Me agrada sobremanera
abordar este tema cuando han pasado 50 años de la celebración del
Vaticano II. Y me agrada porque soy uno entre muchos de los que hicimos
del Vaticano II motor y referencia de nuestro vivir en la Iglesia.
Fuimos partícipes de un acontecimiento que conmovió a la Iglesia
católica y la puso ante los ojos del mundo entero.
El acontecimiento duró
tres años (1962-1965) pero fue tal su incidencia que resultó imposible
encerrarlo en el espacio de un corto tiempo o neutralizarlo por
tendencias opuestas.
El ya largo
posconcilio ha revelado todo lo que de positivo y antagónico había en la
Iglesia. Como ya sabíamos, la reacción había de llegar, pues no todos
–lo hemos visto y sufrido– estaban dispuestos a dejarse convertir por el
espíritu y doctrina conciliar. Eran siglos de visión distinta, de
doctrina uniforme, de ritos establecidos, de prácticas estereotipadas,
de normas precisas, de sumisión incondicional, que copaban palmo a palmo
el territorio de nuestra alma. Y el Vaticano II decretaba un
reordenamiento.
El drama era
inevitable para la mayoría que estaba educada para seguir como sagrados
los dictados de una autoridad indiscutible. Pero la renovación,
fermentando, había entrado también en la conciencia eclesial y estalló
en el aula conciliar. La Iglesia, por más murallas que se levantasen,
percibía los cambios de la modernidad, los nobles propósitos de las
revoluciones, los logros de la ciencia, la confrontación de la nueva
hermenéutica con el Evangelio y su radical requerimiento a cambiar y
mudarse.
Las aguas no se han
sosegado afortunadamente, siguen vivas, aun cuando remeros y navegantes
de alto grado pretendan conducirlas a recintos estancados o hacerlas
discurrir por otros cauces. La Iglesia es más grande que la Jerarquía y
no pierde el caminar de la historia ni el espíritu del Evangelio.
Siempre fue así, y pese a todo, resulta indomable el mensaje del
Evangelio y las aspiraciones de la dignidad de las personas y de los
pueblos.
Reivindicamos, pues,
algo que nos pertenece por ley y por historia, por derecho y por
espíritu. Sería una claudicación retornar a algo que tuvo sentido pero
que no volverá. El Vaticano II empalma con la Tradición, pero no es el
concilio de Trento ni el Vaticano I.
Y hay quien no se
guarda de ocultar sus reticencias y críticas desenfadadas al Vaticano II
como si fuera el causante del desconcierto y males actuales de la
Iglesia. Fue Joseph Ratzinger, entonces teólogo y cardenal, quien en
1985 afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido
decididamente desfavorables para la Iglesia”. Le llovieron réplicas,
entre otras, la del teólogo E. Schillebeeckx: “Ahora parece que sea sólo
el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar
auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este
sentido afirmo que se está traicionando el espíritu del concilio“ (Soy un teólogo feliz, p. 42).
Todo lo dicho me
permite suscribir como propias las palabras del recordado y querido
teólogo José Mª González Ruiz: “El Vaticano II es la tumba de la
cristiandad”. Sentencia confirmada por el teólogo J. B. Metz: “Hoy, la
Iglesia se encuentra ante un cambio que, a mi juicio, es el más profundo
de su historia desde la época primitiva. De una Iglesia de Europa (y de
Norteamérica) culturalmente más o menos unitaria y, por lo tanto,
monocéntrica, la Iglesia está en camino hacia una Iglesia universal, con
múltiples raíces culturales y, en este sentido, culturalmente
policéntrica. El último concilio puede entenderse como expresión
institucionalmente manifiesta de este paso” (Cfr. Concilium, Unidad y pluralidad: problemas y perspectivas de inculturación, nº 224, julio 1989, p. 91).
PARA COMPRENDER LO QUE ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA
No veo complicado
explicar lo que en las últimas décadas está sucediendo en la Iglesia, si
presentamos debidamente el escenario histórico de los hechos y logramos
relacionar el desenvolvimiento actual con el pasado.
La historia de la
Iglesia católica es bimilenaria. Venimos de una historia en que, hasta
el Vaticano II, ha estado vigente el modelo eclesiológico tridentino.
