Era el 25 de noviembre de 1915. Amado Nervo, el
ilustre poeta mexicano, terminó de escribir estos versos y les puso por
título: «El vaso»:
Pobre amigo, ya pronto se vaciará tu vaso.
No pienses que fue un vaso más grande que los otros.
Hay en el mundo tanto dolor, que toca mucho
a cada alma; la tuya recibió su porción
bien servida...; mas, ¡ay!, cuántas almas mejores
padecieron la dura preferencia de Cristo,
que sólo a los más grandes concede el privilegio
de los grandes dolores.1
No pienses que fue un vaso más grande que los otros.
Hay en el mundo tanto dolor, que toca mucho
a cada alma; la tuya recibió su porción
bien servida...; mas, ¡ay!, cuántas almas mejores
padecieron la dura preferencia de Cristo,
que sólo a los más grandes concede el privilegio
de los grandes dolores.1
Tal vez el poeta Nervo, al afirmar que el dolor es un
privilegio, estuviera pensando en las palabras de Santiago en su
epístola universal, de que debemos considerarnos dichosos cuando
tengamos que enfrentarnos a diversas pruebas;2 o en la declaración de
San Pablo de que «los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora
padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo
sufrimiento».3 Y tal vez, al referirse al dolor que se padece alrededor
del mundo, estuviera recordando las palabras de aliento de San Pedro, de
que nuestros hermanos en todo el mundo están soportando la misma clase
de sufrimientos, y que estos sufrimientos sólo durarán un poco de
tiempo.4
Así como se vaciaría pronto el vaso del dolor de
aquel «pobre amigo» de Amado Nervo, también habría de vaciarse pronto el
vaso del poeta mismo; sólo tres años y medio después de dirigirle esos
versos. Y lo cierto es que muy pronto, más pronto de lo que muchos nos
imaginamos, ha de vaciarse igualmente el vaso de cada uno de nosotros.
Gracias a Dios, San Pablo afirma que en nada se
comparan nuestros sufrimientos actuales con la gloria que habrá de
revelarse en nosotros.5 Pero es San Juan quien nos describe esa gloria.
Dice así: «Vi... la ciudad santa, la nueva Jerusalén ¼ Oí una potente
voz que... decía: “¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de
Dios! ... Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará
toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni
dolor...”».6 El mismo Dios que nos concede el privilegio del sufrimiento
pasajero nos ofrece también la dicha de la gloria eterna sin dolor
alguno. Pero sólo enjugará las lágrimas de los que nos identifiquemos
con Él tanto en la agonía como en el éxtasis.
1.- Obras selectas de Amado Nervo (Guadalajara: EdiGonvill, 1976), p. 410.
2.- Stg 1, 2
3.- 2Co 4, 17
4.- 1P 5, 9
5.- Ro 8, 18
6.- Ap 21, 2‑4
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