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jueves, 31 de enero de 2013

La Acedia







Queridos amigos:
La vida docente en colegios y en comunidad religiosa, no es menos ardua y exigente. Aunque los motivos sean otros, también la vida docente mortifica la carne, exige la renuncia de sí mismo y se presta, por eso, para engendrar acedia hacia la vida y las ac
 
Una Forma de Acedia: la Acedia Docente o Escolar
Una Forma de Acedia: la Acedia Docente o Escolar
Tras la primera edición de En mi Sed me dieron vinagre, lectores amables me han hecho llegar "muestras" de acedia, de las más diversas formas, recogidas en diversos terrenos de la vida eclesial de hoy. Sensibilizado para el tema, yo mismo he podido advertir su presencia y distinguir sus formas propias en situaciones matrimoniales, familiares, comunitarias, congregacionales, presbiterales, parroquiales... Se va dibujando así ante mis ojos una variada morfología de la acedia, de la que quiero compartir aquí un capítulo.

Intento presentar ahora la que llamaré acedia escolar, docente o colegial. Es una tentación propia de religiosos docentes. Me refiero a los que enseñan, por carisma congregacional, en colegios, escuelas y otras instituciones de enseñanza.

Como veremos en el capítulo 7º, la acedia nace de los apetitos de la carne mortificados por los del espíritu. Así la acedia monástica nace con motivo de los ayunos, el aislamiento, la soledad, el silencio y la renuncia de los consuelos de este mundo, propios de la vida monacal.

Pero la vida docente en colegios y en comunidad religiosa, no es menos ardua y exigente. Aunque los motivos sean otros, también la vida docente mortifica la carne, exige la renuncia de sí mismo y se presta, por eso, para engendrar acedia hacia la vida y las actividades propias de esa vocación.

Esos motivos de acedia escolar, algunos de los cuales voy a enumerar a continuación, han de ser superados cultivando la mística de la vocación docente, una fuerte espiritualidad y un encendido fervor apostólico-docente. Para ello uno ha de estar alerta acerca de los motivos y embates de la acedia y se ha de remotivar permanentemente en el carisma propio.

Si no se reconocen los casos individuales de acedia y si no se los trata a tiempo, la acedia escolar puede convertirse en epidemia y afectar a toda una congregación. Puede llegar a institucionalizarse y a racionalizar sus motivos, declarando irracionales los derroches y los sacrificios del amor docente.


- Motivos clásicos de la acedia escolar

Siempre ha sido tarea ardua enseñar en un colegio. No todos, ni en toda circunstancia, han sido capaces de vivir alegre y entusiastamente las renuncias que exige la disciplina escolar: la servidumbre escolar: el cepo de los horarios escolares durante todo un año lectivo; la fatiga escolar: que se acumula y se hace aplastante hacia fin de año; la claustrofobia escolar: la monotonía de las horas, días y semanas entre los muros del colegio, que pueden llegar a experimentarse como un horizonte estrecho y hasta como el encierro de una prisión; el esfuerzo escolar: las fatigas del aula; la preparación de clases y la corrección de los deberes y ejercicios de los alumnos; la formación pedagógica permanente que exige estudio y continua actualización de los conocimientos; la ascesis escolar: la abnegación necesaria para superar serenamente los problemas y conflictos de disciplina que se plantean incesantemente en el ámbito colegial; la neurosis escolar: la depresión o la sensación de sinsentido después del fin de cursos, cuando el colegio queda vacío...

Todos esos han sido siempre motivos de acedia escolar. En todos los tiempos hubo docentes amargados por alguno de semejantes motivos, y los recuerdan siempre sus alumnos.

- Más motivos, actuales, de acedia escolar

Pero en las circunstancias del mundo actual los motivos de la acedia escolar tienden a agudizarse y diversificarse. Diríamos que la acedia aggiorna sus motivos, amplía y diversifica su repertorio. A ello contribuyen muchos factores.

La disolución familiar multiplica los niños-problema. Éstos, que eran antes excepción, ahora son en algunos lugares tan numerosos que parecen ir rumbo a convertirse en desalentadora mayoría. Los nuevos "huérfanos de padres vivos", como los ha llamado Juan Pablo II en su Carta a las Familias, se hacen a veces tan difíciles de manejar como las tunas. Estos "abandónicos" (vulgo guachos, proverbialmente mal agradecidos) se cobran a menudo de la autoridad docente las deudas que sienten que les debe la autoridad paterno-materna; y con la característica injusticia y crueldad infantil, suelen desahogar en sus maestros los rencores que abrigan contra sus padres. Son las antípodas del alumno agradecido que hace tan gratificante el ejercicio de la vocación docente. Bastan unos poquitos, a veces uno, para arruinar con su inconducta la atmósfera del aula.

A esas actitudes hostiles, a los problemas de conducta con que se expresa esa hostilidad y a los consiguientes cortocircuitos disciplinares, se suma la creciente desmotivación infanto-juvenil para el aprendizaje. Algunos hablan de un ´derrumbe espectacular´ de los niveles tanto del interés por, como de la capacidad para aprender. Según me confiaba afligido un viejo maestro: "El rendimiento intelectual no ha dejado de descender por décadas y no se sabe cuándo tocará fondo".

Pero el desinterés de los jóvenes es particularmente doloroso para los religiosos cuando se lo encuentran, redoblado si es posible, en las clases de religión o catequesis; precisamente allí donde ellos aspirarían a comunicar a las nuevas generaciones los misterios que les son más entrañables y que constituyen los motivos últimos de su consagración religiosa. Cierta vez me llamaron a tomar las clases que había dejado una religiosa, la cual había entrado en crisis de fe debido a la indiferencia de sus alumnos de catequesis.

En este caldo cultural proliferan problemas aún más graves que los de disciplina en el aula, el deterioro del clima docente, el desinterés y el bajo rendimiento intelectual. Me refiero a las relaciones afectivas y emocionales prematuras, de las que fácil e insensiblemente se pasa a la disolución moral. Los "abandónicos" (insatisfechos-afectivos-crónicos), se convierten en esos adolescentes que vemos "arreglarse" precozmente, y que a falta del amor de sus mayores, buscan ávidamente el de sus semejantes. Cuanto mayor ha sido el abandono paterno-materno más precoz parece ser el desquite afectivo que se procuran estos casi preadolescentes, con la captación de una parejita. Dentro de ese contexto tienen lugar las relaciones sexuales prematuras y los igualmente prematuros y catastróficos embarazos precoces.

Junto con la insatisfacción afectiva, entra también el sinsentido en el corazón de los jóvenes y los arrastra en forma creciente a la droga y en ocasiones también al suicidio.

¿Puede imaginarse el ambiente de un aula donde, a la distracción crónica que introduce la preparación del viaje de fin de año, se suma el bombazo de una compañera embarazada por un compañero, o el escándalo de ribetes policiales que provoca un condiscípulo cuando se descubre que se drogaba y pasaba droga? ¿Qué paz tienen esos corazones adolescentes para interesarse por las materias curriculares?

Evidentemente, estamos en otros tiempos. En la institución escolar de nuestros días se plantean, debido a estos nuevos hechos, situaciones para las que nadie estaba preparado. Ni a nivel de la misma institución colegial, ni muy a menudo a nivel de las instancias de conducción o gobierno escolar: civiles y/o congregacionales. Se genera así una incómoda y frustrante sensación de impreparación o incapacidad ante situaciones que parecen desbordar a todos. Una ola contracultural parece arrasar todos los diques escolares y ponerlos en evidencia como insuficientes, ineptos y anticuados. ¿Para qué seguir gastando el tiempo y la vida en esta tarea frustrante y en apariencia cada vez más ineficaz e inútil?

Los problemas que venimos enumerando son potencialmente aún más conflictivos porque, habiéndose resquebrajado la unanimidad de los juicios, no sólo morales sino también psico-pedagógicos, las medidas que toman ante ellos las autoridades del colegio pueden y suelen ser criticadas y condenadas por los padres, por docentes, y a veces, ni siquiera gozan de la unánime conformidad de la comunidad religiosa. La demagogia de muchos docentes los impulsa a condescender y a ceder sin límites ante los desbordes juveniles y los jaques culturales. Eso no facilita las cosas a los pocos que sienten que deben resistir y mantener ciertas exigencias aún a costa de ser impopulares. ¿Habrá que seguir luchando con molinos de viento?

Las cosas se complican aún más, cuando, en ocasión de los flirteos con la marihuana o de la drogadicción de algunos alumnos, se entra en terrenos donde se puede incurrir en delito o en riesgoso contacto con la corrupción de autoridades o funcionarios policiales y hasta judiciales. ¿Qué hacer con esos forasteros que rondan las puertas del colegio pasando droga y de los que se desentiende todo el mundo, hasta la policía?

Súmense los conflictos con padres que transfieren al colegio la culpa por la educación que no supieron dar ellos mismos a sus hijos. También de parte de estos padres "abandonadores", le llegan al docente reproches en vez de agradecimientos.

Dentro del mismo cuerpo docente no faltan los conflictos y motivos de acedia. Los religiosos están en una delicada situación de colegas con sus codocentes laicos. En el colegio repercuten las medidas de paros sindicales, que exigen cada vez negociaciones y acuerdos. Suele haber también situaciones difíciles en ocasión de despedir docentes, de redistribuir horas dejadas por un docente que se retira, de incorporar a alguien nuevo en su lugar, de nombrar o ascender personal a cargos de dirección.

Por si todo esto fuera poco, ha venido a sumarse la creciente complejidad de la legislación y reglamentación escolar. La responsabilidad legal y hasta penal que puede derivar de accidentes ocurridos dentro de la escuela, hace que aún incidentes nimios hayan de ser tratados cautelarmente como graves.

La Ley Federal de Educación ha significado en la Argentina un jaque a todos los niveles: desde el edilicio, pasando por el ingente papeleo burocrático, hasta la sobrecarga que exige el estudio de los mismos y/o la asistencia a los cursos de capacitación o reciclaje. Esta nueva Ley ha trasmitido algunos metamensajes negativos, aptos para sembrar desánimo entre docentes y directivos. Uno de ellos es la implícita evaluación negativa de todo lo que se sabía y trasmitía durante años. Otro, la obsolescencia e inutilización por vía legal, de la capacitación de algunos docentes. En algunos de ellos, especialmente los más antiguos, al desánimo por tener que reemprender a su edad un reciclaje profesional exigente, se suma el hecho de que ven amenazadas sus fuentes de ingresos para la supervivencia familiar, a la que ya estaban atendiendo con una máxima carga horaria.

Otra fuente de preocupación: en algunas provincias las autoridades recortan, retacean, mezquinan o retrasan los pagos de aportes del gobierno. O los vinculan a tales condiciones que de hecho lesionan el principio de libertad de enseñanza. Se practica una cierta extorsión administrativa sobre la enseñanza eclesial. Estas vejaciones económicas agregan un factor más de preocupación administrativa a los religiosos, a la vez que de irritación a su personal docente laico - por más fiel y adicto que sea a la institución escolar - cuando ve retrasado el pago de sus haberes. También estos malestares refluyen sobre el ánimo de los religiosos.

A veces, los cambios de legislación y reglamentaciones, se convierten en un verdadero jaqueo legislativo que mantiene continuamente en vilo a los responsables y obliga a movilizaciones desgastantes y fatigosas a la larga. Desde el Congreso sobre la Educación parecería que no ha cesado ese jaque educativo en la Argentina.

- El frente interno

Por fin, aunque no sea lo menos importante, están los motivos comunitarios y congregacionales que preocupan o entristecen. En los colegios o comunidades docentes el número de religiosas/os que componen la comunidad, lejos de crecer va disminuyendo, a veces drásticamente; donde amenaza seguir disminuyendo a falta de relevos en el horizonte, la sobrecarga de trabajo llega a ser agobiante y esa falta de perspectiva de relevos desmoraliza y causa desesperanza. Cada vez más tareas y problemas recaen sobre las espaldas de cada vez menos hermanas. La fatiga de las hermanas que llevan el peso de los colegios se agrava en el caso de hermanas jóvenes que, además de una carga horaria docente respetable, están realizando paralelamente cursos de capacitación; o en el de hermanas directoras ocupadas en cursos de reciclaje para adaptarse a la nueva Ley y en la presentación de proyectos educativos que van y vuelven con observaciones y nuevas exigencias.

Pongamos por fin las dificultades para cultivar el espíritu y la mística de la propia vocación. No es fácil encontrar directores espirituales o confesores ni animadores espirituales en localidades pequeñas y alejadas; ni el tiempo para nutrirse con buenas lecturas que alimenten luego la oración. Esto despierta en los religiosos más responsables y celosos por su vida de piedad, sentimientos de culpa por el déficit en los ejercicios espirituales; la sensación de propia imperfección y la insatisfacción consigo mismo al no lograr superar los propios problemas espirituales y aún morales. Al frente de lucha de los motivos exteriores se suma este otro frente interior de motivos de acedia, que impiden o destruyen la consolación y el gozo de la caridad. En estas situaciones prolifera fácilmente la desesperanza, la tibieza real o sentida, la instalación en estados permanentes de desolación que son potencialmente destructores y peligrosos para la vocación de las más jóvenes y para la alegría en su vocación de las mayores.

Sobre estas situaciones se instala fácilmente la acedia, la tristeza en vez del gozo por su vocación y su tarea docente.
En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia.
De la Acedia no se suele hablar. No se la enumera habitualmente en la lista de los pecados capitales... Sin embargo, la acedia es una atmósfera que nos envuelve... Si bien se mira, la nuestra puede describirse como una verdadera Civilización de la Acedia.
 
En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia.
En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia.

Ya adentrándonos en el tercer milenio cristiano se nos exhorta a navegar mar adentro y a empeñarnos en fundar una civilización del amor. Pero el terreno no está vacío. También hoy como en toda época se plantea, aunque en términos propios, el enfrentamiento de las dos ciudades a las que se refiere el Apocalipsis y San Agustín.

El terreno está ocupado en nuestros tiempos por una civilización feroz - cultura de la guerra y de la muerte - que nació de la apostasía de las naciones católicas, apartándose y renegando de los caminos de la caridad. Su antagonismo con la civilización del amor es ingénito. Y así como la Iglesia es experta en humanidad, la civilización de la acedia es experta en provocar y propagar la apostasía y, por ende, la deshumanización.

A pesar de lo útil que puede resultarnos, por estos motivos, recuperar la operatividad profética del tradicional concepto de acedia, no se suele hablar de ella. Muchos fieles, religiosos y catequistas incluidos, nunca o rarísima vez la oyeron nombrar y pocos sabrán explicar en qué consista. Y aún los enterados, no le ven mayor valor que a nivel de una moral privatista.

Sin embargo, la acedia - poco importa que no se la sepa reconocer ni nombrar - es una atmósfera que nos envuelve sin advertirla. Se la puede encontrar en todas sus formas: en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, la nuestra, puede describirse como una verdadera y propia Civilización de la Acedia.
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 

La civilización depresiva.

 

La acedia se encuentra instalada en forma de hábitos en las sociedades y
en las culturas, de modo que se puede hablar de una verdadera civilización de la acedia y de esto trata este primer capítulo de esta serie.

Estamos en una civilización de la acedia, no se diagnostica este mal de manera explícitamente religiosa y nuestro diagnóstico es religioso. Normalmente se habla de la sociedad depresiva, hace pocos años publicó el Padre Tony Anatrella, un jesuita francés, psicólogo social y psicólogo consultor de la Santa Sede, un libro que se llama “La Sociedad Depresiva” en el que nos dice que “la depresión no es solo la enfermedad más extendida en nuestra civilización, sino que es su mal característico”. La nuestra es una sociedad que se caracteriza por ser depresiva, deprimida y de alguna manera deprimente.

Otro gran psicólogo muy reconocido, Viktor Frankl, decía hace muchos años que la depresión se debe a que el hombre necesita tener un sentido último, y cuando pierde ese sentido último empiezan los procesos psicológicos y neurológicos que lo sumergen en la depresión, en la tristeza.

En los siguientes capítulos veremos que la acedia es una tristeza, pero una tristeza por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios, o la incapacidad de alegrarse con Dios y de alegrarse en Dios.

La sociedad depresiva ha avanzado muchísimo en procurarles a los hombres bienestar y progreso material, ha llevado a los pueblos a mejorar su nivel de vida, sin embargo eran pueblos que cuando no tenían tanto bienestar sabían celebrar la vida por que se alegraban en las cosas sencillas, y aunque tuvieran menos posibilidades de bienestar tenían sin embargo más alegría. Parece que esta sociedad depresiva, en la medida en la que aumenta el disfrute de las cosas, pierde la capacidad de disfrutar y alegrarse, y produce entonces un nuevo tipo de fiesta, que ya no es la fiesta de la celebración de la vida sino que es una fiesta de evasión de la cual vuelve a la vida diaria con una sensación de aburrimiento o abrumado, después de haber huido como que se recluye de nuevo en la cárcel de las cosas y no encuentra ya la alegría de los vínculos. Es una sociedad en que se está agrediendo a los vínculos y principalmente al principal que es el vínculo con Dios.

La revelación bíblica a unido, y Nuestro Señor Jesucristo une también, el amor a Dios como el primero de todos los vínculos, con el amor al prójimo, como dos amores necesariamente unidos por que el uno es la fuente de los otros; el amor a Dios es el vínculo fontal que permite que el hombre se vincule con los demás amorosamente.

Ya los filósofos griegos, Platón, Aristóteles, explorando las filosofías de la sociedad humana, explorando en que consistiría la felicidad, determinaron que la felicidad no está en las cosas, no está en el dinero, no está en el bienestar, no está en el placer, no está en la fama, no está en la gloria ni en el aplauso de las personas, sólo un bien de su misma naturaleza personal puede hacer feliz a una persona, por lo tanto concluye Aristóteles, la felicidad del hombre puede estar solamente en la amistad con los demás hombres, y la amistad es un amor recíproco, no basta que uno ame a los demás si no es amado por los otros, esa red de relaciones vinculares que conforman la felicidad de los ciudadanos supone la existencia de la virtud, por que si los ciudadanos no son virtuosos esa amistad se corrompe por egoísmo de uno o de los dos, y esa relación –lejos de convertirse en el origen de la felicidad– es la fuente de una explotación del egoísta al generoso, o un pacto de intereses entre dos egoístas, y esto no basta para hacer la felicidad ni de las personas ni de la sociedad.

Por eso concluye Aristóteles, que para el bien de la sociedad y de los ciudadanos, los individuos deben ser virtuosos, y hace por lo tanto todo un tratado de la virtud para decirnos que es necesaria esa virtud para amar al otro sin egoísmo.

Entre las virtudes, tanto Platón como Aristóteles, dan mucha importancia a las virtudes de la templanza en el uso de los bienes y de la fortaleza ante los males, y dicen que desde niños los ciudadanos deben ser educados en estas virtudes.

Ellos, sin embargo no podían saber por que la virtud del hombre se corrompe, ellos no tenían la sabiduría revelada por Dios acerca del pecado original y de la fuente de la corrupción del amor, del amor en su relación con Dios el creador, y del amor en la relación con los demás; la revelación cristiana viene a traer esta sabiduría, y nos da el secreto y la explicación, y hasta el nombre de esta raíz de la corrupción de las virtudes, eso es lo que llamamos acedia o tristeza por el bien, el ser humano es capaz de no alegrarse en el bien principal que son sus vinculaciones, (con Dios y con las personas), y por lo tanto puede valorar más las cosas que a las personas, esto lo notamos en esta sociedad en la que, a medida que aumentan los adelantos técnicos nos topamos con personas que son cada vez menos capaces de vincularse entre si. Podemos ser muchas veces muy hábiles en el manejo de la computadora, de la Internet, de los celulares, cada vez estamos más comunicados pero cada vez tenemos menos comunión los unos con los otros, cada vez nuestros vínculos son más superficiales, y esa comunicación y relacionamiento entre las personas no nos conduce a unos vínculos tan profundos como antes de estos adelantos técnicos.

Por lo tanto esta civilización va perdiendo, junto con su vínculo con Dios, el vínculo entre las personas llegando a una especie de autismo cultural donde las personas se clausuran dentro de si mismas y tienen más dificultad de relacionarse con otras personas, los vínculos son más frágiles y menos duraderos.

Esta civilización depresiva es la civilización de la acedia, ha perdido la capacidad de alegrarse en el culto divino y por eso a perdido la capacidad de celebrar en la vida con fiestas que celebran la vida, y sus fiestas son una huida del aburrimiento más que una celebración del amor y los vínculos.

Quiero echar mano de una parábola evangélica que nos puede revelar algo de las razones últimas de este mal de la civilización, se trata de la parábola del hijo pródigo. En la parábola del hijo pródigo precisamente encontramos que hay uno de los hijos que se va de la casa del padre por que no aprecia la vinculación con el padre sino que va en busca de otros bienes que no son los bienes principales, se equivoca en la evaluación relativa de los bienes, y abandona el vínculo filial-paterno para buscar su felicidad, conocemos la historia y sabemos que ese intento del hijo pródigo de encontrar la felicidad termina en un fracaso que lo hace volver a la casa del padre, en donde el padre lo está esperando para reanudar el vínculo, el hijo prodigo no se siente digno de reanudar ese vínculo pero el padre le devuelve la confianza y reanuda el vínculo con ese hijo. En realidad el hijo vuelve acuciado por la necesidad, no vuelve con la esperanza de encontrar el bien del vínculo, todavía no ha entrado en la sabiduría filial paterna, el viene a la casa del padre acuciado por una necesidad, pero en su corazón no es la principal necesidad el amor del padre.

Y allí mientras se celebra la fiesta por el hijo llega el otro hijo, el hijo mayor, que vive en la casa del padre y se enoja con la fiesta que el padre hace celebrando la recuperación del hijo que se había perdido, aquí vemos también, que el hijo que había permanecido con el padre no estaba allí por el amor al padre sino por otros motivos, porque si hubiera permanecido en su casa por amor a su padre se habría alegrado con la alegría del padre y se hubiese entristecido con su tristeza por la perdida del hermano; esta parábola nos enseña, entonces, que lo principal era conocido por el padre pero desconocido por los hijos, tanto uno –el que se va– como el otro –el que se queda en casa– no tenían como bien principal el vínculo amoroso con el padre, y por lo tanto los dos necesitaban de sanación, por que los dos ponían las cosas por delante del padre.

La queja del hijo mayor se refiere a los bienes que ha dilapidado su hermano menor, “ese que ha gastado todos sus bienes con prostitutas y en placeres”, no deplora otros males del hermano menor, sin embargo el padre deplora haber perdido al hijo, y se alegra de haberlo recuperado, el padre es el portador de la sabiduría de los vínculos como lo principal, que lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas y que sin eso todas las dichas terrenas no alcanzan a ser la felicidad del hombre.

Esa sabiduría elemental se ha perdido en esta cultura de la acedia y por eso esta cultura se aparta cada vez más de Dios, algunos son como el hijo pródigo que se van, esta cultura en gran parte es el hijo pródigo, que se ha ido muy lejos del Padre, que se apartado muy lejos de la revelación del Padre a través del Hijo, se ha apartado de nuestro Señor Jesucristo, y que está en una situación de apostasía, de lejanía, en una postura de haberle dado la espalda al Padre y haberse vuelto a las criaturas lo cual es la definición del pecado, la aversión a Dios y la conversión a las criaturas.

Esta civilización es la civilización de la acedia porque no sabe alegrarse con el amor del Padre, porque no sabe alegrarse con su condición de hijo, prefiere abandonar su relación con el Padre e ir a buscar su felicidad en otras cosas, en otros caminos que no son estrictamente la vinculación. Pero quizá muchos nos hemos quedado en la casa del Padre, no nos consideramos hijos pródigos, pero nos podemos preguntar si estamos en la casa del Padre atesorando el vínculo filial paterno como lo esencial y lo principal de nuestra relación con Dios, o si albergamos algunas imperfecciones en esa vinculación; si realmente nuestra felicidad viene del amor divino, si sabemos celebrar el culto como una fiesta del gozo filial alegrándonos con los bienes del Padre, o si nos falta todavía una conversión al Padre.

En esta historia, dice el Beato Juan Pablo II, los rayos de la paternidad de Dios encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original; esa duda de Eva que la serpiente le inculca de que Dios es un Dios egoísta y que no quiere darnos los bienes, esa desconfianza de Dios de la que nos habla el mito de Prometeo encadenado que tiene que robar a los dioses celosos el don del fuego, y continua el Papa: «esta es la verdadera clave para interpretar la realidad de nuestra cultura, que el hombre tiene miedo de Dios, hay un miedo a la religión, un miedo a la revelación de Dios, el pecado original no es solo la violación a una voluntad positiva de Dios, no es sólo la desobediencia, sino la motivación que está detrás de la desobediencia, la desconfianza de Dios, la cual tiende a abolir la paternidad de Dios». Estamos en una cultura en la que incluso en los medios creyentes la imagen del Padre ha quedado nublada, se habla de Jesucristo sin relacionarlo con el Padre,

Juan Pablo II continúa diciendo «tiende a abolir la paternidad destruyendo su rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios que es Amor».

El Papa Benedicto XVI escribió su primera encíclica diciendo “Dios es Amor”, a esta cultura que no piensa encontrar la felicidad en el amor a Dios y a los hermanos, a esta cultura el Papa le dice Dios es Amor no tienes porque temerle, ese es el mensaje de su primera encíclica y en su tercera encíclica es “Caritas in Veritate”, la caridad se realiza en la verdad, y la verdad es la verdad acerca de Dios que nos revela Nuestro Señor Jesucristo: que Dios es Padre, y que nosotros somos hermanos entre nosotros, pero tan solo podemos realizar la fraternidad si primero vivimos la filialidad, una fraternidad sin filialidad, una fraternidad sin padre es una utopía revolucionaria que sabemos históricamente que no condujo a nada y que no logró hacer más fraterna la cultura actual, donde precisamente pensadores inspirados en esa utopía dijeron que la relación entre los hombres es la dialéctica del amo o del esclavo, o yo soy tu amo o tú me dominas, y entonces se establece entre las personas una relación de miedo o de rivalidad, de oposición, de lucha y de predomino, y esto también se proyecta hacia Dios, esta cultura tema ser dominada por Dios, es una cultura que se ha apartado –incuso intelectualmente– de la importancia del amor, y a la cual el Papa (que conoce muy bien esas ideologías) le dice que Dios es Amor y que ese Amor se realiza en la Verdad revelada acerca de Dios, y aunque ahora no podemos tener a ese Dios plenamente, sin embargo ya es capaz de cambiar nuestra vida desde ahora, y por eso la segunda carta del Papa Benedicto es sobre la esperanza, es decir que a Dios ya lo tenemos, pero hay todavía mucho más que esperar de Dios en el futuro, que la ciudad de Dios, la ciudad de los hombres que aman a Dios y que es amada por Dios, no se realiza plenamente ahora en la historia sino que va a ser una Jerusalén celeste, en este momento se está como formando en la historia, y se están juntando en el cielo los que aquí han vivido la primacía del amor en sus vidas, los que han puesto delante los vínculos y no las cosas, una ciudad de la que quedan excluidos los que han puesto las cosas delante de las personas y los vínculos.

Estamos en la civilización de la acedia, y creo queridos hermanos, que en los próximos capítulos de esta serie en que hablaremos sobre el demonio de la acedia nos iluminará mucho sobre nuestra vida en este mundo y nos ayudaran a encontrarnos en el camino hacia el Padre lo cual les deseo a todos, y a mí, para encontrarnos un día en la Jerusalén celestial.
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 

¿Qué es la acedia?

 

Hoy voy a tratar con ustedes sobre las definiciones de la acedia,
para comenzar con un conocimiento conceptual, que no va a ser suficiente, después tendremos que ver como estos conceptos se realizan en la realidad donde han sido abstraídos, pero comenzamos con las definiciones porque es una manera de abordar este fenómeno tan rico, tan complejo.

Podríamos haber comenzado a la inversa, viendo como se presenta en la realidad, describiéndolo, pero me parece que es útil comenzar por esta descripción porque de la acedia no se habla, no se conoce el concepto de la acedia, raramente se lo nombra, no aparece en la lista de los vicios capitales, siendo que ciertamente dentro del vicio capital de la envidia es la acedia la fuente de toda envidia, porque como veremos la acedia es una envidia, una envidia contra Dios y contra todas las cosas de Dios, contra la obra misma de Dios, contra la creación, contra los santos... Es por lo tanto un fenómeno demoníaco opuesto al Espíritu Santo.

No se habla sin embarco de la acedia como no se habla –en muchos ambientes– acerca de los 7 vicios capitales que conocemos por el catecismo, y de los cuales los santos padres del desierto preferían decir que se trataban de pensamientos. Esto nos hace comprender que los vicios capitales son algo referente al espíritu, se presentan en el hombre y actúan en el hombre como pensamientos, aparecen en su inteligencia y se inscriben después en sus neuronas –vamos a decir así– de modo que esos datos de la inteligencia van dominando el alma del hombre y determinando también su voluntad para que actúe habitualmente haciendo el mal. Son los vicios opuestos a las virtudes, que son los buenos hábitos que le permiten obrar el bien.

La acedia, por lo tanto, es un hecho que debemos conocer y por ser tan desconocido –en mi larga experiencia como sacerdote he visto esta ausencia de conocimiento del fenómeno de la acedia–, o si se lo conoce es tan sólo teóricamente y no se sabe aplicar la definición teórica a los hechos concretos en que ella se manifiesta, hay un desconocimiento muy grande tanto de la teoría como de la práctica de la acedia, no se la sabe reconocer y decir donde está.

Vale por lo tanto la pena dedicarle estos programas al conocimiento de la acedia, porque es de primera importancia tratándose de un pecado capital contra la caridad.

Aunque no se lo sepa tratar este fenómeno de la acedia se encuentra por todas partes, continuamente acecha el alma del individuo, de la sociedad y de la cultura.

En el individuo como una tentación –muchas veces– vamos a ver que es una tentación, no siempre es un pecado, no siempre hay culpa en la acedia, hay culpa en aceptar la tentación de acedia. Por lo tanto se presenta en primer lugar como una tentación, como una tristeza que si uno acepta se puede convertir en pecado, y si uno acepta habitualmente el pecado se puede convertir en un hábito y después hay una facilidad para actual mal, para pecar por acedia, por entristecerse por las cosas divinas.

Este pecado se ha establecido como una especie de civilización, de cultura, hay una verdadera civilización de la acedia, una configuración socio cultural de la acedia, de modo que la acedia se encuentra en forma de pensamientos y teorías pero también en forma de comportamientos acédicos, teorías acédicas, que se enseñan en las cátedras populares o académicas. Pienso en las cátedras populares cuando digo por ejemplo: las peluquerías, allí en las peluquerías se dan doctrinas –muchas veces– y se transmiten muchas veces errores con un falso magisterio, un magisterio que en vez de decir la verdad transmite errores y donde también se transmiten comportamientos equivocados –referentes a todos los vicios capitales, pero en particular referentes a la acedia– como si fueran verdaderos. Me refiero a las cátedras académicas, porque muchas veces hay visiones que se presentan como científicas como por ejemplo todas las historias (leyendas) negras con respecto a la Iglesia, de las obras de los santos, la desfiguración de los santos, la desfiguración de la historia de la Iglesia que se presentan como malas cuando en verdad fueron buenas (por ejemplo las cruzadas o la inquisición), y la acedia es precisamente eso: tomar el mal por bien y el bien por mal.

