Lectura espiritual
Capítulo I
MARÍA, NUESTRA MADRE Y REINA
Dios te salve, Reina y Madre de
misericordia
I
Nuestra confianza en María ha de ser grande,
por ser ella la Madre de la misericordia
1. María es
Reina con su Hijo Jesús
Habiendo sido
exaltada la Virgen María como Madre del Rey de reyes, con toda razón la santa
Iglesia la honra y quiere que sea honrada por todos por el título glorioso de
reina. Si el Hijo es Rey, dice san Atanasio, con toda razón la Madre debe
tenerse por Reina y llamarse Reina y Señora. Desde que María, añade san
Bernardino se Siena, dio su consentimiento aceptando ser Madre del Verbo eterno,
desde ese instante mereció ser la reina del mundo y de todas las criaturas. Si
la carne de María, reflexiona san Arnoldo abad, no fue distinta de la de Jesús,
¿cómo puede estar la madre separada del reinado de su hijo? Por lo que debe
pensarse que la gloria del reinado no sólo es común entre la Madre y el Hijo,
sino que es la misma.
Y si Jesús es
rey del universo, reina también lo es María. De modo que, dice san Bernardino de
Siena, cuantas son las criaturas que sirven a Dios, tantas son las que deben
servir a María, ya que los ángeles, los hombres y todas las cosas del cielo y de
la tierra, estando sujetas al dominio de Dios, están también sometidas al
dominio de la Virgen. Por eso el abad Guérrico, contemplando a la Madre de Dios,
le habla así: “Prosigue, María, prosigue segura con los bienes de tu Hijo,
gobierna con toda confianza como reina, madre del rey y su esposa”. Sigue pues,
oh María, disponiendo a tu voluntad de los bienes de tu Hijo, pues al ser madre
y esposa del rey del mundo, se te debe como reina el imperio sobre todas las
criaturas.
2. María es
Reina de misericordia
Así que María
es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es una reina toda
dulzura y clemencia e inclinada a hacernos bien a los necesitados. Por eso la
santa Iglesia quiere que la saludemos y la llamemos en esta oración Reina
de misericordia. El mismo nombre de reina, conforme a san Alberto Magno,
significa piedad y providencia hacia los pobres; a diferencia del nombre de
emperatriz, que expresa más bien severidad y rigor. La excelencia del rey y de
la reina consiste en aliviar a los miserables, dice Séneca. Así como los
tiranos, al mandar, tienen como objetivo su propio provecho, los reyes, en
cambio, deben tener por finalidad el bien de sus vasallos. De ahí que en la
consagración de los reyes se ungen sus cabezas con aceite, símbolo de
misericordia, para demostrar que ellos, al reinar, deben tener ante todo
pensamientos de piedad y beneficencia hacia sus vasallos.
El rey debe
ante todo dedicarse a las obras de misericordia, pero no de modo que dejan de
usar la justicia contra los criminales cuando es debido. No obra así María, que
aunque reina no lo es de justicia, preocupada del castigo de los malhechores,
sino reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad y al perdón de los
pecadores. Por eso la Iglesia quiere que la llamemos expresamente reina de la
misericordia.
Reflexionando
el gran canciller de París Juan Gerson las palabras de David: “Dos cosas he
oído: que Dios tiene el poder y que tuya es, Señor, la misericordia” (Sal 61,
12), dice que fundándose el reino de Dios en la justicia y en la misericordia,
el Señor lo ha dividido: el reino de la justicia se lo ha reservado para él, y
el reino de la misericordia se lo ha cedido a María, mandando que todas las
misericordias que se otorgan a los hombres pasen por las manos de María y se
distribuyan según su voluntad. Santo Tomás lo confirma en el prólogo a las
Epístolas canónicas diciendo que la santísima Virgen, desde que concibió en su
seno al Verbo de Dios y le dio a luz, obtuvo la mitad del reino de Dios al ser
constituida reina de la misericordia, quedando para Jesucristo el reino de la
justicia.
El eterno
Padre constituyó a Jesucristo rey de justicia y por eso lo hizo juez universal
del mundo. Así lo cantó el profeta: “Señor, da tu juicio al rey y tu justicia al
hijo de reyes” (Sal 71, 2). Esto también lo comenta un docto intérprete, y dice:
Señor, tú has dado a tu Hijo la justicia porque la misericordia la diste a la
madre del rey. San Buenaventura, parafraseando también ese pasaje, dice: “Da,
Señor, tu juicio al rey y tu misericordia a la madre de él”. Así, de modo
semejante al arzobispo de Praga, Ernesto, dice que el eterno Padre ha dado al
Hijo el oficio de juzgar y castigar, y a la Madre el oficio de compadecer y
aliviar a los miserables. Así predijo el mismo profeta David que Dios mismo, por
así decirlo, consagró a María como reina de la misericordia ungiéndola con óleo
de alegría: “Dios te ungió con óleo de alegría” (Sal 44, 8). A fin de que todos
los miserables hijos de Adán se alegraran pensando tener en el cielo a
esta gran reina llena de unción de misericordia y de piedad para con todos
nosotros, como dice san Buenaventura: “María está llena de unción de
misericordia y de óleo de piedad, por eso Dios la ungió con óleo de
alegría”.
