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Anhelos espirituales |
El anhelo y el deseo, en sí son una misma
cosa…, pero el anhelo implica vehemencia en el deseo y
esto es precisamente lo que ocurre cuando una persona, lleva
una intensa vida espiritual que empieza teniendo deseos y
en la medida que avanza en el desarrollo de su
amor al Señor, este va siendo cada vez más intenso
y por el influjo de la divina gracia en su
alma, lo que inicialmente eran solo deseos terminan por convertirse
en fuertes anhelos de amor al Señor. El proceso que
se genera, por razón del principio de reciprocidad. Entre una
de las varias características más destacadas del amor, está la
de la reciprocidad, en virtud de la cual, el amor
exige siempre una reciprocidad y cuanto más amor da una
parte de las dos, más amor recibe de la otra
parte, por lo que se establece una situación de crecimiento
en la cantidad y calidad del amor que ambas partes
se otorgan mutuamente. Hay un conocido pensamiento de San Juan
de la Cruz, que dice: Donde no hay amor, pon
amor y encontraras amor. Así se explica que matrimonios que
empezaron sus primeros años de vida matrimonial tirándose los trastos
a la cabeza, perseveran y con los años son felices.
Raro es el matrimonio que ha cumplido las bodas de
oro, y aún se siguen tirando la vajilla a la
cabeza. El amor es una pasión, que aunque a algunos
les resulte difícil aceptar, es más fuerte que el odio;
sencillamente porque el amor emana de Dios, porque Dios
es amor y solo amor tal como nos lo dice
San Juan (1Jn 4,16), mientras que el odio es la
antítesis del amor es la esencia del demonio. Y Dios
es incomparablemente más fuerte que el demonio, que vive siempre
sometido a las disposiciones del Señor. Pero, cuando comenzamos a
caminar por la senda de una vida espiritual íntima, nuestros
anhelos espirituales son distintos y cambian con el tiempo.
Tomemos el ejemplo de los apóstoles. En el comienzo de
su vida apostólica, cuando aún están con el Señor y
por lo tanto no han recibido todavía al Espíritu Santo
en Pentecostés, y sus almas tienen todavía en ese momento,
el peso de una gran materialidad. Son Santiago y
Juan, los hijos del Zebedeo, los que le dicen al
Señor: “Maestro queremos que nos hagas lo que vamos a
pedirte. Díjoles Él: ¿Que queréis que os haga? Ellos le
respondieron: Concédenos sentarnos el uno a tu derecha y el
otro a tu izquierda en tu gloria. Jesús les respondió:
¡No sabéis lo que pedís!” (Mc 10, 35-38). Algo similar
nos pasa a nosotros también, ya que luchamos, oramos, nos
sacrificamos, somos asiduos a la Eucaristía, y por todo ello
como los hijos del Zebedeo, nos creemos con derecho a
tener una gran gloria, incluso secretamente pensamos en ello y
nos agarramos al principio que conocemos y nos dice que:
Nadie que ame al Señor, quedará nunca defraudado, porque tal
como podemos leer en los Evangelios: “Todo el que dejare
hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o
campos, por amor a mi nombre, recibirá el céntuplo y
heredara la vida eterna. Y muchos primeros serán los postreros,
y los postreros, primeros”. (Mt 19,29-30). Y aquí esta nuestro
error, el mismo que cometieron los hijos del Zebedeo: La
falta de humildad. El creernos con derechos, cuando sobre Dios
nadie tienen ningún derecho, todo lo que ahora recibimos son
dones y lo que recibiremos también serán dádivas gratuitas. Como
ya antes hemos dicho, Dios es amor y solo amor
y donde media el amor no median derechos ni obligaciones,
sino entregas incondicionales y dádivas por parte del Señor. Nadie
que no se entregue incondicionalmente al Señor, puede decir que
le ama, porque el amor ni se compra ni se
vende, solo se adquiere como don entregándose uno ciega e
incondicionalmente. Podría afirmarse, que el secreto anhelo, que tienen
casi todos los que dan sus primeros pasos en la
vida espiritual, que es soñar con alcanzar una gran gloria
cuando uno llegue al cielo, lo cual no es malo
en sí, pero nunca debemos de ponérnoslo como una meta
a cumplimentar. San Josemaría Escrivá, ridiculizaba en sus charlas, aquellos
que se proponen realizar grandes hazañas espirituales, desproporcionadas con la
realidad. Ironizaba estos propósitos, que para él eran semejantes a
las hazañas de Tartarí de Tarascón queriendo cazar leones en
los pasillos de su casa. Es una táctica muy usada
por el maligno, que cuando ve que queremos realizar de
acuerdo con nuestras fuerzas, algo que le va a molestar
mucho a él, nos propone enseguida realizar algo mucho mejor
y superior, pues conoce nuestras fuerzas, y sabe que lo
superior nunca lo vamos a llevar a buen término y
así nos desvía de hacer algo más modesto pero efectivo.
En el desarrollo de la vida espiritual, hay que comenzar
con humildad, tomar consciencia de nuestra incapacidad y pobreza espiritual
y sobre todo humildad, ante todo humildad, la humildad que
es la reina de las virtudes y la que más
provecho nos da en el desarrollo de nuestra vida espiritual.
Si hay algo que más le repugne al Señor, es
el orgullo de carácter espiritual. Acordémonos del fariseo orando en
el Templo. No nos preocupemos de nuestro futuro puesto en
el cielo, pensemos más en los peligros reales que nos
asechan para no lograr llegar al cielo. En el salmo
131, podemos leer:
“Señor, mi corazón no es ambicioso, ni
mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino
que acallo y modero mis deseos, como un niño en
brazos de su madre”. (Sal 131) Nuestro mérito siempre consistirá
en cumplimentar la voluntad del Señor y amarle, amarle, amarle
con pasión con locura pasional, pues de la misma forma
que nosotros le amemos a Él, así pero con mucho
más, nos corresponderá Él.
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