¿Qué dice la Iglesia acerca de la acedia?, ¿qué nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de la acedia?, doctrinalmente cual es la verdad acerca de este demonio de la acedia. El catecismo de la Iglesia Católica nos presenta a la acedia entre los pecados contra la caridad, fíjense que importante y que grave, que importante es conocerlo porque es una aptitud y un pecado contra el amor a Dios, y el amor a Dios es nuestro destino eterno, es nuestra salvación, de modo que el demonio de la acedia se opone directamente al designio divino de conducirnos al amor a Dios y de vivir eternamente en el amor de Dios, frustra nuestro destino eterno, que importante es que esto se conozca para podernos defender de él, y que grave es entonces la ignorancia que rodea este fenómeno, este hecho espiritual que en los momentos actuales que está convertido en una cultura que nos rodea por todas partes, que brota y abunda como el pasto en los campos sin que se lo sepa nombrar.

¿Qué dice el Catecismo de la Iglesia Católica?, nos dice que es un pecado contra la caridad, y lo enumera en una serie de pecados contra la caridad, el primero de los cuales es la indiferencia, aquellos que no les importa Dios, los agnósticos que dicen que no saben si Dios existe o no y no les interesa profundizar el tema, se presentan como indiferentes ante el hecho religioso, ante Dios, ante la Iglesia, ante los santos, ante todas las cosas santas, ante los sacramentos, no les dice nada los sacramentos, son indiferentes.

El segundo pecado contra la caridad es la ingratitud, y la indiferencia supone una forma de ingratitud, porque como se puede ser indiferente ante aquel Dios a quien se debe tantos beneficios, empezando por la creación, por la Tierra, por la familia, por el amor, por todos los bienes, por todas las cosas que hacen hermosa la vida. Ante el autor del bien, ¿cómo uno puede ser ingrato con Él?, y que a unos les resulte indiferente, son pecados contra el amor, son ignorancias –a veces– que si no son culposas igual son dañosas, porque la persona indiferente, la persona tibia, ingrata, se priva de estos bienes fundamentales para la vida humana.

El tercer pecado que enumera el catecismo contra la caridad es la tibieza, es decir hay un amor a Dios, hay unas formas de fe, están las virtudes teologales, pero en forma tibia, como dice el Señor en el Apocalipsis “porque no eres frio ni caliente estoy por vomitarte de mi boca”, es una frialdad, una tibieza en el amor divino, y en un mundo frío como en el que estamos los tibios terminan congelándose, nadie persevera en la fe en este mundo frío sino es fervoroso en la fe.

En el cuarto lugar el catecismo enumera la acedia, esta tristeza por los vienes divinos, esta ceguera para los vienes divinos que hace al hombre perezoso para las virtudes de la religión y de la piedad, y es lo que vemos en tantos bautizados que viven en forma tibia la vida cultual y que no van a misa –por ejemplo– son capaces de alegrarse en el culto divino, o de celebrar con alegría verdadera, con gozo verdadero, no con un ruido ostentorio que es a veces como una alegría mundana en el lugar sagrado, sino por la verdadera alegría de Dios, como el gloria nos dice en la Misa: te damos gracias por tu grande gloria, te agradecemos tu gloria Señor, nos alegramos en que tu seas glorioso y que seas grande, y que te manifiestes amoroso y divino en las obras de la creación, en las obras de la salvación, en las obras de tu Divina Providencia que nos acompañan diariamente.

Los que se privan de esto se privan del gozo verdadero, del gozo más profundo, del gozo real para el que fueron creados, y viven aturdidos y quedan a merced de las pequeñas alegrías mundanas, o buscando satisfacer esa tristeza del alma, esa carencia del bien supremo –que alegraría su corazón– por la que el alma se entristece. El salmista dice “¿Por qué estás triste alma mía, por que me conturbas?, espera en Dios que volverás a alabarlo”, el alma sin Dios se entristece, y muchas veces se le proporcionan los gozos y alegrías mundanas que no acaban de saciar su sed de Dios y por lo tanto se sumerge en la sociedad depresiva, en medio de la cual estamos, una sociedad que prescinde de Dios, y por lo cual es una sociedad depresiva y triste, que se deprime.

La gente se agita buscando la felicidad en los bienes terrenos, se le promete que el bienestar va a producir la felicidad, y eso no es así, eso ya lo descartó Aristóteles, el bienestar no es la felicidad, empezando porque el bienestar es siempre transitorio, llega un momento en que irrumpe el malestar y necesitamos un bien que nos haga felices incluso cuando estamos mal, incluso en medio del malestar, por eso es tan importante que no perdamos de vista el verdadero bien, la verdadera felicidad y que no sucumbamos a este demonio de la acedia –de la tristeza– que no sabe alegrarse en los bienes divinos.

Formas de la acedia:
• La indiferencia es ya una forma de acedia, por que si alguien conociera el bien de Dios no podría ser indiferente ante ese bien.
• La ignorancia que no conoce el bien de Dios.
• La ingratitud porque no conoce las obras buenas de Dios, no la reconoce.
• La tibieza porque no conoce el bien de Dios.
Todas estas son formas de la acedia, ceguera para el bien,

¿Y cómo culmina la acedia?, el quinto y último pecado contra la caridad es el odio a Dios, ¿cómo es posible que se llegue a odiar a Dios?, ¿cómo es posible que exista el pecado de la acedia?, parece que estos pecados no son lógicos, si los examinamos no es lógica la indiferencia, no es lógica la ingratitud, no es lógica la tibieza, no es lógica la tristeza por el bien de Dios y no es lógico el odio a Dios, sin embargo es todo un paquete de pecados contra el amor a Dios que bloquea en los corazones el acceso de la felicidad, a la dicha, a la bienaventuranza que comienza aquí en la tierra: el amor de Dios.

El odio a Dios es una consecuencia última de la acedia, una forma última de la acedia, cuando uno no puede conocer el bien de Dios, es indiferente, es mal agradecido o tibio en el amor –formas distintas de la acedia, de la tristeza ante el bien divino– y que culmina precisamente en el odio a Dios, es el ver a Dios como malo, eso es lo demoníaco, la visión satánica es que Dios es malo, ya en la tentación a Eva, Satanás presenta a Dios como un ser egoísta que no quiere comunicarle a Eva los bienes divinos, y que por lo tanto la aboca a apoderarse de ese fruto divino que el egoísmo de Dios le prohibiría, siendo que Dios tiene un momento para entregárselo, Satanás hace que ella se precipite a apoderarse de un amor antes de que ese amor le sea dado.

¿Pero que es propiamente la acedia?, dice Santo Tomás, dicen los santos padres, nos lo dice la Iglesia Católica, que la acedia es una tristeza por el bien, una incapacidad de ver el bien o –en su forma extrema– considerar que el bien de Dios es malo.

La envidia en general es una tristeza mala, la tristeza es de hecho una pasión buena, puede ser mala por dos causas:
• puede haber una tristeza mala porque su objeto es un bien y entonces es una pasión equivocada porque la tristeza es por un mal, cuando alguien se entristece por un bien entonces esa no es una virtud, es viciosa esa tristeza, es propiamente la envidia;
• o también una tristeza puede ser mala porque es una tristeza desproporcionada con el mal que se llora, y en ese caso el tipo de las depresiones o tristezas excesivas.,

La ausencia de tristeza también puede ser mala, no entristecerse por la muerte de un ser querido –por ejemplo– es una falta de tristeza mala. Al revés, entristecerse por un bien del prójimo es envidia, y por eso es mala la envidia. Los hermanos de José le tenían envidia por el amor que Jacob le tenía a José, a su hermano, es un ejemplo típico de la envidia en las Sagradas Escrituras, o Saúl cuando se entristece por los éxitos militares de David y siente que se le roba su gloria, pero veremos los ejemplos bíblicos en otro momento, ahora nos toca ver a la acedia como tristeza, tristeza por el bien de Dios, y esta tristeza puede ser por una ignorancia del bien, simplemente una ceguera por el bien, San Pablo dice por ejemplo –refiriéndose a las personas que no conocen al creador a través de las obras divinas– que por eso el Señor los entrega a sus pasiones, porque pudiendo conocer a Dios a través de sus obras no lo conocieron, esta ceguera para conocer al Señor es una de las formas de la ceguera de la acedia.

La acedia, es por lo tanto, esta ceguera por el bien de Dios que se extiende también a todas las cosas divinas, se extiende a Nuestro Señor Jesucristo quien, por ejemplo, llora sobre Jerusalén y dice “si conocieras el bien de Dios que hoy te visita”, Jerusalén tiene al Mesías delante de los ojos y no sabe reconocer la presencia de su Salvador, eso es la acedia, esa ceguera que nos permite estar delante del bien sin conocerlo, es gravísima esta ceguera, nos priva del bien, Jerusalén se esta privando de quien viene a visitarla, y por eso Jesús llora sobre ella.

Veamos ahora oro aspecto de la definición de la acedia que nos puede seguir iluminando acerca de su naturaleza. Escrutemos un poco la etimología de la palabra acedia viene del latín “acidia” y tiene relación con otras palabras: acre, ácido... de modo que ya en su etimología se nos sugiere que la acedia es una forma de acides donde debería haber dulzura, en vez de la dulzura del amor de Dios –porque el amor es dulce– se nos vende esta acides, es como la fermentación de un vino bueno que produce un vinagre. A Nuestro Señor Jesucristo se le ofrece en la cruz, en vez del amor un vinagre que es simbólico, para su sed de amor se le ofrece vinagre y no la dulzura del amor divino, del amor de sus fieles, de los discípulos, y ese es el drama de Dios, en el fondo sigue siendo el drama de Dios el no recibir amor por amor, y recibir acides por amor.

Pero la palabra latina acidia viene a su vez de la palabra griega άκηδία (akedía) en griego se usa especialmente como la falta de piedad con los difuntos a quienes no se les da los honores que se les debía según la cultura griega, el descuido del culto a los antepasados familiares, la falta de piedad, de modo que es también una ceguera, una falta de consideración, una falta de amor a aquellas personas y a aquellos dioses que se deberían honrar y amar.

Llegamos al fin de de esta exposición acerca de la naturaleza de la acedia y nos conviene ahora recoger las consecuencias funestas de esta acedia para la vida espiritual.

Tomo de un diccionario de espiritualidad lo que se nos dice acerca de las consecuencias de la acedia, dice: Al atacar la vitalidad de las relaciones con Dios, la acedia conlleva consecuencias desastrosas para toda la vida morra y espiritual. Disipa el tesoro de todas las virtudes, la acedia se opone directamente a la caridad –es el pecado contra el amor, a Dios y a las criaturas– pero también se opone a la esperanza, a los bienes eternos –porque no se goza del cielo–, contra la fortaleza –porque el gozo del Señor es nuestra fortaleza, donde falta el gozo del amor de Dios no hay fortaleza para hacer el bien–, se opone a la sabiduría, al sabor del amor divino, y sobre todo se opone a la virtud de la religión que se alegra en el culto –¿por qué están desertando los católicos, en tantos países, del culto dominical?, ¿y por qué también a veces el culto dominical decae de su calidad de culto gozoso en el Señor y a veces se hecha mano de una bullanguería ruidosa pero que no celebra la verdadera gloria del Señor, volviéndose más bien un espectáculo que procura distraer o entretener para tapar el aburrimiento de un alma que no sabe alegrarse en Dios–, se opone por lo tanto a la devoción, al fervor, al amor de Dios y a su gozo. Sus consecuencias se ilustran claramente por sus defectos o, para usar la denominación de la teología medieval, por sus hijas: la disipación, un vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el pequeño ánimo, la torpeza, el rencor, la malicia. Esta corrupción de la piedad teologal, da lugar a todas las formas de corrupción de la piedad moral, también origina males en la vida social, en la convivencia –no digamos nada en la vida eclesial, donde las personas se alegran del bien que Dios hace en otro porque no lo hace en uno–, la detracción de los buenos, la murmuración, la descalificación por medio de las burlas, las críticas y hasta las calumnias a los devotos.

Que importante conocer este mal del que nos seguiremos ocupando.

Queridos hermanos agradecemos las luces de Dios y de la Iglesia sobre este demonio de la acedia que nos pone en guardia contra él, y le pido al Señor los bendiga y los proteja –por medio de San Miguel Arcángel y el Ángel de la Guarda– de este demonio de la acedia, que nos ataca por dentro, desde el fondo de nuestro corazón, de nuestra alma, pero que también nos ataca desde la cultura que nos rodea. Nos encontraremos entonces en el próximo capítulo, donde seguiremos profundizando e iluminando este peligro que nos rodea y que es importante conocer.

La Acedia en las Escrituras

 

En el capítulo anterior vimos la definición de la acedia, en
este capítulo nos dedicaremos a ver casos bíblicos de acedia. La Sagrada Escritura está centrada en la obra salvadora de Dios y en el amor a Dios, y por lo tanto, si la acedia es un pecado contra el amor lo veremos allí porque la Escritura nos habla tanto del amor de Dios como de los pecados contra el amor.

Ya desde el comienzo, en la Sagrada Escritura, vemos que después de que Dios a creado a Adán y Eva y que a plantado el Jardín del Edén, en el medio del jardín ha puesto el árbol del amor de Dios y le ha encargado al varón que lo vigile contra el mal uso que él puede hacer del amor queriendo apropiarse del fruto del amor antes que se le de, porque nadie puede apropiarse del fruto del amor, no podemos faltarle el respeto a la libertad del que ama queriendo apoderarnos de su amor.

Y ya el comienzo del drama bíblico es que Eva, tentada por Satanás, quiere apoderarse del fruto del amor de Dios, que Dios pensaba darle en su momento, y que nos dio efectivamente en la cruz. En el árbol de la cruz nos ha dado el fruto del amor, y ya no nos prohíbe que lo tomemos contra su voluntad sino que nos manda recibirlo. Curiosamente Eva pecó por querer apoderarse del amor antes de que se le diera y actualmente –que el amor de Dios está ofrecido– sus descendientes lo menosprecian y no quieren recibirlo a causa precisamente de los pecados contra el amor, de la indiferencia, de la ingratitud, de la tibieza y hasta del odio.

Hemos visto –en la historia reciente del mundo– odio contra Nuestro Señor Jesucristo, odio contra el crucifijo. Leía en estos días la historia de una religiosa que en tiempos de tiempos del gobierno Nazi en Alemania, por haber dejado los crucifijos puestos en el hospital donde ella trabajaba sufrió la pena de decapitación... odio al crucifijo, ¿qué mal puede hacer el crucifijo?, yo tengo en mi habitación en Uruguay un crucifijo, que llegó a mi por caminos distintos, y es un crucifijo que fue echado de una escuela pública por el gobierno en 1907, hace ya más de un siglo, en el momento que se sacó el crucifijo de todos los hospitales y de las escuelas públicas, ahí tenemos un ejemplo del odio a Dios, del odio a Jesucristo, se lo considera como una mal.

En las Sagradas Escrituras tenemos dos ayes proféticos que nos describen lo que es la acedia.

Leemos en el libro del profeta Jeremías, en el capítulo 17, versículos del 5 y 6, el primero de estos dos ayes proféticos que nos ilustran acerca de la acedia. Dice el profeta Jeremías:

¡Maldito el hombre que confía en el hombre
y hace de la carne su apoyo,
apartando del Señor su corazón!
Él es como un tamarisco en el desierto de Arabá
que no verá el bien cuando venga.

Se trata del hombre que confía en lo humano y aparta su corazón de Dios, que pone su confianza en la carne, en las cosas de este mundo, que no cuenta con Dios en sus asuntos personales. Pero también, no solamente del individuo, sino del tipo humano, el hombre moderno podemos decir que pone su confianza exclusivamente en las cosas humanas y no cuenta con Dios, no quiere que Dios gobierne su vida social ni su vida política, y por lo tanto confía solamente en lo humano. Se trata, pues, no solamente de un individuo, sino de un tipo humano, de esta civilización en la cual estamos que se aparta de Dios, aparta su corazón de Dios, incluso algunos que lo honran con sus labios merecen el dicho de Isaías “este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mi”.

¿Y qué le pasa a este hombre que cuando viene el bien, no lo ve?, ¿cuando viene el Mesías, no lo reconoce?. Ese árbol, del desierto, dice que no ve la lluvia cuando la lluvia viene –allí se trata del bien de la lluvia–, sabemos que en la Sagrada Escritura la lluvia es un símbolo de los bienes mesiánicos, de los bienes de Dios, de la gracia divina que desciende de lo alto y fecunda la tierra con los frutos del amor humano. Pues bien, este no ver los bienes de Dios, esta ceguera para el bien, es la primera forma de la acedia. Ser ciego para el bien de Dios, ser ciego para las obras de Dios, y esa ceguera es la que explica las definiciones del Catecismo de la Iglesia Católica en la que se nos dice que la acedia es indiferencia, tibieza, ingratitud y por fin odio.

El segundo ay profético es el del libro de Isaías que en su capítulo quinto leemos:

¡Ay, a los que llaman al mal bien y al bien mal;
los que dan la oscuridad por luz,
y la luz por oscuridad;
que dan lo amago por dulce y lo dulce
por amargo! ¡Ay, los sabios a sus propios
ojos, y para sí mismos discretos! (Isaías 5, 20-21)

El árbol del paraíso era el árbol de la vida divina, por lo tanto el árbol del amor, pero ese amor daba el conocimiento del bien y el conocimiento del mal. Ese don del fruto del amor iba a transmitirle precisamente al hombre –a los primeros padres– el conocimiento del bien, –que es lo que nos lleva al amor, que es el amor de Dios–, y del mal –que es lo que se opone al amor, nos aparta del amor–.

Esa primera ciencia que estaba en el árbol de la vida, y de la que quiso participar Eva apropiándose por la fuerza de ella, por la desobediencia, esa sabiduría es la que contradicen estos sabios a sus propios ojos que juzgan –sin amar– lo que es bueno y lo que es malo.

Estos dos ayes proféticos nos muestran a la acedia, por un lado, como una ceguera, como una apercepción, no se percibe, se es ciego ante el bien, pero también como una dispercepción, como una perversión de la mirada, que mira lo bueno como malo y lo malo como bueno, lo luminoso como oscuro y lo oscuro como luminoso. Hay toda una filosofía que se llama de la ilustración que invocando ser la luz se opone a la luz divina y fue una filosofía en gran parte incrédula y opuesta a la luz del cristianismo.

En la cultura nuestra podemos aplicar estos dichos bíblicos y por eso esta galería de casos de acedia que voy a tratar de sintetizar, por que son muchísimos en la Escritura. La Escritura es la historia del amor de Dios, pero es también la historia de la oposición demoníaca al amor divino. Ya desde el primer acto de la creación, de ese drama de la creación, en el primer acto Dios crea al varón y a la mujer, les da su designio sobre la tierra, y en el segundo acto aparece ya la serpiente, el demonio en forma de serpiente, para oponerse a la acción divina, para cortar el desarrollo de ese drama sagrado que iba a ser la historia de la humanidad.

El primer caso bíblico, que me parece muy ilustrativo acerca de la acedia, se presenta en un episodio de la vida de Jesús que es la cena en Betania poco antes de su Pasión. Leemos en el evangelio que “Seis días antes de su Pasión, Jesús vino a Betania, donde se encontraba su amigo Lázaro a quien había resucitado de entre los muertos y le ofrecieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Jesús sentados a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo puro, muy caro, y ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa entera se llenó con el olor del perfume” (Jn. 12, 1-3)

Y el evangelio prosigue contando que “Judas Iscariote, uno de los discípulos de Jesús, el que lo había de entregar, dijo: ¿Por qué no se ha vendido ese perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres? (Jn. 12, 4-5)

Aquí tenemos un ejemplo claro de cómo, el que está fuera del amor, no reconoce la bondad de los actos del amor. Ese perfume de nardo puro que María derrama amorosamente en los pies de Jesucristo, es un don del amor, y ese derroche del amor solo lo comprende el que ama. En cambio Judas, que está fuera de la perspectiva del amor a Jesucristo, piensa que es un derroche, es una especie de sacrilegio contra la filantropía, contra el amor a los pobres. Parece que está reñido el amor a Dios y el amor a los pobres. Ay un escándalo que el que no está dentro del amor no comprende.

Muchas personas que están fuera del amor a la Iglesia, del amor a la vida cristiana, se escandalizan de ciertas cosas, de repente de los cálices sagrados o –de lo que se dice por ahí– las riquezas del Vaticano, que son precisamente el derroche del amor de los católicos. Los católicos que aman su Iglesia no tiene empacho en gastar en su Iglesia, en el Papa, en las cosas santas, en la sede del magisterio para todo el mundo, pero el que está fuera de la Iglesia no comprende los actos del amor.

Por eso este ejemplo bíblico nos ilustra acerca un tipo de acedia que consiste en eso, es la mirada acediosa del que está fuera del amor sobre los actos de amor que hace el que ama. A veces una mamá se puede escandalizar de que su hijo gaste tanto en su novia, (en perfumes y en flores), porque hay que estar dentro del corazón del novio para comprender el sentido de esos obsequios. Algo parecido pasa también con los dones del culto divino en la que los fieles derrochan no solo la riqueza de sus sentimientos sino también de sus bienes.

Otro tipo de acedia se muestra en el episodio del traslado del arca, cuando David traslada el arca en medio de una gran fiesta popular, y el va danzando delante del arca vestido con un atuendo sacerdotal, y su esposa Mikal, la hija de Saúl, no va en la procesión sino que mira desde una ventana del palacio y siente como vergüenza de que el rey se ponga en esa aptitud de bailar delante del arca.

Leemos en el libro segundo de Samuel, capítulo sexto, versículos 5 y siguientes: “David y toda la casa de Israel bailaba delante del Señor con todas sus fuerzas, cantando con cítaras, arpas, adufes, castañuelas, panderetas, címbalos... David danzaba con toda sus fuerzas delante del Señor, ceñido con un efod de Lino (vestido sacerdotal). David y toda la casa de Israel subían el Arca del Señor entre clamores y sonar de cuernos. Cuando el Arca entro en la ciudad de David, Mikal, hija de Saúl, que estaba mirando por la ventana vio al rey David saltando y danzando ante el Señor y lo despreció en su corazón” (2 Samuel 6, 5, 14-16).

Ella estaba ciega para el sentido religioso de la danza de David. Esto me hace recordar, queridos hermanos, un episodio que he visto en mi país, en el Uruguay, durante la Semana Santa, cuando se realizan muchos actos que rivalizan con los misterios cristianos, –entre ellos una vuelta ciclística que recorre el Uruguay–, estando yo en un pueblecito del interior pasaba en Semana Santa esa vuelta ciclística, y todo el pueblo estaba en el cordón de la vereda mirando, festejando a los ciclistas que pasaban, todos con la curiosidad y simpatía que en un pueblo pequeño se sabe brindar para todo lo humano. En la noche del Viernes Santo nosotros pasamos con el Vía Crucis, y no había la misma atmósfera, había una especia de vergüenza o de aversión, la gente no salía con el mismo entusiasmo a ver simpáticamente lo que nosotros hacíamos, como que se retiraban, se escondían en la confitería o en la heladería, y nos dejaban pasar sin ningún interés, como castigando el paso de algo que les parecía vergonzoso. Recuerdo que al día siguiente una señora de la parroquia me decía “Padre, yo me sentía como una payasa anoche”, y claro, pueblo chico donde todos se conocen, ella pasa en el Vía Crucis y los amigos que en otros momentos la saludan se esconden de ella... ¿cómo no sentirse así?, es una forma de la acedia.

Que esta vergüenza de Mikal por David nos enseñe a reconocer como acedia a esa vergüenza social ante las manifestaciones públicas de la fe cristiana.

¿Y qué le responde David a su mujer?, la respuesta es: “Yo danzo en la presencia del Señor (y no como tú dices, delante de las mujeres de mis servidores), danzo delante de Él porque Él es el que me ha preferido a tu padre y a toda tu casa para constituirme caudillo de Israel” (2 Samuel 6, 21-23).

David estaba lleno de gratitud hacia el Señor, es lo contrario del ingrato, y por eso no podía ser indiferente al Señor, por eso no podía ser tibio en las manifestaciones de su fervor religioso.

Otro ejemplo bíblico lo encontramos en el libro primero de Samuel, en el capítulo sexto, nos cuenta que los filisteos habían conquistado el Arca de la Alianza en una batalla, el arca había ocasionado una peste entre los filisteos y decidieron devolver el Arca en una carreta tirada por vacas, que llegó al campamento de Israel en el momento de la ciega. Y todos los israelitas suspendieron un acto tan importante como es la ciega, para recibir entre bailes y danzas al Arca del Señor, sacrificaron los animales que venían tirando de la carreta y ofrecieron un holocausto al Señor.

Hubo una familia que no se alegró con la venida del Señor, la familia de los hijos de Jeconías no se alegró sino que se entristeció, consideraron que era un momento inoportuno para que llegar el señor, cuando tenían que levantar la cosecha, porque un trastorno del tiempo podía arruinarles la cosecha, arruinar el esfuerzo de todo un año, y por lo tanto no se alegraron, y nos cuenta el texto bíblico que: “De entre los habitantes de Bet Semes, los hijos de Jeconías no se alegraron cuando vieron al Señor y a causa de la mezquindad del corazón de los hijos de Jeconías, el Señor castigó a setenta de sus hombres. El pueblo hizo duelo porque el Señor os había castigado duramente” (1 Samuel 6, 19)

Este relato, pienso yo, nos enseña a reconocer ciertos fenómenos culturales que se presentan como el Dios inoportuno, no es la oportunidad de festejar al Señor, tengo tanto que hacer que esta misa dominical trastorna mis planes, mis proyectos. No se alegrarme con el Señor porque estoy tan ocupado, las preocupaciones de este mundo impiden que yo reciba con gozo la palabra del Señor. El Señor en la parábola del sembrador nos habla también –de otra manera– de este fenómeno; hay quienes reciben la palabra del Señor como una semilla caída junto al camino que vienen otros pensamientos –los pájaros– y roban la palabra del Señor, otros que la reciben, pero no tienen profundidad, entonces la palabra del Señor no puede arraigar en ellos, y otros que la sofocan entre los pensamientos de este mundo, que es como si la planta se sofocara entre las espinas.

Hay muchos otros ejemplos vivos, queridos hermanos, que nos muestran como a veces la acedia se manifiesta en burla a los varones santos, hay un ejemplo en la vida de Eliseo en la que estaba él subiendo hacia la ciudad santa, salieron unos chicos que comenzaron a burlarse del profeta –que se había afeitado completamente su cabeza–, el profeta se enojó con ellos y los maldijo, salieron unos osos del bosque y mataron a muchos de esos niños. Uno puede asombrarse de este gesto del profeta como de una ira extemporánea con muchachos poco maduros, pero el profeta sin duda vio que la burla de estos niños venía de unos padres que no respetaban a los profetas, y que esos niños que hoy se burlaban de los profetas iban a ser los padres de los niños que mañana los matarían, el vio entonces que la burla era una forma inicial de la acedia que no hay que menospreciar; esto nos también pie para comprender como muchas veces en nuestra cultura se burlan de las cosas santas –ya sea en espectáculos públicos, ya sea en seriales de televisión o en películas–, esas burlas a las cosas santas preparan una persecución sangrienta, preparan la falta de respeto a las cosas divinas, a Dios, a Cristo y a su cuerpo místico que es la Iglesia, entonces podemos advertir también en esos fenómenos y ponerles nombre llamándolos –a la luz de estos ejemplos bíblicos– por su nombre: eso es acedia, es reconocerlos como fenómenos demoníacos.

El pecado de Caín es un pecado de acedia también, porque se enoja porque la ofrenda de su hermano Abel es grata a Dios, por ver a Dios contento, entonces uno puede preguntarse ¿y por qué él ofrece una ofrenda a Dios sino para verlo contento?, ¿acaso Caín hace su ofrenda con algún otro motivo?, y si lo ve contento a Dios con la ofrenda de su hermano ¿por qué se entristece?, ¿por qué se llena de envidia?, al fin mata a su hermano porque le es grato a Dios.

Los santos padres han visto precisamente en Abel la figura de Nuestro Señor Jesucristo que despertó envidia, en la Sagrada Escritura vemos que Nuestro Señor Jesucristo fue muerto por celos, por envidia, y que también los apóstoles fueron perseguidos por celos y por envidia. Incluso San Pedro, queridos hermanos recordemos la acedia de San Pedro porque él no estuvo libre de acedia, cuando Jesucristo le anunció su destino sufriente Pedro lo consideró como un mal y Nuestro Señor Jesucristo le dijo “apártate de mi Satanás, porque tus pensamientos no son los pensamientos de Dios”.

Queridos hermanos esto nos enseña que muchas veces no comprendemos que el sufrimiento por el amor es un bien, y al fin terminamos calumniando el amor, Pedro no veía que este sufrimiento Nuestro Señor Jesucristo lo aceptaba por amor al Padre, por obediencia al Padre, y que era el camino que nos mostraba también a nosotros: que las cruces de la vida cristiana no son malas, no hacen mal al bien, al contrario no invalidan al amor, al contrario el amor sabe sacrificar y asume el sacrificio –con dolor, con tristeza– pero lo asume por amor. La fuerza que hay detrás de esos sufrimientos es el amor, el amor sabe sacrificar. El amor al Padre merece que también nosotros sacrifiquemos y que asumamos gozosamente el dolor, por eso el gozo del Señor es nuestra fortaleza, el gozo del amor de Dios es el que nos hace fuertes en nuestras tribulaciones, pero claro, el que está fuera del amor no comprende esto.

Queridos hermanos, llegamos así al final de este capítulo sobre el demonio de la acedia, hubiera querido tener más tiempo para poderles explicar más hechos de la Sagrada Escritura, continuaremos, si Dios quiere, en el próximo capítulo, y mientras tanto que el Señor los bendiga y los guarde en su paz.
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 

El pecado original

 

Estimados amigos, iniciamos un nuevo capítulo de nuestra serie sobre
El demonio de la acedia (4 / 13)
el demonio de la acedia, y en este programa quisiera tratar acerca del origen histórico de la acedia, cuándo comienza este demonio de la acedia a manifestarse y a trabajar, porque ese origen de la acedia nos puede iluminar acerca de cómo, después, ha seguido trabajando a lo largo de todo el tiempo, contemporáneamente con la obra y el designio divino a través de la historia, desde los comienzos, y seguirá hasta su fin.

Me refiero a la aparición de la serpiente en el relato del pecado original. Leemos en el libro de la Sabiduría, uno de los libros de la Sagrada Escritura, que por envidia –por acedia del diablo– entró la muerte en el mundo, por acedia del diablo entró la muerte en la humanidad, y esta muerte reina sobre aquellos que le pertenecen, en cambio sobre los que han sido salvados por Nuestro Señor Jesucristo del poderío del demonio de la acedia, aquellos que conocemos el bien, que conocemos al Padre, se nos abre la puerta de la VIDA ETERNA.

