profundo, admiración, suspensión de los sentidos, gemidos, lágrimas…

Esta oración perfecta es descrita de nuevo, admirablemente, en la conferencia décima, donde es caracterizada sucesivamente por la bienaventuranza anticipada, por la perfecta unión con Dios en oración incesante y por la plena inteligencia de las Escrituras. Además, completa el autor las indicaciones dadas en la precedente conferencia sobre los medios de alcanzar la oración perfecta: la pureza, el recogimiento, etc. Es notable la insistencia de Casiano sobre la necesidad del auxilio divino para obtenerla y la impotencia del hombre para conseguirla por sí solo.

Esta clase de oración, propuesta como fin a todos los monjes, es muy elevada, puesto que puede llegar hasta el éxtasis. Es la forma mas elevada de la contemplación mística, que Casiano denomina también con la palabra teoría. Esta comprende, además, el estudio de las Escrituras, ya sea el estudio que prepara la oración, ya el que es mas bien su complemento y su fruto, porque sólo los perfectos poseen la plena inteligencia espiritual de la palabra inspirada. 

Esta doctrina sobre el conocimiento espiritual de las Escrituras vuelve a ser considerada, con mayor amplitud, por el abad Nesteros en la conferencia 14. Para él, la verdadera penetración en el pensamiento divino contenido en los sagrados libros se adquiere menos por el estudio que por la practica de la virtud: la pureza, el silencio, la humildad, la paz, la meditación asidua, la caridad y, sobre todo, por el Espíritu Santo, y en todo se distingue de la ciencia humana. Una cosa es expresarse con elocuencia y facilidad, y otra muy distinta penetrar el sentido de las cosas celestiales y contemplar con la mirada de un corazón puro los secretos que ninguna doctrina, ninguna enseñanza de los hombres puede proporcionar, pero que las almas santas pueden alcanzar por la luz del Espíritu Santo. 



VII. San Benito de Nursia



Con San Benito (480-547) alcanzó el monacato occidental su punto culminante y su forma definitiva.

A) Vida- San Benito nació hacia el año 480 en Nursia, cerca de Espoleto, bajo el alegre cielo de Umbría. Recibió su instrucción en Roma, conforme a la ilustre familia de los Anicios a que pertenecía. Mas el espectáculo inmoral de la Roma de los ostrogodos le produjo tal disgusto, que se retiró a la soledad de Subiaco, a cuarenta millas de Roma. Aquí se ocultó en una cueva y, bajo la dirección de un anacoreta llamado Román, se entregó a la vida de penitencia y trató con la paz de su espíritu, pues las imágenes del mundo que había abandonado le seguían atormentando; y así, para vencer la tentación, llegó a revolcarse sobre espinos sobre espinos y zarzales, según atestigua su biógrafo San Gregorio Magno. Tres años hacia que llevaba esta vida de retiro y penitencia cuando, descubierto por unos pastores, comenzó a cundir la fama de su santidad, y así se fueron juntando algunos discípulos y los monjes del monasterio de Vicovaro, situado entre Subiaco y Tívoli, que le suplicaron tomara su dirección. Muy a disgusto asintió él a sus ruegos, y, desde luego, trató de introducir el rigor y la observancia regular en el monasterio. No agradó a los monjes esta conducta; por lo cual trataron de deshacerse de él, dándole, según cuenta la tradición, un vaso de veneno, que milagrosamente se rompió al hacer del santo sobre él la señal de la cruz.

Ante estos hechos, Benito volvió de nuevo a su cueva de Subiaco; mas no pudo permanecer mucho tiempo solitario. Bien pronto se vio rodeado de nuevos discípulos. Las familias más nobles y distinguidas, ante la fama de su santidad, acudían a visitarle, a confiarle sus hijos o a entregarse a su dirección. El patricio Equicio le confió a su hijo Mauro; Tértulo, a su hijo Plácido, primicias de la familia benedictina. Esta fue creciendo rápidamente. San Benito los organizó en grupos o colonias de doce monjes, a la manera de las lauras de Palestina o de los cenobios de San Pacomio. En 520 se llegan a formar hasta doce colonias o monasterios. Sin embargo, todavía no existía regla alguna especial. Cada grupo obedecía al superior, y todos al padre venerado, San Benito. Era el germen de donde debía desarrollarse la gran familia benedictina.