3. María,
figurada en la reina Esther
San Alberto
Magno, muy a propósito, presenta a la reina Esther como figura de la reina
María. Se lee en el libro de Esther, capítulo 4, que reinando Asuero salió un
decreto que ordenaba matar a todos los judíos. Entonces, Mardoqueo, que era uno
de los condenados, confió su salvación a Esther, pidiéndole que intercediera con
el rey para obtener la revocación de su sentencia. Al principio, Esther rehusó
cumplir ese encargo temiendo el gravísimo enojo de Asuero. Pero Mardoqueo le
reconvino y le mandó decir que no pensara en salvarse ella sola, pues el Señor
la había colocado en el trono para lograr la salvación de todos los judíos: “No
te imagines que por estar en la casa del rey te vas a librar tú sola entre todos
los judíos, porque si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte
vendrá el socorro de la liberación de los judíos” (Est 4, 13). Así dijo
Mardoqueo a la reina Esther, y así podemos decir ahora nosotros, pobres
pecadores, a nuestra reina María, si por un imposible rehusara impetrarnos de
Dios la liberación del castigo que justamente merecemos: no pienses, Señora, que
Dios te ha exaltado como reina del mundo sólo para pensar en tu bien, sino para
que desde la cumbre de tu grandeza puedas compadecerte más de nosotros
miserables y socorrernos mejor.
Asuero, cuando
vio a Esther en su presencia, le preguntó con cariño: “¿Qué deseas pedir, reina
Esther?, pues te será concedido. Aunque fuera la mitad de mi reino, se cumplirá”
(Est 7, 2). A lo que la reina respondió: “Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh
rey!, y si al rey le place, concédeme la vida –este es mi deseo- y la de mi
pueblo –ésta es mi petición” (Est 7, 3). Y Asuero la atendió al instante
ordenando que se revocase la sentencia.
Ahora bien, si
Asuero otorgó a Esther, porque la amaba, la salvación de los judíos, ¿cómo Dios
podrá dejar de escuchar a María, amándola inmensamente, cuando ella le ruega por
los pobres pecadores? Ella le dice: “Si he encontrado gracia ante tus ojos, rey
mío...” Pero bien sabe la Madre de Dios que ella es la bendita, la
bienaventurada, la única que entre todos los hombres ha encontrado la gracia que
ellos habían perdido. Bien sabe que ella es la amada de su Señor, querida más
que todos los santos y ángeles juntos. Ella es la que le dice: “Dame mi pueblo
por el que te ruego”. Si tanto me amas, le dice, otórgame, Señor, la conversión
de estos pecadores por los que te suplico. ¿Será posible que Dios no la oiga?
¿Quién desconoce la fuerza que le hacen a Dios las plegarias de María? “La ley
de la clemencia gobierna su lengua” (Pr 31, 26). Es ley establecida por el Señor
que se use de misericordia con aquellos por los que ruega María.
4. María se
vuelca con los más necesitados
Pregunta san
Bernardo: ¿Por qué la Iglesia llama a María reina de misericordia? Y responde:
“Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de Dios a quien
quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por enormes que sean
sus pecados, que se pierda si María lo protege”.
Pero ¿podremos
temer que María se desdeñe de interceder por algún pecador al verlo demasiado
cargado de pecados? ¿O nos asustará, tal vez, la majestad y santidad de esta
gran reina? No, dice san Gregorio; cuanto más elevada y santa es ella, tanto más
es dulce y piadosa con los pecadores que quieren enmendarse y a ella acuden”.
Los reyes y reinas, con la majestad que ostentan, infunden terror y hacen que
sus vasallos teman aparecer en su presencia. Pero dice san Bernardo: ¿Qué temor
pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si ella no
tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca, sino que
se manifiesta toda dulzura y cortesía? ¿Por qué ha de temer la humana fragilidad
acercarse a María? En ella no hay nada de austero ni terrible. Es todo suavidad
ofreciendo a todos leche y lana”. María no sólo otorga dones, sino que ella
misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener suma
confianza y la lana de su protección para embriagarnos contra los rayos de la
divina justicia.