Quiero con ustedes comenzar entonces a remontarnos en nuestra memoria al relato del libro del Génesis, del comienzo del libro del Génesis. Pero antes quisiera mirar de un solo vistazo –como nos enseña hacerlo el Catecismo de la Iglesia Católica– la Sagrada Escritura –que nos trae la revelación de Dios acerca del sentido de su obra creadora desde el principio al fin–.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica que la Sagrada Escritura comienza con un festín de bodas, fiesta de bodas, y termina al final del libro del Apocalipsis con otra fiesta de bodas que se prepara. La primera fiesta de bodas es la de Adán y Eva, a quienes Dios les hace –como regalo de bodas– el regalo de toda la creación, les entrega todas las cosas para que las gobiernen y para que sean sobre la Tierra ministros de la Providencia Divina en el gobierno de las criaturas, tanto de las criaturas que no son libres como de las que sí lo son (los seres humanos). Sabemos que los ángeles, que son criaturas libres, son colaboradores de Dios en el gobierno de la creación. Pues bien, ha querido también asociar al ser humano –al varón y a la mujer– a ese gobierno divino sobre las cosas, nos ha dado todas las cosas para que las gobernemos, ese es el designio divino del comienzo.

Y al fin de las Sagradas Escrituras, hablándonos ya del fin de los tiempos, se nos presenta a la novia que, con el Espíritu Santo, llama al novio que viene: “¡ven Señor Jesús!”. El Espíritu y la novia dicen ven, y el Señor responde: “Sí, vengo, vengo pronto”. Ese novio es el Verbo eterno hecho hombre, que viene a las bodas finales del tiempo con la Iglesia, es el triunfo del Amor.

Desde el comienzo al fin de esta historia hay amor, amor esponsal, amor de Dios con la criatura, amor del varón y la mujer, imagen y semejanza creada del amor divino, no hay cosa sobre la creación que en algún momento no haya reflejado para los hombres algo de la divinidad. Dice el historiador de las religiones, Mircea Eliade, que el bosque tiene algo de sagrado, la peña, la fuente, el sol, el río, todo lo que parece poderoso y glorioso en algún momento ha reflejado para el hombre algo de lo que es el creador de todas las cosas, ha sentido como un estremecimiento de la divinidad en las criaturas que ve y que alcanza a admirar por su poderío, por su consistencia, su solidez, por su capacidad fecundadora. No sólo las de la Tierra, sino que, levantando los ojos al cielo, ha podido vislumbrar en la inmensidad del universo –en las criaturas celestes– las epifanías de Dios. También en la tormenta, en el rayo, ha visto manifestaciones uránicas de Dios, del poder divino. En el mar, en las olas, en los monstruos marinos... en la fecundidad de la naturaleza, en todas las cosas ha visto la manifestación de Dios.

Es decir, no ha podido la acedia enceguecer al hombre de tal manera que, cualquiera de las criaturas en cualquier momento no le pudiera dar un vislumbre del poder divino. Por eso San Pablo se ha admirado de que los hombres, habiendo conocido las criaturas, no llegaran a conocer al creador a través de ellas. Por esa ceguera, por esa acedia, de no ver a Dios a través de sus criaturas y sus creaciones, el Señor entenebreció –llenó de tinieblas– sus corazones y los entregó a pasiones viles y bajas, porque pudieron conocer a Dios y no lo conocieron.

Si hay algo que podemos decir que es Dios, Dios es amor. El amor que experimentamos las criaturas, - aún las criaturas caídas después del pecado original, en aquellos momentos en que la naturaleza quedó, no destruida por el pecado sino herida -, deja traslucir el designio divino primero de nuestra imagen y semejanza divina: Dios es amor. El amor creado es lo que mejor lo refleja a pesar de cualquier herida del pecado original que pueda tener.

El demonio de la acedia es contrario al amor, es tristeza por el amor, es miedo al amor, es indiferencia ante el amor, es oposición al amor. El demonio de la tristeza, nos dice Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de San Juan, es homicida desde el principio, odia en el hombre la capacidad de amar, que es lo que le asemeja a Dios, y por lo tanto quiere destruirlo, no quiere que haya hombres sobre la Tierra. Comprendemos así la frase bíblica del libro de la Sabiduría: por envidia, por acedia del diablo, entro la muerte en el mundo. Por el odio, por la tristeza del demonio, que no quiere una imagen viviente de Dios –ya que no puede destruir al Dios mismo– quiere destruir su imagen, no quiere que haya hombres sobre la Tierra. Él es homicida desde el principio.

Y si no puede destruir al ser humano, portador de esta naturaleza amorosa y destinada al amor, al menos quiere corromper su capacidad de amar. Por eso si vamos al relato del origen, encontraremos la explicación –en ese pequeño drama del origen– de cómo surgió –históricamente– esa impugnación demoníaca, ese ataque demoníaco a la criatura para destruir su imagen y semejanza.

Recordemos la historia del Génesis, se nos presenta como una obertura, en el capítulo primero de esta gran obra, y después como un pequeño drama en tres actos.

La obertura nos resume la preparación del gran banquete de bodas de Adán y Eva, en que Dios en una semana prepara el banquete. Primero prepara todo el ambiente, la sala donde se va a representar que es el universo entero, la separación del día y de la noche, de la luz y las tinieblas, la separación de las aguas de arriba y de abajo, la separación del mar y de la tierra, la creación de los alimentos sobre la tierra –con los vegetales y los árboles frutales– que serán los alimentos del banquete; después va creando los animales, que son los que participarán del banquete... y por último crea a Adán y Eva, a su imagen y semejanza, seres capaces de amar, y les entrega como regalo la creación entera para que la gobiernen, gobiernen sobre los animales, gobiernen sobre las plantas, se alimenten de todos esos frutos, y sean fecundos, se multipliquen y llenen la Tierra. Bendice el Señor a Adán y Eva, bendice al ser humano, al varón y a la mujer, y a su designio divino sobre la Tierra.

Y esto que en la obertura se plantea así, como una historia concentrada y sintetizada, se nos plantea después en esos tres actos de un pequeño drama teatral, se nos presenta la creación del varón y la mujer en el primer acto, y ya en el segundo acto entra en escena el Adversario –el Demonio de la acedia– entristeciéndose por el bien que Dios ha creado, por el bien de Adán y Eva, y tratando de destruir la obra divina, lográndolo en ese segundo acto. De modo que en el tercer acto tenemos las consecuencias de esa caída de los primeros padres. Podríamos decir que el resto de la Sagrada Escritura, hasta el Apocalipsis, es la continuación de este drama a través de la historia, la continuación hasta el triunfo de Dios al fin de los tiempos, el triunfo del amor de Dios, el triunfo del amor del Verbo encarnado por el que fueron creadas todas las cosas –también Adán y Eva–, con el triunfo de ese amor para una humanidad –que es la Iglesia– que le ha sido fiel a lo largo historia, que ha sido conducida por el amor, contra la cual nada pudo ni la muerte ni el demonio de la acedia, el demonio de la tristeza por el bien.

Esa boda gozosa del cordero, al fin de los tiempos, es el triunfo del amor, Dios triunfa. A pesar de toda la oposición que el demonio triste de la acedia le pueda hacer a lo largo de la historia. Dios siempre triunfa, el bien es mayor que el mal y triunfa sobre el mal. Si nosotros en nuestra vida cristiana, - que como hemos dicho en alguno de estos capítulos de la acedia es una lucha -, también vimos en ese capítulo que se nos promete una victoria sobre el espíritu de la acedia, “no temáis, yo he vencido al mundo” nos dice Nuestro Señor Jesucristo.

Vamos ahora a detenernos un poquito en esos tres actos del drama de la creación, del designio divino sobre el hombre y la mujer, cómo los crea, y después cómo el demonio trata de pervertir la obra de Dios, intentando que fracase esa obra, tratando de que el hombre no cumpla con el designio que tiene Dios sobre el varón, y tratando que la mujer tampoco cumpla con el designio que Dios tiene sobre ella.

¿Cuál es el designio que tiene Dios sobre el hombre y la mujer?, vemos en el primer acto de este drama, que es una especie de obra teológica en forma dramática, en forma de narración, también en forma simbólica, como se expresa la Escritura, en un lenguaje que pueden entender los niños pero que no es infantil, que no es menospreciable como algo que el catequista puede contarle a los niños pero que no tiene nada que decirle a los grandes. No, de ninguna manera, es una revelación divina plena de sabiduría, que no es sólo para los orígenes de la humanidad, sino que nos ilumina a lo largo de toda la historia.

Nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, se ha referido varias veces “al Principio”, a ese Principio de la creación del que él fue autor con el Padre, el Verbo eterno por el que fueron creadas todas las cosas y sin el cual nada fue hecho; Él que ha sido testigo del Principio nos dice que al inicio no había desamor entre el varón y la mujer, eso surgió después, y que si Moisés había permitido el divorcio y el libelo de repudio para la mujer, era porque había una dureza del corazón en el hombre, el corazón del hombre se había endurecido, él no hace alusión explícita al pecado original pero se está refiriendo a él.

Nuestro Señor Jesucristo, por lo tanto, nos habla de que en ese principio está el designio divino sobre el amor del varón y la mujer.

Dios crea primero –llamémoslo así– al Adán masculino. En el comienzo, en la obertura, nos dice los creó macho y hembra, todavía no dice varón y mujer, (la diferencia de los sexos, que será también, - lo digo de paso -, uno de aquellos aspectos que el demonio de la acedia quiere borrar, oponiéndose a la obra del creador, destruir la diferencia entre los sexos), es una obra del creador que tiene un designio muy sabio. Nosotros somos testigos, en nuestro tiempo, de cómo se quiere abolir la diferencia entre el varón y la mujer, y podemos entonces –iluminados por esta sabiduría bíblica– comprender que lo que hay detrás, es mucho más que el empeño de algunos actores humanos acerca del hombre y la mujer, y de la humanidad. Hay mucho más. Hay un designio demoníaco de abolir la obra de Dios, de la creación de Dios, en nuestros tiempos, a la altura de estos tiempos, aboliendo la diferencia entre el varón y la mujer. El relato de la Escritura dice que no había nada todavía sobre la tierra: la tierra estaba vacía, no había árboles ni plantas, era todo desierto, no había llovido sobre la tierra, pero una fuente de agua manaba en medio de la tierra, y con esa fuente tiene Dios tiene la materia prima para amasar el polvo de la tierra con el agua de la fuente el cuerpo del varón, del Adán masculino, y dice que le sopló en la nariz un espíritu de vida y “resultó el hombre un ser viviente”.

Ese espíritu de vida que Dios sopla en el Adán masculino, la vida de Dios, lo sabemos, es amor. Sopla en este varón un espíritu de amor, por lo tanto la vocación de este muñequito de barro amasado por Dios es el amor, todavía no existe la mujer, no existe ningún otro ser semejante a él para que él lo pueda amar o ser amado por él, eso va a surgir en el relato del primer acto a lo largo de distintos episodios.
Luego a este Adán masculino el Señor lo colocó en un Jardín cercado que plantó para él, en un lugar deleitoso, en el Edén, en la presencia de Dios. Este ser humano, que ya es imagen y semejanza de Dios, está en este jardín deleitoso, cercado y seguro. Y el Señor hizo brotar en este jardín toda clase de árboles, de alimentos, agradables para la vista, y plantó en medio del jardín el Árbol de la Vida. Sabemos que el Árbol de la Vida es el árbol de la vida divina y por lo tanto es el árbol del amor, y ese árbol del amor es también el árbol del conocimiento del bien y del mal, porque son nuestros amores la regla o la pauta de discernimiento que usamos para saber lo que es bueno y malo, lo que destruye nuestros amores es malo, lo que contribuye a amar y ser amado es bueno, decimos que es bueno o malo aquello que ataca a nuestro amor o lo defiende, el avaro dirá que es malo lo que perjudica a su amor que es la ganancia y dirá que es bueno lo que le da dividendos, así cada uno, según su amor juzga lo que es bueno y lo que es malo.

El árbol de la vida de Dios da a conocer aquello que Dios considera bueno, y lo que Dios considera malo, y por supuesto que esto tiene que ver con el amor. El espíritu de la acedia que se entristece con el amor de Dios, el espíritu de tristeza por el amor, que es espíritu de miedo de indiferencia hacia el amor, considera malo al amor y considera bueno el desamor, considera bueno la abolición de la vida del hombre sobre la tierra, el oponerse a la obra de Dios.

Y dice que el Señor puso al varón, al Adán masculino, en el Jardín del Edén, para dos cosas: para que lo cultivase y para que lo vigilase, el cultivo del jardín supone que este hombre tiene la misión de gobernar con su inteligencia el mundo vegetal y usarlo acorde a esa inteligencia. Vamos así viendo que este Adán masculino está siendo destinado por Dios al gobierno de las cosas, es él quien va a dirigir –de acuerdo a la obertura– el gobierno del hombre sobre las criaturas como ministro del gobierno de Dios.

Además Adán debe vigilar el jardín, ustedes se preguntarán ¿vigilarlo de qué?, si es un jardín cercado, si no hay otros habitantes que puedan dañar este Árbol de la Vida, ¿de qué tiene que vigilarlo? Dice que el Señor le dio a Adán un mandamiento: “de todos los árboles del jardín puedes comer, pero del Árbol de la Vida, del árbol del amor divino, el árbol del conocimiento del bien y del mal, no comerás, porque cuando comieres de él, morirás sin remedio”.

De todos los árboles del jardín se puede él apoderar, pero el amor de Dios que está representado por el Árbol de la Vida, de ese no se puede apoderar, debe respetar el amor y recibirlo como un don. Y esto vale para el amor divino al comienzo, como al amor divino en todas las edades –mientras existan criaturas amorosas–, no se puede recibir el amor sino en forma de don libre del otro, no puedo yo apoderarme del amor del otro, es el principio de la libertad amorosa. Esa libertad de amar, que es la libertad de la gracia, refleja lo más propio del amor divino que es libre, es amor, pero es libre, y desea permanecer libre, y la criatura no puede apoderarse de ese amor porque en ese momento estaría, él mismo dejando de amar verdaderamente, no siendo imagen y semejanza del amor. Es un amor libre que debe respetar la libertad del que lo ama.

Y después, dice Dios que es necesario que Adán tenga “una ayuda semejante a él frente a él”. Una ayuda semejante a él, que pueda amar como él ama, que sea capaz de recibir amor y devolver amor. Y Dios crea con este intento primero a los animales a los cuales hace que el hombre les vaya poniendo nombre, es decir que los vaya conociendo en su esencia y nombrándolos, para que se llamen con el nombre que le quiere dar a cada uno. Acá tenemos de nuevo que el Adán masculino está destinado a gobernar, después del paraíso y el mundo vegetal, también al mundo animal. Pero tampoco encuentra el hombre entre los animales una ayuda semejante a él, frente a él, y entonces viene la creación de la mujer.

El Señor toma de su costado una costilla y construye una mujer, ya no la amasa, la construye. Y esta mujer está destinada al varón, viene después, su razón de ser es el varón. El varón va a ser el todo respecto de ella, y ella va a ser la parte respeto del varón, ninguno de los dos estará completo sin el otro, pero de manera diversa, al varón le faltará una parte, a la mujer le faltará la referencia, el todo referencial al que ella pertenece, y sin el cual no se encuentra a sí misma. Y por la unión del amor serán los dos uno solo, se restaurará la unidad del todo con parte, y de la parte con el todo. Este es el designio divino de Dios sobre el varón y la mujer.

Segundo acto, viene la serpiente a tratar a destruir este designio divino, y le dice a la mujer que Dios sabe que si comen del fruto del árbol del bien y del mal serán como Él, serán como dioses.

Ese árbol del amor, el árbol de la vida, el árbol del conocimiento del bien y del mal, es la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Y en su momento estaba previsto que nos sería dado el fruto del amor divino, la gracia de Dios, el don del amor divino. Pero lo que le sugiere Satanás y le hace de alguna manera suponer a la mujer, es que Dios nunca se lo va a dar. He ahí la mentira del demonio, la seducción, el engaño, con el cual impulsa a Eva a que trate de apoderarse por sí misma del fruto –apetecible a la vista, y bueno para comer– del amor divino, y este es el pecado de Eva, querer apoderarse del amor, querer adueñarse de Dios y del amor de Dios.
Y de esta manera entonces se corrompe el designio de Dios sobre la mujer, que quiere hacerse como Dios, cuando ella en verdad tenía que haber sido ministro del amor divino para el varón, servidora del amor divino para el varón. Dios la creó a ella –dice la Sagrada Escritura– “la construyó” como se construye un templo, una ciudad o una casa– un ser habitable, un ser acogedor, capaz de recibir al otro en su interior de su corazón, como María que guardaba todas las cosas de su hijo en su Corazón. Esa capacidad hospitalaria del corazón de la mujer de guardar a los que ama dentro de sí misma, no solamente a su niño gestándolo, sino también en su corazón guardarse a los que ama, eso es lo que hace de ella semejante a un edificio, a una casa, a la mansión del amor, a eso estaba destinada.

Logra el demonio engañarla para que la mujer se apodere del amor y ella invita a Adán a que lo coma, y el varón también come.

¿En qué consiste el pecado de Adán?, el pecado de Adán consiste en desertar de las misiones divinas. Él que tenía que ser el guardián y el vigilante del Árbol de la Vida no lo vigila, él que tenía que ser el guardián y el gobernante de su mujer tampoco lo hace. Él tampoco gobierna. -de alguna manera– a esa Serpiente que se presta a servir como vehículo visible del espíritu invisible, y que entra también en esa escena dramática. Él tenía que haber corregido a su esposa, y no la corrige; debía haberse negado a comer, y por complacerla a ella también desobedece.

De modo que el pecado más propio de la mujer es por transgresión, y el pecado más propio del varón es, primero por omisión y luego por también por transgresión.

Este sucumbir bajo el ataque de la acedia va a tener consecuencias para la mujer y para el varón. No me detengo en las consecuencias para la Serpiente, que es la primera que es castigada en el tercer acto de este pequeño drama inicial del origen de la humanidad.

Las consecuencias de la acedia son la abolición del varón y la abolición del la mujer. La abolición del varón porque no cumplió los designios divinos a los que estaba destinado. Y la abolición de la mujer porque tampoco cumplió los designios propios.

Esto es obra de la acedia, y esto tendrá una gran consecuencia en el futuro. El varón tenderá a borrarse de sus responsabilidades, y la mujer, a veces obligada por la necesidad, tiene que asumir las responsabilidades que el varón no asume y con eso dejar las suyas propias.

Con esto queda, espero, suficientemente bosquejado este comienzo del mal de la acedia, que trata de abolir la obra divina en sus comienzos.

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 

El demonio del mediodía

 
En este quinto capitulo vamos a asomarnos a la experiencia de los
monjes del desierto; que fueron al desierto –a los monasterios– en búsqueda del amor de Dios; de entregarse enteramente al amor de Dios. Y es también la experiencia de los religiosos de todos los siglos que han querido dejar todas las cosas para seguir a Nuestro Señor Jesucristo.

En este impulso de buscar la perfección del amor de Dios en la Tierra, se manifiesta, con toda su agudeza, la oposición del demonio de la acedia que también los ataca. De manera especial cuanto más decidido es su impulso de buscar el amor de Dios y dedicarse a Él ya desde esta vida, enteramente, tanto más el enemigo se hace sentir poniéndoles obstáculos.

Esto dio lugar, en la Iglesia, desde muy temprano, una vez que terminaron las persecuciones exteriores y la vida de los fieles en las ciudades se fue como entibiando por las tentaciones de las cosas de este mundo, se perdió el fervor de los primeros mártires. Entonces muchos de los cristianos que querían vivir intensamente su entrega a Dios vieron que tenían que irse de la ciudad, irse al desierto; a buscar al Señor enteramente en una vida pura y sin las tentaciones de las ciudades; en donde muchos se ablandaba en sus virtudes teologales, en su fe, en su amor a Dios, en la esperanza de los bienes eternos y quedaban como prendidos en las redes de este mundo. Ellos precisamente hicieron esa experiencia de querer desprenderse de todos los impedimentos, irse al desierto y dedicarse enteramente a Dios. Y allí se encontraron –en toda su intensidad– con el demonio de la acedia; con el demonio de la tristeza por los bienes divinos.

Fue el impedimento más grande. Pero, al mismo tiempo, estos primeros Padres del Desierto –con esta experiencia– nos enseñaron mucho acerca de las causas de este demonio y de cómo se presenta. Por eso es tan importante que dediquemos este espacio a reconocer esta doctrina, a recordarla.

Muchos Padres del Desierto hablaron del demonio de la acedia. Entre otros pensamientos ellos hablaban de los ocho pensamientos o de los siete pensamientos -- refiriéndose a los vicios capitales –; pero no como fenómenos de orden moral sino del orden espiritual. Éstos siete pensamientos u los ocho pensamientos son los pensamientos que trae el enemigo para impedir el camino o disuadir del camino a los hombres que buscan a Dios. Nosotros actualmente conocemos esa lista como los 7 pecados o vicios capitales.

Evagrio Póntico, uno de los Padres del Desierto, habla de ocho pensamientos, él –como Casiano y otros padres– habla del demonio de la acedia. Y hacen una especie de retrato de lo que le sucede al monje ante este demonio de la acedia; retrato que quiero resumirles un poco brevemente.

El demonio de la acedia se presentaba en la vida del monje, – imagínense los monjes que vivían en los monasterios en el desierto, sin mayor vegetación, a veces en laderas de los torrentes, en cuevas excavadas en las rocas. Algunos, como ermitaños, en una cueva donde vivían con una austeridad muy grande, con largas horas de silencio y de soledad. Aparecía sobre todo el peso del demonio de la acedia a eso del mediodía. Habían ayunado desde la cena de la noche anterior, para celebrar la Eucaristía más tarde. Un ayuno muy largo, de muchas horas. Al mediodía, en el desierto, en esas zonas un calor tremendo, nada se movía afuera y ellos, en ayunas. Se les hacía muy largo el tiempo, y en ese momento entonces se presentaba como una pérdida del consuelo divino. Su voluntad los había empujado al desierto a buscar a Dios, pero ahora su sensibilidad se revelaba contra el sacrificio que esa búsqueda de Dios le imponía a su carne, a su naturaleza.

Naturaleza que se cansaba de esos ayunos, de esa fatiga, que se debilitaba... que por efectos de la soledad, del sol, del calor, sentía el peso de ese tipo de vida, entonces entraba en su sensibilidad ese desasosiego. Esa ansiedad le hacía asomarse a las ventanas, buscar con quien hablar, le producía una inquietud física a veces irresistible, y le venían pensamientos de que él vivía mejor afuera, añoraba su existencia en el mundo, se sentía tentado de irse de ese lugar a otro, donde quizás podría tener un oficio distinto dentro del monasterio; estar con otros hermanos en el monasterio y no solo en su gruta, en fin la tentación de la huída del lugar donde estaba.

Tanto Casiano como Evagrio dicen que el demonio de la acedia es el demonio más pesado entre los que atacan al monje, mucho más que los demás pensamientos, del pensamiento de la gula, de la lujuria, de la riqueza o el sueño por las cosas pasadas, de los afectos de la vida familiar, de su trabajo o de sus amistades en la ciudad… Mucho más pesado que todos esos pensamientos, era este pensamiento de no encontrar el consuelo de Dios que habían venido a buscar, porque –posiblemente– en sus primeros tiempos de conversión los consuelos habían sido –como suele suceder con los convertidos– muy abundantes, muy profundos.

Los dones espirituales que Dios imprime en la inteligencia y en la voluntad –como somos una sola unidad– redundaban en el resto de su persona, también en la parte sensible. Y entonces sus sentimientos eran muy agradables. Ahora quedaba la voluntad, quedaba la inteligencia, pero la sensibilidad estaba atormentada por las penas de esta vida dura que habían abrazado, por la abstención de la obediencia, de la pobreza, de la castidad. Las cosas que habían sacrificado. Y todo para encontrar el amor de Dios. Porque era un abandono radical de todas las cosas buscando a Dios. para que Dios se manifestara, y parecía que ahora Dios se ausentaba, se alejaba, no se manifestaba, no se lo encontraba.

La sensibilidad se revelaba contra este sacrificio que se le imponía, contra esta cruz que se le imponía y encontraba que buscar a Dios era algo demasiado costoso para ese aspecto de su personalidad, para su ser humano, que la vida que estaba viviendo se trasformaba –un poco– en inhumana, por querer ser demasiado divina, venían entonces estas tentaciones: ¿todo este sacrificio es necesario?, ¿podría yo encontrar a Dios de otra manera mucho menos radical?, ¿podría encontrarlo en la vida?, venían entonces las tentaciones de abandonar la vida monástica.

Esta es –globalmente– la descripción y las causas de cómo en la vida monástica, que era precisamente donde más radicalmente se buscaba a Dios, el demonio de la acedia se manifestaba también con una radicalidad mucho mayor. Tan es así que, las descripciones que estos monjes del desierto nos hacen del demonio de la acedia, parece que nos impiden reconocerlas en aquellas formas que se manifiesta entre los laicos, o entre personas que no viven la vida religiosa tan radicalmente, con un deseo tan grande y con una consecuencia mayor en dejar todas las cosas por seguir a Dios.

Esta radicalidad evangélica para buscar a Dios era el caldo de cultivo apropiado para que el demonio atacara con una mayor radicalidad en la vida monástica. Ya vamos a ver que en la vida laical, en la vida nuestra, la acedia se manifiesta de una manera mucho más sutil, porque como también la decisión de la búsqueda de Dios no es tan grande, no es tan radical y definida, entonces también es mucho más sinuoso el ataque del demonio de la acedia en los laicos o incluso en los religiosos de vida activa.

Es muy interesante la descripción que nos hace Evagrio Póntico, este padre del desierto, de cómo experimenta el monje el ataque del demonio de la acedia, que se llama demonio meridiano porque ataca generalmente alrededor del medio día, –dos horas antes, dos horas después–, en los monasterios se comía a lo que actualmente es hora de la siesta, de modo que el almuerzo estaba retrasado y se hacía muy penoso el ayuno. Los invito a ver esta descripción que nos hace –Evagrio Póntico– sobre el demonio de la acedia porque es muy gráfica (yo haré algún comentario en medio de ella).

Dice que el demonio de la acedia, o demonio del mediodía, es el más pesado y duro de sobrellevar, ataca entre dos horas antes y dos horas después del mediodía. Primero produce la sensación de que el sol se ha detenido, como si el tiempo no avanzase, (algo parecido a lo que nos pasa en los insomnios, en los que nos parece que han pasado horas y apenas han pasado diez minutos), el tiempo no pasa nunca.

Luego lo obliga a andar asomándose por las ventanas a ver si hay por allí algún otro con quien poder conversar, buscar el consuelo de las criaturas; pasar el tiempo encontrando algún consuelo y distracción. Le inspira una viva aversión al lugar donde está, “¿pero qué estoy haciendo yo aquí?”. Y le inspira también la idea de que la caridad ha desaparecido en el monasterio, (“nadie me quiere, nadie se preocupa por mí, estoy aquí tan solo”). Dios no me basta Busco un poquito de consuelo o afecto humano. Si por casualidad ha sucedido que en esos días alguien lo ha entristecido –dice Evagrio– el demonio se vale de esto para aumentar su aversión hacia el lugar donde está. Le hace desear estar en otro lugar, en otro monasterio, en cualquier lado menos aquí, se imagina que en otro lugar podrá encontrar más a Dios, donde podrá tener un oficio menos penoso, más entretenido, más provechoso, (la imaginación vuela hacia lugres donde se sentiría bien huyendo de esta sensación de malestar que lo acosa aquí) Razona que servir a Dios no es cuestión del lugar,

Piensa que podría servir a Dios en otro lugar más tranquilo, sin tantas privaciones El demonio de la acedia se le hace como consejero compasivo que le dice “¿no ves que aquí te estás dañando la salud?”, se hace el cariñoso con el monje. Se acuerda entonces de sus parientes, y de su vida pasada. Evagrio justamente dice que el demonio de la tristeza comienza con el recuerdo de las cosas dulces y termina con un “eso, ¡nunca más!, eso lo has perdido definitivamente”.

Y de paso, notemos hermanos, para nuestra propia experiencia, cómo también en nosotros puede entrar así la tristeza. A veces esos pensamientos dulces de la vida pasada nos precipitan después en la tristeza, en la desesperanza de que eso es ya irrecuperable y no lo podremos conseguir más. Por eso los santos Padres del Desierto son grandes maestros del alma de los cristianos, y tenemos muchísimo que aprender de ellos, no son exclusivamente maestros de los monjes y de los religiosos que viven en la vida recluida en los monasterios, también tienen muchísimas enseñanzas para nosotros, también para los fieles laicos que viven en el mundo, porque son maestros del alma, de la psicología, de las tentaciones, de cómo aparecen en el alma esos pensamientos que después lentamente nos van llevando a otra cosa, y de cuyo proceso no somos normalmente conscientes. Los Padres del Desierto nos enseñan a ser conscientes del proceso de los pensamientos. Volver sobre los pasos, como nos aconseja San Ignacio de Loyola, el patrono de este templo en que estamos grabando este programa, nos enseña a volver a recorrer los pasos de los pensamientos, para ver cómo de pronto empezaron de una forma agradable, buena, y luego nos fueron llevando a la tristeza, al desánimo, a la desesperanza.

Este demonio –dice Evagrio–, como para darle al monje el ánimo para que lo soporte, no es seguido por otro. Cuando el monje lo vence, después de esta lucha, sucede en el alma que nace un estado de paz y una alegría inefable. Porque, misericordiosamente para con su sensibilidad, le explica al alma: “¿Por qué estás triste alma mía?” - como dice el salmista - ¿Por qué me conturbas? ¡Espera en Dios que volverás a alabarlo!”

El comienzo del salmo 42 es precisamente un texto en el que el salmista habla con su alma que está acosada con el demonio de la acedia, en la lejanía de Dios, y le explica a su alma que debe mantenerse en la esperanza de los consuelos divinos, que Dios volverá a visitarla, y que debe soportar –por lo tanto– esa dureza de la ausencia de Dios, que es como el reverso de la moneda de su amor que quisiera estar siempre en su presencia, que quisiera estar ya en la eternidad gozando de Dios para siempre, pero que está todavía en esta vida, en este mundo, sufriendo la ausencia, la lejanía de Dios, que en ese momento se le hace especialmente dura, pero aceptando esa dureza en este mundo, el alma que busca a Dios encuentra una paz y un gozo muy grande en la fe. San Juan de la Cruz va a hablar de la noche del sentido, la noche del espíritu. El alma se aveza a pasar esas noches sabiendo que no son un signo de la lejanía de Dios, sino que Dios –de alguna manera– se ha escondido de la sensibilidad, pero que está alcanzable siempre a través de la fe; que quiere –precisamente– hacernos crecer en la fe, afirmarnos en la fe, y saber que la fe, aunque sea oscura, nos pone en contacto con su misterio, precisamente porque Él también es misteriosos, y el único camino que tenemos para alcanzar su misterio, es el camino de la fe.

Buen consejo final este que da Evagrio: de poder resistir el demonio de la acedia, las desolaciones en la vida. Esto para nuestros fieles laicos que a veces comienzan un camino de conversión, - a veces pasa, lo he visto en nuestros hermanos del movimiento carismático– que empiezan con un gran consuelo, una gran conversión sensible, pero apenas se extinguen los fuegos de la sensibilidad, les parece que han perdido a Dios. Se apartan de la comunidad, se van. No perseveran en el camino del Señor. El Señor exige que sepamos vivirlo en fe, no vivirlo solamente en lo sensible.

Hay experiencias sensibles, anteriores a la fe, que muchas veces nos pueden engañar. Otras que provienen de la fe pero que no le son esenciales porque la fe puede perseverar aunque sea sin ellas. Tal vez fueron –en el comienzo sobre todo– fuente de consolaciones para atraernos hacia Dios, después la fe debe perseverar y arraigarse en lo profundo.

