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Vicente de L´Aquila, Beato |
Religioso
Martirologio Romano: En L’Aquila, en la región Vestina (hoy Abbruzo),
Italia, beato Vicente, religioso de la Orden de los Hermanos
Menores, célebre por su humildad y su espíritu profético (1504).
El Beato Vicente nació hacia el
año 1430, en L´Aquila, ciudad que por aquel tiempo formaba
parte del reino de Nápoles. Sus padres habitaban en el
barrio llamado Poggio o Cerro Santa María, encantador edén coronado
de verdura y refrescado por manantiales abundantes, cuyas aguas se
despeñan por continuadas cascadas hasta el río Aterno. Aquel maravilloso
rincón, testigo de los primeros años del niño Vicente, lo
fue también de sus grandes virtudes, favorecidas por el cuidado
de sus padres, y estimuladas por el ambiente religioso en
que se crió. Su alma, predestinada a gloriosa santidad, encontró
desde el primer instante el clima necesario; clima que supo
aprovechar con generoso corazón.
La casa paterna era contigua al
monasterio cisterciense de Nuestra Señora del Refugio. No obstante, cuando
determinó entrar en religión, no se dirigió a los hijos
de San Bernardo, sino a los de San Francisco. La
extraordinaria popularidad de San Bernardino de Sena, fallecido hacía pocos
años, en 1444, su tumba cada día más gloriosa, podrían
explicarnos, aun prescindiendo de los llamamientos de la gracia, las
preferencias de Vicente por la Orden franciscana.
El incansable predicador sienés,
cuyo celo no detenían la edad ni los achaques, se
había presentado en mayo de 1444 en el reino de
Nápoles, con deseo de sembrar también allí la semilla evangélica.
Pero al llegar a siete millas de L´Aquila le traicionaron
las fuerzas. Lograron sus compañeros que se dejase colocar en
una camilla, y de esta forma le llevaron, «triste y
dolorido», a la ciudad. Albergado en el monasterio de los
Hermanos Menores Conventuales, pronto vio Bernardino que se le acercaba
su última hora, a pesar de los solícitos cuidados de
los hermanos y de los más hábiles médicos mandados por
los magistrados. Incapaz de expresarse de palabra, manifestó por señas
su deseo de que se le tendiese en el suelo
de su celda, y en esta humilde postura, con los
brazos cruzados, los ojos elevados al cielo, el semblante risueño,
entregó apaciblemente en manos de Dios su santa alma el
20 de mayo.
L´Aquila no dejó escapar el tesoro que acababa
de confiarle la Providencia; se quedó con el venerado cuerpo
a despecho de las instancias de los diputados sieneses, que
secretamente habían hecho preparativos para llevarlo a su patria. Las
exequias de Bernardino se celebraron con tanta solemnidad, que nunca
rey ni reina las tuvo semejantes. Insignes milagros se realizaron
alrededor del féretro.
Vicente, que a la sazón tenía unos catorce
años, conservaría de ellos un recuerdo imperecedero.
En el convento de
San Julián
El convento de San Julián, en el que Vicente
se presentó, lo había fundado en 1415 el Beato Juan
de Stroncone, Comisario general de los Hermanos Menores Observantes de
Italia.
Edificantes recuerdos iban unidos a la fundación de este monasterio.
Lo habían levantado los religiosos con sus propias manos; ellos
mismos habían labrado las toscas mesas y bancos que constituían,
casi por completo, el ajuar, buena parte del cual, en
consideración a la memoria de Vicente de L´Aquila, se ha
conservado con religioso cuidado. El convento, proyectado según el severo
plan de las primeras casas de la Orden, era de
condiciones sumamente modestas: lo formaban unas cabañas pegadas a la
falda de la montaña, sin luz apenas y parecidas a
ermitas.
Cabría preguntar cómo en refugio tan reducido pudo reunirse, en
el año 1452, en tiempos de Vicente, un Capítulo general
de mil quinientos Hermanos Menores, si no se supiera que
estas sesiones se celebran las más de las veces al
aire libre o debajo de improvisadas tiendas de campaña, donde
la milicia franciscana iba a organizarse para los santos combates.
Mortificación.
