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lunes, 3 de diciembre de 2012

El sueño de la separación






En Louisville, en la esquina de la Cuarta y Walnut, en medio del
barrio comercial, de repente me abrumó darme cuenta de que amaba a toda
esa gente, de que todos eran míos y yo de ellos, de que no podíamos ser
extraños unos a otros aunque nos desconociéramos por completo. Fue
como despertar de un sueño de separación, de falso aislamiento en un
mundo especial, el mundo de la renuncia y la supuesta santidad. Toda esa
ilusión de una existencia santa separada es un sueño. No es que cuestione la
realidad de mi vocación, ni de mi vida monástica: pero el concepto de
“separación del mundo” que tenemos en el monasterio se presenta con
demasiada facilidad como una completa ilusión: la ilusión de que haciendo
votos llegamos a ser una especie diferente de seres, pseudoángeles,
“hombres espirituales”, hombres de vida interior, lo que sea.
Cierto que esos valores tradicionales son reales, pero su realidad no
es de un orden exterior a la existencia diaria en un mundo contingente, ni le
da derecho a uno a despreciar a los seglares: aunque “fuera del mundo”,
estamos en el mismo mundo que los demás, el mundo de la bomba, el
mundo del odio racial, el mundo de la tecnología, el mundo de los mass
media, de los grandes negocios, de la revolución, y todo o demás. Nosotros
tomamos una actitud diferente ante todas esas cosas, pues pertenecernos a
Dios, pero todos los demás también pertenecen a Dios. Lo único es que
ocurre que nosotros tenernos conciencia de ello, y hacemos de esa
conciencia una profesión. Pero ¿nos da derecho eso a considerarnos
diferentes, ni mejores, que otros? La idea entera es ridícula.
Esta sensación de liberación de una ilusoria sensación de diferencia
fue un alivio tal y una alegría tal que casi me eché a reír en voz alta. Y
supongo que mi felicidad podría haber tomado forma en estas palabras:
“Gracias a Dios, gracias a Dios que soy como otros hombres, que soy sólo
un hombre entre otros”. ¡Pensar que durante dieciséis o diecisiete años he
tomado en serio esa pura ilusión, implícita en gran parte de nuestro
pensamiento monástico!
Es glorioso destino ser miembro de la raza humana, aunque sea una
raza dedicada a muchos absurdos y aunque cometa terribles errores: sin
embargo, con todo eso, el mismo Dios se glorificó al hacerse miembro de
la raza humana. ¡Miembro de la raza humana! ¡Pensar que el darse cuenta
de algo tan vulgar seria de repente como la noticia de que uno tiene el
billete ganador de una lotería cósmica!
Tengo el inmenso gozo de ser hombre, miembro de la raza en que se
encarnó el mismo Dios. ¡Como sí las tristezas y estupideces de la condición
humana me pudieran abrumar ahora que me doy cuenta de lo que somos
todos! Y si por lo menos todos se dieran cuenta de ello! Pero eso no se
puede explicar. No hay modo de decir a la gente que anda por ahí
resplandeciendo como el sol.
Eso no quita nada de la sensación y valor de mi soledad, pues de hecho es
función de la soledad hacer que uno se dé cuenta de tales cosas con una
claridad que sería imposible a cualquiera sumergido por completo en los
demás cuidados, las demás ilusiones, y todos los automatismos de una
existencia apretadamente colectiva. Mi soledad, sin embargo, no es mía,
pues ahora veo cuánto les pertenece a ellos, y veo que tengo una
responsabilidad por ella en atención a ellos, no sólo por mi. Por estar unido
a ellos les debo a ellos el estar solo, y cuando estoy solo, ellos no son
“ellos” sino mi propio yo. ¡No son extraños!
Entonces fue como si de repente viera la secreta belleza de sus corazones,
las profundidades de sus corazones donde no puede llegar ni el pecado ni el
deseo ni el conocimiento de sí mismo. el núcleo de su realidad, la persona
que es cada cual a los ojos de Dios. ¡Si por lo menos todos ellos se
pudieran ver como son realmente! ¡Si por lo menos nos viéramos unos a
otros así todo el tiempo! No habría más guerra, ni más odio, ni más
crueldad, ni más codicia... Supongo que el gran problema sería que se
postraran a adorarse unos a otros. Pero eso no se puede ver; sino sólo creer
y comprender por un don peculiar.
Otra vez entra aquí esa expresión,
le point vierge (no puedo traducirla).
En el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no está tocado por el
pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad, un punto o chispa que
pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde
el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías
de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Ese puntito de
nada y de
absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por
así decirlo, su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como
nuestra indigencia, como nuestra dependencia, como nuestra filialidad. Es
como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en
todos, y si pudiéramos verla veríamos esos billones de puntos de luz
reuniéndose en el aspecto y fulgor de un sol que desvanecería por completo
toda la tiniebla y la crueldad de la vida... No tengo programa para esa
visión. Se da, solamente. Pero la puerta del cielo está en todas partes.



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