Hay un poeta argentino, Francisco Luis Bernárdez que tiene un soneto muy hermoso que se puede aplicar a lo de la fe, dice:

«Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado».

Así también, en la vida cristiana. La vida cristiana tiene las flores de las virtudes de la vida cristiana que viven de la fe, que está como enterrada en la oscuridad de la tierra, pero que nutre - esa fe - a las virtudes de la caridad, de la esperanza.

Para animar al monje a que resista a ese espíritu, a ese demonio de la acedia, y persevere en la dureza de la prueba, Evagrio dice la verdad: que cuando el monje vence, sobreviene una paz y un gozo muy especial, muy particular, que no es quizá el de las consolaciones sensibles anteriores, pero que es un gozo muy profundo y espiritual.

¿Pero que pasa cuando el monje no resiste este embate y es vencido por el demonio de la acedia?, Isidoro de Sevilla tiene unos textos que quiero compartir con ustedes, son sabrosos y no necesitan comentarios:
«Quienes no practican la profesión monástica con intención inflexible, cuanto con más flojedad se dirigen a conseguir el amor sobrenatural tanto con mayor propensión se inclinan nuevamente al amor mundano»
Es decir vuelven a desparramarse en las cosas del mundo, y es mucho peor. Es como el soldado que deserta
«Porque la profesión que no es perfecta vuelve a los deseos de la vida presente, en los cuales, por más que de hecho no se vea atado el monje, pero ya se ata con amor de pensamiento».
Es decir lo preferiría. Hay como un haber dejado aquel impulso y aquel deseo que lo llevaba a buscar el amor de Dios y buscar a Dios sobre todas las cosas.
«Porque el ánimo que considera dulce a esta vida, está lejos de Dios».
En realidad nosotros estamos en situación de destierro, lo dicen todos los cristianos que han vivido su cristianismo, su fe, esperanza y caridad, se sienten aquí como en un destierro, como en un tiempo provisorio. Ésta es una experiencia cristiana, de la vida cristiana. No tenemos aquí una morada permanente, una patria permanente, dice la Carta a los Hebreos.
«Alguien así no sabe qué es lo que debe apetecer de los bienes superiores, ni qué es lo que ha de huir de los bienes inferiores»
Estos monjes, dice Isidoro de Sevilla, desearían volar a la gracia de Dios, pero los amores del mundo los retienen, la codicia del siglo los retrae. Quieren tener ambas cosas, todo lo de este mundo y a Dios también.

Y así sucede que:
«Quien ha prometido renunciar al siglo, se hace reo de transgresión si cambió de voluntad, y así se hacen dignos de ser severamente castigados en el juicio divino los que menospreciaron cumplir de hecho lo que en su profesión prometieron».
Hay como un menosprecio de las cosas divinas, un retroceder en ese impulso, que era un impuso de gracia Acá se trata de que han sido infieles a una gracia inicial, Dios los ha invitado, les ha dado una gracia, y ellos han menospreciado la gracia recibida al no continuar con ese impulso, al no aceptar la invitación al banquete que les ha hecho el Señor. Porque tienen otras ocupaciones u otros deseos. Hay aquí algo de reminiscencia de la parábola de Nuestro Señor Jesucristo de los invitados al banquete que después no son hallados dignos porque no tienen el traje de fiesta, no se han vestido enteramente para la fiesta. No han entrado en el banquete de la alegría divina, del amor divino, y se vuelven entonces a desear los manjares del mundo.

Por fin, un último tema de los Padres del Desierto que es muy importante, en cuanto a la doctrina de la acedia, es lo que los Padres llaman las “hijas de la acedia”, este pensamiento del demonio produce vicios en el monje pero también en los laicos.

Isidoro de Sevilla habla de que produce:
■ El ocio –la pereza– para las cosas divinas–, uno entonces ya no quiere orar, no quiere rezar los salmos, no quiere rezar el Rosario, o tiene una especie de pesadez para las cosas relativas a Dios. A los laicos les pasa que no tienen deseos de ir a Misa, no tienen ganas de hacer la lectura de la Sagrada Escritura, la somnolencia, la pereza en las cosas de Dios.
■ La importunidad de la mente: las distracciones que le vienen continuamente y que te atacan muchas veces en la oración;
■ La inquietud del cuerpo –la ansiedad, que necesita moverse, que no puede estar quieto–, la inestabilidad, la inconstancia –si hace un proyecto de vida espiritual, después no lo puede cumplir–;
■ La verbosidad –habla y habla, y busca siempre con quien hablar, se derrama en las cosas exteriores, en los comentarios de las cosas mundanas, en palabrería vana que no conduce a nada–; y por fin
■ La curiosidad –estar siempre atento a un montón de cosas, a la televisión, Unos religiosos contaban un chiste de la vida religiosa diciendo: “menos mal que el rayo cayó en el coro, porque si cae en la sala de la televisión nos mata a todos”. Estaban en la sala de televisión en lugar de estar frente al sagrario. Y a veces estamos delante de la televisión como delante de un sagrario. En vez de estar donde debemos estar que es delante del amor, del espectáculo del amor divino.

San Gregorio Magno habla más bien de las hijas espirituales de la acedia: la malicia, el rencor, la falta de ánimo para las cosas grandes de Dios, la desesperanza, la pesadez y la divagación de la mente en cosas inútiles.

Hemos terminado así, queridos amigos, esta breve síntesis de la doctrina de los Padres del Desierto acerca del demonio de la acedia, tal como se presenta en el monasterio, pero que también nos sirve a nosotros, por semejanza con situaciones de la vida laical, para darnos cuenta también de cómo nos ataca a nosotros, sobre todo cuando nos ponemos a buscar a Dios y sentimos cómo el demonio se opone a eso con mucha mayor fuerza.
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.
 

La Acedia Eclesial

 

En este sexto capítulo vamos a hablar de la acedia dentro de la
Iglesia. De cómo se presenta el demonio de la acedia en sus formas eclesiales. Pues no es solamente un fenómeno limitado al mundo no cristiano, sino que afecta también a los creyentes.

En un episodio anterior, cuando hablábamos de la acedia en las Sagradas Escrituras, (capítulo 3), vimos cómo San Pedro, nada menos –la piedra, la cabeza de la Iglesia– se sentía acedioso ante el anuncio de Jesús que le hablaba de la Cruz, del Calvario Y lo corrigió al Señor: “¡De ninguna manera Señor! ¿Cómo vas a pensar en la crucifixión?”.

San Pedro consideraba que el camino de Nuestro Señor tenía que ser el camino del Mesías glorioso; que estableciera un reino político de Dios sobre la Tierra. Y no podía concebir que el amor de Dios conllevara un sufrimiento tan grande. Y, sin embargo, ése es el escándalo de la Cruz: que es el amor que se manifiesta en el dolor y el sufrimiento. Muestra la magnitud de su amor precisamente en el sufrimiento que es capaz de sobrellevar con fortaleza por amar; por hacer una obra de amor. Para esa revelación Pedro aún no estaba maduro.

No nos tenemos que extrañar que lo que le pasó al Vicario de Cristo en esos primeros momentos, nos pase a nosotros a lo largo de la historia de la Iglesia. Que también nosotros tengamos que sufrir mucho para entrar en el Reino de los Cielos.

Eso se lo dicen ya los Apóstoles a los primeros creyentes. Lo leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles: es necesario que suframos muchas cosas para entrar en el Reino de los Cielos; para realizarnos ya como hijos ya desde esta vida.

Si el Hijo obedeció al Padre - para cumplir la obra de amor del Padre - de esta manera, los que queremos vivir como hijos no nos debemos asustar tampoco; aunque el sufrimiento siempre es duro de llevar. Pero cuando es el sufrimiento por amor, la fortaleza del amor da la fuerza para sufrir. Y ese sufrimiento es transformador, es salvador; como el de Nuestro Señor Jesucristo.

El Cardenal Christoph Shönborn decía hace unos años lo siguiente:
«Me parece que la crisis más profunda que hay en la Iglesia consiste que no nos atrevemos ya a creer en las cosas buenas que Dios obra por medio de quienes lo aman»
No creer que Dios siga actuando. Y que siga actuando a través de los que lo aman; y que hace cosas buenas a través de los que lo aman; que Dios interviene en la historia. En muchos cristianos hay como una duda de que Dios pueda intervenir en la historia. Parece que estamos como hijos abandonados por el Padre sobre la Tierra y que todas las cosas las tenemos que hacer nosotros; que el Padre no interviene en nuestros planes; que nuestras obras no vienen del Padre; que nuestras palabras no vienen del Padre; como que estamos separados del Padre. Tenemos una visión como de huérfanos de Padre, de Padre vivo.

Y prosigue el Cardenal:
A esa poca fe, (no porque falte la fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, recitamos el Credo, pero: ¿creemos realmente que Dios, que esa Trinidad, actúa en la historia a través de nosotros?)
«A esa poca fe intelectual y espiritual, la tradición de los maestros de la vida espiritual la llaman acedia».
Acá tenemos entonces al Cardenal que hace el diagnóstico de que hay acedia en la Iglesia porque hay ceguera para el bien que Dios obra. Y vamos a ver –un poquito más adelante– que ésa también es la ceguera no sólo de los creyentes, sino también la ceguera de los que son llamados naturalistas, que no creen que Dios obre en la historia. Porque nosotros lo creemos pero después, en lo concreto, fallamos en el ver su obra en una u otra manifestación de su obra.

Y prosigue el Cardenal:
«Esta acedia es hastío espiritual, un ‘edema del alma’ –como la llama Evagrio– que sumerge al mundo y a la propia vida en un lúgubre aburrimiento que priva de todo sabor y esplendor a las cosas».
Y que por lo tanto, como a los aburrimientos, muchos intentan matarlos con las distracciones. Y cuando son buenos, de repente, en buenos planes; planeados por ellos, pero quizás no son los que Dios quiere, sino que son una especie de entretenimiento espiritual y un escape de una pereza para las verdaderas obras que Dios quisiera de este hijo.

Prosigue el Cardenal
«Esta tristeza, que hoy día corre tanto por la Iglesia, procede principalmente de que no accedemos con generosidad de corazón a lo que Dios nos pide y no queremos que se nos utilice como colaboradores de Dios».
Preferimos hacer nuestros propios planes sin consultar cuál es la voluntad divina.

Y termina el Cardenal diciendo:
«No existe mayor autorrealización de la creatura que ese hecho de estar siendo utilizada plenamente».
¿Y en qué fenómenos pensaba el Cardenal Shönborn cuando hablaba de la tristeza en la Iglesia?: En esos mismos días en el periódico Osservatore Romano, del Vaticano, se hablaba de los movimientos en la Iglesia, y cómo el Papa –que recibía en esos momentos a 50 mil pentecostales y carismáticos católicos – hablaba de una ‘primavera en la Iglesia’.

Y, sin embargo, contra estos movimientos había, en muchos, como una reserva; como mirando ciertos abusos –que sin duda se dan–; pero que, por esos abusos, sentían la tentación de rechazar a esos movimientos y no ver –a causa de esos abusos– que esos eran obra de Dios. Se privaban del bien, por ver el mal adjunto al bien. Y ese es uno de los principales motivos –como vamos a ver– de esa acedia en la Iglesia. Se ven los abusos que pueden empañar la obra de Dios –porque es una obra de Dios en seres humanos– pero no se ve la obra que Dios realiza con estos instrumentos a veces pecadores.

Volvemos a referirnos a la acedia de Pedro ante la Cruz, que lo lleva a negar a Nuestro Señor Jesucristo en el momento crítico, en el patio del Sacerdote. Vemos que Jesús no lo rechaza a Pedro por esa caída. Y no deja de ser la piedra sobre la cual se fundará su Iglesia. No por una caída de Pedro el Señor invalida su obra La debilidad de Pedro no invalida el carisma que hay en él para conducir a la Iglesia.

La sabiduría divina nos debe enseñar eso: no debemos invalidar las cosas buenas que Dios obra. Como decía el Cardenal Shönborn decía: la tristeza viene porque no vemos el bien, y seguimos como fascinados por el espectáculo del mal. Como que el mal espíritu de la acedia nos muestra sólo el mal y nos impide gozarnos con el bien. Y, por lo tanto, nos hace débiles. Porque la fortaleza del amor viene de gozarnos en el bien. Y lo que ocurre es que nos abrumamos con el espectáculo del mal. De ahí viene, de la ceguera para el bien, la debilidad y la acedia en la Iglesia.

Por eso, el estudio que dediqué a este tema de la ceguera en la Iglesia, se titula “Mujer: ¿por qué lloras?”. Y se refiere al episodio de María Magdalena que estando en el huerto, y teniendo presente a nuestro Señor Jesucristo, sin embargo no lo reconoce. Está ciega para la identidad de aquel que tiene adelante.

Y es como un modelo de aquéllos que, en la Iglesia, se entristecen y no saben alegrarse en la presencia del Señor resucitado. Lo tenemos vivo entre nosotros y no es la fuente de nuestra alegría. Deberíamos ser para el mundo un ejemplo de viva alegría por la presencia del Resucitado y por nuestra fe en la resurrección; y de que nosotros estamos en el camino de la resurrección; que somos la humanidad llamada a resucitar y vivir eternamente en el abrazo del Padre. Como Jesús que ha sido resucitado –precisamente– por el abrazo del Padre. Porque al Hijo que muere en la Cruz para hacer la voluntad del Padre, el Padre no lo abandona en la muerte. El Padre lo resucita, le da vida eterna por su obediencia hasta la muerte, y muerte de Cruz. Y por lo tanto, ese camino del amor filial es invencible, es invencible para Jesucristo y para nosotros.

Ese camino debe ser el motivo de alegría para la Iglesia entre las pruebas de la historia; sin temer a las pruebas de la historia. Es lo que debe darle fortaleza a Pedro y darnos fortaleza también a nosotros, sin escandalizarnos por la caída de Pedro. Porque conocemos nuestra debilidad, y porque sabemos que la fortaleza es obra de la gracia. Es obra de que, a la Magdalena, se le revela Jesús resucitado. Si Jesús resucitado no se le hubiera manifestado allí –llamándola por su nombre– hubiera seguido llorando en la presencia de Jesús resucitado y hubiera seguido sumida en la acedia, en la tristeza, ciega para el bien que tenía delante. Algo parecido pasa en la Iglesia ante estos movimientos. El movimiento carismático – decíamos -, pero también ante otras instituciones de la Iglesia que, a veces, son duramente criticadas por las infidelidades de sus miembros; pero que, en sí, son obras santas; muy provechosas para la Iglesia; y son obras de Dios, a pesar de las caídas y los defectos humanos.

No necesito ni nombrarlas. Ustedes las conocen bien. ¡Cuántas cosas en la Iglesia son criticadas por los defectos de sus miembros! ¡Cuántas!

Es muy triste que, por nuestras faltas humanas, descalifiquemos y desautoricemos las obras de Dios en nosotros. Es triste.

Pero es un motivo de acedia. Tenemos que reconocerlo, y no dejarnos engañar por ese demonio de la acedia que también actúa en la Iglesia. Debemos ver la vivacidad, no sólo de los movimientos, sino de otras obras de Dios.

Las apariciones marianas, por ejemplo, que a veces son vistas por algunos con una mirada muy crítica; que rechaza todo porque en algunos casos se pueden dar abusos. En algunos casos se pueden dar engaños. Pero, por esos abusos y engaños, no podemos quedar ciegos ante esta intervención amorosa de nuestra Madre en la historia; que debería ser para nosotros también motivo de gozo, de alegría; prueba del amor que nos tiene y de la misión que el Hijo le da de ser nuestra Madre. Porque al fin nos entregó a su madre a los pies de la Cruz. Se la entregó a Juan “esta es tu madre” Y, en San Juan, nos la entregaba a todos. Estos bienes espirituales tienen que ser para nosotros motivos de alegría. Allí tenemos la fuente de nuestro gozo: en el amor, en la piedad, en la consideración de los bienes.

Dicen los Santos Padres que el remedio de la acedia está en la consideración agradecida de los bienes recibidos y de las gracias.

Acerca de estos movimientos un escritor francés, el Padre René Laurentin, - mariólogo eximio, que estuvo como cronista en el Concilio Vaticano II y que luego se especializó en la investigación de las apariciones marianas de Lourdes y La Salette, y que estuvo en Argentina examinando las apariciones o las locuciones en San Nicolás en Salta -, nos dice –recordando lo que sucedía en los años después del Concilio en la misma conferencia episcopal francesa, tiempos en que había un pesimismo acerca del futuro de la Iglesia en Francia– de cómo el Cardenal se levantó, en medio de la asamblea de los obispos, y les señaló todas las cosas que el Señor estaba haciendo en la Iglesia, y cómo crecían las peregrinaciones a Lourdes; crecían los movimientos laicales - como por ejemplo los carismáticos en Francia - y había una gran cantidad de cosas que eran obra de Dios, y que daban motivo para ver que la mano del Señor no se ha acortado y sigue activa. Por lo tanto abrirnos a esas obras de Dios es algo fundamental.

René Laurentin decía:
«A esto se añaden lugares de nuevas apariciones, que a menudo ignoradas, despreciadas o reprimidas, calificándolas de fenómenos marginales o de desviaciones, y sin embargo suscitan un contingente considerable de conversiones, vocaciones y curaciones sorprendentes».
Eso es lo que no debemos perder de vista: las obras de la gracia.
«Si un jardinero, descorazonado porque en su jardín no brota nada, viera brotar buenos frutos y legumbres en el barbecho de sus alrededores ¿dudaría acaso? Iría a cultivar el terreno que produce. ¡Porque es necesario cultivar!».
Cultivar estas obras de Dios. Y sí, corregir los abusos que pueda haber alrededor de ellas. El gran principio subyacente a esa sabiduría pastoral es: “el abuso no invalida los usos”. El mal no descalifica el bien.

No tenemos que perder de vista –en la Iglesia– los bienes perdurables que tenemos. Tenemos que seguir estimando los sacramentos, el culto de Dios; empeñándonos en que ese culto sea cada vez más digno de Él. La alabanza más fervorosa; la adoración más respetuosa; la acción de gracias más alegre. Y entonces, cultivando - en el culto, en la eucaristía -, nuestro gozo de fe y de amor y de caridad, tendremos el antídoto contra la acedia en la Iglesia.

Esta acedia en la Iglesia, de la que estamos hablando, tiene también causas exteriores a la Iglesia pero que actúan dentro de ella. Y son ciertas tendencias que hay en el mundo; que no son nuevas. Existían en los tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. E impedían creer en Cristo; creer en que Dios pudiera intervenir en la historia.

En nuestra época esas corrientes han recibido el nombre de Naturalismo. Sobre todo en el tiempo del Concilio Vaticano I, y del Modernismo, a partir del Papa San Pío X, en su encíclica “Lamentabili” [lapsus por “Pascendi”], en la que habla precisamente de esa negación de la revelación histórica de Dios.

También muchos filósofos se niegan a admitir una intervención de Dios en la historia y por lo tanto proponen que se prescinda de una fe en las manifestaciones históricas de Dios y que se sustituya la religión fundada en la revelación histórica de Dios:
■ en los actos que Dios ha hecho dentro de la historia;
■ la venida de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre;
■ la fundación de la Iglesia;
■ el Espíritu Santo actuante en ella como una fuerza entre-histórica, por la cual y a través de la cual Dios obra en la historia;
■ mediante los sacramentos;
■ mediante la predicación el ejemplo de los santos y la vida de los creyentes.
Toda esa obra de Dios es negada por los naturalistas.

En el Concilio Vaticano I uno de los padres conciliares –el Cardenal Louis Edouard Pie– decía acerca del naturalismo:
«En este sistema la naturaleza se convierte en una suerte de recinto fortificado y campo atrincherado, donde la creatura se encierra como en su dominio propio e inalienable -defendiéndose de Dios, como si fuera un enemigo-. Allí se instala como si fuese completamente dueña de sí misma, provista de imprescriptibles derechos -ante Dios- teniendo que pedir cuentas, sin nunca tener que darlas. Desde allí considera los caminos de Dios, sus proposiciones y decisiones, o al menos lo que se le presenta como tal, y juzga de todo con absoluta independencia. Esta es la soberanía del hombre, encarnada en la soberanía del pueblo. En resumen la naturaleza es el único y verdadero tesoro».
Dios no tiene derecho a intervenir en ella. Está en las manos del hombre. Unos dicen que es el arquitecto que construye el universo; pero el arquitecto no puede vivir en la casa, la casa es nuestra.

El Cardenal Pie decía, viendo el Naturalismo, que era una abdicación del hombre al llamado a la grandeza. Que el hombre no quería aceptar la grandeza que Dios le propone. Que es precisamente la divinización. Es la oferta de nuestro Señor Jesucristo. Vino a traer: la oferta de la vida divina para los hombres; de una infusión de la gracia en la humanidad - a través de los creyentes -, para transformar la vida de la Humanidad, el cuerpo místico de Cristo sobre la Tierra.

El Cardenal Pie, dice, interpretando el sentir de estos naturalistas, que nos dicen a los creyentes:
Vosotros desarrolláis todo un orden sobrenatural, basado principalmente en el hecho de la encarnación de una persona divina, me prometéis, para la eternidad, una gloria infinita -fundados en las promesas de Cristo-, la visión de Dios cara a cara, la eternidad, el conocimiento y la posesión de Dios, tal cual se conoce y posee a sí mismo -ser hijos, recibir la vida divina, todas estas gracias, los sacramentos, los santos, a todo esto el naturalista le dice “no, muchas gracias, déjenme simplemente en esta vida, en lo que se ve, en lo que se toca, aquí estoy bien, no aspiro a cosas más grandes”-.

No tengo la pretensión de llegar después de esta vida a una felicidad tan inefable, -es la negativa a la grandeza-.

El naturalista, con apariencia de humildad, se niega a la comunión -se niega al amor de Dios, se cierra a un Dios que lo ama, no quiere sentirse obligado por un amor a Dios-.

Se niega a estrechar la mano que Dios le extiende -históricamente en su Hijo, lo que dice San Pablo: “déjense reconciliar con Dios”. Dios viene buscando la reconciliación del hombre con Él. Es la mano extendida de Dios, la propuesta de Jesucristo. Queda patente aquí la ceguera para el bien divino de que se goza la caridad: la acedia-.
Las palabras del Cardenal están retratando la acedia: “tristeza por el bien divino de la que se goza la caridad”. La acedia como una ceguera para el bien. Más aún: como una consideración de que el bien ofrecido por Dios es un mal que le quita al hombre la libertad dentro de los limites de una naturaleza sin Dios, para hacer lo que él quiera. Una voluntad sin límite alguno, una voluntad que no está encauzada por los cauces del amor; de la relación recíproca con el Dios amoroso.

Sin embargo nuestro Señor Jesucristo nos dice todo lo contrario. Que lo que hace verdaderamente libre al hombre, es vivir como hijos. Que el que vive como hijo, el que vive como el Hijo, ése es el verdaderamente libre.

Porque queda libre para hacer la voluntad del Padre y - de esa manera - realizarse a sí mismo dentro de los cauces bienaventurados de la voluntad divina sobre él. Y para realizar así también, - como colaborador en el gobierno de la providencia divina -, los planes gloriosos de Dios para la humanidad.

Porque Dios tiene para la humanidad un designio amoroso, divino y eterno, del cual nos hablan las Escrituras, poniendo al principio y al fin de las Sagradas Escrituras, un banquete de bodas. Empieza con el banquete de bodas de Adán y Eva, y termina con el banquete de bodas de la Iglesia y del Señor que vuelve resucitado y glorioso a celebrar las bodas eternas.

Todo el designio divino de Dios lo revela la Sagrada Escritura como un proceso histórico que apunta a la realización del designio divino del comienzo. Esta visión gloriosa y gozosa es como el alma, el corazón, de la alegría cristiana, y no la deben perturbar las vicisitudes históricas ni el intento de abolición del plan divino por parte de este espíritu de la tristeza; por este espíritu de la acedia, que es el opositor, el antagonista de Dios; el ángel rebelde, el ángel para el cual Dios es malo. Eso es la acedia: decir que Dios es malo.

Dice la Sagrada Escritura que “por envidia del demonio entró la muerte en el mundo y por ello encuentran la muerte aquéllos que le obedecen” y se dejan llevar por él. El demonio calumnia la obra de Dios. Señala males, apartando la vista de los bienes. Trata de destruir los bienes divinos desautorizándolos.

Ésa es la constante de las obras demoníacas: que invocan un defecto del bien, porque ninguna obra creada es perfecta absolutamente sino que participa de perfecciones divinas. En el ser humano –que está herido por el pecado original– se mezclan el proceso de sanación divina con los orígenes pecadores de su naturaleza; herencia del pecado de los primeros padres.

El demonio invoca la imperfección de las obras humanas para invalidar totalmente la obra de la gracia en los rescatados, en los redimidos; incluso en los hombres bien dispuestos en los que la gracia obra llevándolos hacia Dios. Ésa es la esencia del fenómeno de la acedia también dentro de la Iglesia.

Por eso queridos hermanos debemos darnos cuenta de este peligro: de entristecernos en la Iglesia. No abismarnos en esa especie de fascinación, de encandilamiento del resplandor del mal, con que el demonio nos quiere enceguecer para la percepción de los bienes de Dios. Bienes que son siempre mucho mayores:
■ la percepción de la creación;
■ la percepción de la salvación,
■ la contemplación de los misterios divinos,
■ la celebración del culto divino.

Tenemos en nosotros -queridos bautizados- la gracia del Espíritu Santo que nos da la fe para conocer y alegrarnos de estos misterios divinos, para celebrarlos con amor y para abrirnos -sobre todo- a los bienes eternos que nos están propuestos por la virtud de la esperanza: ¡El abrazo eterno con el Padre! ¡El triunfo del amor en nosotros y para siempre!

La Acedia Contra el Matrimonio y la Familia

 

Querido amigos: bienvenidos a este nuevo programa de
la serie “El demonio de la acedia”. Quiero dedicarlo esta vez a tratar de la acedia demoniaca. Ya no respecto de Dios mismo –a quien considera malo este demonio, este ángel caído–, ni a sus obras de revelación y de amor, sino a sus obras de creación.

La acedia del demonio no solamente lo pone como un antagonista de Dios, sino que ese antagonismo del demonio –de Satanás contra Dios – se desboca, – puesto que no puede desbocarse con el Creador ni tocarlo – , en las obras del Creador: en la naturaleza, en las cosas. Pero particularmente en aquéllas que son imagen y semejanza creada de Dios. Es decir en el ser humano. Por eso la acedia demoníaca se ceba en las criaturas humanas.

Y no encuentra ninguna criatura mejor para que se desboque contra ella el odio demoníaco como esta criatura que es imagen y semejanza de Dios. La cual ha sido creada para conocer y para amar a Dios, y para conocerse y amarse entre ellas.

Por lo tanto la acedia demoníaca se ceba contra el matrimonio. Contra el varón. Contra la mujer. Contra la diferencia entre ambos que pertenece al designio divino porque los creó macho y hembra. Varón y mujer. Y contra la institución familiar. Porque ellos estaban destinados a llenar la Tierra, a someterla. Por lo tanto, la acedia demoníaca se va a desfogar –principalmente– contra la institución familiar.

En este tiempo que estamos viviendo asistimos a una embestida contra la familia. Ya desde hace muchos años Chesterton – aquel famoso autor católico inglés – decía que el divorcio apuntaba a la destrucción de la familia; porque el Estado de aquellos tiempos deseaba tener, delante de sí, individuos solos; sin una ayuda familiar; y que la familia era una institución que protegía a los individuos; que destruyendo a la familia, los individuos quedarían solos ante el Estado y éste podría disponer de ellos sin cortapisas; sin ningún límite. Esta intuición de Chesterton se ha ido confirmando a lo largo del tiempo que ha pasado.

Poco antes de finalizar el segundo milenio cristiano, en la década del 90, Juan Pablo II –volviendo de una clínica– decía que volvía al Vaticano para oponerse con toda sus fuerzas a un plan que estaba en curso para la destrucción de la familia. Se refería a la conferencia de Pekín y a la conferencia de El Cairo donde se gestaban los planes que actualmente se están ejecutando –a través de los gobiernos del mundo– y que hieren las bases y las raíces de la familia.

El Papa previó, – como tantos otros católicos profetas en este asunto como Chesterton, C. S. Lewis – y como Juan Pablo II, previeron, vieron venir, esta embestida contra la familia de los poderes de este mundo. Del Príncipe de este mundo. Que son fruto de la acedia del Príncipe de este mundo. Que se desboca contra la obra de Dios. Ya que no puede tocarlo a Él mismo. Toca su imagen y semejanza, en el varón y en la mujer, en su descendencia, en la humanidad. Llamada por Dios a (ser) imagen y semejanza suya.

Esta acedia contra la familia es una acedia contra el amor. Porque la familia es el lugar del amor. Es el lugar del amor de los esposos. Es el lugar del amor de los padres a los hijos. Es el lugar del amor de los hijos a sus padres. Y de toda esa rica red de relaciones familiares: de tíos, de cuñadas, de sobrinos, de abuelos, de generaciones hacia atrás y también de la esperanza hacia adelante; de ese amor a la vida que se debe dar.

Y todo eso concebido religiosamente; como en la mayoría de las culturas del mundo que han tenido hasta ahora una consideración bastante religiosa de la familia. Sobre todo en las culturas más primitivas. En muchas otras –en cambio– esa familia empezó ya a destruirse por los pecados que son consecuencia del pecado original.

Pero Dios emprendió la sanación de la familia en el Antiguo Testamento con la santificación de la familia. Dios, en el Antiguo Testamento, se hace miembro del pueblo elegido y bendice a los patriarcas con hijos y tierras para criarlos.

Es decir con la familia. Santifica la familia. De este modo comienza la redención de la familia. Que sin embargo aún sigue siendo atacada –por obra demoníaca– dentro del pueblo santo de Dios. De modo que esa familia se ve amenazada por muchos peligros: por los matrimonios mixtos que Moisés quiere evitar y que los profetas también tratan de limitar. Y del cual es la historia de Sansón un ejemplo muy claro.

Sansón se casa con una mujer filistea, y esta mujer filistea lleva a este juez del pueblo de Dios a la ruina, traicionándolo. Ésta es una historia bíblica que pone en guardia a los israelitas contra los matrimonios mixtos, que pueden hacer del varón –del pueblo elegido– víctima de una visión distinta de la vida.

Por eso los primeros patriarcas deseaban que sus hijos se casaran con mujeres del pueblo de Dios, de la tribu, del mismo clan o de otros clanes. Así por ejemplo en el libro de Tobías, Tobías –el hijo de Tobit– va a buscar mujer en la familia amplia de su pueblo y encuentra a Sara con la que se casa. Es la santidad de la familia.

El libro de Tobías es precisamente –dentro de la Sagrada Escritura– el libro que nos habla de la familia santa. De cómo debe ser santa la familia. De cómo el vínculo entre los esposos no debe estar sometido a la lujuria,

Tobías y Sara, antes de convivir, después de casados, pasan tres días en oración, y se unen no por lujuria ni por el apetito de la carne, sino por el amor de la descendencia; el amor de los hijos.