El hermano limosnero
Aunque educado en su casa con mucho esmero,
pues había seguido las letras, Vicente quiso por humildad permanecer
como hermano lego. Una de las características de su santidad
era el espíritu de mortificación. Tanta era su austeridad, que
ni siquiera llevaba las sandalias permitidas a los descalzos. Su
hábito de color pardo, que aún hoy día puede verse,
era el más pesado y basto de todos; no se
lo quitaba ni de día ni de noche. Además, llevaba
cilicio y se infligía frecuentes y crueles flagelaciones. Su alimento
se reducía a pan y agua con algunas hierbas crudas,
y, si a veces se le obligaba por obediencia a
comer como la comunidad, hallaba no obstante medio de mortificarse,
tomando sólo una parte de su porción y agregándole polvo
o sustancias amargas.
Prefería los trabajos humildes, ayudaba a los hermanos
en sus faenas domésticas y componía sus sandalias, pues, para
ser más útil, había aprendido el oficio de zapatero. Otras
veces se dedicaba a las labores del campo y, en
los ratos de descanso, retirábase en la fragosidad de la
roca, a unos cien pasos del convento, para entregarse a
la oración.
Más adelante se le encargó el oficio de limosnero,
en que indudablemente hallaba Vicente múltiples ocasiones de sacrificio, dada
su afición a la soledad y a la vida oculta.
Su principal preocupación, en las diarias caminatas, fue siempre el
bien de las almas.
En los demás conventos adonde fue enviado,
Cittá, Sant´Ángelo, Francavilla y Sulmona, continuó en el cargo de
limosnero: pasó, pues, la mayor parte de su vida de
una puerta a otra, pidiendo limosna para sus hermanos, mendigando
por obediencia, lo cual no fue obstáculo para que poseyera
en el más alto grado la estima y confianza de
los príncipes de la Casa de Aragón, soberanos de Nápoles.
Predicciones
varias
Durante el período, tan revuelto para los Estados del sur
de Italia, que transcurrió desde el año 1458 al 1500,
varios competidores aspiraban al reino de Nápoles. La ciudad de
L´Aquila, más que otras, sufrió las consecuencias de esas vicisitudes
políticas, pasando sucesivamente al poder de la Casa de Anjou,
de la de Aragón y del Papa, y mudando de
dueño varias veces en el espacio de unos cuarenta años.
Fray Vicente, muy sensible a los innumerables males que aquejaban
a sus paisanos, abrumados de impuestos, diezmados por la guerra,
afligidos por el hambre y la peste, menudeaba las súplicas
y penitencias en los momentos de crisis, y pasaba noches
enteras en oración.
Parecía como que quisiera cargar sobre sí toda
la responsabilidad de aquel desequilibrio social, y trataba de conquistar
con el mérito de sus acciones la benevolencia y las
misericordias del cielo.
A Fernando I, duque de Calabria y rey
de Nápoles, que fue a consultarle antes de emprender una
expedición contra las tropas pontificias, le predijo un desastre. A
pesar de esta advertencia, el príncipe inició la campaña y
salió, en efecto, vencido.
No fue ésta la única circunstancia en
que el humilde lego pareció favorecido con el don de
leer en el porvenir. La historia conserva el texto de
una de sus predicciones. Con mucha anticipación anunció al hijo
del rey de Nápoles, Alfonso, duque de Calabria, que un
rey de Francia (Carlos VIII) conquistaría su reino. Señaló al
mismo tiempo los males que iban a descargar sobre la
Iglesia.
He aquí el texto, cuyos términos, algún tanto apocalípticos, requieren
una explicación. Del conjunto se desprende una predicción bastante clara:
Cuando
oigáis mugir el buey en la Iglesia de Dios (en
las armas del papa Alejandro VI, designado aquí, figuraba un
buey), entonces principiarán las desgracias. Cuando veáis tres símbolos reunidos:
el buey, el águila y la serpiente (alianza del papa
Alejandro VI, del emperador de Alemania Maximiliano I, entre cuyos
blasones figuraba un águila, y de Ludovico Sforza, quien por
ser sucesor de los Visconti en el ducado de Milán,
había dejado impresa en todas partes la serpiente de su
escudo), entonces vendrá del lado de Occidente un rey (Carlos
VIII, llamado por Ludovico Sforza y que había de invadir
Italia en 1474). Asolará el reino (de Nápoles), y, recogido
el botín, volverá a su país (1475).
