jueves, 20 de diciembre de 2012

Domingo IV de Adviento del ciclo C.




Padre nuestro.

Domingo, 23/12/2012, Domingo IV de Adviento del ciclo C.

Jesús está al venir a nuestro encuentro.

Estimados hermanos y amigos:
Este penúltimo día del tiempo de Adviento, deseo invitaros a repasar, brevemente, el contenido de los cuatro textos evangélicos, que hemos meditado, durante los cuatro Domingos previos a la Natividad de Nuestro Salvador.
El Domingo I de Adviento, meditamos LC. 21, 25-28. 34-36. El citado texto forma parte del pequeño Apocalipsis de San Lucas, y nos aporta información referente a los acontecimientos concernientes al fin del mundo, y a la forma en que debemos prepararnos a recibir a Cristo, cuando acontezca su Parusía o segunda venida. En el citado texto se nos informa con respecto a las señales identificativas de la llegada del fin del mundo, y de cómo los hombres temerán por sí mismos, cuando vean cerca el tiempo de lo que, cuando lo leemos sin interpretarlo correctamente, se deduce que es un mensaje de destrucción del mundo.
El texto lucano que estamos recordando brevemente, se cumplió cuando fue escrito, se ha cumplido durante menos de veinte siglos, y se seguirá cumpliendo, mientras que la humanidad sea víctima del sufrimiento, por lo cual, tengamos razones por las que sentir miedo. Después de anunciar el fin de las ideologías que se oponen a Dios en el texto que estamos considerando, Jesús nos advirtió que, aunque vivamos circunstancias difíciles de afrontar, debemos estar alegres, porque se acerca el día de nuestra liberación (CF. LC. 1, 28).
¿Qué debemos hacer para disponernos a recibir al Señor, tanto en el tiempo de Navidad, como al final de los tiempos? Jesús nos dice por medio de San Lucas que no debemos hacernos dependientes de vicios tales como el alcoholismo, porque son dañinos para nosotros, y les hacen sufrir a nuestros familiares. Aunque mucha gente ha hecho de la consecución del poder, la riqueza, la fama y el placer el sentido de su vida, Nuestro Señor nos recuerda que el sentido de la vida de los cristianos, radica en que debemos vivir como hermanos, sirviéndonos recíprocamente, y beneficiando a quienes no compartan nuestras creencias. Frente al pensamiento que muchos de nuestros hermanos tienen referente a que no podremos vivir en el Reino de Dios hasta que no acontezca la Parusía del Señor y seamos juzgados por Jesús, los Evangelios de los cuatro Domingos del tiempo de Adviento de los tres ciclos litúrgicos, nos invitan a sentir que formamos parte del Reino de Dios, cuando vivimos imitando la conducta del Mesías.
La felicidad perfecta tal como la conciben erróneamente quienes sueñan con un estado de vida ideal en esta tierra no existe. Quienes tienen dinero, desean aumentar sus riquezas. Los pobres necesitan cubrir sus necesidades básicas, y para ello necesitan dinero. Los enfermos necesitan ser restablecidos de sus enfermedades, y hay quienes tienen salud y les sobra el dinero, pero carecen de amor. San Lucas, en el Evangelio del Domingo II de Adviento (LC. 3, 1-6), nos habla de cómo Dios eligió a un hombre sencillo, para hacerlo su profeta, frente a quienes ostentaban el poder, cuando San Juan Bautista, inició su tiempo de predicación. En un mundo en que los poderosos destacan sobre la gente corriente, llama la atención el hecho de que Dios se valió de un profeta humilde, para preparar al resto de Israel, a recibir al Salvador de la humanidad.
Para prepararnos a celebrar la Navidad, y a recibir a Jesús en su Parusía, necesitamos convertirnos a Dios, haciendo penitencia. Bueno es para nosotros reconocer que siempre no hemos sido perfectos imitadores de Jesús, y que tenemos la oportunidad de mejorar nuestra conducta, con tal de llegar a ser imitadores de Jesús, nuestro mayor ejemplo a seguir. Muchos piensan que hacer penitencia para nosotros consiste en mortificarnos inútilmente pensando en los pecados que hemos cometido, cuando no podemos rectificar el mal que hemos hecho. Efectivamente, eso no es hacer penitencia, sino vivir mortificaciones infructíferas. La penitencia veraz, nos exige corregir, todo el mal que hemos hecho consciente o inconscientemente, en la medida que sea posible. A modo de ejemplo, no sirve de nada el hecho de que nos mortifiquemos pensando que no socorrimos a los pobres en el pasado, pero sería fructífero beneficiarlos apenas podamos hacerlo, porque necesitan nuestras dádivas espirituales y materiales.