Narra Suetonio
que el emperador Tito no acertaba a negar ninguna gracia a quien se la pedía; y
aunque a veces prometía más de lo que podía otorgar, respondía a quien se lo
daba a entender que el príncipe no podía despedir descontento a ninguno de los
que admitía a su presencia. Así decía Tito; pero o mentía o faltaba a la
promesa. Mas nuestra reina no puede mentir y puede obtener cuanto quiera para
sus devotos. Tiene un corazón tan piadoso y benigno, que no puede sufrir el
dejar descontento a quien le ruega. “Es tan benigna –dice Luis Blosio- que no
deja que nadie se marche triste”. Pero ¿cómo puedes, oh María –le pregunta san
Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina de la
misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los
miserables? Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable pecador,
soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh reina de la
misericordia”. Tú eres la reina de la misericordia y yo el pecador más miserable
de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus súbditos, tú debes tener más
cuidado de mí que de todos los demás. Ten piedad de nosotros, reina de la
misericordia, y procura nuestra salvación.
Y no nos
digas, Virgen santa, parece decirle Jorge de Nicomedia, que no puedes ayudarnos
por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes tal poder y piedad
que excede a todas las culpas imaginables. Nada resiste a tu poder, pues tu
gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y el Hijo, gozando
con tu gloria, como pagándose una deuda, da cumplimiento a todas tus peticiones.
Quiere decir que si bien María tiene una deuda infinita con su Hijo por
haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede negarse que también el Hijo
está sumamente agradecido a esta Madre por haberle dado el ser humano; por lo
cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a María, gozando con su gloria, la
honra especialmente escuchando siempre todas su plegarias.
5. A María
hemos de recurrir
Cuánta debe
ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios, y tan
rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe y
disfrute de la bondad y de los favores de María. Así lo reveló la Virgen María a
santa Brígida: “Yo soy –le dijo la reina del cielo y madre de la misericordia-
la alegría de los justos y la puerta para introducir los pecadores a Dios. No
hay en la tierra pecador tan desventurado que se vea privado de la misericordia
mía. Porque si otra gracia por mí no obtuviera, recibe al menos la de ser menos
tentado de los demonios de lo que sería de otra manera. No hay ninguno tan
alejado de Dios, a no ser que del todo estuviese maldito –se entiende con la
final reprobación de los condenados-; ninguno que, si me invocare, no vuelva a
Dios y alcance la misericordia”. Todos me llaman la madre de la misericordia, y
en verdad la misericordia de Dios hacia los hombres me ha hecho tan
misericordiosa para con ellos. Por eso será desdichado y para siempre en la otra
vida el que en ésta, pudiendo recurrir a mí, que soy tan piadosa con todos y
tanto deseo ayudar a los pecadores, infeliz no acude a mí y se
condena.
Acudamos,
pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos
salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros
pecados, entendamos que María ha sido constituida reina de la misericordia
para salvar con su protección a los mayores y más perdidos pecadores que a ella
se encomiendan. Éstos han de ser su corona en el cielo como lo declara su divino
esposo: “Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano, ven y serás coronada...
desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos” (Ct 4, 8). ¿Y
cuáles son esas cuevas y montes donde moran esas fieras y monstruos sino los
miserables pecadores cuyas almas se convierten en cubil de los pecados, los
monstruos más deformes que puede haber? Pues bien, comenta el abad Ruperto,
precisamente de estos miserables pecadores salvados por su mediación, oh gran
reina, te verás coronada en el paraíso, ya que su salvación será tu corona,
corona muy apropiada para una reina de misericordia y muy digna de ella. A este
propósito, léase el siguiente ejemplo.
EJEMPLO
Conversión
de María, la pecadora, en la hora de la muerte
Se cuenta en
la vida de sor Catalina de San Agustín que en el mismo lugar donde vivía esta
sierva de Dios habitaba una mujer llamada María que en su juventud había sido
una pecadora y aún de anciana continuaba obstinada en sus perversidades, de modo
que, arrojada del pueblo, se vio obligada a vivir confinada en una cueva, donde
murió abandonada de todos y sin los últimos sacramentos, por lo que la
sepultaron en descampado.
Sor Catalina,
que solía encomendar a Dios con gran devoción las almas de los que sabía que
habían muerto, después de conocer la desdichada muerte de aquella pobre anciana,
ni pensó en rezar por ella, teniéndola por condenada como la tenían
todos.
Pasaron cuatro
años, y un día se le apareció un alma en pena que le dijo:
– Sor
Catalina, ¡qué desdicha la mía! Tú encomiendas a Dios las almas de los que
mueren y sólo de mi alma no te has compadecido.
– ¿Quién eres
tú? –le dijo la sierva de Dios.
– Yo soy –le
respondió –la pobre María que murió en la cueva.