El destierro de César
Borja y de Ludovico Sforza, vencidos por el rey Luis
XII, va insinuado en las líneas siguientes:
Habrá cisma en la
Iglesia de Dios, dos Pontífices, el uno elegido legítimamente, el
otro cismático (alusión posible a la infame parodia que quiso
hacer de Lutero un antipapa, cuando en 1527 los luteranos,
con ayuda de los Imperiales, saquearon Roma). El verdadero Papa
se verá obligado a desterrarse (Clemente VII tuvo que huir
a Orvieto). La violencia se ensañará contra la Iglesia de
Dios. Tres ejércitos muy poderosos entrarán al mismo tiempo en
Italia, uno procedente del Este, otro del Oeste, el tercero
del Norte: se reunirán y habrá mucha sangre derramada. Después
se realizará en la Ciudad (Eterna) una reforma que alcanzará
a los clérigos (reforma de la disciplina eclesiástica preparada por
el Concilio de Trento), y los mahometanos serán detenidos en
su marcha. (En Lepanto, en 1571).
Milagros. Regreso a L´Aquila
En vida,
hizo Vicente varios milagros. En L´Aquila devolvió el habla a
un mudo. En otra ciudad curó a un niño que
por tener las piernas disformes no podía andar, y en
Sant´Angelo le debieron la curación de parecida enfermedad tres personas.
Pero el prodigio más admirable atribuido al poder de sus
oraciones fue la resurrección del obispo de Sulmona, Bartolomé della
Scala, de la Orden de Predicadores.
Si hemos de dar crédito
a los historiadores de L´Aquila, contemporáneos suyos, el obispo, a
pesar de las oraciones del clero para implorar su curación,
había sucumbido a resultas de graves dolencias. Vicente, que gozaba
de la estima particular del prelado y había recibido de
él numerosas muestras de benevolencia, en cuanto se enteró de
la noticia, pidió autorización para ir a rezar junto al
cadáver. De súbito, como por inspiración de lo Alto, llamó
por tres veces a su ilustre amigo, cuyos ojos se
abrieron por fin, a la vez que iba entrando poco
a poco la vida por todo el cuerpo. La curación
no fue repentina, pero decreció el mal tan rápidamente que,
a los quince días, el 29 de junio de 1491,
fiesta de San Pedro, el que todos creían eliminado para
siempre del mundo de los vivos, iba en persona al
convento de los Franciscanos a dar gracias a su salvador.
Conviene añadir que murió, y esta vez para siempre, a
los pocos días. El milagro tuvo grande repercusión en los
Abruzos, y las visitas afluyeron al convento de San Nicolás
de Sulmona, residencia en aquel tiempo del taumaturgo. Le llevaban
enfermos para que rogase por ellos, y alcanzaba su curación.
Esta
popularidad llegó a asustar a Vicente, quien, deseoso de la
soledad, solicitó de sus superiores permiso para volver a su
modesto oratorio de San Julián de L´Aquila, en donde esperaba
terminar su vida religiosa como la había comenzado, en el
retiro y la humildad.
Apenas de regreso, tuvo que presenciar discordias
civiles y grandes disensiones políticas. Acababa de ser desterrado el
obispo, Juan Bautista Galioffi. En tan graves circunstancias juzgó Vicente
que era deber suyo el dirigir a los primeros magistrados,
constándole que aceptarían sus consejos, algunas palabras llenas de fe.
Lo hizo en términos que muestran su profunda piedad:
Señor Gobernador,
Señores:
El cariño que profeso a vuestra ciudad me inspira estas
líneas. Acabáis de perder al padre de vuestras almas. Por
tanto, habéis de ser ahora, para vuestros súbditos, pastores a
la vez espirituales y temporales.
Estáis pasando crueles pruebas y las
teméis más terribles aún. Ved si no suceden por causa
de vuestras culpas, y enmendaos. Dios envió a Jonás a
Nínive, a la que quería aniquilar por sus pecados, y
revocó la sentencia tan pronto como dicha ciudad se arrepintió.
¿No es propio de Dios el ser siempre misericordioso? Cesemos
de pecar y cesarán los azotes.