Es un amor que gobierna el amor esponsal y que lo pone al servicio de un amor más grande: de la descendencia, de la multiplicación del pueblo de Dios sobre la Tierra. El matrimonio tiene entonces una misión santa en el pueblo de Dios. Ha recibido una tarea, una misión de santidad sobre la Tierra: de engendrar los hijos de un pueblo, de un pueblo al que ha elegido Dios –los descendientes de Abrahán e Isaac, Jacob– para bendecir a todas las naciones. Porque las naciones ignoraban esta misión revelada por Dios acerca de la familia. Tenían atisbos de la sacralidad de la vida, que se expresaban de una manera u otra en las distintas culturas, pero no tenían el pleno conocimiento de la santidad.

Y esta santidad en el Antiguo Testamento se logra porque Dios mismo se hace como pariente del clan. Es –como dice la Sagrada Escritura– el pariente de Abrahán, el pariente de Isaac, el pariente de Jacob. Es miembro del clan.

Dios entra en la historia del pueblo de Israel como un miembro más en ese pueblo Y por eso recibe el título de Go’el.

El Go’el era el pariente piadoso que se encargaba de vigilar y cuidar a sus parientes. De vengar la sangre, si alguno era asesinado, persiguiendo al asesino. De liberar a los esclavos si caía alguno en la esclavitud. De asegurar la tierra para que no saliera de las manos de la familia, rescatando las tierras. O – si alguno moría sin descendencia – de tomar a la viuda y engendrar descendencia que llevaría el nombre del muerto.

El ejemplo típico de ese pariente piadoso es Bo’oz. En el libro de Ruth. Bo’oz que significa “en él hay poder”. Él es poderoso –porque es un hombre pudiente– pero su poder se pone al servicio de la piedad familiar, de la piedad religiosa familiar. Hay una visión religiosa de la familia. Y Bo’oz, Ruth, Noemí –que tienen una vida dolorosa– son sin embargo los antepasados del Mesías; los antepasados de David y por lo tanto los antepasados de Nuestro Señor Jesucristo. Dios bendice la piedad familiar y el amor familiar porque está puesto al servicio de la transmisión de esta misión santificadora del pueblo y de la humanidad.

Por eso el Evangelio según San Mateo comienza con la genealogía; las distintas generaciones que van preparando el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María y de San José el descendiente de David.

La santidad de la familia de Israel está al servicio de este plan de salvación de Dios en la humanidad. Hay una visión histórica de la familia. La familia no es una cosa puramente natural que tiene una misión limitada a esta vida: me caso y tengo hijos para que me mantengan; o no los tengo porque así tengo más comodidad. Una visión puramente natural. ¡No! Esta familia es santa. Hay un designio de Dios sobre la familia. Y cuando esto no se ve hay una acedia que impide ver el bien. Hay una ceguera para el bien.

Esa ceguera – como dijimos – se encuentra, por ejemplo –, nada menos que en un Juez. En el juez Sansón. Que se casa con Dalila. Sansón quiere decir “pequeño sol”. Y Dalila es “la noche”. Se traduce como “la noche”. De modo que esa mujer mala eclipsa el poder iluminador del varón israelita. Del varón portador de esta misión divina sobre la Tierra y de su fuerza puesta al servicio de la victoria sobre los filisteos.

Dios es, por lo tanto, en el Antiguo Testamento, un miembro del clan. Y como miembro del clan, a imitación de Bo’oz, se ocupa de sus amigos. Les asegura la descendencia. Los salva de Egipto y de la esclavitud. Los saca de la casa de la esclavitud. Y le asegura una tierra para alimentar a sus hijos ¿Por qué? Porque Él es el pariente de Abrahán, Isaac y Jacob y se cuida de sus hijos y de su descendencia.

Y por eso, dentro de este pueblo, se cultiva la memoria agradecida de todas las generaciones pasadas. Se cultiva la genealogía.

Una de las consecuencias de la infiltración de la acedia del mundo pagano en nuestro pueblo cristiano, en el pueblo católico, ha sido la pérdida progresiva de la memoria de los antepasados. Hay falta de agradecimiento a los que fueron. Y eso crece. En la medida en que se debilita el catolicismo, la fe del pueblo católico, se debilita también el amor a los antepasados, el amor a los que fueron. Y también el amor a la descendencia. Porque se pierde el deseo de los hijos. Ya no se piensa en la descendencia si no es desde un punto de vista puramente privatista, egoísta, personal; que no es el de Dios sino que es el de la acedia. El de la ceguera para el bien a cuyo servicio está nuestra vida.

Nuestra vida no es algo que la naturaleza ha puesto en nuestras manos para que la usemos como nos parezca. Y de pronto, para que la desperdiciemos o la reventemos como un cohete, como una bengala, la quememos porque se nos antoja. Cuántos se destruyen a sí mismos con esta facilidad, entre nuestros jóvenes, destruyéndose en la droga, o en los vicios, o simplemente en una vida disipada y despreocupada. Precisamente porque les falta esta visión cristiana de la sacralidad de la vida de la que son portadores. De la sacralidad de la vida que el Señor tiene destinada para ellos. Entonces pierden de vista por acedia, por ceguera. Incluso confundiendo a veces el bien con el mal y el mal con el bien. Pensando que el matrimonio va a ser una carga en vez de ser precisamente el instrumento de una misión reveladora.

Pero no se queda el Señor simplemente siendo pariente del clan, un miembro del clan, de la familia, que se preocupa que ese clan sea fecundo, que vaya de generación en generación a través de la historia, santificando al mundo, santificando a los hombres y siendo causa de bendición para ellos, sino que cuando envía a Nuestro Señor Jesucristo, se da un paso más en la santificación de la familia, se crea el sacramento del matrimonio.

Pero en su providencia divina Dios no se contenta con ser un miembro del clan y santificar de esta manera la familia israelita, sino que quiere algo más, quiere que ese matrimonio, que va a ser el matrimonio de los discípulos de Cristo sea un sacramento.

¿Qué quiere decir un sacramento?, un sacramento es un signo eficaz de la divina gracia. Un sacramento es una acción de Cristo que, sentado a la derecha del Padre, por medio de algún ministro de la Iglesia, obra en la tierra una obra de santidad, de santificación.

Por eso mediante el ministro del Bautismo engendra hijos para el Padre. Mediante el ministro de la Confirmación –el Obispo– hace hijos del Padre adultos en la fe. Mediante el sacerdote perdona los pecados, reparte entre el pueblo su cuerpo y su sangre. Mediante el sacerdote también fortalece al enfermo y a aquél que se acerca a la muerte, para el último combate, para la unión final.

Bueno, el sacramento del matrimonio es, precisamente, una obra de Cristo. Y en esto – queridos hermanos – me parece que ha cundido dentro del pueblo católico una cierta acedia frente al matrimonio como sacramento.

En muchos ámbitos del pueblo católico se contrae matrimonio en la Iglesia más bien por motivaciones más bien humanas, no religiosas. Porque no se advierte que en el sacramento del matrimonio Cristo quiere que los esposos sean ministros –el uno para el otro– no de un amor puramente natural, sino de su amor sobrenatural y transformador.

Quiere que el esposo sea ministro del amor de Cristo para la esposa, de modo que Él quiere traducir su amor a la esposa en forma de amor de esposo; y hacer del esposo un ministro del amor a la esposa. Y viceversa: quiere traducir su amor al esposo en forma de amor de esposa; de modo que santifique al esposo a través del ministerio de la esposa.

Esta visión sagrada y sacralizada del matrimonio que es la culminación de la obra santificadora y sacralizadora de Dios para esta unión que Él había – por la creación –– destinado el uno al otro, que de esta manera se dispusieran los fieles a entrar en comunión con la Santísima Trinidad. Ya desde esta vida. Su amor de esposos no va a ser solamente santo, (como en el Antiguo Testamento: por la presencia de Dios como miembro de la red de relaciones familiares del pueblo de Dios), sino que ahora los esposos van a ser levantados a una comunión con el amor divino de la Santísima Trinidad.

El amor esponsal sacramental cristiano es un amor que, infundido por el Espíritu Santo, quiere realizarse en el corazón de la esposa y del esposo de manera sacramental, de manera sagrada, sacralizante. Cristo quiere ser, maestro, médico, pastor y sacerdote para los esposos y para cada uno de los esposos. De modo que quiere ser en el esposo: el maestro, el médico, el pastor y el sacerdote de la esposa. Y en la esposa quiere ser, para el esposo, el médico, el maestro, el pastor, y el sacerdote del esposo.

¿Cuáles son las funciones de Nuestro Señor Jesucristo?
• Como maestro nos enseña. Sobre todo nos enseña a conocer al Padre. La primera misión de Nuestro Señor Jesucristo es darnos a conocer al Padre.
• La segunda es la de la medicina, la de sanarnos –con el Espíritu Santo– de las consecuencias del pecado original, de nuestra impureza. Santificarnos y unirnos al Señor, sanar nuestras heridas: las heridas espirituales, las heridas psicológicas, toda clase de heridas. Para hacernos sanos con la santidad y la sanidad del Espíritu Santo.
• Él también quiere ser nuestro pastor ¿Y cuál es la misión del pastor? El pastor alimenta. Y el Señor Jesucristo nos alimenta con su cuerpo y su sangre. Los esposos también tienen que alimentar al otro en la vida espiritual, con una atención pastoral sobre el otro, atendiéndolo, llevándolo, nutriéndolo, defendiéndolo de los enemigos, y por fin llevándolo a la santidad.
• ¿Y la santidad qué es?, es unir a Dios. Los esposos deben unir al cónyuge a Dios Nuestro Señor. Ayudándose a vivir como hijos de Dios. En primer lugar considerándolo como tal (como hijo de Dios). Los primeros esposos cristianos se llamaban el uno al otro “hermanos”. Y los paganos que los escuchaban se asombraban de que se llamaran hermanos y sospechaban de que era gente incestuosa, ¿Por qué? Porque los esposos cristianos tenían en ese tiempo muy clara conciencia de que cada uno de ellos era hijo de Dios. Y que había sido dado por Dios y entregado por Cristo al otro como esposa o como esposo por un designio divino. Que el esposo o la esposa era un don confiado por Dios a su magisterio, a su medicación, a su pastoreo y a su santificación.

Esta visión ¡maravillosa! del matrimonio cristiano está, en nuestros tiempos, oscurecida por la ignorancia. Por la ignorancia del bien. Por la ceguera para este bien ¡tan grande! que si los esposos lo descubren – con la gracia de Dios –puede transformar totalmente su vida conyugal en un ministerio sacerdotal: en una misión del Padre con respecto a ese esposo y respecto a esa esposa.

La función medicinal de Nuestro Señor Jesucristo, ejercida recíprocamente a través de los ministros, hace que estos tengan misericordia el uno del otro. Para lo cual les hace comprender que muchas de las cosas por las cuales consideran al otro como culpable, no son culpas sino que son penas y consecuencias del pecado original. Por lo tanto, en vez de llevar a la enemistad, al odio por los defectos del otro, lleva a la misericordia por las penas que el otro sufre y a una compasión de médico que considera las enfermedades y las llagas del otro como tarea propia a sanar.

Queridos hermanos, esta visión maravillosa tenemos que tratar de vivirla y extenderla entre nuestros fieles. Comprender este tesoro que el Señor le ha legado a su Iglesia: el sacramento del matrimonio.

Pienso que todos los demás otros sacramentos apuntan a capacitar al esposo y a la esposa para desempeñar este maravilloso ministerio recíproco. Que, después, va a ser la fuente para que de este amor religioso haya una visión también religiosa de los hijos, de las cuñadas de los cuñados, de la suegra y del suegro. De esos vínculos que están tan sujetos a enemistades y a conflictos y que fácilmente nosotros sacrificamos a veces por menudencias, por pequeñeces. ¿Qué importan estas pequeñeces si concebimos la grandeza de la misión de la que somos portadores y a la que hemos sido llamados? Esta misión santificadora de ser ministros de Cristo sobre la Tierra, con una misión de ser partes de su cuerpo místico que él hizo para santificar, ¡Qué misión tan linda, tan grande, tan bienaventurada, para la familia y para toda la Iglesia!

De esta manera el pueblo de Dios se ha de preparar como un pueblo santo, un pueblo elegido, un pueblo sacerdotal, un pueblo de Dios para esas bodas eternas de Cristo con la Iglesia.

El Señor está preparando, a lo largo de este tiempo, a la novia. La está purificando. La está preparando para esas bodas eternas de las que nos habla el Apocalipsis. Y ella debe ser, ahora, la que espera la venida del novio y con el Espíritu Santo dice: « ¡Ven, ven Señor Jesús!».

Pero sin esta visión religiosa de la sacramentalidad del matrimonio y de la unión esponsal, entonces la familia tampoco se mantiene unida ni se mantiene sana ni santa.

A veces sucede entonces que, si se pierde de vista que la esposa tiene una misión para el esposo, ella se dedica más a los hijos que al esposo. A veces descuida al esposo apenas llega el primer hijo. He recibido las quejas de eso. Incluso alguna mamá puede poner a sus hijos contra el esposo, contra el papá. Estas cosas no pasarían si se tuviera una visión religiosa verdadera. Esas cosas pasan porque hay acedia. Porque no se conoce el verdadero bien. Entonces el alma se pierde y vagabundea entre bienes secundarios y egoístas. Y eso produce la disolución de la familia, la destrucción de la obra de Dios.

Volvamos entonces a vivir y a motivar la vivencia cristiana del matrimonio.

Lo cual no quiere decir que si algún hijo o alguna hija se siente llamada a la vocación sacerdotal o a la vocación religiosa sea eso un motivo de tristeza para los padres. Eso sería otro tipo de acedia del que no tenemos ahora tiempo de ocuparnos. Pero entristecerse por un bien no sería cristiano. Sería precisamente una tentación demoníaca.

Si el Señor ha elegido a un hijo tuyo para el sacerdocio o para la vida religiosa ¡alégrate! Es un designio de Dios estar al servicio de la santificación y de la santidad de este cuerpo de la Iglesia, que se prepara para las bodas con el Esposo.


La Acedia en la Sociedad

 


A esta altura de nuestro programa sobre “El demonio
de la acedia” me siento un poco menos cohibido ante la cámara, porque no estoy habituado a hablar en televisión. Y empiezo a verlos a ustedes más allá del objetivo.

Y les confieso que si hasta ahora han perseverado en seguir esta serie sobre el Demonio de la acedia, me siento también un poco con más confianza con los que han sido fieles y como encariñado con ustedes. Y por lo tanto movido a encarar ahora la acedia, no ya desde el punto de vista doctrinal (un poco como un tema o una doctrina, aunque nos refiramos a un personaje, y aun personaje funesto como es este demonio de la acedia), sino que quiero contarles un poco cómo el Señor me iluminó acerca de este fenómeno. Y cómo haberlo conocido me ayudó a conocer cosas que yo había vivido bajo otra luz. Y espero que también lo que ustedes en este programa hayan aprendido acerca de la doctrina sobre la naturaleza demoníaca de este fenómeno y cómo este demonio actúa – les ayude a ustedes también a comprender cosas vividas, iluminándolas en su pasado.

Les cuento un poco de mi vida. Yo vengo de una familia católica que no era practicante. Y en mi adolescencia descubrí el fervor religioso. Porque –a insistencia de mi abuelita– tomé la Primera Comunión estando en un segundo año de secundaria. Y ese fue el comienzo de mi vida de fervor. Recuerdo que la tomé un domingo en un templo del centro de la ciudad, sin mayor solemnidad, en un domingo cualquiera.

En un costado –me acuerdo– del comulgatorio, donde recibí al Señor.

Y estaba rodeado por los fieles y la asamblea de los fieles que recibían al Señor con una piedad eucarística que era para mí una enseñanza. Parecían ostensorios vivientes. Se volvían a sus bancos en un diálogo íntimo con el Señor. En un diálogo de amor. Y ahí tuve yo mi primera escuela de fervor eucarístico. Sin catequesis. Había aprendido simplemente las oraciones y los mandamientos.

Después adquirí un pequeño misalito bilingüe. Y con eso comencé a seguir la santa misa. Empecé a estudiar. Como era un estudiante de secundaria y el instituto donde yo estudiaba era laico, y de alguna manera adverso a la fe, empecé a defender mi fe ante mis compañeros que no creían. Ingresé a la Acción Católica. Y como yo era muy ignorante de las cosas de la fe (porque no había tenido catequesis) compré en, una librería de segunda mano, un libro de apologética: la apologética de Hillaire. Y así, defendiendo lo que no conocía pero ya amaba, empecé a conocer lo que había amado.

Un camino muy especial de nuestro Señor, que sin duda tiene su razón de ser para mí y para mi vida sacerdotal; y también para las almas que el Señor me iba a poner en el camino.

Después fui comprendiendo algo de estos recónditos designios de Dios en la vocación de cada uno.

Después recuerdo que descubrí el Kempis, que me fascinó. Aquélla fue mi escuela de oración con Jesús. Con Jesús sacramentado. En esa intimidad con que el Kempis nos hace hablar con el Señor, nos introduce en una especie de ampliación del diálogo que nos enseña el Padrenuestro: hablar con el Padre. Pero él [el Kempis] nos enseña a hablar piadosamente con Nuestro Señor Jesucristo y entrar en la confianza. Nos acerca al Corazón del Señor. Todas esas eran dulzuras para mí.

En mi primera etapa de mi vida religiosa, fue mi descubrimiento de la fe, - lo que podríamos llamar mi conversión, mi purificación también de los pecados de la adolescencia -, y así llegué a entrar en la Compañía de Jesús a los dieciocho años.

Recuerdo que yo leía el Kempis [La imitación de Cristo] en los tranvías que había en esos días en Montevideo, orando en la vida diaria. Y llegué al noviciado con mucha ilusión, deseando entregarme totalmente al Señor. Y al poco tiempo de estar en el noviciado –como seis o siete meses– empecé a sentirme un poco asfixiado por las formas. ¡Asfixiado por las formas!

Y llegó un momento en que aquel Kempis que me había gustado tanto me producía como un cierto rechazo. Empecé a sufrir lo que después comprendí que es lo que sufren los monjes en el monasterio: el ataque de la acedia al alma de aquel que quiere entregarse totalmente al Señor. (Lo hemos visto ya en un capítulo anterior). El demonio de la acedia lo ataca en ciertos momentos, porque ¡es claro! los rigores de la disciplina religiosa hacen que una parte de nuestra sensibilidad se subleve.

Esto lo comprendo ahora. En aquel tiempo no lo sabía comprender. Parecía simplemente una desolación más. Pero sí. Es una purificación que nos acompaña en la vía del camino hacia Dios. Sobre todo en la vida religiosa.

Pero eso no fue solamente un episodio que me atacara a mí. Me tocó vivir después –en los años subsiguientes– algo que pasó con la vida religiosa por aquellos años 50 y 60. Y que fue, precisamente, que las formas empezaron a asfixiar a muchos en la vida religiosa. Quizás porque éramos jóvenes que veníamos de un mundo menos cristiano ya. Y entonces sufrimos más de las formas. Y comprendo ahora –mirando hacia atrás– por qué las formas fueron cambiando progresivamente y después vertiginosamente. De modo que aquellas formas de la Compañía de Jesús en la vida religiosa que yo viví al inicio de mi noviciado, después fueron abolidas y cambiadas por otras menos ‘formales’.

Ahora, meditando hacia atrás, a la luz de esta sabiduría sobre el espíritu de la acedia que el Señor me ha ido dando con los años -, comprendo que, muchas veces, donde hay formalismo, después se produce una acedia tal contra las formas que, en vez de llenarlas de espíritu, se comienza por abolirlas.

Y el formalismo, vacío de espíritu, puede conducirnos a la informalidad. Pero la informalidad –la falta de formas– no es garantía de que se recupere el espíritu. Uno puede tirar las formas y no recuperar el espíritu. Y eso lo he visto suceder, en parte, en mi propia vida. Lo he experimentado durante un tiempo. Después lo vi suceder con muchos compañeros míos que, habiendo entrado a la vida religiosa para abrazarse con el amor de Dios, no tuvieron la perseverancia y abandonaron la vida religiosa en distintos momentos de su formación. Ya sea poco después del noviciado, durante el noviciado, más tarde, y aún incluso después de su ordenación sacerdotal.

Mis conocimientos acerca de la acedia –lo que el Señor me ha dado a conocer– me permiten reconocer en esos episodios de mi historia, la razón de ser de aquellos acontecimientos. Cómo tantos fueron víctimas de un espíritu de acedia no reconocido. Y, por lo tanto, ha iluminado ese pasado mío.

Comprendí también– por qué después de muchos años de vida religiosa– aquellas obras de vida espiritual que nutrieron nuestro noviciado, (como por ejemplo las lecturas del Padre Rodríguez, el “Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas”), desapareció de las bibliotecas. Fue barrido, fue tirado, fue quemado en parte. Con una especie como de saña, de desagrado por aquel pasado que ya no se quería más. Se quemaron notas y diarios espirituales y hubo como una abjuración de aquel primer fervor que se confundía con las formas.

Comprendo también que muchos compañeros míos en la vida religiosa entraron –a veces- [viniendo] de un pasado de catolicismo formalista. Un poco ahogados por las formas. Y si yo, que había entrado en la vida religiosa con un fervor muy fresco, sufrí las consecuencias de las formas de la vida religiosa severa y austera de un noviciado, sufrí el ataque del demonio de la acedia, comprendo que el ataque a ellos fue mucho mayor; porque no tenían la memoria del fervor primero; sino que venían de las formas simplemente sin fervor que los vigorizara.

Comprendo que ese fervor primero a mí me sostuvo. Me inmunizó contra el demonio de la acedia y contra los formalismos que pudiera encontrar en el camino; y me dió, después, la posibilidad de mirar hacia atrás con otro conocimiento y otra sabiduría. Con otra comprensión de lo sucedido en mi vida que me ayudó también para comprender lo que sucede o ha sucedido en la vida de otros. También de las almas con las que el Señor me hace tratar en el ministerio.

Ustedes se podrán preguntar cuándo fue que yo empecé a conocer este demonio de la acedia. Fue bastante tarde en mi sacerdocio. Fue en la década del 90. Yo estaba dando el mes de ejercicios en un noviciado de religiosas, a las jóvenes novicias. Me quedaba bastante tiempo libre para escribir. Había escrito muchas otras cosas en otras ocasiones. Pero, en ese momento, yo estaba escribiendo unas fichas sobre los siete vicios capitales; para poder [ayudar a orar por] hacer el primer modo de orar de San Ignacio (uno de cuyos modos de orar es hacerlo por los vicios y pecados capitales y las virtudes opuestas). Entonces, había empezado a hacer fichas breves, explicando qué son los pecados capitales, qué es la soberbia, qué es la vanidad, qué es la gula, la lujuria, la tristeza, la envidia, la soberbia.

Entre esas fichas llegué a la ficha de la envidia. Y al llegar a esa ficha, - como la envidia es una tristeza por el bien, por el bien ajeno -, me encontré allí por primera vez con la acedia. No había oído hablar mucho de ella. O sí había oído hablar de ella (quizás en la lectura del libro de los Ejercicios de Perfección y Virtudes Cristianas del Padre Rodríguez), no había reparado en ese pecado. Quizás porque no se refería a una experiencia propia mía en aquellos tiempos. O porque no la supe conectar con ella cuando la sufría.

En ese momento empecé a escribir sobre la acedia. Pero no pude detenerme tan sólo en una ficha sobre la acedia. Aquella ficha empezó a crecer, a crecer y a extenderse. Con una comprensión de lo que era la definición de la acedia. Un poco con lo que he ido volcando en estos capítulos. Y de ahí salió un libro en el año 1995 – 1997 con una comprensión del fenómeno de la acedia como un fenómeno de la civilización) que se llamó “En mi sed me dieron vinagre, la civilización de la acedia”; donde reuní todo ese material que había ido saliendo de aquellas fichas ordenándolo por capítulos: 1) la definición de la acedia; 2) la acedia en las Sagradas Escrituras; 3) la acedia en el martirio: alrededor de los mártires, en los mártires y sus perseguidores, del impulsor del martirio que es el demonio; 4) la acedia en el mundo contemporáneo tal como yo la había padecido, y 5) también la acedia en la vida religiosa, 6) las causas de la acedia y los remedios.

Aunque en ese momento no reparé en que el primer remedio –el más importante– era la oración contra este demonio y el exorcismo, porque no tenía todavía tan clara la noción de que es un demonio. Que no es simplemente un fenómeno moral. Que no es simplemente un fenómeno psicológico sino que es demoníaco. Y que por lo tanto hay que combatirlo con la oración y el exorcismo. Y una parte importante del exorcismo es conocer su nombre. De modo que comprendo también, que habiendo conocido el nombre de lo que yo había vivido, pude librarme de algunos efectos de ello y pude ayudar a otras almas a reparar y a darse cuenta de lo que estaban padeciendo: que era una tentación de este demonio de la acedia.

Comprendo entonces perfectamente cómo lo que viví muchas veces durante mi vida o vi que vivían mis compañeros en la vida religiosa, eran ataques de este demonio de la acedia, que les hacía odiar las formas y hacerlos pasar a la informalidad: querer tirar todas las cosas.

Recuerdo que mientras estudiaba teología en Holanda, fui a Alemania a estudiar alemán en un filosofado de una orden religiosa, y estando yo allí llegó una carta del General de esa orden religiosa. Luego me enteré que aquello se debía a que los jóvenes del filosofado habían sacado una imagen del Sagrado Corazón que estaba en la escalera y la habían enterrado en el bosque. Era por los años 64-65. Aquí tienen ustedes un ejemplo de hasta qué punto la acedia había invadido las formas religiosas. Una especie de aversión a las formas religiosas e incluso a las imágenes sagradas. Quizás porque venía una invasión de otro gusto artístico. Pero en ese momento yo no comprendía a qué se debía eso.

En esos tiempos también toda la Iglesia –todo el pueblo católico– estaba invadida por esa reacción, cercana al Concilio, alrededor del Concilio, en que se quería innovar todas las cosas. Había una predisposición para terminar o abolir todas las cosas anteriores.

Recuerdo iglesias en las cuales se retiraban los reclinatorios; se sacaban las imágenes. Había como un despojamiento que acercaba a nuestros templos al aspecto de los templos protestantes: sin imágenes y sin los gestos tradicionales de la piedad cristiana. Eso en ese momento yo no lo comprendía, lo comprendí después.

Estaba contándoles que en ese momento en que, dando los ejercicios, comencé a ver el tema de la acedia, se me fueron iluminando pasajes y experiencias de mi vida anterior. Comprendí el motivo de esa pérdida del fervor religioso que yo había experimentado. Y que también lo habían experimentado tantos compañeros míos, con efectos mucho más funestos para su vida sacerdotal y de fe; para su vida religiosa.

Comencé también a comprender la apostasía. El fenómeno de la apostasía. Lo vi en numerosísimos católicos, que provenían de familias tradicionalmente católicas, en Uruguay. En pocas generaciones se terminaban las familias católicas y aquéllos que habían ido, junto con sus padres, al templo en la Misa dominical, después abandonaban la práctica. Y en dos o tres generaciones ya ni siquiera se casaban por la Iglesia. Habían abandonado también - por acedia, por acedia cultural– su fe. Viviendo en esta civilización de la acedia se habían contagiado de este demonio de la acedia que hace abominar las cosas de Dios y los signos de Dios y las virtudes teologales.

Muchas de esas almas que habían vivido un pasado fervientemente católico, no es que se convirtieran en malas personas. Pero, habiendo terminado su relación con Dios se abrazaban a las virtudes morales y cultivaban, entonces, lo que podemos llamar “una encomiable filantropía”. Amor a los hombres. Pero no el amor de la caridad fundado en Dios y motivado por Dios, sino una filantropía. Un amor humano. Un amor compasivo por los otros. En los cuales había un residuo de su capacidad de piedad hacia los otros; un residuo de su fe perdida. Y entonces conocí esos a quienes yo llamo «honorables apóstatas», «honrosos apóstatas»; que decían haber abandonado la fe y se entregaban a obras de caridad, a las obras de filantropía, a la lucha política, a intentar cambiar la suerte de los pobres, movidos por una compasión humana muy encomiable, pero que ya no era la motivada por la caridad cristiana sino por esa compasión humana filantrópica.

Habiendo dejado las virtudes teologales cultivaban este nuevo modo de vivir entregándose a las virtudes humanas con una especie de elegancia. Y yo me pregunto si no con una cierta soberbia de sentirse tan buenos. Habían terminado con la contemplación de Dios y de los misterios cristianos pero vivían ahora contemplándose a sí mismos. Y contemplando un poco el bien del que eran capaces. Y creo que haber sabido lo que es la acedia me ha ayudado a comprender el engaño en que habían incurrido estos personajes llevados por el demonio de la acedia.

Algunos habían pasado de la tristeza por las cosas de Dios a la aversión contra las cosas de Dios, y conocí algunos que habiendo sido creyentes y cristianos en su niñez o en su adolescencia, después se hicieron verdaderos enemigos de la fe católica abrazándose a aquellas acusaciones que se han hecho desde los ámbitos ideológicos, de que la fe católica era el opio del pueblo, de que había que terminar con la fe católica para que sobreviniera, pudiera venir la sociedad perfecta, la sociedad solidaria y sin clases.

A partir de estos contemporáneos míos, que habían descendido de las virtudes teologales a las virtudes humanas, y que vivían tratando de practicarlas con un fervor que suplía el fervor religioso perdido, pero que los llevaba a contemplarse a si mismos y a buscar la propia gloria en la propia bondad en el ejercicio de las virtudes morales, me fui remontando –a medida que pensaba y meditaba en el fenómeno– a los orígenes históricos de este proceso. Y me di cuenta de que no era contemporáneo. Que esto había comenzado en el pueblo católico bastantes siglos atrás. Que había sido un proceso que se había cumplido, por ejemplo, en la revolución francesa, (donde hubo un intento de abolir las formas cristianas, las formas católicas, y suplirlas por otras formas) Donde la Catedral de Nôtre Dame, por ejemplo, fue consagrada a la diosa razón, donde se quiso cambiar el calendario católico por un calendario puramente naturalista.

Fui cayendo en la cuenta de que había habido –históricamente– varios intentos de abolir la fe. No era solamente la revolución francesa, estaban la revolución bolchevique, el intento de abolir el cristianismo en los países del Oriente, en España, en México, en América Latina. Todos obedecían a una acedia que era intelectual que obedecía a una ideología; a razones “bien intencionadas”: se decía que era necesario que desapareciera esta fe que era un obstáculo para el progreso humano.

Fui comprendiendo que el demonio de la acedia había actuado en el pasado –históricamente– y había sido causa de las persecuciones en nuestros tiempos. Comprendí que esto había producido un combate de la filantropía contra la caridad. En mi propio país - Uruguay– los jesuitas fueron expulsados a mitad del siglo XIX, porque uno de ellos en la fiesta de la consagración de una religiosa del Huerto predicó diciendo que la filantropía que se proponía era la moneda falsa de la caridad.

Me di cuenta de que lo que yo había vivido y experimentaba en mi tiempo no era una novedad sino que era algo que venía sucediendo durante mucho tiempo a lo largo de la historia. Comprendí que el fenómeno del demonio de la acedia no era una cosa puntual, sino era algo que venía jugándose en la historia más reciente, si es que consideramos reciente la historia de los últimos siglos.

Después comprendí que esto en realidad se inició en el segundo acto de la creación. Cuando el demonio se empeñó –ya desde el comienzo– en abolir la obra de Dios como si fuese un mal. Fui comprendiendo que este empeño prosigue a lo largo de los siglos.

