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lunes, 29 de octubre de 2012

Viviendo el misterio de la liturgia

Viviendo el misterio de la liturgia
Nuestra vida debe responder a la celebración. Hacer vida la liturgia.
 
Viviendo el misterio de la liturgia
Viviendo el misterio de la liturgia
Si la liturgia es el misterio del río de vida que brota del Padre y del Cordero, y si nos alcanza y arrastra, y nos empapa y sacia cuando la celebramos...es para que toda nuestra vida sea regada y fecundada por ella, es decir, la liturgia debe ser vivida, nos debe transformar.

Las celebraciones son el momento de la siembra, pero después tiene que venir la vida que da frutos sabrosos. Si hemos celebrado el Ágape divino, debemos vivir ese amor a nuestro alrededor. Si hemos celebrado la santidad de Dios, debemos reflejar esa santidad de Dios en nuestra vida y en cada uno de nuestros gestos. Si hemos celebrado la muerte y resurrección de Cristo, debemos morir a nosotros mismos para vivir la experiencia del hombre nuevo, como nos dice san Pablo.

¿Por qué a veces se da esta separación: por una parte, la celebración, por otra, nuestra vida no responde a esa celebración? La respuesta es sencilla: por el pecado y nuestra miseria.

No debe haber división ni dicotomía entre liturgia y vida.

Esto se dio antes de la venida de Cristo, en el Antiguo Testamento, pues no se contaba con la gracia de Cristo. Pero ahora, sí tenemos esa gracia de la unidad, entre el ritual sagrado y la conducta moral: “El mismo Cristo que celebramos debe ser el mismo Cristo que vivimos”. Decir liturgia vivida es llevar una vida nueva, actuar como Cristo, pensar como Cristo, amar como Cristo, sentir como Cristo. Cristo resucitado es nuestra fuente y nuestra vida nueva.


Podemos vivir el misterio de la Liturgia en:

En la oración
En el trabajo y la cultura
En la comunidad humana
En la compasión por los pobres
La liturgia desemboca en misión
 
 
En la oración hacemos vida la liturgia
Con la oración se va logrando la divinización del hombre mediante la liturgia.
 
En la oración hacemos vida la liturgia
En la oración hacemos vida la liturgia
Sólo si llevamos esa liturgia al corazón, esa liturgia se hace oración en nosotros y nos transforma. Es en el corazón donde nos encontramos con esa fuente de vida divina. Es en el corazón donde el hombre se siente en casa; es el lugar del encuentro auténtico con nosotros mismos, con los demás y con Dios vivo. El corazón reclama una presencia.

El corazón es el lugar de la decisión, el momento del “sí” o del “no”. El corazón tiende hacia esa Presencia que sacia y sólo en el corazón se da ese encuentro con Dios, si nosotros le abrimos. Y lo abrimos, si oramos.

Y quien nos hace entrar en oración es el Espíritu Santo. Él es el pedagogo de nuestra oración. Es indispensable empezar por Él y con Él. Él hace entrar en el corazón a Cristo resucitado. El Espíritu Santo es quien nos despierta a la oración. No sólo es Él quien viene a nosotros; nosotros también entramos en Él.

Y en la oración nos hace el Espíritu Santo pronunciar “Jesús”, y entramos en el misterio, y viviremos nuestro bautismo en Él, le ofreceremos todo, seremos invadidos por su divinidad.

Es en el corazón, como centro de la persona, donde está la tumba, y allí el mismo corazón depone el cuerpo siempre sufriente de Cristo, en la certeza de que el Autor de la vida, Dios, lo resucitará. Allí, en el corazón, está la tumba donde el Viviente desciende a nuestros infiernos para arrancarnos de la muerte y nos grita, como reza la segunda lectura de la Liturgia de las Horas del Sábado Santo: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo” .

Es en la oración, donde no sólo llevamos los perfumes a un muerto, sino que llevamos el grito de esperanza a quien no cree: “Ha resucitado”- le decimos. Nuestro corazón y oración se hacen eclesiales. En la oración somos iglesia. Y sobre el altar de nuestro corazón ofrecemos toda nuestra vida. Y sólo lo que pongamos, será transformado por el Espíritu Santo. Si ponemos poco, poco será transformado. Si ponemos mucho, mucho será transformado. Si ponemos todo nuestro ser, todo nuestro ser será transformado.