Pero Dios quería probar más todavía la virtud de San Benito. La fama de su santidad y la gran afluencia de discípulos y admiradores excitó los celos y las envidias de un sacerdote vecino, llamado Florencio, quien trató de desacreditar al santo con el proyecto diabólico de emponzoñar las almas de sus discípulos mas jóvenes y arruinar de una vez y para siempre el buen nombre de la colonia monástica. Ante tales maquinaciones Benito se dio por vencido y decidió marcar de aquellos parajes, verdadera cuna de la orden benedictina, y junto con Mauro y Plácido (futuros santos) y varios otros discípulos que quisieron seguirle se dirigió a la montaña de Monte Casino, entre Roma y Nápoles, donde le habían ofrecido algunos terrenos. Aquí tuvo que comenzar por convertir a unos paganos que habitaban en la región vecina y hacer derribar un templo de Apolo que se levantaba en la cumbre del monte. En su lugar surgió bien pronto el célebre monasterio de Montecasino, que debía ser la casa madre de la orden benedictina.

Los principios de este monasterio tuvieron lugar en el año 529. Desde este momento, el patriarca por antonomasia de los monjes de Occidente, que contaba unos cuarenta y nueve años de edad, se entregó de lleno a la vida monástica y a la dirección de los discípulos que iban afluyendo de todas partes. Poco a poco se fue desarrollando y adquiriendo gran renombre aquel centro de vida religiosa. Cuando este monasterio estuvo suficientemente desarrollado, envió algunos discípulos suyos a Terracita, donde surgió otro.

Para todos sus hijos (de Montecasino, de Subiaco…) escribió San Benito su famosa Regla monástica.

En los años que todavía vivió (unos dieciocho) en el monasterio de Montecasino, llegó a adquirir tal fama, que acudían de todas las naciones a visitarle a consultarle. Murió San Benito el 21 de marzo del año 547, poco más de un mes después de su hermana Santa Escolástica, que había sido la primera abadesa de un monasterio de monjas benedictinas que se había levantado no lejos de Montecasino.

B) La Regla- Aparte de su santidad, lo que le ha valido a San Benito su fama mundial fue su magnifica Regula monachorum, que acabó por imponerse sobre casi todas las demas en el mundo entero. 

Consta de 73 capítulos, que regulan por completo la vida interna y externa de la comunidad monástica.

Esta regla no fue escrita de una sola vez. Los seis o siete últimos capítulos fueron añadidos por San Benito en una revisión. El conjunto de la regla, sin embargo, data de la fundación de Montecasino. Las antiguas reglas monásticas (San Pacomio, San Basilio, Casiano, San Agustín) fueron, sin duda, utilizadas por San Benito, pero con gran libertad y extraordinario sentido práctico. Tres son las características fundamentales que le aseguran una real superioridad sobre todas las reglas anteriores, latinas o griegas: 

1ª Su precisión y su extensión: contiene leyes, mas que máximas espirituales, que en ningún momento del día o de la vida del monje le dejan en la ignorancia de lo que debe hacer.

2ª La sabiduría de sus prescripciones, bastante severas para dominar la naturaleza y bastante moderadas para no descorazonarla.

3ª La estabilidad introducida en la vida monástica, Basilio la había logrado sólo imperfectamente. 

La regla constituye, en efecto, un término medio de moderación y sentido práctico, unido al conocimiento profundo del alma humana, que da cierta libertad a cada uno, pero conserva la más estricta vida común, típica del cenobita.

Ante todo enumera las diversas clases de monjes y das normas al abad para su dirección espiritual. Luego se dirige a los súbditos facilitándoles los instrumentos de las buenas obras, preciosa colección de 74 máximas o consejos, entresacados en su mayor parte de la Sagrada Escritura. Como el objetivo de su vida es separarse del mundo y servir a solo Dios, establece como principio fundamental la conversión, la renuncia al mundo, sintetizada en los votos de pobreza y castidad; pero el monje ha de practicar también y muy especialmente la obediencia, el silencio y la humildad, de la que establece doce interesantes grados. 

