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María del Carmen del Niño Jesús, Beata |
Fundadora de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazónes
Nació en
Antequera, diócesis de Málaga (España), el 30 de junio de
1834. Sus padres, Salvador González García y Juana Ramos Prieto,
buenos cristianos y de elevada posición social, la llevaron a
bautizar al día siguiente de su nacimiento a la parroquia
de Santa María la Mayor de la ciudad.
Carmencita, la
sexta de los nueve hijos que llegaron a adultos, destacó
pronto por su simpatía, inteligencia, bondad de corazón, sensibilidad y
entrega a las necesidades ajenas, piedad, amor a la Eucaristía
y a la santísima Virgen. Fue una niña y joven
encantadora, que se distinguió por hacer felices a cuantos la
rodeaban; supo poner paz y hacer el bien ante las
necesidades ajenas.
Llegó a la juventud con una personalidad tan
definida, que suscitaba la admiración de todos los que la
conocían. Así entró por los caminos difíciles que la Providencia
le fue marcando. Con un profundo deseo de seguir la
voluntad de Dios en su vida, la buscó en la
oración, la reflexión y la dirección espiritual.
Tuvo que afrontar
serias dificultades a la hora de las grandes opciones de
la vida: primero, la oposición de sus padres ante un
posible matrimonio contrario a las garantías que don Salvador deseaba
para su hija; más tarde, ante el propósito de ingresar
en las Carmelitas Descalzas, disgusto, contrariedad y nueva oposición de
los suyos. Carmen se mantuvo firme, poniendo su fe y
su confianza en Dios. Don Salvador veía que Carmen tenía
algo especial, que no era como todas; por ello repetía
frecuentemente: "Mi hija es una santa".
Al fin, a impulsos
del amor que fuertemente latía en su corazón, pero no
a ciegas sino convencida de que Dios lo quería y
la llamaba a una misión, Carmen, a los 22 años,
salta todos los obstáculos y contrae matrimonio con Joaquín Muñoz
del Caño, once años mayor que ella, cuya conducta tanto
preocupaba, y con razón, a don Salvador.
Aquel matrimonio fue
la piedra de toque para descubrir el temple espiritual, la
fortaleza y la capacidad de amor de Carmen. Comulgaba diariamente;
de la Eucaristía sacaba fuerza, entereza, caridad y sabiduría para
penetrar, con la profundidad con que lo hacía, el sentido
de la vida espiritual.
Cuidó la vida de matrimonio; siguió
visitando y socorriendo a los necesitados y enfermos, en sus
casas o en el hospital, y llevándoles, junto con el
don material, consuelo y luz para el alma, comprensión para
sus sufrimientos y alimento para soportar una vida dura llevada
en la escasez de lo imprescindible. Socorros que prestaba personalmente
y asociada a la Conferencia de san Vicente de Paúl,
a la que perteneció.
Don Joaquín, el esposo, con sus
rarezas, sus celos y sus intemperancias, hizo sufrir mucho a
Carmen. Ella jamás dejó escapar una crítica, una queja o
un comentario de reproche en contra de su marido, ni
siquiera cuando entregó sus propios bienes para salvarlo de una
penosa situación. Las personas más cercanas a la casa compadecían
el sufrimiento de Carmen, pero sobre todo admiraban su virtud.
Después de veinte años de paciente espera, de amor, de
oración y de penitencia, vio cumplida su esperanza y compensados
sus sacrificios con la conversión de su esposo. Más tarde
se le oiría repetir: "Todos mis sufrimientos los doy por
bien empleados con tal que se salve un alma".
Cuatro
años de "vida nueva" confirmaron la autenticidad de la conversión
y preparación de don Joaquín para su salida de este
mundo. Con su muerte, terminó la misión de esposa de
doña Carmen, pero, hecha para cosas grandes, tenía que iluminar
otra faceta de la vida. Ya viuda, sedienta de "Absoluto",
se entregó más plenamente a Dios. Animada por el espíritu
franciscano, profundizaba cada vez más el sentido de fraternidad universal,
de pobreza y de amor a la humanidad de Cristo.
