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viernes, 28 de diciembre de 2012

La Anunciación a María

   

 

«En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David: la virgen se llamaba María» (Lc 1,26s).
El anuncio del nacimiento de Jesús está ante todo relacionado cronológicamente con la historia de Juan el Bautista mediante la indicación del tiempo transcurrido tras el mensaje del arcángel Gabriel a Zacarías, es decir, «en el sexto mes» del embarazo de Isabel. Pero ambos acontecimientos y ambas misiones quedan también enlazados en este pasaje por la información de que María e Isabel son parientes, y por tanto también lo son sus hijos.
  • La visita de María a Isabel, que se produce como consecuencia del coloquio entre Gabriel y María (cf. Lc 1,36), lleva aún antes de su nacimiento a un encuentro entre Jesús y Juan en el Espíritu Santo, y en este encuentro queda clara al mismo tiempo la correlación de sus misiones: Jesús es el más joven, el que viene después. Pero es su cercanía lo que hace saltar a Juan en el seno materno y llena a Isabel del Espíritu Santo (cf. Lc 7,41). Así, en la narración de san Lucas sobre el anuncio y el nacimiento aparece ya de modo objetivo lo que el Bautista dirá en el Evangelio de Juan: «Éste es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”» (1,30).
Pero sigamos. Veamos antes el mensaje del ángel, y después la respuesta de María.

El mensaje del ángel

El saludo

En el saludo del ángel llama la atención el que no dirija a María el acostumbrado saludo judío, shalom –la paz esté contigo– sino que use la formula griega chaíre, que se puede tranquilamente traducir por «ave», como en la oración mariana de la Iglesia, compuesta con palabras tomadas de la narración de la Anunciación (cf. Lc 1,28.42). Pero, en este punto, conviene comprender el verdadero significado de la palabra chaíre: ¡Alégrate! Con este saludo del ángel –podríamos decir– comienza en sentido propio el Nuevo Testamento.
  • La misma palabra reaparece en la Noche Santa en labios del ángel, que dijo a los pastores: «Os anuncio una gran alegría» (cf. 2,10). Vuelve a aparecer en Juan con ocasión del encuentro con el Resucitado: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (20,20). En los discursos de despedida en Juan hay una teología de la alegría que ilumina, por decirlo así, la hondura de esta palabra: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (16,22).
  • La alegría aparece en estos textos como el don propio del Espíritu Santo, como el verdadero don del Redentor. Así pues, en el saludo del ángel se oye el sonido de un acorde que seguirá resonando a través de todo el tiempo de la Iglesia y que, por lo que se refiere a su contenido, también se puede percibir en la palabra fundamental con la cual se designa todo el mensaje cristiano en su conjunto: el Evangelio, la Buena Nueva.
  • «Alégrate» –como hemos visto– es en primer lugar un saludo en griego, y así en esta palabra del ángel se abre también inmediatamente la puerta a los pueblos del mundo; hay una alusión a la universalidad del mensaje cristiano. Y, sin embargo, es al mismo tiempo también una palabra tomada del Antiguo Testamento, y por tanto está en plena continuidad con la historia bíblica de la salvación. Han sido sobre todo Stanislas Lyonnet y René Laurentin quienes han demostrado que, en el saludo del ángel Gabriel a María, se retoma y actualiza la profecía de Sofonías 3,14-17, que suena así: «Alégrate, hija de Sión, grita de gozo Israel… El Señor, tu Dios está en medio de ti».
  • No es necesario entrar aquí en los pormenores de una confrontación textual entre el saludo del ángel a María y la promesa del profeta. El motivo esencial por el que la hija de Sión puede exultar se encuentra en la afirmación: «El Señor está en medio de ti» (So 3,15.17); literalmente traducido: «está en tu seno». Con esto, Sofonías retoma las palabras del Libro del Éxodo que describen la morada de Dios en el Arca de la Alianza como un estar «en el seno de Israel» (cf. Ex 33,3; 34,9; Laurentin, Structure et Théologie…, pp. 64-71). Precisamente esta expresión reaparece en el mensaje de Gabriel a María: «Concebirás en tu vientre» (Lc 1,31).
Como quiera que se valoren los detalles de estos paralelismos, resulta evidente la cercanía interna de los dos mensajes. María aparece como la hija de Sión en persona. Las promesas referentes a Sión se cumplen en ella de forma inesperada. María se convierte en el Arca de la Alianza, el lugar de una auténtica inhabitación del Señor.