Este espíritu de renuncia, de silencio y de humildad pondrá al monje en la mejor disposición para el trato con Dios, para la oración y contemplación, que es la ocupación más típica y fundamental del monje benedictino. De ahí que el santo insista de una manera espacialísima en la oración litúrgica: el Opus Dei por excelencia, regulado hasta en sus detalles más nimios el rezo del oficio divino y todo lo que se refiere al culto público. Por ello la orden benedictina debe ser clasificada entre las órdenes contemplativas.

A continuación habla la Regla de cómo han de ser los decanos del monasterio y de cómo han de dormir los monjes, estableciendo después un pequeño código penitencial para castigar a los transgresores de la disciplina monástica. En capítulos sucesivos expone los distintos cargos y oficios del monasterio, dando diversas normas sobre el modo de conducirse los monjes en el ejercicio de su vida monacal, insistiendo en el trabajo manual o intelectual a que deben entregarse con ardor. Precisa lo que debe hacerse en la recepción de nuevos aspirantes a la vida religiosa, el orden de la comunidad y algunos otros cargos y oficios, terminando con algunas advertencias sobre los viajes, obediencia mutua ente los hermanos y celo apostólico que deben animarles a todos. En el capitulo 73 advierte San Benito que no toda la practica de la justicia está contenida en esta regla, recomendando especialmente la lectura de la Sagrada Escritura, las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, así como la regla de nuestro Padre San Basilio.

Bossuet ha escrito unas líneas admirables en elogio del código benedictino. La Regla es: una suma de cristianismo, un docto compendio de toda la doctrina del Evangelio, de todas las instituciones de los Santos Padres, de todos los consejos de perfección. En ella sobresale eminentemente la prudencia y la sencillez, la humildad y el valor, la severidad y la mansedumbre, la libertad y la dependencia; en ella la corrección despliega todo su vigor, la condescendencia todo su atractivo, la autoridad su robustez, la sujeción su tranquilidad, el silencio su gravedad, la palabra su gracia, la fuerza su ejercicio y la debilidad su sostén.

C) Propagación e influencia de la obra benedictina- La Regla de San Benito se propagó rapidísimamente por toda la cristiandad, a pesar de que el monasterio de Montecasino pasó las mas duras pruebas. Ya en el año 589 fue victima de una incursión de los lombardos, y sus moradores hubieron de refugiarse en Roma. Allí fue donde les conoció San Gregorio Magno y fue desde entonces su gran protector. Con el envió de San Agustín de Cantorbory, con otros 39 monjes, a la conquista espiritual de Inglaterra, abrió un nuevo e inmenso campo a la actividad de la nueva familia religiosa; y, en efecto, aquellos monjes multiplicándose en Inglaterra, de donde partió poco después la orden con nuevo empuje hacia Alemania y centro de Europa.

Lo mismo sucedía en Francia, donde se fueron estableciendo en los siglos VII y VIII grandes monasterios, y los que había establecido San Columbano abrazaron la Regla de San Benito se había introducido en todas partes y eliminado a las demás. En la península Ibérica tuvo lugar este cambio dos siglos mas tardes. 

Además de la orden benedictina en sus diversas ramas, tomaron como base la Regula monachorom de San Benito: los camaldulenses, fundados en 1012; la congregación de Valleumbrosa, la congregación silvestrita de San Benito, la de Santa Maria del Monte Olivote, los mekitaristas de Venecia y de Viena, y sobre todo, las grandes familias de los cistercienses y de los trapenses o cistercienses reformados. A todos los cuales deben añadirse las congregaciones u órdenes femeninas correspondientes.



VIII. San Gregorio Magno



San Gregorio cierra el periodo de los grandes Padres y escritores de la Iglesia de Occidente de la Edad Antigua.

A) Vida- Nació en Roma el año 540, en una familia de la nobleza romana que, según algunos, pertenecía a la ilustre prosapia de los Anicios. La Iglesia venera en los altares a varios miembros de su familia. 

