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Humilde de Bisignano, Santo |
Humilde de Bisignano (1582-1637) pertenece al pueblo de los “pequeños”
que Dios ha elegido para confundir a los “sabios” y
a los “poderosos” de este mundo. En efecto, el Padre
reveló su misterio de condescendencia al franciscano de Bisignano, porque
éste se dejó asir por el amor de Dios y
tomó el suave yugo de la cruz, que fue siempre
una fuente de paz y de consuelo para él.
Hijo de
Giovanni Pirozzo y de Ginevra Giardino, nació el 26 de
agosto de 1582 en Bisignano (Cosenza) y recibió en el
bautismo el nombre de Luca Antonio. Desde su niñez causó
admiración por su extraordinaria piedad: participaba diariamente en la santa
misa, comulgaba en todas las fiestas y oraba meditando la
pasión del Señor incluso mientras estaba trabajando en el campo.
Ingresado
en la Cofradía de la Inmaculada Concepción, solía ser indicado
a los miembros de la misma como modelo de todas
las virtudes. En los procesos canónicos se recuerda que su
respuesta a alguien que le dio un solemne bofetón en
la plaza pública, fue simplemente presentar con humildad la otra
mejilla. Hacia los dieciocho años sintió la llamada de Dios
a la vida consagrada, pero, por diversas causas, tuvo que
retrasar nueve años la realización de su propósito, retraso que
no le impidió empeñarse en una vida más austera y
fervorosa.
A los veintisiete años ingresó en el noviciado de los
frailes menores de Mesoraca (Crotone), donde la formación de los
jóvenes estaba encomendada a dos santos religiosos: el P. Antonio
de Rossano, maestro de novicios, y el P. Cósimo de
Bisignano, guardián del convento. Emitió la profesión religiosa el 4
de septiembre de 1610, tras superar, por intercesión de la
Virgen, no pocas dificultades.
Ejerció con simplicidad y diligencia las tareas
típicas de los religiosos no sacerdotes, como ir a pedir
limosna, atender el servicio de la mesa de la comunidad,
cultivar el huerto y otros trabajos manuales que le encomendaron
los superiores.
Desde el noviciado se distinguió por su madurez espiritual
y por su fervor en la observancia de la Regla.
Se entregó con denuedo a la oración y Dios ocupó
siempre el centro de sus pensamientos. Fue obediente, humilde y
dócil, y compartió con alegría los diversos momentos de la
vida de comunidad. Después de la profesión religiosa intensificó su
empeño en el camino de la santidad. Multiplicó las mortificaciones,
los ayunos y el celo en el servicio de Dios
y de la comunidad. Su caridad lo hizo amado de
todos: de los frailes, del pueblo y de los pobres,
a quienes ayudaba distribuyéndoles cuanto recibía de la Providencia. Los
dones carismáticos con que estuvo abundantemente dotado los empleó para
gloria de Dios, para construir el Reino de Cristo en
las almas y para consuelo de los necesitados.
Desde la juventud
tuvo el don de continuos éxtasis, hasta el punto de
ser llamado “el fraile extático”. Estos éxtasis le ocasionaron una
larga serie de pruebas y de humillaciones, a las que
le sometieron sus superiores con el fin de tener la
certeza de que provenían realmente de Dios y no había
en ellos engaño diabólico. Tales pruebas, felizmente afrontadas y superadas,
acrecentaron la fama de su santidad entre los hermanos de
hábito y entre los extraños.
Estuvo adornado también con extraordinarios dones
de lectura de los corazones, de profecía, de milagros y,
sobre todo, de ciencia infusa. Aunque era analfabeto y sin
estudios, respondía a preguntas sobre la Sagrada Escritura y sobre
cualquier punto de la doctrina católica con una precisión que
asombraba a los teólogos. Varias veces fue examinado por una
asamblea de sacerdotes seculares y regulares, presidida por el Arzobispo
de Reggio Calabria, que le presentaban dudas y objeciones; por
varios profesores de la ciudad de Cosenza; por el inquisidor
Mons. Campanile, en Nápoles, en presencia del P. Benedetto Mandini,
teatino; y por otros. Pero fray Humilde respondía siempre con
tanta sabiduría que sorprendía a sus examinadores.