No creamos que nuestra conversión al Señor es completa, ni que nuestra conducta es intachable. No desaprovechemos la oportunidad que tenemos de ser mejores cristianos. En el Evangelio del Domingo III de Adviento (LC. 3, 10-18), se nos dan instrucciones precisas, sobre cómo debemos vivir, sin defraudar al Estado, ni a nuestros superiores o subordinados, y sobre cómo debemos beneficiar a quienes necesitan nuestros dones espirituales y materiales, evitando explotarlos, aprovechándonos de sus carencias.
San Juan Bautista es un gran ejemplo de humildad para nosotros. El decía que no era el Mesías esperado, sino quien tenía que prepararle el camino a Jesús. Quizás nosotros queremos ser superiores a nuestros familiares, amigos y compañeros de trabajo. San Juan Bautista nos enseña a ser pequeños, para poder valorar la grandeza del Dios que se hizo pequeño, para demostrarnos que, aunque nos cuesta un gran esfuerzo creer en El, y nos resistimos a cumplir su voluntad, nos ama inmensamente.
Este último Domingo de Adviento, meditamos LC. 1, 39-45, un texto en que, después de que Dios hiciera un prodigio admirable en una humilde doncella de Nazaret, ella no dejó de ser humilde, y se puso al servicio de su pariente anciana y embarazada, porque, si queremos tener la certeza de que Dios vive en nosotros, tenemos que actuar, en beneficio de quienes nos necesitan. María no pasó algunas horas sirviendo a su pariente, sino que pasó tres meses sirviendo a la mujer de Zacarías, a pesar de que tenía un gran problema que resolver, porque José podría haberla denunciado para que hubiera sido apedreada, por haber cometido supuestamente adulterio contra su persona. María debió orar mucho para resolver su problema, pero sus oraciones no se redujeron a meras palabras, pues su servicio desinteresado a Isabel, debió ser una ferviente plegaria de súplica, confianza y amor.
¿Habéis pensado cómo Dios se nos entrega sin tacañería apenas depositamos en El nuestra confianza? Apenas San Juan Bautista escuchó la voz de María saludando a su madre, y se percató de que estaba en presencia de su Redentor, saltó de alegría, y Jesús, ante tan gran y espontánea manifestación de fe, bautizó al pequeño hijo de Zacarías. Jesús no esperó que Juan naciera, creciera y tuviera una buena formación religiosa para bautizarlo, pues le bastó sentirse amado por aquel niño que le preparó el camino, a costa de la entrega de su vida. Recordemos que el conocimiento de dios no nos es provechoso, si no amamos incondicionalmente a Nuestro Santo Padre.
¿Qué podemos decir de Isabel, la mujer marcada por la impotencia de no haber podido ser madre durante muchos años, que recibió la bendición de poder tener hijos de Dios, y que llamó "Madre de mi Señor", a una mujer que seguramente fue despreciada por muchos, porque tuvo un Hijo cuyo Padre no fue su prometido? Esta es una gran lección para quienes defienden la división del mundo en estamentos sociales. Esta es una gran lección que nos enseña que para Dios todos somos iguales, pues tenemos la dignidad de hijos suyos.
Dispongámonos a recibir a Jesús con gran alegría. Que nuestra Navidad no se reduzca exclusivamente a hacer y recibir regalos, y a comer y beber descontroladamente. La Navidad cristiana consiste en buscar la manera de hacer de este mundo una gran familia, cuyo Padre celestial la espera con los brazos abiertos.
Os deseo a todos una feliz Navidad, y que dios os llame a servirlo, para que en ello encontréis toda la dicha que os deseo.

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