– Pero ¿te has
salvado? –replicó sor Catalina.
– Sí, me he
salvado por la misericordia de la Virgen María.
– Pero
¿cómo?
– Cuando me vi
a las puertas de la muerte, viéndome tan llena de pecados y abandonada de todos,
me volví hacia la Madre de Dios y le dije: Señora, tú eres el refugio de los
abandonados; ahora yo me encuentro desamparada de todos; tú eres mi única
esperanza, sólo tú me puedes ayudar, ten piedad de mí. La santa Virgen me obtuvo
un acto de contrición, morí y me salvé; y ahora mi reina me ha otorgado que mis
penas se abreviaran haciéndome sufrir en intensidad lo que hubiera debido purgar
por muchos años; sólo necesito algunas misas para librarme del purgatorio. Te
ruego las mandes celebrar que yo te prometo rezar siempre, especialmente a Dios
y a María, por ti.
ORACIÓN A MARÍA, REINA MISERICORDIOSA
Madre de Dios
y señora mía, María.
Como se presenta a una gran reina
un pobre andrajoso y llagado,
así me presento a ti, reina de cielo y tierra.
Desde tu trono elevado dígnate
volver los ojos a mí, pobre pecador.
Dios te ha hecho tan rica
para que puedas socorrer a los pobres,
y te ha constituido reina de misericordia
para que puedas aliviar a los miserables.
Mírame y ten compasión de mí.
Mírame y no me dejes;
cámbiame de pecador en santo.
Como se presenta a una gran reina
un pobre andrajoso y llagado,
así me presento a ti, reina de cielo y tierra.
Desde tu trono elevado dígnate
volver los ojos a mí, pobre pecador.
Dios te ha hecho tan rica
para que puedas socorrer a los pobres,
y te ha constituido reina de misericordia
para que puedas aliviar a los miserables.
Mírame y ten compasión de mí.
Mírame y no me dejes;
cámbiame de pecador en santo.
Veo que nada
merezco y por mi ingratitud
debiera verme privado de todas las gracias
que por tu medio he recibido del Señor.
Pero tú, que eres reina de misericordia,
no andas buscando méritos,
sino miserias y necesidades que socorrer.
¿Y quién más pobre y necesitado que yo?
debiera verme privado de todas las gracias
que por tu medio he recibido del Señor.
Pero tú, que eres reina de misericordia,
no andas buscando méritos,
sino miserias y necesidades que socorrer.
¿Y quién más pobre y necesitado que yo?
Virgen
excelsa, ya sé que tú,
siendo la reina del universo,
eres también la reina mía.
Por eso, de manera muy especial,
me quiero dedicar a tu servicio,
para que dispongas de mí como te agrade.
Te diré con san Buenaventura: Señora,
me pongo bajo tu servicio
para que del todo me moldees y dirijas.
No me abandones a mí mismo;
gobiérname tú, reina mía. Mándame a tu arbitrio
y corrígeme si no te obedeciera,
porque serán para mí muy saludables
los avisos que vengan de tu mano.
siendo la reina del universo,
eres también la reina mía.
Por eso, de manera muy especial,
me quiero dedicar a tu servicio,
para que dispongas de mí como te agrade.
Te diré con san Buenaventura: Señora,
me pongo bajo tu servicio
para que del todo me moldees y dirijas.
No me abandones a mí mismo;
gobiérname tú, reina mía. Mándame a tu arbitrio
y corrígeme si no te obedeciera,
porque serán para mí muy saludables
los avisos que vengan de tu mano.
Estimo en más
ser tu siervo
que ser el dueño de toda la tierra.
”Soy todo tuyo, sálvame” (Sal 118, 94).
Acéptame por tuyo y líbrame.
No quiero ser mío; a ti me entrego.
Y si en lo pasado te serví mal,
perdiendo tan bellas ocasiones de honrarte,
en adelante quiero unirme a tus siervos
los más amantes y más fieles.
No quiero que nadie me aventaje
en honrarte y amarte, mi amable reina.
Así lo prometo y, con tu ayuda,
así espero cumplirlo. Amén. Amén.
que ser el dueño de toda la tierra.
”Soy todo tuyo, sálvame” (Sal 118, 94).
Acéptame por tuyo y líbrame.
No quiero ser mío; a ti me entrego.
Y si en lo pasado te serví mal,
perdiendo tan bellas ocasiones de honrarte,
en adelante quiero unirme a tus siervos
los más amantes y más fieles.
No quiero que nadie me aventaje
en honrarte y amarte, mi amable reina.
Así lo prometo y, con tu ayuda,
así espero cumplirlo. Amén. Amén.
(“Las Glorias de María” – San Alfonso María de
Ligorio)
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