Dicho modelo ha estado sustentando el llamado “régimen de cristiandad”
y, más cerca de nosotros, el “nacionalcatolicismo”. Siglos y siglos de
historia dejan poso y configuran las estructuras, el sentir, el pensar y
el actuar de la cristiandad.
Me limito a examinar
un período de historia cercano a nosotros: el que va desde los años 50
hasta hoy, destacando tres hechos principales:
El concilio Vaticano II.
La restauración del papa Juan Pablo II.
Y la transición democrática de nuestro país.
I. LAS TRANSFORMACIONES BÁSICAS DEL VATICANO II
1. Modelo eclesiológico tridentino
Me refiero al momento de la Iglesia reformada de Gregorio VII y postridentina. Sus rasgos fundamentales serían:
1. La religión católica es la única verdadera: (Concilio de Florencia, 1542 , DS 1351). (Pío IX,Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
2. La Iglesia es como
un Estado, en cuya cumbre está el Papa, asistido por las congregaciones
romanas y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Madrid, 1955, pp. 1 ss.).
3. El estatuto
constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de
dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos (Constitución sobre la Iglesia, Vaticano I, 1870).
La desigualdad se
despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la
pirámide tiene un vértice, el papa: de él deriva el poder de los
obispos, la nobleza eclesiástica; y, más abajo, está el bajo clero, los
llamados propiamente “sacerdotes”. Estos grados agotan el derecho y la
autoridad. Finalmente, está el estamento laical, base inmensa de la
pirámide: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda (Pio X, Vehementer, 12.)
4. Esta estructura
eclesiástica sería de derecho divino y, por lo tanto, inmutable. Como
también el poder que ella tiene y de ella deriva.
5. Esta Iglesia
realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que desciende
piramidalmente hasta los mismos fieles. El pueblo no tiene más que
recibir y poner en práctica lo que reside en las altas esferas.
6. Para esta Iglesia
el reino de Dios es cosa del “más allá”, “asunto de la otra vida”, no un
proyecto histórico con exigencias de transformación para la sociedad
presente, sino un símbolo de resignación histórica y de evasión de la
historia: “La diferencia de clases en la sociedad civil tiene su origen
en la naturaleza humana y, por consiguiente, debe atribuirse a la
voluntad de Dios” (Pío IX, Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
7. Esta Iglesia olvida
la característica fundamental del Reino de Dios que anuncia Jesús: un
Reino de los pobres y para su liberación. Es decir, mientras en las
altas esferas se libran batallas por la dominación del mundo, la inmensa
base eclesial no tiene más condición, y ésta querida por Dios, que
someterse y no contar para nada.
2. Modelo eclesiológico del Vaticano II
El gran cambio operado
por el Vaticano II aparece sobre todo en la “Lumen Gentium” y la
“Gaudium et Spes”. Podemos concretarlo en los siguientes puntos:
1. El punto de
gravitación en la Iglesia es, según el Vaticano II, la comunidad (pueblo
de Dios) y no la jerarquía. “Pueblo de Dios” es para el concilio esa
realidad englobante de la Iglesia, que remite a lo básico y común de
nuestra condición eclesial, es decir, nuestra condición de creyentes. Y,
en esa condición, estamos todos, sin excepción. La división de
clérigos/laicos queda superada con un planteamiento nuevo: lo sustantivo
en la Iglesia es la comunidad, la jerarquía lo relativo, que no tiene
razón de ser en sí y para sí, sino en referencia y subordinación a la
comunidad.
2. La función de la
jerarquía es redefinida con relación a Jesús, siervo sufriente y no
pantocrátor (señor de este mundo); solo desde un crucificado por los
poderes de este mundo se puede fundar y justificar la autoridad de la
Iglesia. La jerarquía es un ministerio (diakonia=servicio) que exige
reducirse a la condición de siervo. Ocupar ese lugar (el de la debilidad
e impotencia) es lo suyo, lo verdaderamente propio.
3. Desaparece la
Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay por consiguiente en
Cristo y la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 12).
Ningún ministerio
puede ser colocado por encima de esta dignidad común. La mayor dignidad
está en la igualdad común. Los clérigos no son los “hombres de Dios” y
los laicos “los hombres del mundo”. Esa dicotomía es falsa. Hablamos
correctamente si, en lugar de clérigos y laicos, hablamos de comunidad y
ministerios.