Iniciado muy joven en la carrera política, a los treinta años fue prefecto de Roma. Pero la vanidad de las grandezas mundanas no tardó en afectar a su alma noble y elevada. Cediendo a las inspiraciones de la gracia, vendió parte de sus bienes consagrándolos a obras de caridad y fundó seis monasterios en Sicilia y uno en Roma, en su propiedad del monte Celio, a donde se retiró él mismo y sometió mas tarde a la regla benedictina. Esto ocurría alrededor del año 575. 

Pronto su vida religiosa fue interrumpida por orden del papa, quien le envió como nuncio a Constantinopla, donde permanecio alrededor de siete años. San Gregorio no aprendió el griego en Oriente, pero sí la especial psicología de aquellas gentes, lo cual le fue muy útil mas adelante. Permaneció monje en su interior y fue en Constantinopla donde empezó su gran obra espiritual, los Morales, que no terminó hasta el 590. A su regreso a Roma se apresuró a reingresar en su monasterio, del que fue nombrado abad. Pero, al morir en 590 el papa Pelagio II, fue elegido para sucederle y, aunque se resistió a aceptar la carga del supremo pontificado, cedió por fin a las apremiantes instancias del clero, senado y pueblo romano.

El primer papa monje llevó su concepción monacal a la espiritualidad, a la liturgia y al mismo pontificado. Como papa hay que destacar, ante todo, la ingente labor desarrollada por San Gregorio en la conversión de los pueblos no cristianos, en la lucha contra los vicios en que estaba sumergido el mundo entero, en la defensa de los bienes temporales de los papas (patrimonio de San Pedro) y de la primacía de la Iglesia de Roma sobre todas las demás. Sin embargo, no quiso utilizar el titulo de Patriarca universal, sino el más humilde de Siervo de los siervos de Dios. 

Absorbido como estaba por múltiples y graves obligaciones, no descuidó, sin embargo, el rebaño a el inmediatamente confiado. En prueba de su gran actividad pastoral, han quedado sus famosas Homilías sobre los evangelios y sobre Ezequiel, así como los Diálogos, que datan de la misma época y constituyen una obra popular de edificación destinada a todos los fieles. Hacia 591 escribió también su magnifica Pastoral sobre la santificación de los sacerdotes, muy necesitados de reforma en aquellos tiempos de decadencia. Su celo, que no descuidó ningún detalle, se extendió hasta la reforma de la liturgia, de la que fue uno de los principales organizadores. Murió el 12 de marzo del año 604, habiendo realizado plenamente el magnifico ideal del buen pastor que se había trazado desde los primeros días de su pontificado.

Hay que destacar también la parte importantísima que tuvo San Gregorio en el desarrollo del monacato benedictino, que vino a ser, gracias a él, la armada conquistadora de la Iglesia romana. Sin embargo, San Gregorio aceptó el monacato tal como lo había establecido San Benito: nada nuevo creó, limitándose a fortificar y consolidar la obra del legislador de Montecasino. Consagró con su autoridad los principios fundamentales expuestos en la regla benedictina en todo lo concerniente a la práctica de la pobreza y de la castidad, al voto de estabilidad, al oficio divino, la lectura espiritual y las relaciones con el exterior. Para desarrollar de esta manera la vida interior se rodeó de magníficos colaboradores. Lo comprendió así y no vaciló en llamarles al sacerdocio y al apostolado, aunque en tiempos atrás había amenazado al abad o monje que aceptase ser elevado al sacerdocio o a la clericatura en la diócesis de Ravena. Esta iniciativa de San Gregorio tuvo enorme repercusión no soladamente en la orden benedictina (que quedó fuertemente vinculada por él a la Cátedra de Pedro y aseguraba de un brillante porvenir), sino también en toda la Iglesia.



B) Doctrina- San Gregorio es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente, junto con San Ambrosio, San Agustín y San Jerónimo. Prescindiendo de su doctrina dogmática (en la que sigue de cerca a San Agustín), su doctrina se desarrolla: 