«Alégrate, llena de gracia»

Es digno de reflexión un nuevo aspecto de este saludo, chaíre: la conexión entre la alegría y la gracia. En griego, las dos palabras, alegría y gracia (chará y cháris), se forman a partir de la misma raíz. Alegría y gracia van juntas.
Ocupémonos ahora del contenido de la promesa. María dará a luz un niño, a quien el ángel atribuye los títulos de «Hijo del Altísimo» e «Hijo de Dios». Se promete además que Dios, el Señor, le dará el trono de David, su Padre. Reinará por siempre en la casa de Jacob y su reino (su señoría) no tendrá fin. Se añade después un grupo de promesas relacionadas con el modo de la concepción. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). Comencemos con esta última promesa.

Por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios

Por su lenguaje, pertenece a la teología del templo y de la presencia de Dios en el santuario. La nube sagrada –la shekiná– es un signo visible de la presencia de Dios. Muestra y a la vez oculta su morar en su casa. La nube que proyecta su sombra sobre los hombres retorna después en el relato de la Transfiguración del Señor (cf. Lc 9,34; Mc 9,7). Es signo nuevamente de la presencia de Dios, del manifestarse de Dios en lo escondido. Así, con la palabra acerca de la sombra que desciende con el Espíritu Santo se reanuda la teología referente a Sión que se encuentra en el saludo. Una vez más, María aparece como la tienda viva de Dios, en la que él quiere habitar de un modo nuevo en medio de los hombres.
Al mismo tiempo, en el conjunto de estas palabras del anuncio se puede percibir una alusión al misterio del Dios trinitario. Actúa Dios Padre, que había prometido estabilidad al trono de David, y ahora establece el heredero cuyo reino no tendrá fin, el heredero definitivo de David, anunciado por el profeta Natán con estas palabras: «Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo» (2 S 7,14). Lo repite el Salmo 2: «Tú eres mi hijo: yo te he engendrarlo hoy» (v. 7).
Las palabras del ángel permanecen totalmente en la concepción religiosa del Antiguo Testamento y, no obstante, la superan. A partir de la nueva situación reciben un nuevo realismo, una densidad y una fuerza antes inimaginable. Todavía no ha sido objeto de reflexión el misterio trinitario, no se ha desarrollado aún hasta llegar a la doctrina definitiva. Aparece por sí mismo gracias al modo de obrar de Dios prefigurado en el Antiguo Testamento; aparece en el acontecimiento sin llegar a ser doctrina. De igual modo, tampoco el concepto del ser Hijo, propio del Niño, se profundiza y desarrolla hasta la dimensión metafísica. Así, todo se mantiene en el ámbito de la concepción religiosa judía. Y, sin embargo, las mismas palabras antiguas, a causa del acontecimiento nuevo que expresan e interpretan, están nuevamente en camino, van más allá de sí mismas. Precisamente en su simplicidad reciben una nueva grandeza casi desconcertante, pero que se desarrollará en el camino de Jesús y en el camino de los creyentes.
También en este contexto se coloca el nombre «Jesús», que el ángel atribuye al niño, tanto en Lucas (1,31) como en Mateo (1,21). El nombre de Jesús contiene de manera escondida el tetragrama (YHWH; cf. Ex 3,1.13-14; 34,6), el nombre misterioso del Horeb, ampliado hasta la afirmación: Dios salva. El nombre del Sinaí, que había quedado como quien dice incompleto, es pronunciado hasta el fondo. El Dios que es, es el Dios presente y salvador. La revelación del nombre de Dios, iniciada en la zarza ardiente, es llevada a su cumplimento en Jesús (cf. Jn 17,26).
La salvación que trae el niño prometido se manifiesta en la instauración definitiva del reino de David. En efecto, al reino davídico se le había prometido una duración permanente: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 S 7,16), había anunciado Natán por encargo de Dios mismo.
En el Salmo 89 se refleja de una manera impresionante la contradicción entre el carácter definitivo de la promesa y la caída de hecho del reino davídico: «Le daré una posteridad perpetua y un trono duradero como el cielo. Si sus hijos abandonan mi ley… castigaré con la vara sus pecados… pero no les retiraré mi favor ni desmentiré mi fidelidad» (vv. 30-34). Por eso el salmista repite la promesa ante Dios de manera conmovedora e insistente, llama a su corazón y reclama su fidelidad. En efecto, la realidad que vive es totalmente diversa: «Tú, encolerizado con tu Ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado hasta el suelo su corona… todo viandante lo saquea, y es la burla de sus vecinos… Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos» (vv. 39-42.51).
Este lamento de Israel estaba también ante Dios en el momento en que Gabriel anunciaba a la Virgen María el nuevo rey en el trono de David. Herodes era rey gracias a Roma. Era idumeo, no un hijo de David. Pero, sobre todo, especialmente por su crueldad inaudita era una caricatura de aquella realeza que se le había prometido a David. El ángel anuncia que Dios no ha olvidado su promesa; se cumplirá ahora en el niño que María concebirá por obra del Espíritu Santo. «Su reino no tendrá fin», dice Gabriel a María.