4. Todos los
bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG,
10). No sólo, por tanto, los curas son “sacerdotes” sino que, junto al
ministerio de ellos, el sacerdocio es común. Este cambio en el concepto
de sacerdocio es fundamental: “En Cristo se ha producido un cambio de
sacerdocio” (Hb 7,12). En efecto, el primer rasgo del sacerdocio de
Jesús es que “se hace en todo semejante a sus hermanos”.
Según esto, la Iglesia
entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Jesús, sin perder la
laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados
fuera”; sacerdocio no centrado en el culto sino en el mundo real. Este
sacerdocio pertenece al plano sustantivo, el otro –el presbiteral– es un
ministerio y no puede entenderse desentendiéndose del común. Y el
sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común,
es inferior.
3. El desafío central del concilio Vaticano II
Está claro que el
desafío central, al que se enfrentaba el concilio, era el de someter a
revisión el patrimonio cristiano heredado. Llevábamos cuatro siglos bajo
la inspiración y dominio del concilio de Trento. La conciencia eclesial
se había abierto camino en el mundo moderno y había madurado, en
convivencia y diálogo con él, sus problemas, sus nuevas búsquedas y
soluciones. De esa conciencia brotaban varias consecuencias:
1ª) La Iglesia no
podía erigirse ya más como una realidad frente al mundo, como una
“sociedad perfecta”, paralela, que proseguía su curso en autonomía,
previniéndose y fortaleciendo sus muros contra los errores e influencia
del mundo. Esa antítesis de siglos debía superarse.
2ª) El concilio se
proponía aplicar la renovación al interior de la Iglesia misma, pues la
Iglesia no era el Evangelio ni era seguidora perfecta del mismo, en ella
vivían mujeres y hombres, los mismos que en todas las demás partes y
desde su condición limitada y pecadora se habían establecido en ella
muchas costumbres, leyes y estructuras que no respondían a la enseñanza y
práctica de Jesús.
3ª) La misión de la
Iglesia es la misma misión de Jesús, una misión universal. Y para
entenderla y hacerla auténtica no tiene sino volver a Jesús.
Como universal que es,
el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede
reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. El Evangelio ha sido
anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo
fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y
eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la
llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo
judaicohelénico- romano y nos detuvimos en el patrístico medieval.
Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior
evolución moderna.
Con razón ha podido
escribir el teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte
de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del
mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo,
lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un
nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173) *.
II. LA RESTAURACION DEL PAPA JUAN PABLO II
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
Juan Pablo II ha
tenido una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años
dando la vuelta al mundo acaban por dibujar un perfil de este insigne
viajero y apóstol. Pero no sólo eso. Juan Pablo II representa un modo de
entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si
la Iglesia va a poder emprender nuevos rumbos o va a sentirse esclava de
este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución,
vista en su aparato clerical y organizativo, ha cobrado tanta relevancia
y uniformidad con Juan Pablo II, que incita a reflexionar si esto no se
ha hecho en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más
profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la
libertad.
Muchos llegaron a
creer en un principio que este Papa iba a ser la confirmación del
Vaticano II, pero pronto se vio que los vientos iban por otros
derroteros.
2. Wojtyla: involución contra renovación
Wojtyla traía otro
modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspiciaba una
fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abierto caminos
nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar
otra dirección. Grandes sectores de la cristiandad advertían la
contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra
democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra
igualdad, etcetera.
3. El liderazgo de Juan Pablo II
La muerte de Juan
Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del
planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena
de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó
a todos los rincones de la tierra.
Este liderazgo externo
contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha
provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con
Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y
programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
Juan Pablo II venía de
una formación tradicionalista, marcada además por un contexto
sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en
cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de
diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas,
curadas en buena parte por la religión católica.
Todo esto le había
hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano,
sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo,
del ateísmo y de un materialismo hedonista y consumista.
Su visión de la
modernidad era negativa y la opción de Wojtyla iba a ser la de
restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males
presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una
Iglesia preconciliar: una Iglesia centralizada, androcéntrica, clerical,
compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.