Cuanto más limpio y desapegado esté el corazón, más se llena del Espíritu. Cuanto más humilde y confiado es el silencio del corazón, más lo dilata Jesús con su presencia y nos convertimos en santos y nuestro corazón se abrirá a todas las gracias que Dios nos quiera ofrecer a través de la liturgia. Esas gracias nos santificarán. No somos nosotros los que nos santificamos; es Dios, fuente de santidad, quien nos santificará, si le dejamos y le abrimos nuestra alma.

Nos da miedo esta santidad, cuando nuestro hombre viejo rehuye la oración. Abandonando el altar del corazón, pretendemos compensar nuestro sacerdocio real trabajando sobre las estructuras de este mundo, ¡como si éstas pudieran hacer venir el Reino!

No queremos afrontar nuestra muerte, la muerte a nuestras ambiciones, a nuestras vanidades, a nuestros planes personales. Antes de trabajar sobre las estructuras económicas, sociales y políticas de este mundo, hay que trabajar primero sobre el corazón de cada uno de nosotros y convertirlo y santificarlo. Y esto lo logramos desde la oración. Y un corazón santo pondrá estructuras santas.

Cuando el corazón se decide a orar, entra en el Espíritu y en Cristo, participa en la epíclesis de la Iglesia y está en la vanguardia del combate, del gran combate pascual. En la oración, el Espíritu nos fortalece para el combate; nos despoja de nuestras armas pesadas e irrisorias, como le sucedió al pequeño David , para revestirnos de la armadura ligera del hijo de Dios, las armas de la cruz.

En la oración no hay celebración festiva. No. Hay lucha, y la oración ayuda a quienes dejaron las armas de sí mismos, para que vuelvan a la batalla, en la esperanza de la victoria de Dios. Entonces el corazón en oración se convierte en mesa del banquete, donde hemos sentado a todos, especialmente a los pobres y alejados, esperando que venga después el banquete eucarístico, donde compartiremos el mismo pan.

Y con la oración se va logrando, en cierto sentido, la deificación o divinización del hombre mediante la liturgia. Si con la oración consentimos que nos invada el río de la vida divina, nuestro ser todo entero será transformado, nos haremos árboles de vida y podremos dar siempre el fruto del Espíritu: amar con el amor mismo. Y el amor mismo es Dios.

A este misterio de la transformación en Dios, mediante la liturgia vivida, lo llamamos deificación. Transforma todo en nosotros: cuerpo, alma, espíritu, afectos, corazón. Deificación significa participación de la divinidad del Verbo que se ha unido a nuestra carne en nuestra humanidad concreta. Es la vida misma de Dios que Jesús nos comunica, a través de los sacramentos. Nuestra humanidad se va revistiendo de divinidad.

A decir verdad, desde que Cristo asumió nuestra naturaleza humana, y murió y resucitó, ascendiendo al cielo, ya nuestra naturaleza, con todo lo que tiene de bueno o de malo, ya no nos pertenece. Por eso, lo único que debemos hacer es no ser rebeldes y abrirnos al Espíritu para que esta deificación se ponga en marcha día a día. El hijo de Dios se ha hecho hombre, a fin de que el hombre se haga hijo de Dios, nos dicen los Padres de los primeros siglos.

¿Dónde se da esta deificación?

En la celebración de la liturgia, preparada por la liturgia del corazón en la oración. Esta deificación no es súbita, sino progresiva y vital, y depende de la disponibilidad de nuestra tierra. A veces es lenta, pero siempre es real, paciente.

Podemos romper, quebrar esta imagen de Dios por el pecado. Será el Espíritu Santo quien restaurará esa imagen de Dios en nosotros, desfigurada por nuestros pecados. El fuego del amor del Espíritu Santo consumirá nuestro pecado y lo transformará en luz.

Esta deificación crecerá por obra del Espíritu Santo. Él será quien hará esta obra maestra en nuestro interior. Él nos pone en comunión con la Trinidad santa. Lo único, pues, que atrasará esta deificación es nuestra resistencia al Espíritu, nuestra soberbia, nuestro pecado.

De ahí, nuestro trabajo de ascesis y sacrificio para luchar contra nuestras tendencias malas, y ofrecer todos los días nuestra naturaleza humana a la obra deificante del Espíritu. Esta obra de arte del Espíritu Santo en nuestra alma durará hasta el día que muramos. Muestra de esto es la vida edificante y heroica de los santos, que son todo un monumento a la obra secreta del Espíritu Santo en ellos.
 
En el trabajo y en la cultura
Aquí es donde el hombre refleja lo celebrado en la liturgia, donde el hombre y el mundo se reencuentran y reflejan la gloria de Dios.
 