La Tercera Orden franciscana seglar, a la que pertenecía, admirada
por su virtud, piedad y dedicación a los necesitados, la
eligió maestra de novicias.
No tuvo hijos; pero ello no
le impidió tener un corazón de madre siempre disponible para
los que la necesitaban. Una y otra vez se preguntaba:
¿Puedo hacer algo por ellos? Con realismo, empezó por donde
le era posible. Hizo un ensayo de colegio en su
casa y prosiguió sus visitas a los pobres y enfermos.
Incansable, tuvo valor para decir otra vez al Señor, como
en sus años jóvenes: ¿Qué quieres que haga? Consultó, reflexionó,
oró. Ayudada por su director espiritual, el capuchino fray Bernabé
de Astorga, el 8 de mayo de 1884 fundó el
instituto religioso de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones.
Atrás quedaba como estela luminosa la ejemplaridad de su vida
seglar como joven, esposa y viuda. Con un gran peso
de madurez y de virtud probada, afrontó como fundadora los
inicios de una obra en la Iglesia. La madre Carmen
fue siempre un modelo de religiosa.
La Congregación, dentro de
la familia franciscana, tiene unas notas peculiares y una espiritualidad
propia, basada en el misterio del amor del Corazón de
Cristo y en la fidelidad al Corazón de María. De
estas fuentes sacaba la madre Carmen inspiración para acercarse a
quienes la necesitaban, y para impulsar y orientar la fuerza
apostólica de la Congregación hacia la educación de la infancia
y la juventud, el cuidado y la asistencia de los
enfermos, ancianos y necesitados, con un estilo que recuerda el
de san Francisco de Asís: "Sin apagar el espíritu".
La
madre Carmen vio aumentar la Congregación en número de hermanas
y de casas, que se extendían por la geografía española
en Andalucía, Castilla y Cataluña. Como obra de Dios, tenía
que ser probada y lo fue en la persona de
su fundadora. Dificultades, humillaciones e incomprensiones, tanto más dolorosas cuanto
de procedencia más cercana, recayeron sobre la madre Carmen sin
arredrarla. Quien la conoció a fondo, pudo decir: "Esta mujer
tiene más fe que Abraham".
Cada golpe de la tribulación
la fue introduciendo en el misterio de Cristo muerto y
resucitado por la salvación del mundo. Por eso, decía a
las hermanas: "La vida del Calvario es la más segura
y provechosa para el alma". Con esta actitud serena de
abandono en las manos de Dios se ocupaba de los
asuntos de la Congregación. Llegó a abrir hasta once casas;
su interés por todas y cada una de las hermanas
fue constante.
Si toda su vida estuvo orientada a Dios,
en la recta final aceleró el paso; hablaba mucho del
cielo. Así, desprendida de todo, mirando la imagen de la
Virgen del Socorro, murió en el convento de Nuestra Señora
de la Victoria, en Antequera, primera casa de la Congregación,
el 9 de noviembre de 1899.
Superó con una altura
espiritual extraordinaria todas las situaciones que la vida puede presentar
a una mujer: niña y joven piadosa, alegre y caritativa;
esposa entregada a Dios y fiel a su marido, sin
escatimar esfuerzos en los largos años de su difícil matrimonio;
viuda magnánima y de profunda espiritualidad; y religiosa ejemplar consagrada
al Señor.
Todas las etapas de su vida parecen tener
un denominador común: profunda raíz en el amor de Dios,
y firme voluntad de crear comunión en cuantos la rodeaban.
Su congregación de Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones traduce
la fraternidad franciscana en sencilla y abnegada vida de familia,
confiada siempre en la providencia del Padre y atenta al
Espíritu que la mantiene en verdadera unión.
Fue beatificada el
6 de mayo del 2007, el Delegado de S.S. Benedicto
XVI para esta celebración fue el cardenal J. Saraiva Martins.
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