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Severo, Santo |
Noviembre 6 Mártir
Quizá
fue por estas tierras donde se cumplió el deseo de
San Pablo puesto por escrito de venir a evangelizar España.
El caso es que desde los primeros tiempos cristianos se
cuenta con una hermosa comunidad de fieles de Jesucristo en
la romana provincia tarraconense. Es un colectivo abundante y bien
cuidado que ya cuenta con mártires, desde la persecución de
Valeriano, como San Fructuoso.
A San Severo se le sitúa concretamente,
en Barcelona.
No tenemos datos sobre su nacimiento e infancia. También
se desconocen testimonios históricos de su acción pastoral, de su
muerte y de su sepultura. Algún historiador ha llegado a
negar, por estos motivos, incluso la existencia de San Severo.
Se
conocen las actas de su martirio redactadas en tiempo posterior
y con añadiduras e interpolaciones, habituales en este tipo de
relatos de mediados del siglo VI. Es frecuente encontrar mezclas
de elementos que bien pueden ser adecuados a la veracidad
de los hechos con otros elementos apócrifos provenientes del cariño,
respeto y simpatía con que los creyentes adornan con imágenes
que, provenientes de la fantasía —por una parte convincentes y
por otra parte ejemplarizantes—, acercan al momento presente la personalidad
del modelo del que se habla. Se incluyen en este
tipo de relato aderezos que pretenden resaltar la Providencia de
Dios complacido en la actitud decidida hasta la muerte del
mártir o del santo.
Al relator nos atenemos.
La época del acontecimiento
está situada durante la persecución de Diocleciano, soliviantado por el
césar Galerio, que se propone, para depurar el ejército, eliminar
del imperio el nombre cristiano. El presidente Daciano, que centra
su atención en quienes hacen cabeza para escarmiento del pueblo,
ha tomado muy a pecho la orden de exterminio.
San Severo
es obispo de Barcelona por el año 300. Se le
conoce como un pastor entregado ejemplar y completamente a su
rebaño que ha sabido distinguirse por su celo y fidelidad
a la fe. Sabe que las órdenes de Daciano son
tajantes en lo que atañe a poner por obra los
edictos del emperador. Piensa en un primer momento esconderse para
seguir ayudando a los fieles desde la clandestinidad y pasa
al Castro Octaviano, al otro lado de la montaña. En
su marcha se encuentra con Emeterio, que siembra sus tierras
y a quien reconoce como cristiano. El obispo le anima
a perseverar en la fe aún en la persecución presente,
encargándole de decir la verdad a sus perseguidores, en el
caso de que se presenten.
Al separarse —cándida narración—, Dios interviene
haciendo que las habas del campo recién sembrado crezcan y
se pongan en flor. Al acercarse los soldados pidiendo información
a Emeterio, él les dirá: "ha pasado por aquí" y,
cuando le pregunten por el tiempo contestará enfáticamente: "cuando sembraba
estas habas". El buen cristiano no ha querido ofender a
Dios con la mentira, ha obedecido a su obispo, y,
al mismo tiempo, ha puesto los recursos humanos para salvar
la vida del fugitivo. Pero nada de esto impide que
los soldados, furiosos, se sientan burlados, lo apresen y lleven
ante el tribunal del presidente.
El obispo Severo, acompañado de otros
sacerdotes, ha tomado la decisión de presentarse voluntariamente a los
romanos.
Donde hoy es San Cugat, son decapitados los sacerdotes acompañantes
del obispo y Emeterio; se espera la claudicación de Severo
obispo a la vista de tanta atrocidad. Ante su pertinaz
resistencia en la tortura y en los azotes con látigos
emplomados, un verdugo coloca un clavo en su cabeza y
otro sayón la atraviesa de un mazazo.
Bien hacen los barceloneses
en honrar hoy la memoria de este obispo santo en
la conocidísima y barroca Iglesia de San Severo, cercana a
la catedral. Antes que ellos, ya le tuvo devoción el
rey Fernando el Católico y, antes aún, el rey Martín
de Aragón fue curado de gangrena en una pierna próxima
a la amputación.
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