En el trabajo y en la cultura
En el trabajo y en la cultura

El “homo faber” (el hombre artesano, trabajador) es, en cierta medida, un esclavo de sus mismas obras hasta que llega a ser “homo liturgicus” (hombre litúrgico). Es aquí donde Dios concede al hombre la gracia de la libertad de los hijos de Dios y donde el hombre ofrecerá a Dios el producto de sus manos para mayor gloria de la Trinidad y beneficio de la humanidad entera.

Ya que la liturgia es obra de Dios y del hombre, no podemos dejar a un lado el trabajo y la cultura. En el trabajo y en la cultura, el hombre refleja lo celebrado en la liturgia. Es ahí, donde el hombre debe dar gloria a Dios. El trabajo y la cultura son el lugar donde el hombre y el mundo se reencuentran y reflejan la gloria de Dios.

Pero, para que el trabajo y la cultura sean para la gloria de Dios es necesario que el corazón del hombre esté en paz, en armonía con Dios, porque de lo contrario será un trabajo en contra de Dios, será anticultura.

Y encontraremos la paz y la armonía en la medida en que vivamos la gracia de Dios y luchemos contra el pecado. Si el río de la vida no invade primero nuestro corazón, ¿cómo podrá penetrar el campo del trabajo y la cultura, frutos del corazón humano? Si la raíz está podrida, los frutos estarán podridos.

Si el Espíritu deifica al hombre es para que el hombre humanice al mundo, y no lo esclavice ni lo destruya. En todo trabajo debemos llevar la luz de Cristo, sólo así tendrá la impronta de Dios.

Cualquier trabajo que hagamos será incompleto, deficiente, alienante, esclavizante, tentador...si no dejamos que lo penetre el poder del Espíritu que lo llevará más allá de la muerte y lo hará obra de luz. Si no vivimos esto así, ¿qué ofrecemos en el altar de la eucaristía?

Pero el trabajo así transfigurado llega a ser experiencia de comunión. Y ya no se darán los injusticias del trabajo, ni las estructuras alienantes, ni los desórdenes de la economía (corrupción, malversación de fondos, sobornos, explotación, etc.).

La liturgia no suple nuestra inventiva en el trabajo; hace algo mejor: como es soplo del Espíritu, es profética, dado que discierne, denuncia, suscita creatividad y se traduce en obras, pide justicia y es sierva de la paz. Impulsa a compartir.

La cultura es la transformación de la naturaleza por medio de la mano del hombre y su impregnación por el Espíritu. La cultura se alcanza cuando la naturaleza es humanizada y cuando por ella el hombre se hace más humano.

Por tanto, la cultura tiene que ser iconografía del Espíritu y del hombre; de lo contrario no es más que la iconografía del enemigo de Dios. Esto lo podemos hoy experimentar en tantas películas, canciones y literatura, que en vez de ser reflejo de Dios, son reflejo del Maligno, que nos trata de degradar con tanta suciedad y bajeza.

La cultura así transformada por la luz del Espíritu da su fruto: nos lleva a la belleza que es Dios, su fuente. Entonces podremos decir, como dijo el papa a los artistas: “la belleza salvará al mundo”. No la belleza en sí, sino la belleza transfigurada y traspasada por este rayo de luz divina.
 

En la comunidad humana
Será la comunión la que nos hace existir como Iglesia. En la liturgia del corazón se aprende cómo hacerse prójimo del hombre.
 
En la comunidad humana
En la comunidad humana


En este vivir la liturgia tenemos que superar un obstáculo: no contentarnos con cumplir una ley, unas normas, sino dejarnos transformar y deificar por el Espíritu, pues cumpliendo unas normas sin esta disponibilidad al Espíritu, parecería que la obra de santidad es más bien obra nuestra y no del Espíritu.

Esto pasa también en las relaciones a nivel social. No podemos cifrar todas nuestras relaciones en un código de normas para una convivencia civilizada (tentación moralista), o en un programa social (tentación socializante), como si el Espíritu Santo pudiera reducirse a valores de justicia y solidaridad. La novedad de este misterio es mucho más.

Este río de agua viva tiene que penetrar todo el tejido social y las sociedades humanas. Y es así, porque este río ya está entre nosotros, dentro de nosotros. La invasión del Reino del Espíritu en un grupo humano es el evento de la verdadera comunidad entre las personas.

Y este Espíritu es el que ha puesto en esas comunidades donde ha entrado, los gérmenes de comunidad, la llamada a la solidaridad, la vocación a la paz, el respeto mutuo. Y la luz del Espíritu es también la que quitará la máscara de la mentira inherente al poder, la mutación del servicio en dominio, la perversión del grupo en estructura de injusticia, la esclavitud de la persona al ídolo del dinero. El Espíritu Santo nos revela la sociedad como icono del Reino.