Es fácil comprender la
estima que le rodeaba por doquier. El P. Benigno de
Génova, Ministro general de la Orden, lo llevó como acompañante
en su visita canónica a los frailes menores de Calabria
y de Sicilia. Gozó de la confianza de los sumos
pontífices Gregorio XV y Urbano VIII, que lo llamaron a
Roma y, tras un riguroso examen, se sirvieron de su
oración y de su consejo. Permaneció bastantes años en Roma,
donde vivió casi siempre en el convento de San Francisco
a Ripa y, algunos meses, en el de San Isidoro.
También vivió algún tiempo en el convento de la Santa
Cruz, en Nápoles, donde se prodigó difundiendo el culto al
Beato Juan Duns Escoto, venerado especialmente en la diócesis de
Nola.
Alrededor de 1628 pidió poder “ir a padecer” en tierra
de misiones. Habiendo recibido de los superiores una respuesta negativa,
siguió sirviendo al Reino de Dios entre su gente, atendiendo
a los más necesitados, a los marginados y a los
olvidados (cf. VC 75).
Su vida fue una “oración incesante por
todo el género humano”. Sus oraciones eran simples, pero brotaban
del corazón. A la pregunta del P. Dionisio de Canosa,
su confesor durante muchos años y su primer biógrafo, sobre
qué era lo que pedía al Señor durante tantas horas
de oración, respondió: “Lo único que hago es decir a
Dios: “!Señor, perdóname mis pecados y haz que te ame
como estoy obligado a amarte; y perdona los pecados a
todo el género humano, y haz que todos te amen
como están obligados a amarte!””.
Siempre dispuesto a obedecer con prontitud,
valeroso en la pobreza, acogedor en la vivencia alegre de
la castidad, fray Humilde recorrió un camino de luz que
lo llevó a la contemplación de la Luz divina el
día 26 de noviembre de 1637, en Bisignano, es decir,
en el lugar “donde había recibido el espíritu de la
gracia” (LM 14, 3a) y desde donde “ilumina el mundo
con multitud de milagros” (1 Cel 118a).
Fue beatificado por León
XIII el 29 de enero de 1882. Canonizado por
Juan Pablo II el 19 de mayo de 2002.
Humilde, el
hombre que depende totalmente de Dios
El misterio de la
vida del Beato Humilde es ciertamente el misterio de un
Dios que hace cosas grandes en la criatura que cree
en él y se confía por entero a su amor,
consagrando todo, presente y futuro, en sus manos y dedicándose
enteramente a su servicio (cf. VC 17).
Pero su vida, en
la que resplandece el fulgor de la santidad de Dios,
es también un misterio de disponibilidad de esta criatura que,
en su profunda y convencida humildad, repite con frecuencia: “Todas
las criaturas alaban y bendicen a Dios; yo soy el
único que lo ofende”.
Humilde de Bisignano, invitado por Cristo a
dejar todo y a arriesgar todo por el Reino de
Dios, sintió la fascinación del Evangelio de las bienaventuranzas y
aceptó ponerse al servicio del plan de Dios sobre él,
consagrándose a vivir como Francisco de Asís “en obediencia, sin
nada propio y en castidad” (S. Francisco de Asís, Regla
bulada 1, 1).
En efecto, a imitación de María, que cumplió
plenamente la voluntad del Padre, los pobres están libres de
tantos lazos que atan a las cosas que pasan y
de tantas ambiciones que sólo producen desilusiones amargas, y tienen
el espíritu pronto y disponible. El alma verdaderamente pobre no
se preocupa ni se agita ni se disipa enredada en
muchas cosas, sino mira hacia arriba y se deja fascinar
por Dios y por el Evangelio de su Hijo.
Es la
sorprendente sabiduría que se nos revela, 365 años después de
su tránsito, en el testimonio de fe del Beato Humilde
de Bisignano.
Hoy día nuestra mirada contempla asombrada al gran hijo
de Calabria, tierra donde la santidad ha florecido de tantas
formas a lo largo de los siglos marcando su gloriosa
historia. Con él cantamos la misericordia infinita de un Dios
que es “fuente de alegría para cuantos caminan en su
alabanza”. !Siguiendo su ejemplo acojamos la llamada a la conversión
y a la santidad que nos llega a través de
su testimonio de fidelidad gozosa al Evangelio!
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