Su reino no tendrá fin”

En el siglo IV, esta frase fue incorporada al Credo niceno-constantinopolitano, en el momento en que el reino de Jesús de Nazaret abrazaba ya a todo el mundo de la cuenca mediterránea. Nosotros, los cristianos, sabemos y confesamos con gratitud: Sí, Dios ha cumplido su promesa. El reino del Hijo de David, Jesús, se extiende «de mar a mar», de continente a continente, de un siglo a otro.
Naturalmente, sigue siendo verdadera también la palabra que Jesús dijo a Pilato: «Mi reino no es de aquí» (Jn 18,36). A veces, en el curso de la historia, los poderosos de este mundo quieren apropiarse de él, pero precisamente entonces es cuando peligra: quieren conectar su poder con el poder de Jesús, y justamente así deforman su reino, lo amenazan. O bien queda sometido a la persecución persistente de los dominadores, que no toleran ningún otro reino y desean eliminar al rey sin poder, pero cuya fuerza misteriosa temen.
Pero «su reino no tendrá fin»: este reino diferente no está construido sobre un poder mundano, sino que se funda únicamente en la fe y el amor. Es la gran fuerza de la esperanza en medio de un mundo que tan a menudo parece estar abandonado de Dios. El reino del Hijo de David, Jesús, no tiene fin, porque en él reina Dios mismo, porque en él entra el reino de Dios en este mundo. La promesa que Gabriel transmitió a la Virgen María es verdadera. Se cumple siempre de nuevo.

La respuesta de María, a la que ahora llegamos, se desarrolla en tres fases.

1) Ante el saludo del ángel, primero se quedó turbada y pensativa.

Su actitud es diferente a la de Zacarías. De él se dice que se sobresaltó y «quedó sobrecogido de temor» (Lc 1 ,12). En el caso de María, se utiliza inicialmente las mismas palabras («se turbó»), pero ya no prosigue con el temor, sino con una reflexión interior sobre el saludo del ángel. María reflexiona (dialoga consigo misma) sobre lo que podía significar el saludo del mensajero de Dios. Así aparece ya aquí un rasgo característico de la imagen de la Madre de Jesús, un rasgo que encontramos otras dos veces en el Evangelio en situaciones análogas: el confrontarse interiormente con la palabra (cf. Lc 2,19.51).
Ella no se detiene ante la primera inquietud por la cercanía de Dios a través de su ángel, sino que trata de comprender. María se muestra por tanto como una mujer valerosa, que incluso ante lo inaudito mantiene el autocontrol. Al mismo tiempo, es presentada como una mujer de gran interioridad, que une el corazón y la razón y trata de entender el contexto, el conjunto del mensaje de Dios. De este modo, se convierte en imagen de la Iglesia que reflexiona sobre la Palabra de Dios, trata de comprenderla en su totalidad y guarda el don en su memoria.