Si no penetra esta luz del Espíritu Santo habrá Babel, es decir, injusticia, odio, muerte. En la sociedad donde no hay esta comunión, esta común unión entre nosotros, habrá ausencia de amor. Y grabará el peso del pecado y de la muerte.

Este río de vida hace fructificar los árboles de vida, cuyas simples hojas pueden ya “curar a las naciones” (1 Jn 3, 18), y hacernos hermanos, en común unión.

Será la comunión la que nos hace existir como Iglesia. Y esta comunión nos exige morir a nuestro yo, para abrirnos al misterio del otro, como buenos samaritanos. En la liturgia del corazón se aprende cómo hacerse prójimo del hombre herido. Entonces el Espíritu Santo cura la relación, ofreciéndose Él mismo, que es unción de la nueva alianza.

Tenemos que pasar de una humanidad de naciones a la del Pueblo de Dios, tal es el servicio de comunión confiado a la Iglesia: “Seremos su pueblo y ovejas de su rebaño...En aquel día no habrá ya luto ni lamento ni dolor, porque las cosas anteriores han pasado” (Ap 21, 3-4).

En la compasión con los pobres
La maravilla de la liturgia vivida es el misterio de la caridad divina en nuestra vida.
 
En la compasión con los pobres
En la compasión con los pobres

La maravilla de la liturgia vivida es el misterio de la caridad divina en nuestra vida. En su fuente, en su flujo, en sus frutos, esta caridad busca penetrarlo todo: lo profundo del corazón y el ser personal, el trabajo, la cultura, las relaciones entre las personas y el tejido de nuestra sociedad...El Espíritu Santo es el que empuja a la caridad hasta el extremo del amor.

La liturgia vivida alcanza todo su realismo y toda su verdad cuando nos hace entrar en el espesor del mundo del pecado, allí donde el amor no es todavía vencedor de la muerte. La filantropía puede ser moral, pero hasta ahí. La caridad es mucho más, es mística, porque alcanza en el hombre este abismo de la muerte donde el amor está ausente; es mística, porque la caridad esconde toda la profundidad del amor de Dios que se derrama en los demás.

Servir a los pobres es hacerse pobre con ellos, como el Señor. Pobres según el Espíritu. Cuando la Iglesia se acerca al pobre, vive su liturgia hecha compasión. Lo hecho al pobre, es hecho a Jesús, pues Jesús se identifica con el pobre, según el capítulo 25 del evangelio de san Mateo. Lo que sufre todo ser humano es el sufrimiento mismo de Jesús, que lo asume. ¡Qué bien entendió esto la beata Madre Teresa de Calcuta! Por eso se dedicó a los pobres más pobres, sirviendo a Jesús en ellos, saciando la sed de Jesús en ellos.

San Juan Crisóstomo, queriendo hacer comprender a los fieles de Antioquía la unidad misteriosa entre la liturgia que están celebrando y la que deberán vivir a la salida de la iglesia, dice que dejan el altar de la eucaristía sólo para ir al altar de los pobres. El símbolo de la continuidad es revelador. El mismo cuerpo de Cristo que servimos en el memorial de su pasión y resurrección debemos servirlo ahora en la persona de los pobres.

La compasión se difunde desde el corazón, no desde las emociones. Hablamos del corazón en el sentido bíblico, es decir, el centro de la persona. Su primer motor es el perdón y la misericordia. No olvidemos que la manifestación más brillante de la gloria de la Trinidad santa es su misericordia. Cuando aceptamos ser tomados por ella, entramos en la profundidad del corazón de nuestro Dios. Y el hombre cuando difunde compasión y misericordia con su prójimo pobre y necesitado está transparentando un rayo de la misericordia divina; es más, estamos introduciendo al necesitado en el mismo corazón de Dios.

Quiero traer aquí una cita de santa Teresa de Jesús a este respecto: “Cuando yo veo almas muy diligentes en entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parecen no osan bullir, ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), hácese ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar un alivio, no se te dé nada en perder esa devoción y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor, te duela a ti, y si fuera menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello” (Las Moradas, V, 3, 11).

Los pobres llegan a ser, por tanto, altar de la salvación de sus hermanos. Quien tiene caridad con ellos recibe esa salvación.

Y cuando esta compasión se difunde en el mundo comienza la misión.


La liturgia desemboca en misión
Liturgia, caridad y misión van unidos. Liturgia celebrada y misión son dos momentos del mismo amor.
 
