Páginas

jueves, 31 de enero de 2013

Echar a volar

Que daño sufren, al comienzo de su vida, quienes tienen todo demasiado resuelto y nada les fuerza a emplear sus propios recursos
 
Echar a volar
Echar a volar
Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó a uno de sus hombres para que los cuidara. Pasado un tiempo, el instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba ya perfectamente entrenado, pero al otro no sabía qué le pasaba, pues desde el primer día estaba posado en una rama y no había forma de que echara a volar, hasta el punto de que tenían que llevarle su alimento a ese lugar.

El rey mandó llamar a varios curanderos y sanadores, pero nadie lograba hacer volar a aquel pequeño animal. Pidió consejo a otros sabios de la corte, pero no hubo forma de moverlo de allí. Por la ventana de una de sus habitaciones, el monarca podía ver que el halcón permanecía inmóvil.

A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. «¿Cómo lo han conseguido? Traedme al autor de ese milagro», dijo el rey. Enseguida le presentaron a un sencillo campesino. «¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo lograste? ¿Eres mago, acaso?». Aquel hombre contestó: «Alteza, lo único que hice fue cortar la rama sobre la que reposaba. El pájaro no tuvo más remedio que empezar a emplear sus alas y echar a volar.»

Este sencillo relato trae a nuestra consideración el daño que muchas veces sufren, al comienzo de su vida, quienes tienen todo demasiado resuelto y nada les fuerza a emplear sus propios recursos. En cambio, en cuanto las necesidades reales se ponen frente a ellos, demuestran enseguida con satisfacción todo el despliegue de sus destrezas y cualidades.

Cuando se facilitan demasiado las cosas a los niños o a los jóvenes, cuando los adultos se adelantan siempre a resolverles sus problemas, o a protegerles de cualquier peligro, o a satisfacer en seguida sus demandas, o a darles la razón en cualquier conflicto con sus amigos o en la escuela, se dificulta seriamente su desarrollo y se fomenta su indiferencia y su pasividad.

Aprender a decir que no, o a decirse a uno mismo que no, es parte importante de la educación. Sobre todo cuando se vive en una sociedad en la que el progreso económico ha llevado a la gente joven a vivir demasiado expuesta ante las solicitaciones de la industria del consumo. Por eso ha llegado a decir Susanna Tamaro que «para ser padre hoy en día hay que ser un héroe y atreverse a decir que no constantemente. La clase dirigente del mañana serán los niños a los que se les haya dicho que no. Serán los únicos que habrán conservado la capacidad autónoma de pensar.»

El futuro de mucha gente depende de que en la familia y en la escuela seamos capaces de resistir frente a esas oleadas de apetencias y de falsas necesidades que despierta y explota el marketing consumista. El éxito de muchos afanes educativos depende en gran medida de que logremos imponer un estilo de vida fundamentado en la alegría y la satisfacción que provienen del esfuerzo, de la austeridad y del servicio a los demás.

Hemos de perder un poco el miedo a que, desde muy pronto, cada uno afronte por sí mismo los pequeños sufrimientos y desengaños que la vida trae consigo. De entrada, porque muchas de esas contrariedades o decepciones que al principio percibimos como negativas, al final resultan ser un estímulo positivo y traen una enseñanza. Y sobre todo, porque superar obstáculos desarrolla capacidades, potencia la tolerancia a la frustración y permite alcanzar lo que realmente se quiere. Porque si tantos chicos y chicas fracasan en la escuela, sin que les falten capacidad intelectual ni recursos personales para rendir bien en sus estudios, parece claro que el problema, el núcleo de lo que les pasa, no es que no puedan, sino que, como a aquel halcón perezoso al que llevaban la comida hasta su rama, no se les ha ayudado lo suficiente a desarrollar su capacidad de querer, es decir, su capacidad de aplazar la gratificación inmediata para alcanzar un objetivo mejor a largo plazo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario