martes, 20 de noviembre de 2012

EL PROCESO DE LA SALVACIÓN


«¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán a aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio de la paz, de los que anuncian el evangelio de los bienes!» (Rom. 10: 14, 15).

Observemos, amigos queridos, que en el versículo 13 de este capítulo nos es presentado el camino de la salvación en las palabras más sencillas: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.»
Recuerdo que por espacio de muchos meses mi alma recibió sostén por medio de este versículo.
Yo anhelaba la salvación, pero creía que no había esperanza alguna para mí, y que sería rechazado de Dios por demasiado pecador y duro de corazón para con El, y que otros serían salvados, y yo, perdido. Pero leyendo estas palabras, hice lo que quisiera que vosotros hicieseis; me así de ti, lo acepté, me lo apropié, y fue para mí como un salvavidas arrojado a un náufrago.
«Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» ¡Ah!, dije yo: Invoco aquel bendito nombre e invocaré aquel nombre glorioso; aunque perezca, no dejaré de invocar aquel nombre sagrado.
La invocación del nombre de Dios, la confianza en Dios, y, por consiguiente, el reconocimiento de Dios, esto es lo que salva el alma.
Pero debemos fijarnos más minuciosamente en estas palabras: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.»
Dice primero: Todo aquel. Estas palabras son muy extensas.
He oído contar que cuando un hombre desea hacer testamento antes de morir y piensa dejar todos sus bienes a una sola persona, su esposa, por ejemplo, debe decir todos, y esto basta. No es preciso que detalle las cosas ni que haga una lista de los bienes que deja, a fin de que, por olvido, no se omita alguna cosa.
Lo mismo sucede tocante al testamento de Dios. No ha detallado quién, sino dice: Todo aquel, para que su testamento comprenda a todo hombre; tanto al negro como al blanco y al amarillo. Tanto al rico como al pobre, al sabio como al ignorante. Comprende a los de todas las clases y hasta al que por su bajeza parece estar excluido de todas, o al que por sus privilegios parece ser de todas juntas.
Las palabras todo aquel me incluyen a mí y os incluyen a vosotros, quienquiera que seáis. Así, sin detalle, está muy bien, pues de otro modo alguien podría quedar olvidado. Muchas veces he pensado que si yo hubiese leído en las Sagradas Escrituras las palabras: «Si Carlos Haddon Spurgeon invocare el nombre del Señor, será salvo», no me darían estas palabras tanta seguridad de la salvación como me dan las otras, porque pudiera ser que haya otro del mismo nombre, y entonces tendría yo que decir: «Seguramente tales palabras no pueden referirse a mí.» Pero cuando el Señor dice: «Todo aquel», no puedo salir de este círculo. Es como una gran red que coge al hombre entre sus mallas.
«Todo aquel»; es decir: si yo invocare el nombre del Señor, si tú lo invocaras, si el hombre postrado, moribundo, invocare el nombre del Señor, seremos salvos.
¡Qué extensión abarcan las palabras: «Todo aquel»! Lo que sigue a ésta, ¡qué fácil es! «Todo aquel que invocare el nombre del Señor.» Cualquier persona puede invocar el nombre del Señor; todos saben lo que es llamar, pedir auxilio. En momentos de apuro o de peligro, habéis clamado: ¡Ayudadme, socorredme! ¿No es así? Pues bien; el que puede clamar así, puede también invocar a Dios, invocar su ayuda y misericordia y anhelar su piedad. Haciéndolo con fe, como al hacerlo mostráis, creyendo que Dios escuchará, el hombre será salvo. No hay, pues, aquí dificultad alguna que exija un teólogo para explicarla. Las palabras: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo», son bien sencillas, y cualquiera, por ignorante que sea, las puede comprender. ¡Ojalá vosotros las comprendierais y comenzaseis a invocar el nombre del Señor en oración ferviente!
Pero he aquí otra palabra; una palabra de seguridad. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» No hay aquí «puede ser», ni «tal vez»; no hay duda alguna, sino la palabra gloriosa será. Nuestras promesas son débiles, pero cuando Dios dice «será salvo», es más firme que las montañas de rocas. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo», tan cierto como que Dios existe. El Señor no se ha equivocado; no revocará su declaración por algún cambio en su propósito. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» ¡Ojalá muchos invocaran su nombre hoy y hallasen salvación inmediata, que les duraría en esta vida y por toda la eternidad; pues la promesa «será salvo», llega hasta allí Tenemos, pues, aquí, amigos, un remedio maravilloso para la enfermedad del pecado; un remedio sencillo y abundante, pero la dificultad consiste en hacerlo llegar a la gente que lo necesita. Voy a hablaros de esto en lenguaje muy sencillo porque quiero ser práctico, y ruego que, con la ayuda del Espíritu de Dios, lo sea en todo este discurso.
En el texto hay cuatro necesidades en que el apóstol
San Pablo insiste.
La oración a Dios invocando su nombre salvará al hombre; pero, en primer lugar, no hay oración verdadera sin creer en el Señor. «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído?» En segundo lugar, No hay creencia sin oír: «¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?» En tercer lugar, No es posible oír sin haber q ¡en predique «¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?» Y en cuarto lugar, No hay predicación efectiva si no han sido enviados: «¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?»
En primer lugar, pues, no hay oración verdadera sin creer en el Señor. De lo cual deduzco esta moral, a saber: desde el momento que sentimos necesidad de dirigirnos a Dios implorando de él algún beneficio, creemos: que sólo por la oración de fe podemos hallar la salvación; que no habiendo oración sin creer, el Señor nos ayuda a creer; pues, ¿cómo oraríamos si no creyéramos, ni cómo podríamos recibir respuesta a nuestra oración?
Creo que aquí entre los presentes hay personas que han empezado a rogar a Dios, v estoy seguro que si vuestra oración es sincera, hay fe en ella; pues, ¿pedirías a Dios la salvación si no tuvieses la creencia que necesitas ser salvado? Hay en esto cierto grado de fe. ¿Pediríais de Dios la salvación si no creyerais que hay un medio de salvación por el cual el os puede salvar? Hay cierto grado de fe en creerlo así. Pienso que tienes la creencia que hay un Salvador. Hay también en esto cierto grado de fe y fe eficaz en creer, que, no obstante tus pecados y tu inclinación al mal, se ha provisto salvación y un Salvador, que puede también salvar perpetuamente a los que por e1 se allegan a Dios. Puede ser que no tengas mucha fe, pero debes de tener algo, si estás orando a Dios verdaderamente de corazón y rogándole que te salve.
Creo, también, que tienes un poco de fe en que el Salvador te salvará. ¿Le has rogado que lo haga? ¿Habrías expresado tal deseo y te habrías acercado en oración a él si no hubiese algo de fe en tu corazón? Deseo explicar el asunto sin exageraciones, pero con toda claridad. Recordemos que el valor de la fe no se mide por su cantidad sino por su calidad; de modo que un hombre que tiene mucha fe es más feliz, pero no está más seguro que otro de poca fe, puesto que la tiene, aunque sea en poca cantidad.
Aunque la tuya sea débil, el Señor te dirá: «Tu fe te ha salvado; vete en paz.» La fe que llega detrás de Cristo y toca el borde de su manto es eficaz; y creo que es esto lo que estás haciendo cuando dices: «Señor Jesús, sálvame.» Si esto es oración verdadera, si no es fingida, si sale del corazón, hay, al menos, una sombra, un tinte, si no un color real, de fe en tu alma. Si no fuese así, ¿cómo podrías invocar a aquel en el cual no habías creído? ¿Invocaríamos la ayuda de una persona si dudásemos de su poder o de su voluntad en ayudarnos? No; el acto mismo de pedir a alguno su ayuda, prueba que tenemos alguna confianza en que tal persona puede y quiere ayudarnos. Pues si tú crees tanto tocante a Cristo, y si tú confías en el, creyendo que serás salvo, aquella fe te llevará al cielo. Sin embargo, yo quisiera que tuvieses todavía más fe.
Creo también que Cristo puede y quiere oírte. Tú no habrás estado en tu dormitorio invocando la misericordia de Dios, si no hubieras creído que r-1 estaba escuchándote. Los seres racionales no piden al vacío. Tú crees que Cristo puede oírte y que, por cierto, oye tus oraciones.
Creo poder agregar también que tú confías, hasta cierto grado, en Jesucristo. Siendo que tú oras a menudo a Él pidiendo el perdón de tus pecados y que te dé nueva vida, es prueba de que tienes alguna fe en Él. Por tanto, permíteme suplicarte que mientras sigas elevando tus peticiones, mezcles más fe en ellas. «Con todas tus ofrendas ofrecerás sal», y con todas tus oraciones ofrecerás fe. Cuando pidieres algo de Dios, cree y recibirás; cuando pidieres la misericordia de Dios, cree en su misericordia; cuando pidieres su socorro, cree que Dios te lo dará, pues la fe es poderosa. «Conforme a vuestra fe os sea hecho» (Mat. 9:29). Todos sabéis lo que es creer. Creed y orad y la oración de fe salvará vuestras almas. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo». ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? La fe tiene que estar primero. Cree, pues, antes de hacer otra cosa. ¡Dios conceda, en su misericordia, que algún pobre pecador haya dejado de confiar en las obras y en sus propios sentimientos, y que confíe en Jesucristo! Ahí estás, suspendido de un árbol, tienes miedo de caerte y por eso te ases con todas tus fuerzas; pero un hombre fuerte se pone debajo y te dice: «Déjate caer en mis brazos; yo te sostendré y soportaré tu peso.» Si tienes confianza en el, te dejarás caer en sus brazos. Eso mismo tienes que hacer con Jesucristo; confíate a e1 y deja toda otra confianza. Déjate caer en sus brazos misericordiosos y serás salvo.
Acuérdate, pues, de esta primera lección, que no puedes orar bien sin la fe.
II. Ahora daremos otro paso adelante y llegaremos a la segunda necesidad: Nadie cree si no oye. «¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? La palabra «oído» tiene aquí un sentido muy amplio; el leer es una manera de oír. No lo es solamente el escuchar con el oído; pero es indispensable que de alguna manera llegues al conocimiento de la verdad y no puedes conocer lo que no has oído, ni leído, ni aprendido. La verdad debe serte presentada para que la conozcas; de otro modo no es posible que tengas fe. Pero nuestra fe no debe ser como la de un hombre que, cuando le preguntaron qué creía, dijo que creía lo mismo que cree la iglesia. Bueno, le dijeron; ¿y qué cree la Iglesia? Lo mismo que creo yo, contestó. Sí; pero, ¿qué es lo que creen usted y la Iglesia?, insistieron. Pues dijo creemos una misma cosa; y no supo decir más. Claro es que esta clase de creencia no contiene ninguna clase de fe, sino ignorancia absoluta, y nada más. «¿Cómo creerán en aquel del cual no han oído?» Para poder creer una cosa es necesario conocerla del todo. Para llegar al conocimiento de ella, se puede ir por el camino de la lectura o por el de la audición.
El que desea tener fe, ¿qué deberá hacer para obtenerla? ¿Deberá sentarse tranquilamente y decir: «me esforzaré en creer»? De ninguna manera. Supongamos que yo te anunciase esta noche la muerte del zar de Rusia y que dijeses que quisieras creerlo. No podrías conseguirlo por un esfuerzo mental, sino buscarías pruebas que te confirmaran la certeza de mi anuncio, o esperarías a leer los telegramas a la mañana siguiente y así te convencerías de si era o no verdad. Así, no es un acto de voluntad solamente lo que produce la fe. «La fe viene por el oír.» Oye, pues. Cuanto más a menudo oigas el evangelio, tanto mejor para ti; quiero decir: si hasta ahora no has creído en el Evangelio, mientras estés oyéndolo hay esperanza de que llegues a creerlo; puede ser que, insensiblemente, penetre en tu corazón la verdad. Habiéndola oído repetidamente, puede ser que te encuentres creyendo que Jesús murió en la cruz por ti. Yo aconsejo a todos los que buscan a Cristo que escuchen muy a menudo el Evangelio de Cristo.
Pero te aconsejo, además, que escuches bien el Evangelio. Oye y entiende a la vez; escucha como escucharías si el predicador te explicase la manera de ganar una fortuna en diez minutos. ¡Cómo escucharíais todos en tal caso, y todos os esforzaríais para tener buen sitio para oír bien! Y ¡cómo tomaríais nota de todo lo que oyeseis! Oye, pues, amigo, el Evangelio de esta manera, ya que se trata de algo mucho más valioso que una fortuna; se trata de tu alma inmortal. Tu dicha eterna, o tu eterna condenación depende de oír o no oír el Evangelio. Oye con frecuencia pues, y oye bien.
Trata de oírlo de tal manera que puedas comprenderlo, y si no puedes encontrar un predicador que proclame el Evangelio completo, haz lo que es mejor, escudriña la Biblia misma. Lee todo este bendito libro, estúdialo con la ayuda de los mejores comentaristas; esfuérzate en comprender la verdad y pruébala por experiencia. Estudia el Santo Libro y vete al culto haciéndote estas o parecidas reflexiones: «Tengo que creer algo y estoy resuelto a saber qué; quiero enterarme del principio al fin, a fondo y en sus detalles, y así sabré qué creo y por qué creo. Si vienes a oír con semejante preparación, creerás.
Finalmente, oye el Evangelio, pero asegúrate de que lo que oyes es el Evangelio. Oímos, a veces, hermanos elocuentes y hábiles, pero, generalmente, se puede decir que estos hábiles y elocuentes son los peores, pues donde se ven tanto las cualidades del hombre suele verse poco de su Señor. Cuando se pone todo el empeño en emplear figuras retóricas, en redondear las frases y en entusiasmar a la gente por medio de la elocuencia, suele perderse de vista el Evangelio. ¡Que tengan estos hombres su tribuna en un ateneo, los lunes; pero tengamos nosotros los domingos y dediquémoslos, especialmente, a la tarea de presentar a Cristo como Salvador de los hombres! No conviene el palabreo; si los hombres no van al cielo, van al infierno, y es menester esforzarnos para que no caigan en la desdicha eterna. ¡Dios nos ayude en este asunto importantísimo!
Oye lo que Dios ha enviado para tu corazón y tu conciencia. Oye la palabra que te habla del Cristo, del cielo y de cómo llegar allí; oyéndolo, estás en camino de creerlo.
III. En tercer lugar, no se oye el Evangelio sin que haya quien lo predique... «¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?» Pues prediquemos. Alguien tiene que hacer conocer la verdad a los hombres; si no hay quien lo anuncie, no llegarán a conocer la verdad de que hay un Salvador. El Evangelio no será revelado a los hombres por medios sobrenaturales; tenemos que ir a anunciarlo. No aprenderán si no hay quien se lo enseñe; nadie tendrá conocimiento del mismo si no hay quien lo dé a conocer, ya en conversación, ya por medio de lectura o por medio de la predicación. Hay que darlo a conocer a las personas, pues... «¿Cómo creerán en aquel de quien no Van oído, y cómo oirán si no hay quien les predique» ¿Quién, pues, debe predicar el Evangelio? Todos los que pueden, deben anunciarlo. El que tiene el don de predicar, es responsable del uso de este don. Me extraña mucho ver que algunos cristianos toman tan a pecho y con tanto entusiasmo las cuestiones políticas, sociales o de cualquier otra clase, pero que nunca hablan de Jesucristo. Tendrán que dar cuenta de haber empleado mal este don; pues el hombre que sabe razonar, argumentar o discutir un asunto cualquiera, debe también saber anunciar el Evangelio y cuidar de hacerlo. Hay muchos que debieran predicar el Evangelio que no lo hacen; y todos los que lo conocen están obligados a darlo a conocer. «Y el que oye diga: Ven» (Apoc. 22:17). Tal vez diga alguno: «Yo creía que esto era trabajo especial del sacerdote o el pastor.» Es cierto, es para sacerdotes. Pero todo creyente en Cristo es un sacerdote. Por su gracia, Cristo Jesús nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios (Apoc. 1: 6). Por eso es nuestro deber, como también un privilegio, ejercer esta bendita función sacerdotal de anunciar a los hombres cómo pueden ser salvos. Cada persona, pues, que conoce a Cristo, sea varón o hembra, sea joven o vieja, debe anunciar su glorioso Evangelio, de un modo u otro, a todos los que están a su alrededor.
Para efectuar este trabajo, no es preciso poseer grandes dotes. La Sagrada Escritura no nos dice: «¿Cómo oirán si no hay un gran teólogo que les predique?» Ni tampoco: «¿Cómo oirán si no hay un predicador popular que les predique?» ¡Oh, no! Algunos de nosotros estaríamos perdidos si no fuese posible salvarse sin oír a un predicador de grandes dotes oratorias. Doy gracias a Dios que mi conversión fue por medio de una persona desconocida que no era ministro del Evangelio, en la acepción común de esta palabra, pero que puedo repetir las palabras: «Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra.» Yo aprendí teología, de la cual nunca me he apartado de una cocinera anciana que estaba en la casa donde yo trabajaba. Aquella anciana solía tratar de las cosas profundas de Dios, y oyéndole contar sus experiencias de la bondad de Dios para con ella, aprendí más que de ninguna otra persona después.
No se precisa instrucción universitaria para poder anunciar el Evangelio de Jesucristo, como lo prueba el que muchos de los mejores obreros de nuestra iglesia son hombres de bien poca instrucción, pero saben atraer a muchos hacia Cristo. Continuad, hermanos, aunque tengáis pocos dones, anunciando el amor de Cristo para con los hombres.
Si anunciamos a los hombres la historia de la cruz de Jesucristo, estamos libres de una responsabilidad.
Si perecen después, no será por no haber oído y sabido. Y si perecen por ignorancia, ésta no será causada por nuestra negligencia en enseñarles. ¡Ojalá que yo pudiese estimular a todo creyente a que fuese un predicador del Evangelio, a fin de hacer conocer a todos la historia maravillosa de la cruz de Cristo! Hablad a un individuo o escribidle una carta, y si no podéis escribir una carta, enviadle un sermón impreso, un periódico, un tratado, etc., a fin de que de un modo u otro venga a conocer el Evangelio. Si cada creyente hiciese conocer el Evangelio cada día a una persona, ¡oh, qué organización misionera seríamos! «¿Cómo oirán si no hay quien les predique?» Hágase, pues, cada creyente un predicador del Evangelio en el sentido del texto sagrado, anunciando de una manera u otra, y así, haciendo saber a otros la doctrina maravillosa de la salvación por la fe en Jesucristo. ¡Qué lástima que alguno viva y muera sin haber oído el Evangelio! ¡Despiértate, creyente! ¡Anuncia el Evangelio de Jesucristo La predicación del verdadero Evangelio es el único remedio seguro para apagar los fuegos fatuos. Clamad otra vez con el fervor de Lutero: «¡Vivid por fe!» Clamad otra vez con la firmeza de Calvino: «¡La salvación es toda de gracia, sólo de gracia por la fe en Jesucristo!» ¡Ojalá que todos predicásemos así! Si todo creyente anunciara de esta manera el Evangelio de la gracia de Dios, los hombres escucharían y creerían, y hombres que creen, son hombres salvados.
IV. La cuarta necesidad es: No hay predicación efectiva si no es enviado el predicador. «¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» ¡Ah!, dirá alguno: aquí surge, pues, una dificultad; pues según eso no debemos ir a predicar si no somos enviados.
Si tú no eres enviado, no vayas; pero, ¿qué quieren decir las palabras: «Cómo predicarán si no fueren enviados?» El que anuncia a otros el Evangelio debe sentir que es enviado a hacerlo; de otra manera no predicará bien ni con eficacia.
El que es enviado, en primer lugar es alguien que ha recibido el mensaje.
No se dice al criado: «Ve al norte o al sur, al este o al oeste», y nada más, sino que antes de mandarlo a tal o cual parte, se le da el mensaje que ha de llevar a tal o cual persona, bien de palabra o bien por escrito.
No se le manda que vaya a decir lo que quiera. Ningún amo diría a su criado: «Juan, ve mañana por la mañana a casa de D. F. y dile... lo primero que se te ocurra.» No se hace esto jamás; y, sin embargo, algunas personas tienen tal idea de un predicador del Evangelio y creen que es uno que andando va formando su mensaje, que es un «pensador», que es uno que fabrica el Evangelio en su propio cerebro. He oído hablar de un alemán que construyó un camello que se movía e imitaba en muchas cosas a los naturales. Podrá ser esto verdad, pero estoy seguro de que nadie podrá construir así el Evangelio; debe recibirlo por revelación de Dios; lo otro no es el plan de Pablo al preguntar: «¿Cómo predicarán si no fuesen enviados?»
En primer lugar, pues, recibe de Dios el mensaje y no quieras saber otra cosa entre los hombres, sino lo que el Señor mismo nos ha revelado en su Palabra, por la instrucción del Espíritu Santo.
Nosotros, a quienes el texto hace referencia y que somos los predicadores del Evangelio de la paz, decimos a todo pecador: «Pecador, detén tus armas; no pelees más contra Dios; ven y haz la paz con El, la cual te es proclamada por medio de Jesucristo.» El te perdonará toda transgresión e iniquidad y está dispuesto a borrarlo y perdonarlo todo. Además, te invita a reconciliarte con él, y éste es el mensaje que te anunciamos. A todos cuantos nos escuchan anunciamos las buenas nuevas de paz con Dios, gozo, pleno perdón de todo lo pasado y renovación de tu corazón para que puedas ser nueva criatura en Cristo Jesús. Esto te será dado ahora mismo y también fortaleza para luchar en el futuro contra el pecado. Fuerza para vencer y tener al dragón bajo tus pies; poder para ser hecho hijo de Dios, heredero del cielo, partícipe de la protección de la Providencia y de la guía del Espíritu Santo. Estas buenas nuevas se anuncian a todos: aun a los más alejados de Jesucristo, de la esperanza y de la paz con Dios. Creed en Jesucristo; confiad en él; confiad en Dios manifestado en carne humana; confiad en el que derramó su sangre en la cruz y pagó el rescate de nuestra alma. Hará para vosotros todo lo que sea necesario; os salvará y os llevará a su diestra en la gloria.
Todas estas cosas os haré anunciando en vano si el Señor no las dirigiera a vuestro corazón y no las creyerais. No esperéis a que otros crean por vosotros. Confiad en Cristo cada uno por sí y creed en El ahora mismo. Amén.

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