También fui comprendiendo un fenómeno que me había llamado la atención: el que muchas personas se sentían molestas con el ruido de las campanas. En Europa me lo encontré. Me lo volví a encontrar en algunos pueblos del interior de mi país. Había gente que protestaba contra las campanas y exigía que no se tocaran las campanas para convocar a Misa en horas tempranas. Y que la Iglesia cedía ante este pedido con cierta buena educación “para no molestar a los vecinos”.

Pero yo me preguntaba si esas personas no se sentían molestas con los ruidos de los salones de baile o de los aviones que pasaban atronando el espacio rompiendo la barrera del sonido, ¿por qué solamente con las campanas?
De los ruidos de la ciudad molestaban únicamente el sonido de las campanas, ¿por qué esta aversión al sonido de las campanas? Me parece que también allí había acedia.

Me encontré también en mi práctica pastoral, con personas que me decían que ellos habían sido –cuando niños– pupilos de colegios de alguna congregación religiosa, donde se les obligaba a oír misa todos los domingos. Y que consideraban que “habían oído misa para toda su vida”.
En ese momento me pareció que tenían una especie de empacho de Cristo, los llamé «los empachados de Cristo». Habían sido víctimas –quizás– de una imposición de las formas de la piedad y ahora estaban como resentidos con eso. Habían recalcitrado durante ese tiempo. No habían alcanzado nunca a introducirse en el espíritu que debía imbuir esas formas y hacerlas significativas.

Quizás falló, en esos pedagogos, la capacidad de inducirlos –a través de las formas– a encontrar el espíritu que había dentro. O, en muchos casos, no era por causa de los educadores, sino por causa de ellos mismos. Porque muchos otros compañeros suyos encontraron, mediante esas mismas prácticas, el camino de la fe en Nuestro Señor Jesucristo y perseveraron en el camino de la vida católica. Para ellos esas formas fueron motivos de empacho, de rechazo a las cosas divinas.

Y queridos amigos, estamos llegando al fin de este programa. Y podría seguir tanto tiempo hablándoles y contándoles de mi historia, de mi encuentro con el demonio de la acedia y de lo que el Señor me enseñó acerca de él para defenderme y para defender a sus ovejas. Y podría seguir aquí mucho tiempo, pero tenemos que terminarlo. Y por lo tanto los dejo hasta el próximo programa, pidiendo al Señor que los bendiga y al Ángel de la Guarda de cada uno que los libre del demonio de la acedia. Hasta el próximo capitulo de esta serie, si Dios quiere.


¿Por qué le llamamos "demonio" a la acedia?

 

Ha llegado el momento de explicar por qué
a esta serie no la hemos llamado: “El pecado de acedia” o: “El hecho psicológico de la acedia”; sino que le hemos llamado “El demonio de la acedia”.

Porque su verdadera naturaleza es demoníaca. Aunque se manifieste como un pecado del orden moral o religioso. O como un estado de ánimo, de orden más bien psicológico.

Quisiera hoy ilustrar este aspecto demoníaco de la acedia (para mostrar que no es un invento nuestro, sino que ésa es la doctrina cristiana, de Nuestro Señor Jesucristo) a la luz de un pasaje evangélico tomado del Evangelio según San Marcos capítulo primero [1, 21-28].

Les aconsejo que tengan a la vista este texto.

Antes de dar lectura a este pasaje voy a ubicarlo primero en el contexto de lo que sucede:

Ha llegado Nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo las Escrituras. Se ha manifestado en el bautismo el Espíritu Santo sobre él, en esa escena trinitaria en que aparece Jesús como el Hijo y el Padre da testimonio de él: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco».

Desciende el Espíritu sobre él. Es bautizado. Y después Nuestro Señor Jesucristo es echado al desierto. Como empujado al desierto por el Espíritu Santo: como el chivo emisario cargado con los pecados del pueblo. Así como antes ha bajado al fondo del Jordán, como el hombre cargado con los pecados de la humanidad. Hasta ahora se ha contemplado la obra del Espíritu Santo en Él.

Y nos dice el evangelista que después de que Juan Bautista fue preso comenzó el ministerio de Nuestro Señor Jesucristo. Y empieza en la orilla del lago de Genesaret llamando a los primeros discípulos. A los cuales los llama y le siguen inmediatamente. El efecto del Espíritu Santo que está actuando en Jesús hace que los apóstoles llamados lo sigan. El Espíritu Santo se muestra –por lo tanto– como un espíritu de purificación; que permite que los hombres se acerquen a Dios cuando Dios pasa y los llama.

Pero inmediatamente después va a venir la revelación de un espíritu antagónico, que fue el que estuvo tentándolo en el desierto.

Y ése es el espíritu al que se llama espíritu impuro. ¿Impuro por qué? Porque el Espíritu Santo es puro porque acerca a Dios; hace puro para acercarse a Dios. Nos hace puros como Dios y dignos de acercarnos.

Mientras que el espíritu impuro separa a los hombres de Dios. No permite que se acerquen y no permite tampoco que reconozcan la autoridad de aquel Dios que - hecho hombre - aparece entre los hombres.

Y esta escena es en la sinagoga de Cafarnaúm. Las vocaciones de los primeros discípulos –de los pescadores– ha sido un viernes por la mañana mientras todavía ellos estaban trabajando. Como sabemos el viernes por la tarde comienza el sábado. Y al llegar la tarde de ese mismo viernes en que ha llamado a los discípulos, Él con Pedro, Juan, Santiago y Andrés, llegan y entran a la sinagoga de Cafarnaúm.

Y allí es donde se va a manifestar por primera vez este espíritu impuro que actúa oponiéndose a que los hombres reciban el mensaje de Nuestro Señor Jesucristo. Es un espíritu que se presenta aparentemente como de indiferencia, pero que se revela como un espíritu de miedo. Y después se manifiesta como un espíritu que conociendo a Dios, no lo ama, un espíritu de desamor, de oposición a Dios.

Es importante por lo tanto que nos detengamos a leer en el texto evangélico este retrato revelado del espíritu impuro.

Corren muchas imágenes acerca del demonio. Por eso, cuando hablamos del demonio, –a veces– hay personas que se asustan o dicen: “bueno, pero están hablando siempre del mal, esta no es la visión, Dios es un Dios de amor, no tenemos que hablar de esos temas negativos, del infierno de la condenación”.

Como me decía un joven “con eso, ustedes los sacerdotes, apartan a la gente del mensaje divino”. Y no es así. Si no reconocemos el mal tampoco reconocemos el bien. Y Nuestro Señor Jesucristo nos ha revelado el bien pero al mismo tiempo –contemporáneamente– nos ha dejado de manifiesto que las tinieblas no reciben a la luz. Él es la luz, pero las tinieblas no lo reciben. Las tinieblas demoníacas; las tinieblas en el corazón de los hombres.

Si no sabemos esto no sabemos tratar con el rechazo al Evangelio.

Esto es muy importante para la evangelización a la que se nos envía. Si no conocemos los nombres de los demonios entonces no podemos exorcizarlos.

Y Jesús nos envía a predicar con poder de expulsar demonios. Es un poder que Él le da a la Iglesia.

El principal de estos espíritus impuros es el espíritu de acedia. El espíritu que –en el relato que vamos a leer– se nos manifiesta oponiéndose a Jesús; aparentando una cierta extrañeza por este nuevo modo de enseñar que el Señor trae, que es distinto al de los maestros de Israel.

Leemos en el Evangelio según San Marcos, capitulo primero, versículo veintiuno y siguientes:

Entran en Cafarnaúm. Y enseguida que fue sábado –es decir en la tarde del viernes, con la primera estrella de la tarde del viernes– Jesús enseñaba en la Sinagoga.

Y ellos se extrañaban de su enseñanza porque les estaba enseñando como quien tiene autoridad (Mc. 1, 21-22) –autoridad propia, porque aquello que tiene para enseñar no lo puede enseñar nadie más. Sólo él. Nos enseña a ser hijos porque Él es el Hijo–.

Había en su sinagoga un hombre en espíritu impuro (Mc. 1, 23) -- muchas traducciones traducen mal, diciendo: “un hombre poseído por espíritu impuro”. Quizá usted está leyendo una traducción donde se habla de posesión. No hay tal posesión en el texto griego. Se dice simplemente que el hombre “está en” espíritu impuro. Como quien está en una atmósfera espiritual. Como quien está en un ámbito, bajo el dominio de un espíritu opuesto al Espíritu Santo. Que le impide abrirse al mensaje de Jesús.

Es un hombre en la sinagoga. Pero de alguna manera representa el sentir de la sinagoga y el sentido de esa extrañeza de la sinagoga. Que no es una maravilla positiva que abra los corazones para recibir el mensaje del Señor. Sino que –ese espíritu de acedia– cierra los corazones para recibir el mensaje en forma de extrañeza. Esa extrañeza, ese juzgar el mensaje de Jesús de acuerdo a las pautas culturales a la que uno pertenece, eso también puede ser un obstáculo para recibir el Espíritu de Dios y eso es acedia.

Muchas veces las persuasiones que uno hereda de una cultura adversa al Evangelio –ajena al Evangelio– le impiden abrirse a las pautas del Evangelio. Se lo considera fuera de moda. Se lo considera cosa de otro tiempo. Se considera que eso es contrario a las convicciones culturales reinantes en las que uno fue criado. Y eso impide –entonces– recibir el mensaje del Señor y abrirse a la figura de Jesús, y al vínculo y a la comunión con él. Y así también al vínculo y la comunión con el Padre y el Espíritu Santo.

Y este hombre que está en la sinagoga, que está en espíritu impuro, se puso a gritar. ¿Y qué es lo que grita? Atendamos bien a estos tres gritos del espíritu en el hombre – porque no es el hombre el que grita sino el espíritu en él– porque son como un identikit espiritual que nos describe lo que es espiritualmente este espíritu impuro.

¿Qué es el demonio? El demonio no es un ser visible; una especie de macho cabrío con cuernos o con patas de chivo; o un ser horrendo que se puede encontrar en la habitación, o que tenemos que buscar bajo la cama o en el ropero. ¡No! Es un pensamiento. Son convicciones en este hombre. Este hombre está en espíritu impuro porque está dominado por unas convicciones que hablan a través de él.

Y ¿cuál es la primera convicción? La primera es de indiferencia. La segunda es de miedo. Y la tercera es de conocimiento sin amor. Escuchémoslo:

¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazareno? (Mc. 1, 25) ¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Qué tienes tú que ver con nosotros? No hay nada entre nosotros.

Es la frase de la indiferencia. Lo que a veces nosotros nos decimos entre personas ¿qué tengo que ver contigo?, ¿qué tienes que ver tú conmigo?, ¿por qué te metes conmigo?, ¡no tenemos nada que ver!, no hay nada entre nosotros, no hay vínculo, no hay comunión.

Eso es lo propio del espíritu impuro, negar la comunión o no poner comunión Mientras que el Espíritu Santo produce la comunión con Nuestro Señor Jesucristo. Si tenemos comunión con Él, comunión de amor, si nos sentimos vinculados a Él, eso es en nosotros la obra del Espíritu Santo.

Y ¿por qué tantos otros no se acercan al Señor? ¡Pues porque están en espíritu impuro!

A veces hay creyentes que se afligen porque sus familiares no participan –no comparten– su misma fe, su mismo amor a Jesús. Padres que se afligen por la indiferencia de sus hijos o parientes. ¿A qué se debe eso? El diagnóstico es que los otros están con un impedimento interior; con este espíritu impuro.

No es que estén poseídos por el demonio. No. Simplemente hay en ellos estas convicciones, estas tentaciones, que les impiden abrir su corazón al mensaje del Evangelio, al mensaje de Nuestro Señor Jesucristo, y vincularse con Él por el amor.

Pero esta indiferencia –sin embargo– es aparente. ¿Por qué? Porque es una indiferencia que se grita. Nadie que es realmente indiferente grita. La indiferencia es como sentimentalmente neutra. “Me es indiferente, ni me detengo, ni lo miro”. ¿Por qué este grito? Este grito nos revela que –debajo de la indiferencia aparente de tantos en el orden religioso– se esconde, en realidad, miedo a Dios. Que se esconde en realidad una acusación a Dios: de que Dios es malo. Y es lo que se revela en la segunda frase que grita este hombre en espíritu impuro porque dice:

¿Has venido a destruirnos? (Mc. 1, 25) Has venido a destruirnos: tú eres malo. Tú nos destruyes. Eres un mal para nosotros. Este segundo grito nos revela lo que hay debajo de esa aparente indiferencia. Aparentemente estamos en una cultura indiferente –queridos hermanos–, pero esa cultura que aparece indiferente, en el fondo no lo es.

Y por eso se opone tantas veces - cuando se le propone el Evangelio de manera explícita y un poco frontal -, de manera clara. Y sobre todo cuando se lo propone de manera que contradice sus convicciones habituales. Aquéllas en las cuales él se establece y juzga todas las cosas desde ellas. Sin dejar que Dios las juzgue desde sí mismo. No se abren a Dios. Y consideran por lo tanto que la irrupción de Dios en sus vidas, en su inteligencia y en su corazón, puede destruir esas convicciones habituales. Y por eso le temen, «has venido a destruirnos».

Es el espíritu que teme que la venida de Nuestro Señor Jesucristo destruya el pueblo de Israel y la sinagoga. Cuando no es así. No tienen nada que temer. Y si se abriese a Nuestro Señor Jesucristo sería confirmado en su verdad más profunda. Sería llevado –precisamente– a la comunión con el Padre, con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, que se revela en Jesucristo como el Padre, y que nos da, con su Hijo, al Espíritu Santo.

Y por fin llega un tercer grito: ¡Ya sabemos quién eres!

Algunas veces se traduce en singular «ya sé quién eres». Pero muchos textos, los textos griegos más acreditados y más lógicos, formulan los tres gritos en forma plural.

¿Qué tenemos nosotros que ver contigo Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres. (Mc 1, 25)

Y ahora nos sorprendemos. Porque este es un hombre que está hablando sin embargo en plural, no dice: “¿Qué tienes que ver conmigo? ¿Has venido a destruirme? Ya sé quién eres”. Sino que habla las tres veces en plural.

¿Qué tienes que ver nosotros? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres.

Este “sabemos quién eres” es una expresión que implica el conocimiento pero que niega el amor. Sabemos quién eres pero no te amamos. Sabemos quién eres pero te tememos. Sabemos quién eres pero te acusamos de ser malo para nosotros. Y por lo tanto, no tenemos nada que ver contigo. Ni tú tienes nada que ver con nosotros, ni queremos tener nada que ver.

Noten ustedes cómo aquí está el retrato demoníaco.

¿El espíritu impuro qué es? Es un espíritu que aparece como indiferencia. Que se manifiesta como odio a Dios. Y con un conocimiento que no se mueve al amor sino al odio, un temor y una acusación a Dios.

Recordemos los pecados contra el amor de Dios de los que nos habla el Catecismo de la Iglesia Católica: el primero de ellos es la indiferencia, el segundo es la ingratitud, el tercero la tibieza, el cuarto la acedia que es esto que estamos describiendo.

Estamos describiendo un demonio. Por eso la acedia es un demonio.

Es este el motivo por el cual esta serie se llama “El demonio de la acedia”. Porque acá tenemos su retrato espiritual. Su identikit espiritual.

En estos tres gritos de una aparente indiferencia, que se traiciona por la alteración del ánimo –por que grita-, ¿por qué? Porque esconde un temor a Dios, un miedo a Dios y porque esconde esa acusación a Dios como malo.

Jesús, el Hijo, el enviado de Dios, es visto aquí como un mal. Un mal para ese hombre, pero también un mal para su pueblo.

Y hay una revelación siguiente. Cuando Nuestro Señor Jesucristo exorciza a este demonio, dice: ¡Cállate y sal de él! (Mc. 1, 26).

Y quiero detenerme con ustedes a leer y comprender lo que esto significa. Fíjense que el hombre ha venido hablando de “nosotros” –en plural– y Jesús lo increpa en singular. No admite que ese demonio tenga una representación colectiva y que pueda hablar en plural: “¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Has venido a destruirnos? Sabemos quién eres”.

Sino que Jesús lo impreca y le dice “¡Cállate y sal de él!”. No enfrenta al hombre. Vemos que Jesús nos enseña aquí a distinguir entre el hombre y el espíritu que está en el hombre. Este hombre estaba en espíritu impuro, pero el espíritu impuro estaba también en este hombre.

Nosotros tenemos que reconocer y aprender a conocer lo que nos enseña aquí Nuestro Señor Jesucristo: que cuando vamos a predicar, que cuando presentamos el Evangelio y nos encontramos con el rechazo, tenemos que distinguir entre la persona y el espíritu que habla a través de la persona.

Ésta es una enseñanza importantísima para la evangelización. Porque si somos enviados a evangelizar, nos encontraremos el rechazo de las personas.

A mí me ha pasado en mi vida de sacerdote, que dando clase de catecismo o religión en un instituto de segunda enseñanza –ya en los últimos años preuniversitarios– me encontré estos mismos gritos en una sala de clases.

Esta misma exasperación en un chico que decía “¡qué tiene que ver este Evangelio que nos enseña usted, esto no nos interesa, estas cosas no nos interesan!”.

Incluso el director del instituto me había dicho “Padre, háblele a los chicos de las cosas que les interesan”. Yo dije: “yo vengo a hablar de Nuestro Señor Jesucristo, vengo a hablar de la Iglesia”.

“No. Hábleles de las relaciones prematrimoniales o de la amistad o de la injusticia en el mundo, de cosas que les interesen”.

Yo insistía en que debía presentar a Nuestro Señor Jesucristo que es a lo que había ido a ese colegio. Y por supuesto que me encontré también con las mismas voces en un chico. Me parecía reconocer ese episodio [del evangelio]. Este episodio [de la clase] me ayudó a comprender el sentido y la verdad de esta enseñanza evangélica. Escuché allí las mismas voces de aquel espíritu impuro que hablaba a través de ese hombre en la sinagoga.

¿Qué tiene que ver la fe con la vida? ¡Esto no nos interesa!

Y después, hablando con ese chico, me confesó que él estaba enojado con Dios porque él le había pedido la sanación de su papá que estaba con cáncer, y Él no lo había atendido. De modo que a Dios, él, lo consideraba malo y destructor: “has venido a destruirnos, eres malo”.
Y además me dijo que ya las hermanas le habían hablado mucho de todas estas cosas de la catequesis, que él sabía todas esas cosas. Y entonces yo reconocí esa voz del “sabemos quién eres”. Sabemos quién eres pero no te amamos.

Este trozo evangélico, en unión con ese episodio de mi vida sacerdotal, me ayudó a comprender algo que es muy iluminador para nuestra situación en la existencia: que hay como una dominación de este espíritu de acedia, que domina en esta cultura en que nos encontramos. Esta cultura está en espíritu impuro. Por eso aparece como una cultura indiferente. Por eso aparece como una cultura que tiene acusaciones contra Dios. Que no quiere que Dios intervenga en la vida política, ni que se configure la vida humana de acuerdo a la fe de los creyentes.

Y por último que maneja incluso a la teología. Pero sin fe, sin amor. Y hay por lo tanto un conocimiento de Dios sin amor.

Entre los libros que escribí hay uno que se titula “Teologías deicidas”. Y es ciertamente doloroso el hecho de que muchas teologías, muchos discursos acerca de Dios, en vez de llevarnos a la comunión con Dios, no nos llevan a la comunión, sino que, de alguna manera, hasta nos apartan de ella. Y nos llevan a un discurso que –hablando de Dios– nos aparta de Él. No nos lleva a la comunión.

Eso lo observaba ya el autor judío Martin Buber en uno de sus escritos, diciendo que “el pensamiento acerca de Dios, del tiempo de la Ilustración, es un pensamiento que, hablando de Dios, aparta de Él”.

Y que por lo tanto, hay que volver a un discurso más unido a la Sagrada Escritura.

Y lo mismo ha encontrado o percibido el actual papa, Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret. En su prólogo él ha dicho que el discurso acerca de Nuestro Señor Jesucristo, - lo que se escribe y lo que se dice sobre Nuestro Señor Jesucristo en los últimos 40 o 50 años -, no es un discurso que lleve a la comunión con Jesucristo, sino que es un discurso que aparta de él. Aparta, por lo menos, de la comunión. Que hace de Jesucristo un objeto acerca del cual se habla pero sin llevarnos verdaderamente a la comunión con él. Y que fue eso, precisamente, lo que lo motivó –a Benedicto XVI– a hablar sobre Jesús de Nazaret en estas obras que nos está brindando. Lo motivaba el lograr una presentación de Jesucristo que nos lleve a esa comunión.

Para terminar este capítulo sobre el demonio de la acedia quiero señalar las enseñanzas importantes que nos dejan para conducirnos nosotros, en nuestra vida evangelizadora, y para reconocer el fenómeno de la acedia en nuestro alrededor. Y no sucumbir a él, porque si no, nos puede agarrar.

Y es distinguir entre las personas y el espíritu en que están.

Y es pedirle a Nuestro Señor Jesucristo –cuando lo encontramos a ese espíritu– que él ordene a ese espíritu y le diga « ¡Sal de él!».

Que, con su autoridad, exorcice ese espíritu impuro de la acedia: de las almas, de nuestra cultura, de nuestra familia, de nuestra sociedad.

Porque estamos en una civilización dominada por el príncipe de este mundo, por el príncipe de la acedia.

Y por eso hay una total resistencia en tantos –incluso en gobernantes y gente que tiene el poder para hacer el bien o hacer el mal– esa resistencia para recibir el mensaje de Jesús.

Por lo tanto, uno de los remedios principales contra este demonio de la acedia es el exorcismo. Nosotros tenemos que rezar frecuentemente la oración de San Miguel Arcángel, que antes se rezaba siempre después de cada Misa. Y que ahora esta volviéndose a orar porque se reconoce que el poder de Nuestro Señor Jesucristo es el único que puede vencer a este obstáculo demoníaco de la acedia para que Él reine en nuestros corazones.

La acedia y el martirio

 



Bienvenidos nuevamente a este programa dedicado a estudiar y
a comprender el fenómeno demoníaco de la acedia: a este décimo programa en esta serie.

Vamos a tratar ahora del misterio de la acedia (este misterio demoníaco de la acedia) en el contexto del martirio de los cristianos.

En el contexto del martirio de los cristianos, la reflexión teológica, la reflexión de fe de los mártires, de los santos pastores mártires, que hicieron una teología del martirio porque ellos mismos pasaron por esa experiencia.

Es decir tenemos la doctrina de los santos obispos y mártires y teólogos cristianos que pasaron el martirio y que fueron testigos de la vida de los mártires y que nos dan una enseñanza acerca del martirio como un lugar donde la acedia desempeña un rol que nos permite conocerla muy bien.

Se presenta la acedia
1) en los perseguidores,
2) en los perseguidos
3) y en aquél que –según la experiencia de nuestros maestros en la fe– incita a la persecución de los cristianos y a matar a los cristianos: que es el demonio.

El príncipe de este mundo. Es el instigador del martirio. Instiga al martirio.

Es él quien instiga a los perseguidores, trata de acobardar a los mártires y él es quien desea la destrucción de los mártires; desea su apostasía.

Pero no desea su triunfo aceptando el martirio, de modo que también trata de acobardarlos para el martirio.

Me ocuparé, en primer lugar, de la acedia de los perseguidores.

Y me parece que hay como una figura arquetípica del perseguidor en el Santo Evangelio que es Herodes. Aquel Herodes que, cuando se entera de que ha nacido el niño Mesías –el Rey de los judíos–, quiere buscarlo para matarlo.

No se alegra de la venida del Mesías sino que lo ve como un rival posible a su poderío en este mundo, a su reino. Siente que este Dios que viene, este Mesías, davídico, es un competidor en el poder: para él y para su dinastía, para sus sucesores. Lo ve como un peligro y quiere matarlo.

Y noten ustedes que el Mesías era el prometido de Dios. Era el enviado de Dios. Aunque todavía no se conocía su aspecto divino – que Jesús nos va a revelar – pero ya era un oponerse a la obra de Dios por motivos puramente humanos. Hay una acedia en Herodes que le hace ver los planes de Dios como opuestos a su poder terreno.

Esa acedia del perseguidor es la que explica la matanza de los inocentes.

Es, por lo tanto, como un arquetipo del poderoso que se opone a los planes divinos y que, más tarde, se va a oponer a los hijos de Dios, a los santos, inocentes también –porque los hijos de Dios son inocentes– y va a tratar de destruirlos; de borrarlos de la faz de la tierra; que los va a considerar enemigos de Dios.

No sólo los reyes antiguos, nosotros hemos ido conociendo a lo largo de la historia los ideólogos que se opusieron a Dios y persiguieron a la Iglesia. Hemos conocido a quienes acusaban a la fe de ser el opio del pueblo.

Y que por lo tanto –para que viniera la sociedad ideal– era necesario que desapareciera de la Tierra el hombre creyente, el hombre de la familia, el hombre de la tradición cristiana.

Era necesario cambiar el sentido común de las personas para que se pudiera instalar sobre la Tierra el orden social perfecto; un orden inmanente y perfecto sobre la Tierra. El principal obstáculo que veían –y ese es un argumento de la acedia– es la fe. Considerar el mal como un bien y el bien como un mal: eso es la acedia, dijimos en otro de los capítulos de esta serie.

Esa acedia la vemos, entonces, reflejada en estas ideologías que acusan a la Iglesia; que se oponen al cuerpo místico de Cristo sobre la Tierra; al cuerpo histórico de Cristo. Que tienen una visión puramente política de la Iglesia y que la consideran un mal que debe ser erradicado de la humanidad. O que, por lo menos, debe ser mantenido alejado de toda interferencia, o de toda posibilidad de influencia política sobre la configuración de la vida humana sobre la Tierra de acuerdo a los principios cristianos. No respetando ni siquiera la posibilidad de que, quienes deseen configurar espacios de vida humana de acuerdo a su fe, puedan hacerlo, dándoles la libertad para ello.

Esta persecución, por lo tanto, no es sólo la persecución sangrienta, sino que tiene muchas formas de persecución que, sin destruir la vida misma, la vida física misma, coartan la libertad de los creyentes para configurar su vida de acuerdo a su fe, y para vivir esta vida terrena de acuerdo a su condición cristiana. Se los considera un mal.

Eso ha sucedido desde los primeros tiempos, desde los emperadores romanos que persiguieron a los cristianos y les dieron pena de muerte. Desde Nerón en adelante. Nerón fue el primero de los emperadores romanos que – para apartar de sí la sospecha de haber sido el causante del incendio de Roma les echó la culpa a los cristianos; y quemó a los primeros cristianos, los arrojó a las fieras. Y emitió un decreto por el cual el ser cristiano era un delito. Un decreto contrario a los principios elementales del derecho romano que no podía juzgar a una persona sino tan sólo por sus hechos, por sus acciones. Aquí, sin haber hecho nada malo, se declaraba que por el solo hecho de ser cristiano debía ser condenado a muerte.

Tenemos aquí entonces el origen de la acedia en los perseguidores, en aquellos que consideraron que los cristianos eran un mal. Nerón declaró que el cristiano era enemigo del género humano, por serlo, simplemente.

Queridos hermanos hemos visto algo sobre la acedia de los perseguidores, veamos ahora algo sobre la acedia de los perseguidos. También en los perseguidos hay la posibilidad de la acedia.

En otro espacio nos hemos referido a la acedia de Pedro ante la Cruz; ante Nuestro Señor Jesucristo, que anunció que iba a morir en cruz. Y Pedro le dice “¡de ninguna manera Señor!”. Y luego, cuando el Señor es aprisionado y llevado a la pasión, Pedro se avergüenza de la Cruz y abandona al Señor. Lo niega. No comprende. Pedro es el primero que sufre la acedia por la persecución, y ve a la Cruz como un mal.

Porque es verdad que el martirio es una gracia. No es un programa. Nadie puede saber “qué es lo que voy a decir cuando me maten”. Va a decir “¡no me maten!”.
En cambio vemos que una pléyade de mártires por ejemplo:
►En las revoluciones marxistas en Rusia,
►En México en la guerra de los cristeros, en la persecución terrible que hubo en México contra la Iglesia, cuando se destruyó la estatua del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, cuando los templos fueron incautados, cuando se persiguió tan violenta, cruel y arbitrariamente a los cristianos, contra todos los derechos humanos se persiguió a los católicos por ser católicos, donde fueron martirizados el Padre Pro, José Luis Sanchez del Río, ese niñito de catorce años que tuvo la gracia del martirio, de morir voluntaria mente y animosamente dando ejemplo de esta gracia del martirio que el Señor concede a su Iglesia. Es una gracia. No es un programa.
►Los mártires de la revolución española, no están tan lejos de nosotros.
►En este momento mismo se ha informado en una reunión en Hungría que están muriendo anualmente 140 mil católicos, 140.000 cristianos, de modo que en estos momentos hay un mártir cristiano cada cinco minutos.
Y sin embargo esto no es deplorado. Hay una indiferencia en los medios acerca del martirio cristiano, que es precisamente una de las características de la acedia: la indiferencia ante el mal, la tibieza en la reacción y en la corrección de este mal tan terrible. No se los ama, y por lo tanto no se deplora su desaparición sino que, al contrario, como se los ve como un mal, aunque quizás se ve con complacencia su muerte, y [por eso] no se dice nada de ella.
Esta es la acedia...

He continuado un poco con la acedia de los perseguidores, como para completar.

Pero, todos nosotros tememos el martirio. Es lógico que temamos el martirio, Nuestro Señor Jesucristo en el huerto se angustió y oró al Padre para que si era posible pasara de él este cáliz pero que no se hiciera su voluntad sino la Suya. En ese someter su voluntad a la voluntad del Padre - hasta la muerte y muerte de cruz – Jesús culminó, como hombre sobre la Tierra, su filialización hasta el fin. Hasta que en la Cruz dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Jesús es el primer mártir.

Jesús es el Hijo de Dios, que por hacer la voluntad del Padre y por cumplir su misión sobre la Tierra, por la gracia del Espíritu Santo, por el don del Espíritu Santo, es capaz de llegar a la muerte por hacer la voluntad del Padre, y nos da así ejemplo a todos los mártires cristianos que ha habido a lo largo de la historia. Ellos han vivido la gracia que vieron vivir a Jesús, aprendieron de su maestro y lo siguieron también por el camino de la cruz, por el camino de camino de entregar la vida hasta el fin por amor a Dios.

Pero, así como hemos visto que en la vida religiosa había algunos monjes que no podían vencer la acedia ante la vida monacal tan dura, y retrocedían a la tibieza, así también ante el martirio, ante las persecuciones, hubieron también muchos apóstatas: muchos que se acobardaron ante el martirio, no pudieron dar ese paso.

Tampoco tenemos que condenarlos nosotros, sino que el juicio le toca al Señor, por esa debilidad que tuvieron. Pero ya dice San Cipriano sobre acerca de estos lapsi, de estos que habían caído en la prueba, que era necesario que hicieran penitencia y reconocieran y se corrigieran.

Porque muchos de ellos habían caído –explica San Cipriano– ¿por qué? porque no huyeron a tiempo de la situación que los llevó al juicio. ¿Y por qué se quedaron en la ciudad? Muchas veces porque no supieron renunciar a sus riquezas. Tenían bienes en esa ciudad –explica San Cipriano, analizando las causas de esta caída en la fe–; estaban aferrados a bienes de esta vida, que no supieron renunciar para huir e irse a otro lado llevándose el tesoro de la fe. Y por eso, siendo débiles, se quedaron temerariamente en un lugar donde iban a ser probados más allá de sus fuerzas.

