21 de septiembre
(1846 d.C.)
(1846 d.C.)
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En 1784, un intelectual coreano,
bautizado en Pekín, consiguió introducir el cristianismo en Corea. Pero
aquella naciente cristiandad sufrió una dura persecución y estuvo a punto de
ser aniquilada. Sin embargo, cuando en 1794 un sacerdote chino vino de Pekín
encontró todavía cuatro mil cristianos, tan fervorosos que en poco tiempo su número
se duplicó. En 1801 se produce una nueva represión, y el sacerdote fue
ejecutado con unos trescientos cristianos, entre quienes destacaba la noble
figura de Juan Niou y su mujer Lutgarda, que habían contraído matrimonio sin
usar nunca del mismo.
Treinta años después, la
Sagrada Congregación
de Propaganda erigía un vicariato apostólico en Corea y lo confiaba al
Seminario de Misiones Extranjeras, de París. Pese a que en 1815
y en 1827 había habido nuevas oleadas de persecución, el número de
cristianos
sobrepujaba ya los seis millares. Al frente del nuevo vicariato iba a
ser
colocado un fervoroso misionero de China: Lorenzo José Mario Imbert.
Su nombre es el primero y el más destacado de la
larga relación de mártires cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en la diócesis
de Aix-en-Provence. Su familia residía en Calas, y era harto pobre. Es
conmovedor saber cómo aprendió a leer: un día encontró un centimillo en la
calle, con el compró un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara las
letras. Así, a fuerza de perseverancia, consiguió la preparación suficiente
para poder ingresar, en 1818, en el seminario de Misiones Extranjeras. Después
de dos años de estudios se embarca en Burdeos y marcha a trabajar a China.
En plena tarea apostólica le sorprende el
nombramiento de vicario apostólico de Corea y su elevación al episcopado. En
mayo de 1837 es consagrado en Seu-Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.
No era el primero en llegar. Le habían precedido
ya otros dos misioneros, llamados a compartir el martirio con él. Los dos
franceses: Pedro Filiberto Maubant, nacido en la diócesis de Bayeux, y Santiago
Honorato Chastán, nacido en la diócesis de Digne. El primero había venido
directamente de Francia. El segundo había trabajado anteriormente en Siam.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante
todo fue necesario aprender la lengua coreana, tributaria del chino, pero con
muchas analogías con los dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de
lleno al trabajo apostólico.
Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su vida:
"No permanezco mas que dos días en cada casa que reúno los cristianos, y
antes de que amanezca el tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha
hambre, porque después de haberme levantado a las dos y media de la madrugada,
esperar hasta el mediodía y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un
clima bajo y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a
continuación doy clase de teología a mis seminaristas; después oigo
confesiones hasta la noche. Me acuesto a las nueve sobre la tierra cubierta de
una lona y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni
mantas. He tenido, siempre un cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he
llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber
llegado a lo superlativo y al nec plus
ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que con una vida tan penosa no tengamos
miedo al golpe de sabio que debe terminarla."
Todo esto había que hacerlo con el mayor
secreto. Las quince o veinte personas a las que había atendido cada día:
confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, etcétera, tenían que
retirarse antes de la aurora. Aun así, aquella vida no pudo prolongarse mucho
tiempo. Dos años después de su llegada, el 11 de agosto de 1839, monseñor
Imbert era detenido por los perseguidores.
Comprendió bien que había llegado el final de
su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías a los fieles seguidores,
invitar a sus dos compañeros a entregarse. La tarjeta enviada por el obispo,
que era una invitación al martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la
transmitió a su compañero el padre Castán. Ambos obedecieron sin vacilar.
Cada uno redactó una instrucción para uso de sus fieles y luego en común unas
líneas dirigidas a toda la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria
para el Cardenal Prefecto de Propaganda Fide y una carta a sus hermanos de las
Misiones Extranjeras para encomendarles a sus neófitos. En esta carta es donde
alegremente, como si quisieran aliviarles la pena, dicen que "el primer
ministro Ni, actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar tres grandes sables
para cortar cabezas".
Todo esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y
una vez terminados los preparativos, los dos misioneros se unieron a su obispo.
Los tres europeos comparecieron ante el prefecto y confesaron noblemente su fe:
"Por salvar las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de
diez millares de lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando
los diez mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir." Aquel mismo
día 15 de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones. Otra nueva les
esperaba, después de un interrogatorio similar, el día 16. Por fin, el día 21
tuvo lugar el suplicio final.
Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon
cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas, les colmaron de heridas
y, por fin, los rociaron de cal viva. Después de obligarles a dar por tres
veces la vuelta a la plaza, mostrándose al público que se burlaba de ellos, se
les hizo arrodillarse. Los soldados empezaron a correr en su derredor y al pasar
les golpeaban con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al
recibir el primer golpe. Después se arrodilló junto a sus dos compañeros, que
estaban inmóviles. Al poco tiempo, los tres habían muerto.
Pero no eran ellos solos. Antes y después iban a
perecer en aquélla misma persecución otros muchos cristianos.
El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre Andrés
Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del seminario de Misiones
Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir preparando, en lo
posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron, el padre Kim se esforzó por
conseguir que vinieran nuevos misioneros. En estos afanes le sorprendieron los
perseguidores. Después de larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.
En la misma persecución murieron también diez
catequistas y una muchedumbre de fieles. De entre ellos se escogieron unos
cuantos, a quienes hoy veneramos en los altares: setenta y cinco héroes
"nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y jóvenes en la
más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el
hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de la religión santísima.
Para tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos más
refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros
fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros
enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre, y así todos cambiaron
esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los
sufrieron todos con invicta fortaleza". Tales son las palabras del Decreto
de beatificación expedido por el Papa Pío XI. Porque, como ya anteriormente se
había escrito en el Decreto de tuto,
aquélla muchedumbre, en la que había incluso niños de quince y trece años,
"mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la
rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y
horribles, ni los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con la que
ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de
los jueces impíos, ni la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni la
piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron capaces de superar la
fortaleza y firmeza de aquellos mártires".
No es extraño que muy pronto se extendiera por
todo el mundo la fama de su admirable ejemplo. Por eso, el Papa Pío XI,
superando las dificultades de tipo jurídico que se oponían a su beatificación,
pues resultaba muy difícil recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico,
teniendo en cuenta que había certeza absoluta de la realidad del martirio, los
beatificó solemnemente en 1925. Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue
semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea, al menos en su parte Sur, libre del
comunismo, es una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de
todo el Extremo Oriente.
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