a) Doctrina ascético-mística. San Gregorio es el autor de la antigüedad que ha hablado mas frecuentemente de la contemplación, hasta el punto de que ha podido escribirse con razón que el espíritu de San Gregorio es el espíritu de contemplación. Sin embargo, está muy lejos de despreciar la acción, no solamente en su propia vida (que fue un de las mas ocupadas y fecundas que ha conocido la historia del papado), sino también en sus escritos. A la vida contemplativa, que significa para el la vida unitiva, la vida perfecta (oración y obras perfectas), opone sin cesar, no como cosa contraria, sino como un grado inferior, la vida activa, que significa para él la vida de las virtudes, de las buenas obras, correspondiente a la vía iluminativa e incluso a la purgativa (que no designa con este nombre, pero que conoce perfectamente puesto que insiste en la resistencia a las pasiones carnales). Por otra parte, considera más bien a la vida activa como un simple trabajo preparatorio, de desescombro. Comparada con la otra, la vida activa, para San Gregorio, es esencialmente una ascética ordenada a la mística. En esto es discípulo de San Agustín, del que toma el mismo vocabulario (vida activa, vida contemplativa).

La ascética supone un avance por etapas hacia la perfección. El primer estadio, o lucha contra las pasiones, puede reducirse a la extirpación de los vicios capitales, que San Gregorio clasifica inspirándose en Casiano con ligeras modificaciones. El segundo estadio lo constituye la adquisición de las virtudes, que se realiza también gradualmente. Gregorio concede capital importancia a las cuatro virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), y mayor aun a las tres teologales (fe, esperanza, caridad), sin las cuales es imposible agradar a Dios. Estas virtudes alcanzan su perfección por los siete dones del Espíritu Santo, que acaban de fortificar al alma contra la estulticia (don de sabiduría), la estupidez (entendimiento), la precipitación (consejo), el temor (fortaleza), la ignorancia (ciencia), la dureza (piedad) y la soberbia (temor). 

Esta doctrina de San Gregorio está claramente orientada hacia la mística; por esto vamos a insistir. En primer lugar que a la vida activa es absolutamente necesaria para salvarse, lo que no ocurre con la contemplación; porque nadie puede salvarse sin las buenas obras, pero se puede entrar en el cielo sin ser contemplativo. Sin embargo, mantiene la necesidad de la contemplación al menos para dos categorías de personas: 1) Para los predicadores; porque en la contemplación vienen a reanimar la llama del celo, al contacto de las claridades de lo alto se enardecen, por así decir. En medio de las obras exteriores, por muy buenas que sean, se enfrían bien pronto si no tienen gran cuidado de volver a calentarse al fuego de la contemplación. La sequedad de su alma secará las palabras de su predicación; 2) Todos los que quieran llegar a la perfección deben tamben añadir a los ejercicios de la vida activa los renunciamientos de la vida contemplativa, a fin de obtener las gracias eminentes que proporcionan, sobre todo, las luces de la contemplación. Sin duda, San Gregorio exige obras relativamente perfectas como condición indispensable para la contemplación; pero enseña claramente también que estas obras no adquirirán de hecho su verdadera y plena perfección al no ser que las almas sean esclarecidas por las luces superiores de la contemplación. Esta no puede ser continua y debe solamente preparar al alma para las buenas obras, en medio de las cuales conservará el recuerdo de la suavidad de Dios, que será su fortaleza. 

Entre las disposiciones lejanas o generales que preparan al alma para recibir la contemplación, San Gregorio señala particularmente (fuera del amor, que le hará desear los bienes celestiales, y del temor, que se los hará reverenciar con respeto) la humildad, el recogimiento y la muerte al mundo y a sí mismo. Pero esta concepción es más bien negativa.

b) Doctrina mística. San Gregorio denomina a veces con la palabra contemplación un ejercicio que no parece ser otra cosa que una preparación inmediata a la contemplación propiamente dicha. Consiste en la consideración de diversos objetos propios para elevar el alma a Dios. Tales son, principalmente, las perfecciones divinas estudiadas en sí mismas o en las criaturas; el alma misma, cuyo conocimiento conducirá al de la naturaleza divina; y, sobre todo, la santa humanidad de Cristo. Pero todo esto no se todavía la contemplación propiamente dicha: el hombre ha realizado esfuerzos para elevarse lo más posible a la montaña de la contemplación; pero hay alturas que no le es dado alcanzar, porque la gracia ordinaria no le da las fuerzas suficientes.