Tenían que haberse ido para salvar el tesoro de la fe, dice Cipriano. Por eso, como se quedaron por tener bienes en este mundo, - bienes a los que la huida les hubiera obligado a renunciar -, se pusieron en una situación temeraria y por eso cayeron los lapsi. Y es necesario que ellos hagan penitencia y se purifiquen; que sean iluminados por esta experiencia para comprender que deben despegarse de los bienes de este mundo. Es por lo tanto el apego a esta vida y a las cosas mundanas - también a cosas lícitas como los amores -, la raíz de esa acedia que puede darse en los perseguidos.

¡Y que se da! Quiero citar ahora a un mártir maravilloso de la vida cristiana: Ignacio de Antioquía. Es un mártir que en su vida hace la apología del martirio: «quiero ser molido por los dientes de los leones como trigo de Cristo».

Sin embargo, él reconoce que había acedia en él y en los cristianos amigos, que querían impedirle el martirio, que querían interceder para que no fuera martirizado.

Dice en una de sus cartas que escribe a los romanos este mártir maravilloso:
Perdonadme, yo sé lo que me conviene. [Porque ellos le decían: ¡No! Vamos a interceder aquí en Roma para que no te maten]
Perdonadme, yo sé lo que me conviene. Ahora empiezo a ser discípulo. [ahora que voy al martirio empiezo a ser discípulo].
Que ninguna cosa, visible ni invisible, se me oponga por acedia.
Acá tienen la palabra de un mártir. Oponerse a su martirio del mártir él lo ve como acedia Es ver el martirio como un mal y no como un bien.

Que nadie se me oponga por acedia a que yo alcance a Jesucristo [En esa carrera en la que él va detrás].

Como Pablo dice: “voy corriendo detrás de Jesucristo después de haber sido alcanzado por él”, para ver si lo alcanzo; a ver si me asemejo a él.

Esa semejanza con Cristo es la obra del Espíritu Santo en nosotros. Todos debemos estar deseosos de ser asemejados al Hijo.

Y prosigue:
Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo.
Ven ustedes aquí la enumeración de los tormentos a los que se sometía a los cristianos en el Coliseo en aquel tiempo y cómo también aquí Ignacio dice que el ejecutor de estos tormentos es el diablo.

Que vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo, [que me asemeje a Él. Que sea asemejado al Hijo obediente al Padre, hasta el fin].

Y continúa Ignacio diciendo:
De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo [¡para qué quiero las cosas de acá!]. Para mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey hasta los términos de la tierra [Es decir tener poder en este mundo para hacer el bien ¡incluso eso!].
Asemejarse a Cristo. Porque precisamente Cristo no tuvo un reino este mundo para hacer el bien. Aquí está la refutación del mesianismo cristiano, podríamos decir. De la ilusión cristiana de influir en el mundo. Dice: ¡No! ¡Es asemejándome con Cristo como yo tengo la eficacia incluso en la tierra!

Perdonadme hermanos, perdonadme, no me impidáis vivir,
[¡Qué maravilla! no les dice: ‘no me impidáis morir’. Les dice: ‘no me impidáis vivir’. Porque el martirio siguiendo a Jesucristo es vivir como hijo].
No os empeñéis en que yo muera [Que yo muera a mi ser filial, a mi ser cristiano]
No entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios
[Si ustedes me dejan acá: me entregan al mundo].
¡Cómo corrige este santo obispo la óptica de los cristianos que, con buena voluntad, querían apartarle del martirio, porque tenían acedia del martirio también ellos!
No me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre.
“Seré hijo”. En el abrazo del Padre alcanzaré la imagen y semejanza de Dios, que me hace hombre según el designio del principio.

¡Qué visión de fe tan profunda, que maravillosa! Son cartas que hay que leer, queridos hermanos, cuando más atribulados estemos en este mundo por nuestra condición cristiana y por la oposición y los sufrimientos que debemos padecer por permanecer y ser cristianos.

A veces quedarnos sin empleo. He conocido chicas que por ser puras han perdido el empleo. Las han echado por no ceder a las instancias del jefe. Aunque no sea resistir hasta la muerte. ¡Pero cuantos otros sufrimientos! Profesionales que por ser católicos son excluidos o son injustamente preteridos en los concursos y en las oposiciones. Simplemente porque son católicos. Algunos que se quedan sin empleo por eso, y que pasan necesidades con su familia, esos sufrimientos.
Llegado allí, seré de verdad hombre. ¡Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios! ¡Si alguno Lo tiene dentro de sí, que comprenda lo que yo quiero y, si sabe lo que a mí me apremia, que tenga lástima de mí! (San Ignacio de Antioquía)
El tercer personaje de este drama del martirio es el Príncipe de este mundo. Que es el Príncipe de la acedia, precisamente. Es el acedioso por excelencia. Satanás es el acedioso, que considera que Dios es malo. Considera mal el bien y bien el mal.

Todos los que han elaborado la visión teológica del martirio, y los que han tenido la experiencia [de la persecución], no como una doctrina abstracta sino que han comprendido en sus vidas las razones espirituales del martirio, como Ignacio de Antioquía, ¡todos! reconocen que el que azuza al martirio y a la persecución es Satanás.
San Justino dice, reprochándole a los perseguidores: Nosotros hacemos profesión de no cometer injusticia alguna y no admitir opiniones impías, pero vosotros no lo tenéis en cuenta y movidos de irracional pasión y azuzados por perversos demonios, nos castigáis sin proceso alguno y sin sentir por ello remordimiento.
Aquí está Justino mostrando cómo los que instigan a los perseguidores son los demonios.

Lo mismo leemos en el martirio de San Policarpo, el anciano obispo: ¿Qué mal hay en decir: ¡Señor César! y sacrificar? [Le dicen los que lo quieren convencer de ofrecer incienso al César] Y todo lo demás que por instigación de del Diablo se suele en estos casos sugerir [“todo lo demás” son las razones con las que el Diablo quiere debilitar la decisión del creyente].

San Policarpo decía: “¿Cómo voy a negar a Jesucristo si yo, con mis ochenta años, de Él sólo he recibido beneficios? ¡No podría negarlo!”

También en el martirio de Perpetua y Felicidad,- que es un relato hermosísimo de estas dos mujeres – dice Perpetua que se ve en la prisión y dice el acta del martirio:
Contra estas mujeres preparó el Diablo una vaca bravísima, comprada expresamente contra la costumbre.
Vean ustedes cómo el actor aquí, el que dirige el martirio es el Diablo: que compró una vaca bravísima. Lo hizo a través de sus servidores, pero lo hizo él. Acá está personificado claramente.

Y Perpetua, - que era una joven recién casada, que tenía recién su niñito de pecho, y que va a dejar todos esos amores, va a tener que sufrir que su papá no comprenda su martirio -, Perpetua sueña en la prisión una noche, que ella tiene una lucha con el demonio y que Cristo la fortalece en esa lucha de modo que lo puede vencer.

Dice el acta de Perpetua:
Le tomé la cabeza y cayó de bruces, entonces le pisé la cabeza [Una lucha con el demonio en forma de un gladiador egipcio]
El pueblo prorrumpió en vítores y mis partidarios entonaron un himno. Yo me acerqué al lanista [el maestro de gladiadores] y recibí el ramo de premio. Y Él [que es Cristo] me besó y me dijo: “Hija, la paz sea contigo”. Y me dirigí radiante hacia la puerta Sanavivaria [que era por donde salían los vencedores en el combate] o de los vivos, y en aquel momento me desperté. Entendí entonces que mi combate no había de ser tanto contra las fieras, cuanto contra el Diablo, pero estaba segura de que la victoria estaba de mi parte.
Ven ustedes entonces, queridos hermanos, cómo todos estos mártires tienen una conciencia clara de que su lucha no es contra hombres, como dice San Pablo en la carta a los Efesios, sino contra las potestades de las tinieblas que están en los aires, contra los principados, contra las fuerzas demoníacas (Efesios 6, 12).

Es la lucha que empeñó y emprendió Nuestro Señor Jesucristo y que, si somos miembros de su cuerpo, si somos su Iglesia, tendremos que luchar a lo largo de todos los tiempos. Y no nos tenemos que asombrar entonces de que la persecución se encarnice con nosotros.

¿Y cómo podemos vencer el temor y la acedia ante el martirio?, pues despreocupándonos de esto y preocupándonos de amar a Dios sobre todas las cosas.

Que el Señor nos conceda esta gracia porque el gozo del Señor será siempre nuestra fortaleza.



Causas y Remedios al mal de la Acedia

 

Hoy nos toca ocuparnos, en este capítulo 11
de esta serie, de las causas y los remedios para este mal de la acedia que es un mal espiritual, que se manifiesta en males morales y hasta físicos, pero cuya raíz es espiritual.

Los profetas Jeremías e Isaías nos han enseñado, como vimos en uno de los espacios anteriores, lo que es la acedia como ceguera para el bien o como confusión del bien y el mal, tomar el mal por bien y el bien por mal.

La acedia, como ceguera, se encuentra más bien situada como un fenómeno de la inteligencia, es una ignorancia, no se conoce el bien, se es ciego para el bien, y es consecuencia por lo tanto del pecado original.

El pecado original hirió a la naturaleza humana entre otras cosas con la ignorancia, principalmente con la ignorancia acerca de Dios, y eso permitió que Eva, por ejemplo, tomara a Dios por malo según la sugerencia que la serpiente le hacía de que Dios era egoísta y que no quería darles del fruto del árbol del amor de Dios, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y que pensando que Dios no se lo daría se adelantó en querer tomarlo ella, por ignorancia.

La consecuencia del pecado original, en el comienzo, fue esa ignorancia acerca de los designios divinos que eran el darle –al ser humano– el fruto del amor, del árbol del amor divino que es la Santa Cruz, donde se daba el amor de Dios, como el amor del Hijo, para todos nosotros en forma eximia, maravillosa, casi asombrosa, y hasta atemorizante por ese adelanto, ese atropello del amor de Dios que viene a buscarnos y que puede hacernos vacilar.

Esa ignorancia es causa de la acedia, no se conoce el bien de Dios, se está ciego para el bien de Dios, no se conocen tampoco los caminos de Dios, se ignoran los caminos de Dios en esta revelación histórica y se busca a Dios por otros caminos por los cuales el hombre no lo puede alcanzar, por ejemplo los caminos psicológicos, los caminos del sentimiento, los caminos de la imaginación, los caminos puramente naturales, de las potencias naturales del hombre.

Las potencias naturales del hombre nunca pueden llegar al conocimiento de Dios sin una revelación divina en la historia, y Él eligió revelársenos en forma aprensible para nuestra condición humana, en forma de hombre, para que pudiéramos conocer el amor de Dios hecho hombre, lo hemos conocido en Nuestro Señor Jesucristo, es la fe en Nuestro Señor Jesucristo la que nos pone en conocimiento ahora del amor de Dios y del bien de Dios.

Dudar del amor de Dios es un efecto de la acedia, es una raíz de la acedia, por lo tanto es una falta de percepción, una apercepción de Dios, del bien divino.

Pero también se puede tomar el mal por bien y el bien por mal, existieron contemporáneos de Nuestro Señor Jesucristo y a lo largo de toda la historia han existido muchos que han pensado que la revelación de Jesucristo era una mentira, era una mal. Otros han pensado que su doctrina era un daño para la madurez del hombre o para el bien social, o el bien de la cultura o el bien de la historia, que era necesario emanciparse de esta fe en Jesucristo y emancipar a los hombres de esta fe en Jesucristo para alcanzar el bien.

Otros han querido aceptar solamente lo que el hombre puede alcanzar por medio de la razón y negarse a toda otra fuente de conocimiento que fuera la razón, desconociendo que la razón es limitada y que una razón que no conoce sus propias limitaciones es irracional.

Por lo tanto allí tenemos otra consecuencia de esta ignorancia que es una de las raíces de la acedia, uno de los motivos –en la naturaleza caída por el pecado original- del mal de acedia en el hombre.

La acedia se presenta como una corrupción de la inteligencia, pero si bien miramos, esta corrupción de la inteligencia tiene a su vez su raíz en una corrupción de los apetitos. Hay, a consecuencia del pecado original, una corrupción de los apetitos del hombre, de modo que el apetito de los bienes se desordena y no obedece a la razón, y puede incidir en que la razón se distraiga de los verdaderos bienes y quede la inteligencia limitada a la consideración de algunos bienes solamente, de los bienes creados, apartándose de la consideración de los bienes divinos, ya sea por ignorancia, ya sea por distracción.

Esas son las causas que hay en las potencias humanas para que el hombre pierda de vista el bien divino, se entretenga o se distraiga con los bienes creados o simplemente no piense en los bienes divinos o los ignore.

Pero hay una circulación entre los apetitos del hombre, desordenados por el pecado original, y también la herida en la inteligencia del hombre, que es la ignorancia acerca de los bienes verdaderos, de los bienes divinos.

De estas cosas nos habla también la Sagrada Escritura, San Pablo nos da en la carta a los Gálatas en el capítulo V una enseñanza que nos permite comprender este conflicto que hay en el hombre entre sus potencias, las potencias intelectuales y espirituales y las potencias sensibles, las potencias que están más próximas a su naturaleza instintiva, a su naturaleza pasional.

Dice San Pablo en la carta a los Gálatas, en el capítulo V, versículos 16 y 17:
Si vivís según el Espíritu, [como hijos de Dios, en el Espíritu Santo, conociendo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Vivir en el Espíritu en Pablo es vivir según la fe, es vivir como discípulo de Cristo aceptando la revelación histórica].
Si vivís según el Espíritu, [como hijos de cara al Padre, según ese Espíritu que nos enseña a decir “Abba Padre”], no daréis satisfacción a las apetencias de la carne [a los apetitos desordenados de la carne]. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne [los apetitos del Espíritu son Dios, las cosas santas, la eternidad; los apetitos de la carne son las cosas de este mundo, los bienes terrenos y perecibles]. Porque los apetitos de la carne y los apetitos del espíritu son antagónicos entre sí, de forma que no hacéis lo que quisierais [nuestro espíritu desea una cosa, pero los apetitos de la carne lo distraen de esos deseos espirituales].
Nuestros apetitos se clasifican, se especifican, por objeto del apetito. Hay un apetito de la comida, un apetito de sexo, un apetito de las cosas santas, también un apetito del espíritu, un apetito de ser amado, un apetito de amor.

Los apetitos de los bienes son aquellas cosas que nos llevan a los bienes, y cada uno se especifica por el bien al que se refiere.

Los dos apetitos de los que nos habla aquí San Pablo son antagónicos porque tienen objetos contrarios, unos son los objetos espirituales, santos y eternos, y otros son los objetos perecederos de esta vida. Nosotros estamos naturalmente en esta historia y necesitamos esos apetitos y dirigirlos con nuestra inteligencia.

Esos dos amores opuestos los encontramos también, expresados de una forma algo diferente, en la Primera Carta de San Juan, donde en el capítulo II, versículos 15 al 16, San Juan nos dice:
Hijitos míos, no améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él [son dos amores antagónicos, no se puede amar al Padre y amar al mundo. El mundo es la organización social y la civilización que crean los hombres que están sumergidos en la ignorancia de Dios, en el pecado, incluso en el rechazo de la revelación histórica del Hijo. El amor del Padre, entonces, es incompatible con el amor del mundo, no se puede amar al Padre –que conocemos a través de Nuestro Señor Jesucristo– y amar al mundo que Jesucristo nos ha mostrado como malo, equivocado y ciego para los bienes de Dios. Son amores incompatibles, como los apetitos de Pablo eran incompatibles].
Y sigue San Juan: Todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne [que son los apetitos instintivos], la concupiscencia de los ojos [que son los apetitos más espirituales] y la vanagloria de la riqueza– [o la soberbia de la vida] no viene del Padre sino del mundo.
¿Y que es lo que nos puede orientar en la elección entre un apetito y otro?, ¿por qué no podemos amar al uno y al otro?, nos lo explica inmediatamente San Juan a continuación diciendo:
Porque el mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre. Hay que elegir entre lo perecedero y lo eterno, esa es la elección ante la cual nos pone el orden de la caridad.
Tenemos que elegir lo eterno, lo que no pasa, todo lo perecedero pasa. San Pablo va a decir que el que vive para la carne muere con la carne, en cambio quien vive para el Espíritu vivirá eternamente, es una elección entre lo transitorio, lo fugas, lo temporal puramente, lo intraterreno, y esta otra dimensión que, sin arrebatarnos de la tierra ni del tiempo, no coloca en ella en plena verdad, poniéndolo a la luz de la verdad.

La acedia tiene, por lo tanto, como fundamento este conflicto de los amores, este conflicto de las pasiones que tiene su raíz en el desorden del pecado original, que desordenó a las potencias que ya no obedecen a la razón.

En su libro “Cruzando el Umbral de la Esperanza” decía Juan Pablo II, refiriéndose a esta acedia tal como se manifiesta en la cultura, que:
El pecado original es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es tan sólo la violación de una voluntad positiva de Dios [no es solo la desobediencia], sino también, y sobre todo, la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad de Dios [es decir hay una mirada sobre Dios de ignorancia, que se lo ve como rival, no como Padre no como amoroso].
Poniendo en duda la verdad de Dios que es amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo [eso explica que esta cultura mire a Dios no como bueno sino como amo].
Aquí se refiere a la filosofía de Hegel, a la dialéctica del amo y del esclavo, a Dios como rival del hombre y al hombre como rival de Dios, un poco como la visión del mito de Prometeo, que Prometeo tenía que robarle el fuego a unos dioses avaros.
Así el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre, en consecuencia el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios [lo ve como un enemigo a Dios, por eso le teme].
Y este mismo sentimiento contradictorio en el hombre, en el ser humano, entre una atracción –por un lado– hacia Dios y un temor hacia Dios, la afirma el historiador de las religiones Mircea Eliade diciendo que hay en el hombre una fascinación hacia Dios y al mismo tiempo hay como un temor de Dios.

Temor que no es el temor bíblico de Dios, el temor bíblico de Dios es el respeto, sino un miedo a Dios, como posiblemente amenazador y malo, como algo que amenaza a una parte de mi ser.

A esto se refiere San Juan también con su sabiduría, en su primera carta, en el capítulo IV, versículo 18, donde nos dice: El amor perfecto exorciza el miedo. La caridad perfecta que es la caridad filial, cuando conocemos a Dios como Padre, como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, y cuando participamos nosotros en el amor de Cristo, eso exorciza el miedo, exorciza la acedia, lo que nos hace ver a Dios como malo. Acá tenemos, entonces, la confirmación de que este fenómeno de la acedia es un fenómeno demoníaco un fenómeno diabólico.

Cuando se pregunta sobre los remedios para la acedia puede haber dos pre-comprensiones acerca de lo que es un remedio, que parten de dos visiones del hecho cristiano: Habrá que pensar en remediar la acedia o habrá que pensar, más bien, en cultivar y preservar la gracia de la caridad allí Dios la ha puesto y nos ha encargado cultivarla.

El mejor remedio es conservar la salud, así el mejor remedio contra la acedia es conservar la gracia y por lo tanto ser fieles a la gracia. Es lo que Nuestro Señor Jesucristo nos dice: “Permaneced en mi amor, yo os he dado ya el don del amor, permaneced en ese don”, lo habéis encontrado, hay que ser fieles a la gracia primera.

En eso está toda la vida cristiana, y en el permanecer fieles a la gracia primera está también la posibilidad de que Dios siga obrando en nosotros para concedernos los bienes que vienen, que no son tampoco fruto de nuestro esfuerzo, sino que son dados por nuestra fidelidad a la gracia primera, el permanecer fieles a lo que Él comenzó a hacer permite que Dios siga actuando en nosotros.

En la otra visión, parece como que Dios ha hecho algo en nosotros y nos ha largado a caminar por nuestra cuenta y todo dependería ahora de nuestro esfuerzo.

Dependería de nuestro esfuerzo el sanarnos de una acedia que nos ha sucedido en el camino como una especie de episodio.

Pienso que en la primera visión nos mantenemos en el gozo inicial, y que la segunda visión, puede ser –sin que lo advirtamos– muchas veces causada por una acedia que se extiende entre los creyentes y crece porque se pierde de vista el gozo de la obra divina realizada en nosotros, el gozo de la salvación, que es lo que debemos celebrar en nuestro culto.

Nos ocupamos ahora de pensar un poco sobre los remedios para la acedia. Una parte del remedio del mal está en conocer el mal, el Arcipreste Alfonso Martínez de Toledo, el Arcipreste de Talavera allá por el siglo XV, que el bien no seria sentido si el mal no fuese conocido, porque alguien puede decir “bueno, pero esta extensa disertación del mal de la acedia, ¿no es algo negativo, algo un poco pesimista, hablar tanto del mal?”, yo creo que la sabiduría del Arcipreste nos dice que ocuparse del mal nos permite conocer el bien y nos permite sobre todo defender el bien contra el mal que lo ataca.

Y ya, como sucede en psicología, conocer el mal espiritual que afecta a una persona, es ya parte de la curación. Un buen diagnostico es la mitad del tratamiento, conocer bien el mal es ya un principio para darle remedio.

Y los Santos Padres, que lo conocían bien, nos dan el remedio de la acedia diciendo que para conocer la bondad de Dios, y defenderse de la acusación contra Dios, hay que reconocer los bienes concretos que hemos recibido del Señor, y por lo tanto hay contemplar los bienes, los bienes particulares de creación, de salvación personal, lo que nos ha dado nuestra vida espiritual, la gracia que hemos recibido en los sacramentos, lo que hemos recibido –también- de las personas creyentes, todo el bien que hemos recibido en la Iglesia, pero también el bien que Cristo ha hecho históricamente, y por eso la Santa Madre Iglesia nos recuerda –con el año y el ciclo litúrgico– una y otra vez la revelación histórica de Dios, los misterios de su revelación en la historia.

Volver a recordar la encarnación del Verbo, su nacimiento, su Pasión y Muerte, su Resurrección, la contemplación de estos misterios, y la gratitud por estos misterios que la Iglesia celebra es un remedio contra la acedia, lo mismo que la contemplación de las gracias personales.

Pero no bastan los remedios individuales que apuntan a las personas, hemos dicho ya en esta serie, que la acedia es un mal de la cultura, que hay una civilización de la acedia, una civilización de la acedia que enseña que Dios es malo, que la religión es mala, que la revelación histórica es falsa o dañosa, y que eso lo hace, en las cátedras académicas o populares, de muchas maneras.

Vivimos en una sociedad que tiene sus resortes ya armados para rechazar la fe, la vida cristiana, la Iglesia, con calumnias muchas veces, con persecuciones violentas o solapadas.

Por lo tanto, para remediar la acedia también tenemos que pensar en que este mal también tiene que ser tomado en cuenta en la dirección espiritual, tiene que ser tenido en cuenta en la teología pastoral, tiene que ser tenido en cuenta en su carácter demoníaco, también en el envío misionero. Si Nuestro Señor Jesucristo nos envía a predicar, nos envía con poder de expulsar demonios.

Si no conocemos a aquel demonio que hace que las hace que las almas pueda considerar malo el Dios que nuestro mensaje les presenta, sino conocemos ese demonio, no podemos exorcizarlo, y muchas veces él –como ha sucedido en algunos casos que uno puede conocer– se apodera del mismo evangelizador, lo desanima, lo convence de que ese mensaje del que es portador no es interesante para el mundo de hoy, que debe adaptarlo o transformarlo a la medida de la aceptación de las personas que con acedia rechazan los aspectos de ese mensaje que su mal interior les impide recibir.

La acedia tiene dimensiones de civilización, el remedio de los vicios de una civilización debe investir dimensiones de civilización, es una tarea que excede nuestra capacidad individual, es una tarea –diríamos– de la Iglesia, de los medios que Cristo le ha dejado a la Iglesia, de los sacramentos, de la santidad de la Iglesia.

Hablando del remedio para la civilización de la acedia pensamos espontáneamente en la civilización del amor que vienen reclamando proféticamente los Papas, ellos han intuido –de pronto– que contra una civilización que peca contra el amor el único remedio está en procurar una civilización del amor.

Con esto queridos hermanos hemos tratado de resumir brevemente estas reflexiones, esta doctrina de los Santos Padres acerca de las causas de la acedia y de sus remedios, los esperamos en el próximo episodio, hasta entonces nos despedimos deseándoles la bendición de Dios.
 

Lucha y victoria sobre la acedia

 

Lucha y victoria sobre la acedia

A lo largo de nuestros
encuentros en que nos hemos ido ocupando de este fenómeno, hemos ido apreciando la importancia que tiene y como y como ignorar la acedia es ignorar un aspecto esencial del mensaje cristiano, de la revelación de Dios, de la revelación cristiana.

En este espacio nos vamos a ocupar por lo tanto de la lucha que implica la acedia para el hombre creyente, la lucha espiritual, que a comenzado con Cristo pero sigue empeñándose con la Iglesia a lo largo de los siglos, y la victoria sobre la acedia que Nuestro Señor Jesucristo nos promete y nos asegura si permanecemos fieles a Él y lo seguimos.

Victoria que es el triunfo del amor sobre el desamor, porque, hemos visto al comienzo de esta serie, que la acedia es el pecado contra la caridad.

Recordemos como el Catecismo de la Iglesia Católica enumeraba los pecados contra la caridad diciendo que eran: indiferencia, ingratitud, tibieza, acedia y odio a Dios.

Y decíamos que, en el fondo, todos ellos se reducen a la acedia o son distintas formas de la acedia, son defectos del amor.
1.- La indiferencia ante el que nos ama;
2.- La ingratitud ante el que nos ama;
3.- La tibieza en el amor al que nos ama; o
4.- El odio al que nos ama.
Son todas formas de la debilidad del conocimiento del bien, o de confundir el bien con el mal. Esa es la acedia.

Pero esta descripciones teóricas que hemos hecho nos pueden hacer olvidar o perder de vista que estos son fenómenos personales, que lo que está en juego aquí es la lucha entre el creador y la creatura libre que puede rebelarse contra el creador, y Satanás es eso, el demonio es eso, es un ángel de luz que se revela contra Dios y dice no serviré, que considera que Dios es malo, y que por lo tanto trata de destruir la obra creadora de Dios, especialmente destruir al ser humano, al varón y a la mujer, abolir la obra de Dios.

Ya en el comienzo de la Sagrada Escritura aparece esta lucha. Dios, en el primer acto de la creación del Paraíso, crea al barón y a la mujer, los destina a un destino glorioso, a gobernar todas las cosas, a entregarle el mundo como regalo de bodas... y en el segundo acto aparece inmediatamente la serpiente oponiéndose a este plan de Dios y tratando de destruirlo, trata de abolir el plan, pero no sólo el plan, sino de abolir al varón como varón, y a la mujer como mujer.

Y logra, parece, en un tercer acto vemos las penas de lo que ha logrado ese ataque demoníaco intentando abolir al varón y a la mujer, y por lo tanto su amor, y su descendencia, y gobierna una humanidad amorosa de Dios sobre las criaturas, participando en el gobierno de la Divina Providencia.

Esa lucha está entablada, en esa lucha llegamos hasta nuestros tiempos, pero ha habido un acto nuevo que es el de la encarnación del Verbo, en el que el Verbo ha venido para remediar y para desarticular ese esfuerzo de demolición de las fuerzas demoníacas.

Nuestro Señor Jesucristo en su última cena, cuando está por despedirse de sus discípulos rumbo a la pasión, les dice:
Yo no estoy solo porque el Padre está conmigo. Estas cosas las he hablado con ustedes para que tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación, pero ¡confiad! yo he vencido al mundo.
Jesús nos anuncia que tendremos tribulaciones en este mundo, no podemos ilusionarnos los cristianos, no es el discípulo mayor que su maestro, anuncia Jesús en otro pasaje del Evangelio, “sí a mi me han perseguido, a vosotros os perseguirán”, “el que a vosotros desprecia, a mi me desprecia, y el que me desprecia a mí desprecia a aquel que me envió”, estamos en esa comunión con el Padre y con el Hijo y por lo tanto “si por eso queréis matarme –va a decir Jesús– es porque no conocéis al Padre”. Y por lo tanto, la oposición a Cristo, la oposición en el martirio, es consecuencia de esta lucha que está entablada.

Jesús nos anuncia la lucha pero nos anuncia la victoria, y es a esto a lo que quería dedicar con ustedes este tiempo, leyendo algunos textos de la Sagrada Escritura que nos iluminan sobre esto.

Otro texto de la victoria, en la primera carta de Juan, en el capítulo V, dice:
Porque este es el amor de Dios que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados. (1 Jn 5, 3)
Claro, para los hijos no son pesados los mandamientos del Padre, porque si amamos al Padre hacer su voluntad no es pesado, el amor hace liviano inclusive aquello que para otros puede parecer imposible, el amor facilita todas las cosas, y continúa San Juan:
Porque todo –todo hijo de Dios– el que ha nacido de Dios vence al mundo (1 Jn 5, 4)
El Hijo de Dios vence al mundo, Cristo ha vencido al mundo, y nosotros participamos en esa victoria si vivimos como hijos.
Y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe.(1 Jn 5, 4).
¡Qué profundidad la de este texto, queridos hermanos!, hay que dejar que este texto ilumine nuestra vida, nuestra fe nos da la victoria sobre el mundo, no nos la da acciones exteriores, podemos aparecer como derrotados ante el mundo por mantenernos creyentes y vivir nuestra fe, como los mártires parecieron quizás débiles o vencidos ante el mundo pero fueron vencedores porque mantuvieron su fe hasta el final.

Esta es la visión que Cristo tiene acerca de la victoria, hay una revelación acerca de nuestra lucha, de las características de nuestra lucha, de la naturaleza teológica, religiosa, de nuestra lucha, y de cual es también la victoria que se nos promete, si nosotros permanecemos creyentes hasta el fin vencemos al mundo, el mundo no ha podido nada en nosotros.

Cuando más el mundo parece poderoso ante nosotros, cada uno de nosotros puede experimentar y decirse pero a mí no me ha vencido, ¿como es posible que un mundo tan poderoso, ante el cual sucumben tantos que yo he conocido, incluso sacerdotes o gente que parecía santa y ha sucumbido ante el mundo, qué pasa conmigo que no he sucumbido?, ¿a qué se debe esta victoria de la gracia en mí, que yo experimento como algo superior a mis fuerzas porque soy bien consciente de mi debilidad?.

Nuestra lucha, queridos hermanos, nos la explica San Pablo en la carta a los efesios, en el capítulo VI, versículo 10 y siguientes, diciéndonos, exhortándonos a que nos fortalezcamos en el Señor, en su ejemplo, en la comunión con Él, diciendo:
Por lo demás, confortaos en el Señor y en el poder de su fuerza. (Efesios 6, 10)
Fíjense en la redundancia esta: la fuerza nos viene del Señor, y continúa:
Revestidos de la armadura de Dios –como los antiguos soldados que se revestían para el combate con una armadura–, para que podáis sosteneros ante las asechanzas del diablo. (Efesios 6, 11)
¿Cómo?, ¿acechanzas del diablo?, ¿vamos a luchar contra el diablo?, sí, nos dice Pablo, y nos explica:
Porque nuestra lucha no es contra no es contra carne y sangre. (Efesios 6, 12)
Es decir no es contra seres humanos, podrán parecer pero son servidores de una fuerza superior que los mueve y que de pronto ellos mismos ignoran.
Sino que nuestra lucha es contra los principados, las potestades, los poderes de las tinieblas de este mundo y de este siglo (Efesios 6, 12)
Es decir los ángeles caídos, el príncipe de este mundo que lo maneja. Claro porque el demonio en el Paraíso se anotó una victoria que fue hacer que nuestros primeros padres pecaran y que todos nosotros naciéramos con el pecado original, por lo tanto los hombres pecadores, que nacen con el pecado original, ya desde Babel, desde esa ciudad que se quiere levantar hasta alcanzar a Dios y usurpar el poder divino, está herida por el pecado original, y por lo tanto nuestra lucha es contra esos hombres carnales que no han sido redimidos, que no conocen el amor de Dios, y que se oponen al amor de Dios movidos por el espíritu de acedia que los hace considerarnos malos.