No es de extrañar que
el gran teólogo Schillebeeckx escribiera: “El concilio Vaticano II
consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia,
de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y
francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores
democráticos fueron aceptados por el concilio... Existe ahora la
tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie
de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto
de reevangelizar Europa: es necesario –dice– retornar a la antigua
Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno
al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto.
En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la
cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la
modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio...
Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el
pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad. Yo critico este
retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de
religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer
milenio” (Soy un teólogo feliz, pp. 73-74).
4. Alcance universal de la restauración
Pasado el primer año
del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el
nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces,
guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el
cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio
habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”.
La restauración
alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos:
sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado
latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de
religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos,
profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la
restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que
contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron
principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación,
Neocatecumenales,Legionarios de Cristo, etc.
Este breve recuento de
lo ocurrido nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”,
la llamó el gran teólogo K. Rahner– sembrando en muchos cansancio y en
no pocos otros desencanto y alejamiento.
A este giro involutivo
ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones
demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de
acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo.
III. LA IGLESIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA
1. La transición democrática de España: en España se esperaba un cambio
Sin duda son muchos
los españoles que, en el momento actual, se han preguntado por el papel
que está jugando en nuestra sociedad la jerarquía católica. Pienso que,
con mayor o menor convicción, los españoles estábamos intuyendo o
esperando un cambio. Y ese cambio se produjo siendo nosotros
protagonistas: elaboramos y aprobamos una Constitución que plasmaba ese
cambio y lo recogía en una nueva normativa constitucional, vinculante
para todos. No era un cambio cualquiera. Pasábamos de una dictadura a
una democracia; de un Estado confesional, políticamente hipotecado, a
otros secular y aconfesional; de una situación que encubría la negación o
discriminación de derechos fundamentales para muchos ciudadanos a otra
en que se proclamaba la igualdad de todos con unos mismos derechos y
obligaciones; de un régimen de nacionalcatolicismo en que, para ser buen
español, se exigía ser católico, a otro en el que se declara que la
persona humana, cualquiera que ella sea, tiene derecho a la libertad
religiosa: a ser creyente, a serlo de una u otra manera, a no serlo de
ninguna.
Estos y otros no eran
cambios irrelevantes. Cambios que, por necesidad, iban a afectar a la
Iglesia católica. En un primer tiempo, hay aceptación de la nueva
situación democrática, y la Jerarquía se compromete a respetarla, sin
inmiscuirse en la ideología e intereses particularistas de ningún
partido. Seguramente muchos se sorprenderán al oír una cita como ésta,
suscrita por la Conferencia Episcopal Española en el año 1973: “Los
obispos pedimos encarecidamente a todos los católicos españoles que sean
conscientes de su deber de ayudarnos, para que la Iglesia no sea
instrumentalizada por ninguna tendencia política partidista, sea del
signo que fuere. Queremos cumplir nuestro deber libres de presiones.
Queremos ser promotores de unidad en el pueblo de Dios educando a
nuestros hermanos en una fe comprometida con la vida, respetando siempre
la justa libertad de conciencia en materias opinables” (Asamblea Plenaria [17ª], 1973).
Pero, progresivamente,
va asomando un recelo, una crítica a la democracia, que se muestra en
oposición cada vez más fuerte a leyes que se consideran hostiles y
perjudiciales a la Iglesia.
En los últimos años
sobre todo, ha sido notorio su giro hacia la derecha, propiciando la
vinculación con los partidos de derecha, cuestionando abiertamente al
Gobierno socialista, movilizando la calle, participando en las
manifestaciones, proponiendo incluso la objeción frente a algunas leyes.
Todo esto ha ido
acompañado con la divulgación de escritos y pronunciamientos que
pretendían sustraer al Parlamento y al Estado el poder moral de
legislar, siendo éste, como es, uno de los aspectos esenciales de todo
Estado de Derecho.
En el fondo, era una
manera de golpear y deslegitimar la democracia y reivindicar el poder
hegemónico que la Iglesia había tenido en otros tiempos.
2. ¿Añoranza y regreso al régimen de cristiandad?