Esta búsqueda de Dios por el alma, incluso en al vida contemplativa, no se hace sin esfuerzo y dolor, porque le cuesta mucho al hombre desprenderse de lo sensible para unirse a Dios. Ha de luchar consigo mismo como Jacob con el ángel. A veces triunfa, cuando Dios le comunica súbitamente por la contemplación su dulzura inefable; pero suele ser una gracia rápida, después de lo cual el alma recae en su debilidad, aunque no sin gran provecho de todas formas. Meditando la Escritura es cuando el hombre suele ser elevado por Dios a la contemplación; pero sólo cuando no se limita únicamente a comprender la letra o las lecciones morales que de ella se desprenden, sino a encontrar, expresamente o en forma de símbolos, los misterios de la fe que le gustan contemplar. Esta meditación, en forma de oración contemplativa, vine a ser particularmente gozosa y fecunda, desde el punto de vista espiritual cuando a sabiduría contemplativa proporciona un incremento de conocimiento espiritual.

La contemplación propiamente dicha, simbolizada por Raquel y Maria (hermanas de Lia y Marta, que representan la vida activa) es, a veces, comparada por San Gregorio a una montaña, como término de la ascensión ascética; a una tumba a causa de los renunciamientos que exige. La denomina también reposo o silencio, porque es mas bien recibida que producida. Es, en efecto, una percepción del Espíritu Santo, que, por otra parte se presenta bajo las formas más diversas. San Gregorio la considera, sobre todo, como una sabiduría sobrenatural, o como una suerte de intelección de Dios, gracias a una luz que se lo revela, que se lo hace ver o entender en cierto modo, en cuanto es posible verlo o entenderlo acá en la tierra. 

Es notable, en efecto, que San Gregorio, que ha exaltado tanto la contemplación y que ha descrito sus formas mas elevadas, se muestre, por otra parte, tan cuidadoso en señalar los límites de estos dones en la vida presente. Nunca es la esencia divina en sí mima lo que se percibe en la contemplación: el alma tiene siempre conciencia de que no ve la verdad tal como es en sí misma, y esto constituye ya una gran luz. La visión contemplativa es la visión de un Dios lejano, una visión en la noche, porque, mientras vivan acá en la tierra, los santos no ven los misterios de la naturaleza divina mas que a través de alguna imagen. San Gregorio la compara también a una palabra, o más bien, a causa de lo que tiene de indistinto, a un soplo, ligero o violento, o a un murmullo (susurro), para indicar de qué manera Dios se insinúa secretamente en nosotros, como llega hasta el oído del espíritu. La verdadera contemplación es la del cielo. En esta vida solo puede saborearse un preludio de la misma. Por lo demás, la gracia de la contemplación es por sí misma muy breve y a veces no dura mas que un instante. Esto quiere decir que San Gregorio se fija, más bien que en la vida contemplativa como estado, en la gracia que la produce, que es un elemento transitorio esencialmente sobrenatural e infuso. 

Los efectos que esta contemplación produce son admirables: una humildad profunda, porque el conocimiento de Dios engendra el verdadero conocimiento de sí mismo; una profunda compunción, que desembaraza al alma de sí misma para arrojarla en brazos de Dios; una paz imperturbable y una alegría celestial; una caridad renovada y particularmente ardiente en la búsqueda de Dios: porque somos arrastrados hacia los bienes superiores cuando el Espíritu nos toca con su soplo; y con el amor de la celestial patria, que El inflama, se imprime en el corazón como la huella del paso de Dios.

Este amor de la patria celeste, avivado por la contemplación, da la palabra del predicador con una eficacia casi fulgurante, tanto mayor cuanto su inteligencia participa mas a fondo en la luz divina de la sabiduría. Así, la contemplación, por breve que sea, se prolonga largamente en sus efectos; y, en los santos, la acción misma (además de beneficiarse de las gracias ya recibidas) continua siendo, indeficientemente, una búsqueda de Dios. La vida activa se funde así con la vida contemplativa: andan juntas Marta y María. 

En principio, ningún estado ni ningún fiel está excluido de la contemplación, aunque sean pocos los que de hecho la reciben, sobre todo porque hay espíritus inquietos que deben pacificarse previamente por los ejercicios ascéticos, sin los cuales jamás sobrepasarán la vida activa para entrar en la contemplación.

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