En la ciudad, en Collemaggio
y en otros puntos tenéis religiosos. Pedidles procesiones de penitencia;
misas en honor de la Santísima Virgen y de nuestros
santos patronos. Pedid oraciones a las hijas de Santa Clara.
Tengo confianza de que, por estos medios, la infinita misericordia
de Dios pondrá fin a estas calamidades.
Si me postrara ante
el rey para solicitar un favor y al mismo tiempo
le diese disgustos con mi proceder, me echaría de su
presencia. Así vosotros, por amor de Dios, dejad de blasfemar,
si queréis ser escuchados. De aquí proceden todos vuestros males.
Termino suplicándoos otra vez os hagáis dignos del cargo que
se os ha impuesto.
Vuestro hermano en Nuestro Señor,
Fray Vicente.
El que
con tanta nobleza hablaba era entonces un anciano estimado y
venerado de todos, con fama de santo, adornado con el
brillo de los milagros. No es de extrañar, pues, que
fuera escuchada su palabra. No dependió de él el que
no volviera el obispo a L´Aquila. El infortunado obispo pereció
asesinado por los facciosos en la ciudad de Roma, en
casa del cardenal de la Rovere (el futuro papa Julio
II), el 23 de febrero de 1493.
Última conquista. Muerte del
Beato
Un día que andaba por la ciudad de Lúcoli pidiendo
limosna, el cansancio le obligó a detenerse en una familia
amiga. Allí topó con una niña, Matía Ciccarelli, que debía
ser gloria de la Orden agustina. Vicente, que para la
dirección de algunas almas había recibido de Dios luces extraordinarias,
reconoció en esta muchachita un alma selecta, y sus consejos
la encaminaron en las vías de la santidad. Le infundió
aversión para las vanidades mundanas y gusto para las penitencias
más heroicas, de las cuales daba él ejemplo. A instigación
suya, Matía rezó diariamente el Oficio de la Santísima Virgen
y el de difuntos. Después que hubo afirmado sus primeros
pasos, no cesó de sostenerla y animarla hasta conducirla al
umbral del claustro.
El 7 de agosto de 1504, hacia el
anochecer, Matía vio, desde la ventana de la casa que
seguía habitando en Lúcoli, el bosque inmediato al convento de
San Julián completamente iluminado y al alma de su santo
consejero subiendo al cielo acompañada por magnífica corte. Supo al
día siguiente que en aquella misma hora había exhalado fray
Vicente el postrer aliento. Esta revelación la llenó de alegría
y la confirmó en la convicción de que su guía
era verdaderamente un santo. Dócil a sus consejos, entró en
el monasterio agustino de Santa Lucía, en L´Aquila, y en
él tomó el velo con el nombre de Sor Cristina.
En dicho monasterio se venera el 12 de febrero a
la Beata Cristina de Lúcoli.
Reliquias y culto
Los restos del piadoso
hermano lego se habían enterrado en la sepultura común de
los Hermanos Menores. Catorce años después fueron exhumados, por circunstancia
fortuita, tal vez para depositarlos en la nueva iglesia de
San Julián que se inauguraba; se reparó entonces en el
perfume que exhalaba el féretro de fray Vicente y en
la perfecta conservación de su cuerpo. Los vestidos que le
cubrían se caían a pedazos y se deshacían en polvo,
siendo así que la carne del siervo de Dios conservaba
toda su blancura y consistencia.
Este concurso de hechos movió a
sus hermanos en religión a depositar el cuerpo de Vicente
en un arca de nogal y vidrio y trasladarlo a
lugar honroso. Desde entonces empezó a brillar con milagros de
que dan fe donaciones e inscripciones votivas.
Después de más
de un siglo, en 1634, seguía manifiesta la conservación del
cuerpo. De entonces data su colocación -o reposición- en una
capilla situada a la entrada de la iglesia conventual. Más
recientemente, en 1868, dos médicos fueron comisionados por la autoridad
eclesiástica para reconocer la continuidad del prodigio de la conservación
del cuerpo de fray Vicente. En el lugar en que
se le había depositado primitivamente, otra inscripción en italiano decía:
«En este sepulcro descansa el cuerpo del Beato Vicente de
L´Aquila, que pasó a mejor vida el 7 de agosto
de 1504».
Confirmó su culto inmemorial el papa Pío VI el
19 de septiembre de 1787.
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