2) La segunda reacción de María, la pregunta: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? (Lc 1,34), resulta enigmática para nosotros.

Pensemos de nuevo en la diferencia respecto a la respuesta de Zacarías, que había reaccionado con una duda sobre la posibilidad de la tarea que se le encomendaba. Él, como Isabel, era de edad avanzada; ya no podía esperar un hijo. Por el contrario, María no duda. No pregunta sobre el «qué», sino sobre el «cómo» puede cumplirse la promesa, siendo esto incomprensible para ella: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (1,34). Pero María estaba prometida y, según el derecho judío, se la consideraba ya equiparada a una esposa, aunque no habitase todavía con el marido y no hubiera comenzado la comunión matrimonial.
  • A partir de Agustín, se ha explicado la cuestión en el sentido de que María habría hecho un voto de virginidad y se habría comprometido sólo para tener un varón protector de su virginidad. Pero esta reconstrucción está totalmente fuera del mundo judío en tiempos de Jesús, y parece impensable en ese contexto.
  • Pero ¿qué significa entonces esa palabra? La exegesis moderna no ha encontrado una respuesta convincente. Se dice que María, que aún no había sido recibida por José, no había tenido contacto alguno con un hombre y habría entendido que debía ocurrir con urgencia inmediata lo que se le había dicho. Pero esto no convence, porque el momento de convivencia no podía estar lejano.
  • Otros exegetas tienden a considerar la frase como una construcción meramente literaria, con el fin de desarrollar el diálogo entre María y el ángel. Sin embargo, tampoco esto es una verdadera explicación de la frase.
  • Se podría pensar también en que, según la costumbre judía, el compromiso se establecía de manera unilateral por el hombre, y no se pedía el consentimiento de la mujer. Pero tampoco esta observación resuelve el problema.
Por tanto, el enigma de esta frase –o quizá mejor dicho: el misterio– permanece. María, por razones que nos son inaccesibles, no ve posible de ningún modo convertirse en madre del Mesías mediante una relación conyugal. El ángel le confirma que ella no será madre de modo normal después de ser recibida en casa por José, sino mediante «la sombra del poder del Altísimo», mediante la llegada del Espíritu Santo, y afirma con aplomo: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37).

3) Después de esto sigue la tercera reacción, la respuesta esencial de María: su simple «sí». Se declara sierva del Señor. «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

(…) María se convierte en madre por su «sí». Los Padres de la Iglesia han expresado a veces todo esto diciendo que María habría concebido por el oído, es decir, mediante su escucha. A través de su obediencia la palabra ha entrado en ella, y ella se ha hecho fecunda. En este contexto, los Padres han desarrollado la idea del nacimiento de Dios en nosotros mediante la fe y el bautismo, por los cuales el Logos viene siempre de nuevo a nosotros, haciéndonos hijos de Dios.(…)

La soledad de María

Pienso que es importante escuchar también la última frase de la narración lucana de la Anunciación: «Y el ángel la dejó» (Lc 1,38). El gran momento del encuentro con el mensajero de Dios, en el que toda la vida cambia, pasa, y María se queda sola con un cometido que, en realidad, supera toda capacidad humana. Ya no hay ángeles a su alrededor. Ella debe continuar el camino que atravesará por muchas oscuridades, comenzando por el desconcierto de José ante su embarazo hasta el momento en que se declara a Jesús «fuera de sí» (Mc 3,21; cf. Jn 10,20), más aún, hasta la noche de la cruz.
En estas situaciones, cuántas veces habrá vuelto interiormente María al momento en que el ángel de Dios le había hablado. Cuántas veces habrá escuchado y meditado aquel saludo: «Alégrate, llena de gracia», y sobre la palabra tranquilizadora: «No temas». El ángel se va, la misión permanece, y junto con ella madura la cercanía interior a Dios, el íntimo ver y tocar su proximidad.
Fuente: Benedcito XVI, “La Infancia de Jesús”

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