La liturgia desemboca en misión
La liturgia desemboca en misión

“También puede ocurrir que no tenga pan que dar de limosna al indigente; pero quien tiene lengua, tiene algo más que poder dar, pues alimentar con el sustento de la palabra el alma, que ha de vivir siempre, es más que saciar con pan terreno el estómago del cuerpo, que ha de morir” (San Gregorio Magno, Hom. 6 sobre los Evangelios).

La liturgia desemboca en misión, debe desembocar en misión. La misión es el fruto de esa compasión y caridad.

Siguiendo con la imagen del agua viva, que nos ofrece la liturgia, la misma agua viva que quita la sed a los bautizados, despierta la sed de los hijos de Dios dispersos. Esa agua que brota del Padre y del Cordero se hace corriente caudalosa en la misión, y va empapando cuanto encuentra en el camino.

¡Qué hermoso es esto! Si hay zonas áridas y secas es porque todavía no ha llegado la corriente de la gracia mediante la misión. No hay quien lleve esa agua que tiene toda la potencialidad de fecundar todo tipo de tierra. ¿Por qué? “Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de dar lo que hubiere bebido y esparcir aquello de que la haya llenado” (San Agustín, Sobre la doctrina cristiana, 1, 4).

La Iglesia tiene como misión llevar esa agua viva por todos los terrenos del mundo. Pero necesita brazos que lleven esa agua, y corazones ardientes devorados por el fuego del Espíritu, como el de los primeros apóstoles. Basta leer los Hechos de los apóstoles para darnos cuenta de esto: celebraban la fracción del pan, y después, atendían a los pobres y luego se lanzaban por los caminos con la predicación para llevar ese río caudaloso de la gracia divina.

Liturgia, caridad y misión van unidos. Deben ir unidos. Liturgia celebrada y misión son dos momentos del mismo amor: ¿cómo amar a nuestros hermanos si no acogemos antes a Quien nos amó primero? Y si he acogido a Dios, ¿cómo no darlo a los demás?

La celebración litúrgica es, ciertamente, un momento intenso donde toda la comunidad eclesial reaviva la conciencia de su misión. Pero la celebración nos lanza a la misión. En la misión, el Verbo se confía a su Iglesia como el tesoro en vaso de barro (cf 2 Cor 4, 7), poniendo la Palabra en su corazón, penetrándola con su Espíritu, ofreciéndole su Cuerpo. Será entonces cuando la Iglesia podrá ofrecer a todos los hombres Aquel que ella conserva grabado en sí mismo, podrá darles el Espíritu dando su propia vida, ser el Reino en medio de ellos.

En la misión, la gran obra de la Pascua de Cristo se convierte en la obra de su Iglesia. Ahora bien, nosotros aprendemos a vivir esta Pascua de la Misión actuándola en la celebración de la liturgia. En la liturgia, Dios alcanza al hombre y el hombre alcanza a Dios. Dios le da su agua viva que le sana, le reconforta, le anima y le salva. Y el hombre se abre a Dios y la sed del hombre entabla un diálogo salvífico y queda saciado.

Y este hombre saciado va corriendo a las calles, caminos, montañas llevando el sorbo de esa agua viva que mana del Trono de Dios y del Cordero, que mana de la Pascua. Esta es la misión. Y todo movido por el amor, por la compasión. Por eso, la misión es epifanía, es decir, manifestación de la caridad de Cristo.

En esa misión llevamos la Palabra de Cristo que conforta, anima, orienta, reprende, consuela. Pero sobre todo, salva y hace milagros: el milagro de la conversión, de la vuelta a Dios de quienes nos han escuchado. Que quede claro: no somos nosotros los que salvamos y convertimos, sino la Palabra de Dios que nosotros llevamos. Nosotros somos sólo instrumentos. Pero instrumentos necesarios, a través de los cuales Dios lleva ese río de la gracia y de la conversión.

Tal vez, el llevar esa Palabra nos provoque, quién sabe, el martirio. No temamos. El martirio es la suprema forma de caridad. En el martirio hemos dado testimonio con nuestra sangre del misterio de Dios vivo. En el martirio, la celebración de la liturgia se ha hecho sacrificio cruento, como el de Cristo en el Calvario. Y lo hermoso es que esa muerte del mártir es vida para otros, como la de Cristo, pues la sangre de mártires es semilla de nuevos cristianos, como dijo Tertuliano.

¡Qué unido está, pues, misterio, celebración del misterio y vida! ¡La liturgia es la celebración del misterio de Dios, vivido en la misión!

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