No deja de ser
paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones
de libertad como no las hubo nunca, vienen algunos obispos a denunciar
que la “Iglesia” con este Gobierno se siente acosada y perseguida: “Se
da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco
inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos
una Iglesia, crecientemente marginada. No nos dejemos engañar. Lo que
hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo
religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles. Lo
que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de
la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y
del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29–III- 2007).
Seguramente es verdad
lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque
vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de
otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para
iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.
Las cosas son así. Ha
habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia
social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y,
por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno,
con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad. Pero eso no
es lo que se daba antes. Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se
lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra
parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es
una situación objetiva irreversible –hemos pasado de una época
teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática– se la
interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un
gobierno.
Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que está pasando en la Iglesia.
Por tanto, los
desasosiegos y premoniciones negativas de la Jerarquía se deben a que
sufren una descolocación en el tiempo en que vivimos. Vivir en
democracia es algo que le ocurre por primera vez. Y los hábitos
democráticos no se improvisan, hay que aprenderlos, cultivarlos,
amarlos.
Todo parece indicar
que la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor camina hacia el
preconcilio, hacia un régimen de cristiandad periclitado: da trato de
favor a los neoconservadores, pone en entredicho el diálogo ecuménico,
se sitúa de espaldas a la legítima autonomía de la cultura y de las
ciencias, pospone, frente a problemas internos que han sido ya
replanteados, las grandes causas de la humanidad que, por ser primeras y
prioritarias, deben unirnos a todos.
Ese modelo de Iglesia
autoritaria y neoconservadora, no servidora y anunciante de un Reino de
hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor, es el que dicta el
regreso al pasado y el miedo a una auténtica inserción en el presente.
“El Viento Sopla Donde Quiere”. El Concilio Vaticano II
Juan
XXIII, que fue un hombre libre, quiso hacer honor a “la libertad de los
hijos de Dios” aportando un aire de renovación a toda la Iglesia,
invitándola a vivir una nueva primavera por medio de la convocación de
un Concilio Ecuménico. Ayúdanos a comprender y ahondar en este
maravilloso evento del Espíritu Santo.
Pienso sobretodo en tres acontecimientos que se produjeron inmediatamente al comienzo de la primera sesión del Concilio.
El primero y más decisivo fue el discurso de Juan XXIII
en la apertura del Concilio. En las conversaciones con mis amigos
hablaba de la importancia fundamental de este discurso. No me sorprendía
que hubiera muchos que pensaran como yo. El cardenal L. E. Duval me
pidió enseguida que diera algunas conferencias en francés sobre los
puntos decisivos de este discurso. Lo hice. Los obispos insistieron en
que publicara cuanto antes aquellas conferencias. Así fue como apareció
en muchas leguas: El Concilio en el signo de la Unidad. El Papa Juan fue
el primer lector entusiasta. Se sintió comprendido.
El segundo acontecimiento fue la
composición de las listas para la elección de los miembros de las
diversas comisiones del Concilio. La vieja gurdia había preparado listas
completas, similares a la composición de las comisiones preparatorias.
El día fijado para las elecciones no había prevista ninguna discusión,
pero el cardenal A. Liénart y el cardenal J. Frings se levantaron y
dijeron secamente que hacía falta tiempo para proponer listas preparadas
de manera colegial- El aplauso fue inmenso. Monseñor Capotilla me dijo
enseguida que el Papa Juan XXIII exultó de gozo por aquel
acontecimiento. En los días en que se preparaban las listas supe que el
episcopado italiano estaba bastante dividido. Se estaban formando tres
listas distintas. Transmití al cardenal Frings mi preocupación de que,
de este modo, no saliera elegido ningún obispo italiano.
Por eso, en la lista preparada por
los episcopados de Europa central, juntamente con los episcopados
americanos, etc. Se incluyeron también nombres de valiosos obispos
italianos. Fueron elegidos en justa proporción.
El tercer acontecimiento, en verdad
notable, fue la primera reunión de la comisión para la doctrina y la
moral. Los tres hombres con más poder, nombrados por el Papa, los
cardenales Ottaviani, Parente y Tromp, estuvieron una hora tratando de
convencer a los miembros de la comisión de que aprobara los documentos
elaborados por las comisiones preparatorias con pequeñas correcciones,
apelando a una supuesta “obligación de conciencia”.