Nuestra lucha no es contra ellos, es contra los poderes de las tinieblas, y entonces nos exhorta San Pablo a:
Por eso, tomen la armadura de Dios para que puedan oponer resistencia en el día malo –y, así, prevenidos con todos los aprestos de un militar–,y sosténganse firmes en esta lucha.
Pónganse de pie, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia, calzados los pies con la preparación pronta para el evangelio de la paz, embrazando en todas ocasiones el escudo de la fe, con que podéis apagar todos los dardos encendidos del malvado.
Tomad también el yelmo de la salvación, la espada del Espíritu Santo, que es la palabra de Dios; siempre en oración y súplica.
En todo tiempo en el Espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y súplica.
(Efesios 6, 13-18)
Claramente aquí Pablo nos pone que nuestro enemigo principal es el príncipe de este mundo, es el demonio, pero nosotros luchamos con el Espíritu Santo. Todas esas alegorías que hace Pablo, esas corazas, son las obras del Espíritu Santo, el Espíritu Santo nos fortalece, él es el gozo del Señor en nuestra fortaleza en este combate.

Pero nuestro combate –nos dice la tradición cristiana– es contra el príncipe de este mundo en primer lugar, pero el príncipe de este mundo organiza a los hombres que le pertenecen, a la raza de serpientes que dice Nuestro Señor Jesucristo, a los hijos de Satanás; los organiza en lo que la Escritura llama el mundo, la sociedad perversa, la Babilonia.

San Agustín va a hablar de que existen en la historia dos ciudades, la Babilonia y la Jerusalén, la Jerusalén es la Iglesia, es la que ama a Dios y aborrece el mundo y la Babilonia es la que ama el mundo y aborrece a Dios. Nosotros pertenecemos a la Jerusalén celestial, queremos pertenecer a ella, estamos en lucha con la Babilonia.

Pero también, en ultimo lugar, nuestro enemigo es nuestra propia carne herida por el pecado original, de modo que nosotros luchamos contra la carne, contra el mundo y contra el príncipe de este mundo.

La lucha contra la carne nos la explica San Pablo principalmente en el capítulo VII de la carta a los romanos, donde habla de esa lucha que experimenta el hombre en si mismo:
Porqie se que no habita en mi el bien –quiere decir la carne, la carne para San Pablo es el hombre herido por el pecado original y todavía no sanado por la gracia–, quiere decir, en mi carne cosa buena; porque querer el bien lo tengo a mano, pero el poner en obra lo bueno no. (Romanos 7,18)
Conozco los valores, pero me falta la virtud para ponerlo en práctica.
Porque no es el bien que quiero lo que hago, antes el mal que no quiero es lo que obro. (Romanos 7, 19)
Quiero hacer el bien y obror el mal, se que obro el mal y no me puedo corregir. Los adictos sí podrán comprender esta ley que tienen en su corazón, quisieran dejar la adicción y no logran salir de ella porque se ha convertido como en una cárcel, eso es la prisión de la carne, de eso nos tiene que librar el Señor también, del desorden de nuestras pasiones que nos quitan la libertad y nos hace adictos al mal, a un mal que reconocemos pero que no podemos zafar.

Esa es la lucha contra la carne, también sobre eso el Señor nos asegura la victoria, dice San Pablo al final del capítulo VIII, precisamente después de hablar de la vida en el espíritu y la libertad de los hijos de Dios, animando a los cristianos a esta lucha, diciendo:
¿Qué diremos pues a estas cosas? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Aquel que a su propio hijo no le perdonó, sino que que por nosotros lo entregó. (Romanos 8, 31-32)
Como no juntamente con el nos dará la gracia en todas las cosas. Un mensaje hermoso para quienes están sufriendo la adicción, no deben bajar los brazos, deben acercarse al Cristo victorioso para participar en su victoria.
¿Quien presentará acusación contra los elegidos de Dios? Dios es quien justifica ¿Quién será el que condene?.
¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; o más bien el que resucitó, quien así mismo esta a la diestra de Dios e intercede por nosotros?
(Romanos 8, 33-34)
¿Quién nos apartará de este amor de Cristo?, el espíritu de la acedia es quien nos quiere apartar de Cristo, la tribulación de las persecuciones, la angustia, el hambre, desnudez, el peligro, la espada, las carencias humanas. Según está escrito:
Por tu causa somos matados todo el día. (Romanos 8, 36)
En todas estas cosas –dice Pablo, y esta es la frase que culmina todo esto–, soberanamente vencemos por obra de aquél que nos amo. (Romanos 8, 37)
Aquí esta la victoria, después de hacer la enumeración de las cosas que pueden erosionar nuestro amor a Dios y frenarnos en el camino que vamos corriendo hacia el amor de Dios que nos alcanzó primero, en todas estas cosas el Cristiano súper vence.

En griego usa una expresión muy fuerte hypernicomen súper vencemos por aquel que nos amó.

Acá tenemos entonces la victoria sobre la carne, la victoria sobre el mundo, la victoria sobre Satanás.

Otro texto que quiero comentar con ustedes, es el de la carta a los gálatas, capítulo 5, que nos explica muy bien la causa de la acedia y la naturaleza de esta lucha que se entabla en nosotros, que tenemos entablada también a nivel de nuestra carne, pero que podemos ver después entablada en el mundo y dirigida, teledirigida, por el príncipe de este mundo.

En el capítulo V de la carta a los gálatas San Pablo nos dice:
Vosotros fuisteis llamados a la libertad hermanos, sólo que no toméis esa libertad –la libertad de ser hijos para hacer la voluntad del Padre– como pretexto para soltar las riendas a la carne –es decir a las pasiones–. Sino que por la caridad –por el amor al Padre– haceros servidores los unos de los otros –servirnos como hermanos en el camino al Padre–. Porque la ley entera condensa su plenitud en una sola palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Pero si los unos a los otros os mordéis y devoráis, mirad no os aniquiléis los unos a los otros.
(Gálatas 5, 13-15)
Este es el escándalo de la división entre los cristianos que se debe a una debilidad en su espíritu filial, ¿por qué no nos sentimos y vivimos como hermanos?, ¿por qué no vivimos con intensidad nuestro ser hijos?, y muchas veces nos esforzamos en remediar las divisiones tratando de cultivar la fraternidad y eso es inútil, tenemos que tratar de fomentar y cultivar nuestra filialidad, unirnos al Padre como hijos, eso nos une como con redundancia, a los demás como hermanos. Si no estamos unidos todos al Padre, no podemos estar unidos entre nosotros.

La debilidad de la unidad de los cristianos se debe a esa debilidad de su unión amorosa con Dios Padre. Y esto ocurre por la acedia, por la tibieza, por la tibieza del amor al Padre somos tibios en nuestro amor fraterno.
Si los unos a los otros os mordéis... os aniquilaréis. Digo pues, caminad en Espíritu y no daréis satisfacción a las concupiscencias de la carne. (Gálatas 5, 16)
Acá están los dos polos que hay en nosotros a los que se refería San Pablo cuando hablaba de esa lucha que hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero, y continua:
Porque la carne tiene deseos contrarios al Espíritu, y el Espíritu deseos contrarios a la carne.
Este antagonismo entre carne y Espíritu que es una lucha que está dentro de nosotros, porque en nosotros está el pecado original y en nosotros está la gracia luchando uno contra el otro.

Esta oposición entre la carne y el Espíritu nos divide interiormente y explica por lo tanto los momentos de acedia y las tentaciones de acedia que nosotros podemos padecer, la que vimos que padecían los monjes, ,la que vimos que padecían los perseguidores y los perseguidos.

Hay apetitos contrarios de la carne y del Espíritu, el Espíritu ama a Dios y quiere el amor de Dios, y ese amor de Dios muchas veces implica el sacrificio de los apetitos de la carne, implica sufrimiento, el amor sacrifica. El amor sacrifica.

Esta oposición de los deseos de la carne opuestos a los deseos del Espíritu, y los deseos del Espíritu opuestos a los deseos de la carne, son los que explican la posibilidad de que el demonio intervenga en nosotros, oponiendo precisamente nuestros buenos deseos espirituales, oponiéndoles la rebeldía de nuestra carne, la rebelión de la carne, como vimos que sucedía en la acedia en los monasterios.

Para terminar este espacio, veamos un poco lo que nos dice San Pablo acerca de las obras de la carne y los frutos del Espíritu. Fíjense que va a oponer obras de carne –por que son obras nuestras– y frutos del Espíritu porque son lo que la gracia produce en nosotros como un fruto, como un fruto espiritual, fructifica en nosotros la vida divina. No son obras nuestras, son obras que recibimos. Son nuestras pero las recibimos del Padre.

Dice Pablo: Si os dejáis llevar por el Espíritu no estáis bajo la presión de la ley. Porque son patentes las obras de la carne: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas –discusiones, riñas, divisiones–, envidias, furores –ira–, provocaciones, maltrato, banderías –partidos, sectas, separaciones de personas–, homicidios –se puede matar de hecho o de palabra–, borracheras, adicciones, comilonas y cosas semejantes a estas, sobre cuales os prevengo, como yo os previne que los que tales obras hacen no entrarán en el Reino de Dios. (Gálatas 5, 18-21)
Es decir no serán hijos, los que hacen estas cosas no viven como hijos, el Reino de Dios es la condición filial misma, es ser hijo, el que obra estas cosas no es hijo.
Pero los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia –longanimidad–, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia. Frente a tales cosas no tiene objeto la ley. (Gálatas 5, 22-23)
Y en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó.


La Civilización del Amor

 


Bienvenidos a este último capítulo de nuestra serie “El Demonio de la
Acedia”, quiero dedicar este programa a mediar con ustedes sobre lo que los últimos Papas, en realidad los Papas desde el siglo XIX en adelante, que nos han venido hablando sobre la Civilización del Amor y ponerla –para comprenderla bien– en la clave de la revelación de Nuestro Señor Jesucristo: vivir como hijos, vivir como el Hijo.

El Papa León XIII, en tiempos en que la economía se había hecho muy inhumana, publicó la Encíclica Rerum Novarum acerca de las cosas nuevas, defendiendo precisamente una economía más humana, una economía que tuviera en cuenta al ser humano y que no explotara al ser humano en beneficio de la pura ganancia, sin otra consideración que la ganancia, una economía que se deshumanizaba.

Y así los Papas posteriores hablaron de la instauración de todas las cosas en Cristo, como era el lema de Pío X, que hablaba de instaurar las cosas en Cristo de modo que a las sociedades se las invitaba a dejarse imbuir de estos principios cristianos y no se desanimaba por encontrar en los príncipes de este mundo, en los gobernantes de este mundo, una resistencia y una sordera para escuchar sus exhortaciones a abrirse a los principios cristianos para la construcción de la sociedad, para el gobierno de los pueblos.

Así fueron siguiendo las encíclicas en los años siguientes –después de la Rerum Novarum– la Populorum Progressio, la Mater et Magistra... a los cien años de la Rerum Novarum la Sollicitudo rei socialis, hasta que llegamos a la última encíclica destinada a las cuestiones sociales de Benedicto XVI: Caritas in Veritatis, allí nos dice el Papa que la Caridad se realiza en la Verdad e invita por lo tanto a que también se tenga en cuenta la verdad revelada en los asuntos del gobierno de la sociedad.

Esta insistencia del Papa en abrirse a la verdad revelada la repite de muchas maneras, ya lo había dicho en el famoso discurso en la Universidad de Ratisbona, allí dirigiéndose al mundo universitario reflexionaba con ellos diciendo que una razón que no se reconoce limitada es irracional, que la razón racional reconoce que tiene límites en el poder alcanzar el conocimiento de las cosas y que por lo tanto es razonable abrirse a otras fuentes de conocimiento que vienen de fuera del ámbito de la razón, y especialmente el Papa se refería a la revelación cristiana, dijo que es razonable abrirse a la revelación cristiana, que ello no es algo contrario a la razón, y que de eso teníamos ejemplo en la historia de la Iglesia, así como la fe se había abierto a la razón, la razón se había abierto a la fe, y con eso se habían enriquecido mutuamente para dar origen a los siglos cristianos y a un crecimiento de la civilización occidental.

Lo que les dijo a los universitarios lo dice ahora –con la Encíclica Caritas in Veritatis– a los gobernantes de este mundo, diciéndoles que se deben abrir a la verdad.

Por lo tanto la caridad es la verdad acerca del amor, es la que inspira al ser humano, debe inspirar al individuo pero también a la sociedad, y solamente de esa manera se puede realizar el bien común.

Ya en la carta sobre el amor humano el Papa había dicho que si los gobernantes se desentienden del bien común se transforman –y asombra la dureza de estas palabras en Papa– en una mafia de ladrones. Si se desinteresan del bien común, y ponen su gobierno puramente al servicio de los intereses comerciales y económicos, entran en una mafia de ladrones.

Pero esta civilización del amor de la que nos hablo Pablo VI, este reinado social de Jesucristo, que no debemos entenderlo como un mandato utópico de una instauración de un reino mesiánico sobre la tierra; sabemos, y los Papas que nos hablan de esto lo saben perfectamente bien, que hay fuerzas históricas que se oponen al reino de Dios.

Ya el Papa Juan Pablo II en su carta sobre el Espíritu Santo había hablado de las resistencias históricas a la acción del Espíritu Santo, refiriéndose nominalmente al materialismo, como la ideología materialista es un obstáculo que se opone a la acción del Espíritu Santo y explícitamente en las ideologías que las inspira, que precisamente se oponen a la fe en el Espíritu Santo y la consideran una alienación.

¿Cómo logramos entonces la civilización del amor?, ¿cuál es el principal camino?, es el dejarnos engendrar por el Padre, el que el Padre pueda construir con nosotros como piedras vivas esa Jerusalén celeste, esa casa de los hijos de Dios, que se va construyendo en la historia y que culminará en la Jerusalén celestial.

Y ¿cómo es que nosotros nos dejemos engendrar por el Padre celestial?, eso vino a enseñarnos Nuestro Señor Jesucristo.

Estoy predicando en muchos lados el Sermón de la Montaña precisamente como el núcleo central de la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, qué el predicó sin duda no sólo en la montaña, sino en la llanura, en el lago y en muchos lados.

¿Y que viene Nuestro Señor Jesucristo a enseñarnos?, no es una doctrina ajena a lo él mismo es como ser humano y como persona del Verbo hecho hombre, es él mismo, el Hijo eterno de Dios que vive en su naturaleza humana lo mismo que él vive divinamente en su naturaleza divina, el recibirse del Padre, es Dios capaz de recibir amor, el Padre es la fuente del amor en la Santísima Trinidad, es Dios en cuanto ese impulso de darse enteramente sin ningún interés, sin ningún deseo de dominar sino por pura donatividad. Por eso las desconfianzas frente al Padre, los miedos frente al Padre, son irracionales no son verdaderos.

Sólo puede tener miedo al Padre –tal como lo reveló Nuestro Señor Jesucristo– alguien que está en la ignorancia o en error, el Padre es deseo purísimo de donación, se lo manifiesta en el padre del hijo pródigo que ama tanto al pródigo como al acedioso (al hermano mayor), el Padre se entrega totalmente pero no hay otro Dios a quien el pueda entregarse, solo puede entregarse a sí mismo, y Dios en cuanto a que es capaz de recibirse a sí mismo, de recibir todo el amor que es capaz de dar, es el Hijo, el Hijo es por lo tanto receptividad divina pura de amor divino que se entrega puramente.

Y ese es el que se hace hombre, ese es el que toma una humanidad, y eso es el que nos quiere venir a enseñar: que también nosotros nos dispongamos, abramos todo nuestro ser y nuestro corazón para recibir ese amor de Dios en la plenitud de lo que Él quiere darnos y nosotros somos capaces de recibir. Eso viene a enseñarnos Nuestro Señor Jesucristo, toda su doctrina se resume en eso.

Desde el comienzo del Sermón de la Montaña él nos dice que los hombres deben ver nuestras obras buenas filiales para glorificar al Padre, que nosotros no debemos buscar nuestra propia gloria, que si somos hijos viviremos para glorificar al Padre de quien lo recibimos todo, y que si vivimos así entonces el Padre nos bienaventurizará.

Las ocho bienaventuranzas son las obras del Padre con los que viven como hijos, y esa bienaventuranza que el Padre da a sus hijos redunda en gloria suya, y hay una corriente entonces, como una especie de competencia, de rivalidad, por quien glorifica a quien, el Hijo glorifica al Padre y el Padre se empeña en glorificar al Hijo, por eso cuando el Hijo manifiesta en la cruz su amor de Hijo al Padre, entregándole su espíritu, entregándose totalmente en sus manos porque se reconoce totalmente venido del Padre, en ese momento el Padre también –como respondiendo a esa entrega del Hijo– le da vida nueva, lo resucita, porque no puede entregar a la muerte a quien se entrega asi al Padre.

El Hijo se entrega totalmente, “en tus manos encomiendo mi espíritu”, y el Padre lo resucita al tercer día, todo esto sucede –queridos hermanos– para nuestra enseñanza y nuestro ánimo.

Si el Padre hubiese querido instalar sobre la tierra una civilización del amor al modo mesiánico, el Hijo lo habría hecho, pero no lo quiso hacer para enseñarnos a nosotros que tampoco es esa nuestra tarea en la historia, que nuestra tarea es dejarnos engendrar por el Padre, y al Padre le corresponde decidir de que manera nuestra docilidad le permite a Él actuar también alrededor nuestro, porque volcándose en nosotros, en sus obras y en sus palabras, se hará no nuestro plan sino la voluntad divina y el plan divino el que obra a través de nosotros, obras que excede nuestro conocimiento y nuestra capacidad.

Nuestro Señor Jesucristo, verdadero hombre, se reconocía totalmente movido por el Padre. Dice en el Evangelio de San Juan, “yo no puedo hacer nada que no vea que mi Padre hace”, cuando le reprochaban que el violaba el sábado porque obraba en el sábado milagros dice “mi Padre también obra en sábado”, Jesús –por lo tanto– hace lo que recibe del Padre y cuando él habla dice “no puedo decir nada que no oiga decir a mi Padre”.

Jesús es como el reflejo perfecto del Padre, no tiene nada propio, ni necesita tenerlo, porque confía que el Padre se lo entrega y le hace ser y le mantiene en el ser. El es el Hijo de Dios desde siempre y para siempre, eternamente, sin principio ni fin, engendrado por vía del conocimiento, el Padre se conoce y ese conocimiento perfectísimo de sí mismo es el Hijo.

Él nos viene a dar a conocer al Padre, Jesús dice “al Padre nadie lo vio jamás”, el Hijo de Dios que vive eternamente vuelto hacia el seno de la gloria del Padre, hacia el seno del amor del Padre, ese nos lo dio a conocer. Él es el revelador del Padre.

Pero nos lo revela si lo seguimos en nosotros en el proceso de la generación, dice en el capítulo 19 versículo 28 del Evangelio de San Mateo una promesa de Nuestro Señor Jesucristo: “vosotros, los que me habéis seguido en la regeneración, en los últimos tiempos, cuando venga el hijo de hombre, os sentaréis también con el Hijo en doce tronos”, en esta palabra de Nuestro Señor Jesucristo vemos que no nos pide que lo sigamos como discípulos en una doctrina teórica sino que lo sigamos como discípulos en un proceso de generación, “los que me habéis seguido en la regeneración”.

Nuestra vida cristiana es eso, dejarnos engendrar por el Padre, recibir la gracia, abrirnos a la gracia, ser dóciles a la gracia, quitar impedimentos, renunciar al pecado, es lo que hacemos en el bautismo: renunciar al pecado, al mundo, a Satanás, a sus pompas y sus obras, quedamos así disponibles para que el Padre nos engendre, es ese sacramento del bautismo que se nos concedió una vez al comienzo de nuestra vida cristiana, es el mismo sacramento que debemos seguir viviendo a lo largo de nuestra existencia, quitando los impedimentos, renunciando a Satanás, a sus pompas y sus obras, renunciando al pecado, a la carne y al mundo, quitando obstáculos e impedimentos, dejando al Padre libre para que obre con su gracia, permitiéndole obrar en nosotros.

El Padre no puede obrar en nosotros si nosotros no lo queremos, si le ponemos obstáculos con nuestra voluntad, si nuestra voluntad prefiere otra cosa a su gracia divina, tenemos que poner nuestro deseo en Él, y si estamos así conectados –de corazón a corazón– con este vínculo amoroso a Dios Padre, entonces Él se vale de nosotros y nos hace luz del mundo y sal de la tierra, para eso nuestra justicia –dice el Señor– debe ser la justicia filial, debe ser imitar la perfección del Padre, “ser perfectos cono nuestro Padre celestial es perfecto, misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso”.

¿Y cómo es perfecto y misericordioso?, como Nuestro Señor Jesucristo, “el que me ha visto a mí ha visto al Padre”, y si nosotros –queridos hermanos– tenemos la bienaventuranza envidiable, y que todos debemos anhelar y desear, el mayor bien que podemos soñar en nuestra vida terrena, si nosotros vivimos así entonces el Padre irradia a través de nosotros, como irradió a través de su hijo Jesucristo, en la medida de cada uno, colmados de la gracia, evidentemente los recipientes son distintos, puede haber un vasito pequeño pero estará lleno, puede haber un vaso grande y estará lleno, estaremos colmados de la gracia de Dios en la medida de su deseo, de su designio eterno sobre cada uno de nosotros, pero colmados plenamente y haciendo sobre la tierra lo que el Padre desea que hagamos. ¡Qué maravilla queridos hermanos!, así se construye la civilización del amor, así se va construyendo con piedras vivas y como un templo a la gloria de Dios Padre –con piedras vivas– este templo celestial.

Esta es la vocación que Jesús vino a traernos, la de vivir como hijos, vivir como el Hijo.

Y en el Sermón de la Montaña nos va dando, como en cinco lecciones, las instrucciones para vivir como hijos, vivir para la gloria del Padre y entonces seremos bienaventurados, no querer ser dueños de nosotros mismos ni de nuestro espíritu, sino ser pobres de espíritu y entregarle nuestro espíritu al Padre como Jesús se lo entrego.

En una segunda lección que nuestra justicia supere la de los escribas y fariseos, sin abolir la ley –porque él no viene a abolirla– sino a darle cumplimiento, ya no como una ley con la cual se sirve a Dios en un servicio que puede ser de un servidor pero que todavía no es de hijo, no, ahora es servir al Padre como hijo, esa es la ley plena, y por lo tanto imitar al Padre, en la perfección del Padre, “ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, pero como eso no se puede imitar desde afuera sino desde dentro de la vinculación amorosa con el Padre, más que una ley es un permiso que se nos da, podemos ser perfectos, porque nuestro Padre, el que nos engendra es perfecto, el que nos comunica la vida es perfecto.

Y por eso en la lección central del Sermón de la Montaña Nuestro Señor Jesucristo nos dice “pero ustedes no obren su justicia de hijos de cara a los hombres, pensando lo que van a decir de ustedes los hombres, si los van a alabar, si los van a vituperar, si los van a aplaudir o los van a perseguir, no, ustedes vivan de cara al Padre”, Nuestro Señor Jesucristo nos invita a que el “tú” principal de nuestra vida sea el Padre.

Misteriosamente, paradójicamente, viviendo de cara al Padre es como iluminamos el mundo, si nos ponemos de cara al mundo nos dominan las tinieblas del mundo y no pasa la luz de Dios a través de nosotros, y por lo tanto nos dice Nuestro Señor Jesucristo: cuando ustedes haban misericordia, cuando den limosna, no anden buscando que los hombres vean su bondad, ustedes ocúltense al hacer misericordia y el Padre les enseñará a ser misericordioso como Él lo es, porque su misericordia tiene necesidad de purificación.

La misericordia, sino es la misericordia de los hijos, va a ser la misericordia de los hombres pecadores heridos por el pecado original, que siempre va infusionada de alguna mescla del propio interés o de temor por si mismo al ver la debilidad de aquel a quien se va a ayudar, a veces uno puede tener tal terror a los pobres que quiera que los pobres no existan o también puede suceder que hacemos misericordia con unos siendo injustos con otros, que le quitamos a uno lo que le estamos dando al otro. Nuestra misericordia debe ser LA del Padre, y ¿cómo la podemos recibir sino es viviendo de cara al Padre?, si vivís de cara al Padre, Él os dará de sí, hay traducciones que dicen “os premiará” es una mala traducción del griego, lo correcto es “os dará de sí”, no me va a dar una cosa distinta de lo que el Padre es, me va a dar del Padre mismo, me va a dar de su misma misericordia, de su vida.

En el centro de esta tercera lección está el Padrenuestro, en el Padrenuestro que es el corazón del Sermón de la Montaña Nuestro Señor Jesucristo, después de habernos hablado acerca del Padre, nos pone directamente ahora a hablar con el Padre, y a hablar con el Padre desde los deseos de un corazón de hijo; el Padrenuestro quiere enseñarnos deseos de hijo para poderlos expresar al Padre, tenemos que recibir del Padre también lo que deseamos, Él nos ha dado el deseo para que deseemos lo que Él desea.

¿Y qué le pedimos?, que el sea conocido, que su nombre sea santificado por todos, que la vida filial venga a todos los hombres, que su reino se instale en toda la humanidad, son los deseos del corazón de hijo, que todos te conozcan, que todos vivan como hijos, que todos hagan tu voluntad así en el cielo como en la tierra, esta es la civilización del amor que anhela el corazón de los hijos, que venga el reino del Padre así en el cielo como en la tierra, que se haga la voluntad del Padre, no hay un atajo para lograr la civilización del amor sobre la tierra que no pase por este deseo de los hijos que le ruegan al Padre que Él lo realice.

Después vienen las peticiones para nosotros porque sabemos que estamos en peligro, por que sabemos que nuestro ser filial necesita ser alimentado por el cuerpo y la sangre del Hijo, danos hoy nuestro pan de cada día, el Pan de la Eucaristía, el Pan de tu Palabra, el Pan de tu Espíritu Santo que nos hace hijos, danos también tus consuelos divinos, manifiéstate a nosotros, danos te a conocer Padre para que te conozcamos como hijos.

Y perdona nuestras ofensas, las nuestras, las que más te duelen, las de tus hijos, nuestras desconfianzas, nuestros pecados, nuestras reticencias, nuestros miedos, ¿cómo es posible que tengamos miedo al Padre?, y sin embargo Padre –hoy en día– que poco se habla de ti, a veces que poco incluso en las predicaciones de algunas confesiones cristianas pero también en la Iglesia católica, a veces tú pasas a un segundo plano, se habla de tu Hijo Jesucristo, a veces como Cristo o como Jesús, incluso como el Señor, pero sin poner de relieve de que es el Hijo que nos manifiesta al Padre.

Perdónanos estas ofensas Padre de vivir de espaldas a ti y no conocerte lo suficiente, de no nombrarte, de no anunciarte a los hombres como la Vida, como la fuente de la vida. Y, no nos dejes entrar en la tentación saliendo de la condición de hijos, porque nos acecha el malo líbranos de el.

Estos son los deseos filiales que se nos enseña son lo que tenemos, pero ahora de tú a Tú con el Padre, ¡qué maravilla!, hemos sido introducidos, iniciados en el dialogo con el Padre, queridos hijos, y ahora podemos pedir como dice en el Sermón: pedid y recibiréis, todo lo que pedís como hijos el Padre os lo va a conceder, todo lo que pedís como hijos... ¡pedid la civilización del amor!, claro que si, pedidla, desearla, llorar sobre Jerusalén como el Hijo lloró sobre Jerusalén.

Si conocieras el don de Dios, si esta ciudad conociera el don de Dios, lo que le está prometido, lo que le está ofrecido...

Si nuestra madre Eva pecó por quererse apoderar del amor antes de que el amor le fuera ofrecido y dado, si quiso arrebatar el amor al margen de la libertad divina que iba a donárselo cuando Dios quisiera, en el momento oportuno y predeterminado en su designio eterno, si Eva pecó así,, sus hijos ahora pecamos por menosprecio de un amor que se nos ofrece.

Desde el árbol de la cruz, el fruto del amor de Dios, el cuerpo del amor divino para alimentar nuestro amor filial nos está ofrecido, con que indiferencia lo tratamos.

San Francisco decía llorando, saliendo de una iglesia, “el amor no es amado”, estas palabras me lo recordaba recientemente un amigo comentando estos temas, el amor no es amado, el Padre no es amado, la oferta del amor divino es menospreciada, se da vuelta la cara a la mano tendida... como decía San Pablo, “dejaos reconciliar, yo soy ministro de la reconciliación, Dios viene a vosotros como un suplicante a que os reconciliéis con Él”, y queridos hermanos esta sociedad de la acedia está ireconciliada, es indiferente ante Dios con una indiferencia que esconde el miedo, que esconde la aversión, la incapacidad de darse en Dios, la tristeza y al fin el odio.

Los mártires del siglo pasado en México, en España, en Rusia y en tantos otros lados me asombran –queridos hermanos– porque muchísimos de ellos murieron gritando “¡Viva Cristo Rey!”.

Si yo hubiera pensado lo que voy a gritar cuando me maten, posiblemente gritaría no me maten, y esto que gritaron nuestros mártires no era una consigna, no era algo que llevaban al martirio para que en el momento de estar frente al pelotón de fusilamiento pudieran decirlo, sino que era algo que yo pienso que ellos mismos se sorprendían al sentir brotar de sus labios esas palabras, porque eran dadas por Dios, no eran una consigna ni social ni de la Acción Católica, ni un propósito propio, sino que era algo que el Espíritu Santo gritó a los perseguidores por la voz de los mártires para conversión de los perseguidores, les grito que Cristo es Rey en la muerte de los suyos, que él reina en esos corazones que llegan hasta la muerte, esa es la civilización del amor y está construida, y sigue siendo construida, con esos mártires, ciento cuarenta mil cristianos por año, ciento cuarenta mil católicos por año, dan su vida por Cristo en situaciones de martirio, uno cada cinco minutos, así se está construyendo la civilización del amor sobre la tierra, y de ese reino que se construye con piedras vivas que aman a Dios más que a su propia vida, más que a esta vida terrena, porque saben que el Padre les va a dar vida eterna, con esas piedras se construye la civilización del amor, ¡qué maravilla!.

Queridos hermanos, pidamos al Señor ser piedras vivas de esa Jerusalén celeste y con esa petición me despido de ustedes, pidiendo la bendición del Padre, que Dios todopoderoso los bendiga en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no nos dejes caer en la tentación, en esta civilización de la acedia donde tú nos colocaste, líbranos del malo, del príncipe de la acedia, Amén.

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