En este clima, el cardenal Léger se
levantó y dijo en voz alta: “Si las cosas están así, yo me voy”. Era
evidente que muchos estaban de acuerdo con él. Entonces los tres
potentes cardenales llamaron al cardenal Léger asegurándole que se
garantizaría la libertad de la comisión. Se había roto el hielo.
Tareas de Haring en el Concilio
Desde el principio fui nombrado
consultor de la comisión doctrinal, junto a H. de Lubac, Y. Congar y,
afortunadamente también Karl Rahner. Aprendí mucho de estas asambleas y
comisiones. Aquí fue donde ví el rostro de la Iglesia, y ya nada ha
podido después enturbiar este rostro atractivo de una Iglesia que
humilde y valientemente quiere profundizar en la fe, con mirada atenta a
los signos de los tiempos.
Modestamente colaboré con la
redacción de varios textos. Entre otras cosas se me confió la última
redacción del capítulo 4 “sobre los laicos”, de la Lumen gentium. Trabajé mucho en texto del capítulo de la Lumen gentium,
sobre “la vocación de todos a la santidad”. Por lo que respecta a su
último capítulo, es decir el de “la santísima Virgen María, madre de
Dios”, se discutieron dos opciones: o la elaboración de un documento
independiente, o la adición precisamente de un último capítulo dentro de
la misma Lumen Pentium. Mis preferencias se inclinaban a esta segunda
posibilidad. La víspera de la votación fui invitado por el grupo d e
obispos Redentoristas. Tras mi discurso y una larga discusión, se
pusieron de acuerdo para votar a favor del capítulo final de la Lumen gentium.
La votación en el Concilio resultó favorable por muy poso a esta
segunda opción. Puede que el voto unánime de los obispos Redentoristas
tuviera un peso decisivo. Más tarde, cuando aprobada toda la
constitución Lumen gentium el cardenal Ottaviani, en privado, me dijo: “En este punto tenías razón. Ahora veo que era la mejor solución”.
Constitución Pastoral Gaudium et spes
Comúnmente este documento es
considerado el más importante del Concilio, pero no pueden
infravalorarse los otros textos que tratan de la libertad religiosa y
del ecumenismo. Estamos ante una trilogía que hay que leer en su
conjunto para comprender el espíritu del Vaticano II cuando habla de la
Iglesia en el mundo contemporáneo viéndola no como un organismo
autosuficiente, sino como una realidad que vive en simbiosis, en diálogo
con todos los hombres de nuestro tiempo.
El día de su coronación, Pablo VI
abordó estos temas, concediéndoles gran importancia. Ya el 4 de
diciembre de 1962 el cardenal Suenens, en un discurso que tuvo mucha
resonancia, había propuesto un documento específico sobre la Iglesia ad
extra, encontrando un amplio consenso. El primer texto sobre la materia
se elaboró entre febrero y marzo de 1963 por una comisión mixta,
compuesta por la comisión teológica y la del apostolado de los laicos.
El 11 de abril de 1963 apareció además la encíclica Pacim in terris, que
puso en movimiento muchas cosas. Entre abril y mayo de 1963 se preparó
un nuevo texto actualizado (el esquela XIII). Entre tanto, se había
iniciado en relación con este tema una consulta ecuménica específica,
que no habría de interrumpirse en lo sucesivo. El 6 de septiembre de
1963 el cardenal Suenens reunió en Malinas a un pequeño grupo de
teólogos de gran valor, entre los que se contaban Congar y Rahner. De
estos encuentros surgió el llamado texto de Malinas.
El 29 de noviembre de 1963 ambos
documentos se discutieron en una larga sesión de la comisión mixta
plenaria y yo tomé parte activa en el debate. Rechacé por completo el
primer esquema, mientras elogiaba muchas cosas del Texto de Malinas,
criticando sin embargo su carácter abstracto. Le faltaba cercanía a la
vida concreta de los hombres y el tono de la Pacim in terris.
Poco después de la finalización de los trabajos, recibí una llamada
telefónica de la comisión diciéndome: “Se ha escogido un comité reducido
para la elaboración de un nuevo texto. Usted ha sido elegido en calidad
de secretario.
A este comité reducido pertenecían
los obispos A.J. Ancel (un obispo obrero), A. McGrath, J. Schroffer, E.
Guano, F. Hengsbach y J. E. Manager. Más tarde entraron a formar parte
de él también los obispos J. Wrigth y J. Blomjous. Fue elegido como
presidente del comité de redacción, es decir, como superior mío,
monseñor Guano, obispo de Livorno, hombre bastante culto, sencillo y
abierto. No hubiera podido imaginar nadie mejor que él, aunque todos los
demás obispos designados eran también personas eminentes. Fueron
nombrados luego como peritos el P. Roberto Tucci y el P. A.R. Simona,
mientars que monseñor A. Glorieux representaba en el comité a la
comisión conciliar para el Apostolado de los Laicos. A lo largo de enero
de 1964 tomó forma la primera redacción, que comenzaba con las palabras
Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias”. Desde entonces estas palabras serían el título de la
constitución pastoral. El texto, en su versión francesa se tomó como
base para el encuentro de trabajo de Zurich del 1 al 3 de febrero de
1964. El título rezaba del siguiente modo: La participation active de l’Eglise a la construction du monde.
La originalidad de mi aportación, si
se puede hablar así, estuvo en el hecho de subrayar la necesidad de que
el estudio fuera cercano a la vida de los hombres y a los “signos de
los tiempos”. Cada una de sus partes debía comenzar con una descripción
de los signos de los tiempos, hecha a partir de un análisis atento de la
sociedad contemporánea. En principio, mi propuesta fue bien acogida.
Más tarde, sin embargo surgieron objeciones, y se dejo de lado la
expresión “signos de los tiempos”, aunque la sustancia de la misma no se
perdió. La expresión volvió de nuevo en cuanto Pablo VI mostró no
perder ocasión para hablar con insistencia precisamente de los signos de
los tiempos.
A mí me tocó en concreto elaborar
los “capítulos añejos” sobre el matrimonio, la cultura, la política, la
justicia y la paz. Para las primeras discusiones en el Concilio, estos
capítulos de candente actualidad se imprimieron y añadieron como anexa.
En la discusión que tuvo lugar en el Aula del 10 de octubre al 5 de
noviembre de 1964, el cardenal J.C. Heenan (de Inglaterra) lanzó un
fuerte ataque contra mí. No mencionó mi nombre, pero todos sabían que se
refería a mi cuando dijo: “Timeo expertos annexa ferentes”. La causa
fue una imprudencia mía. El arzobispo Robertson, inglés, obispo de
Bombay, se había manifestado públicamente contra la encíclica Casti cannubii,
es decir, contra una condena severa de los métodos anticonceptivos. Un
periodista del Manchester Guardian me llamó por teléfono pidiéndome mi
parecer. Mi respuesta había sido breve, en el sentido de que una
atención concreta a los problemas de la gente y en particular al
problema mencionado por el obispo, es decir, la superpoblación de la
India, me parecía una solución más adecuada. A partir de esta brevísima
declaración, el Manchester Guardian elaboró una “entrevista” falsa, con
un título sensacionalista y en primera página: “El padre Haring en
contra de los obispos ingleses”.
El día siguiente a la intervención
del cardenal Heenan, le envíe dentro del aula una carta en la que le
pedía disculpas y denunciaba el método seguido por el diario inglés. A
los pocos días, yendo por Vía Della Conciliazione, que conduce a San
Pedro, me di cuenta de que el cardenal venía detrás de mí, en dirección
también al aula conciliar. Al llegar a la entrada de la Plaza de San
Pedro me volví para esperar al cardenal. Me presenté. Con tono
tranquilo, el cardenal me respondió: “No tiene necesidad de presentarse.
Todo el mundo lo conoce”; y me dijo también: “He recibido su carta.
Ahora lo entiendo todo. No debí atacarlo de aquel modo”. Luego me abrazó
a la vista de muchos obispos que se dirigían al aula conciliar, y me
dijo: “Me alegro de que todos puedan ver que no somos enemigos; más aún,
que somos amigos”.
La intensa y amistosa colaboración
del obispo Guano me dio oportunidad también para introducir algunas
innovaciones. El cardenal Bea hizo en el aula una observación bastante
justificada sobre las contradicciones del texto sobre la Iglesia en el
mundo contemporáneo. El documento había sido elaborado casi
exclusivamente por obispos y teólogos del “primer” mundo. Pero no se oía
por ningún lado el eco del segundo y tercer mundo.
Inmediatamente empezamos a elaborar
una lista de obispos del tercer y del segundo mundo, en la que se
encontraban entre otros Karol Wojtyla, de Cracovia, un obispo de Camerún
y otro de Japón. Pablo VI dio enseguida su aprobación. Le dije
entonces a monseñor Guano: “Estamos todavía lejos de representar al
mundo real. Más de la mitad del mundo católico no está representada: me
refiero a las mujeres, que constituyen casi el 55% de los católicos
practicantes”. El obispo Guano se mostró de acuerdo. Le presenté una
lista de mujeres altamente cualificadas, a la que él añadió otros
nombres bien escogidos.
Monseñor Guano probablemente suponía
que yo iría con la lista al Papa y que este, según mi opinión, se
mostraría totalmente de acuerdo. Pero tuve que percatarme con dolor de
que, por la oposición de un cardenal, no fue posible conseguir ni
siquiera una presencia mínima de mujeres en la Comisión para los
Religiosos, a pesar de que más de dos terceras partes de los religiosos
eran mujeres…
Había resistencias. El cardenal
Ottaviani no dejaba de repetir: “Hay que partir siempre de la Iglesia,
de la Iglesia, de la Iglesia…Es decir, del Papa” Y de vez en cuando -no
sé si con mucho éxito- algún cardenal se esforzaba por hacerle entender
que la Iglesia somos “todos”, que la Iglesia no es el Papa…
Los textos del Concilio nacieron de
la libertad interior y apelan a la libertad de conciencia de los fieles,
llamados a ser creativos, como hijos de Dios. En virtud de esta
creatividad, de nada sirve que fijemos los detalles del camino que cada
creyente tiene que recorrer para honrar el don de su propia libertad.
Valoración a 30 años del Concilio
En estos treinta años el mundo ha sido azotado por varias “tempestades”
que no han sido fruto del Concilio, el cual ha de compararse más bien
con un sereno Pentecostés. Durante estos años hemos corrido riesgos y
peligros que no tienen parangón en los siglos pasados. En medio de estas
tempestades, muchos en la nave de Pedro están angustiados y claman por
los cambios, están escandalizados de cómo van las cosas, vuelven a
invocar la ley. Y este deseo de fijación de fórmulas y doctrinas en las
que creer, de leyes a las que someterse solo porque así está mandado, es
extremadamente contraproducente. Es absolutamente contrario al espíritu
del Concilio y no responde a los signos de los tiempos.
A veces nos comportamos como
discípulos asustados en el mar durante la tormenta, mientras Jesús
duerme plácidamente. “¡Señor, Señor, sálvanos!”. Pero el Señor se
despierta y nos dice que sigamos remando, confiados en la certeza de que
él está en medio de nosotros. Y si El está en la barca, es que hemos
llegado ya al destino de nuestro viaje.
El cambio del paradigma de la
obediencia ciega al de la responsabilidad y de la corresponsabilidad
debe ser irreversible. Si las iglesias hubieran formado cristianos
maduros, responsables y fieles al acontecimiento pentecostal, el Fuherer
(fuherer-seductor), Hitler, no habría podido encontrar un rebaño de
cristianos que le obedeciera ciegamente. Los mismo se puede decir
(aunque en dimensiones más reducidas) de la obediencia otorgada a
Mussolini. ¿Por qué los obispos no levantaron la voz cuando Hitler
invadió Polonia, o cuando Mussolini invadió Abisinia? Los obispos, los
sacerdotes y la gran mayoría de los cristianos estaban paralizados por
el paradigma de la obediencia acrítica, cómoda. La causa principal de la
crisis actual de la Iglesia católica la veo en la recaída de un sistema
de obediencia controlable y controlado. La crisis puede ser una crisis
de crecimiento si vence en toda la Iglesia la responsabilidad creativa,
que se expresa, en otras cosas, en una obediencia responsable y en un
sentido constructivo de la crítica. No puede haber cristianos dotados de
sentido profético en el mundo si hay una preocupación excesiva porque
los católicos sean siempre obedientes a la autoridad eclesiástica. El
Concilio nos da esta lección, que no todos han entendido todavía.
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